VD# – La aritmética del dolor absoluto

VD# – La aritmética del dolor absoluto

VD#

La aritmética del dolor absoluto 


El llamado 

Caminando por la estrecha vereda hacia la casa de VD#, su hermana, el hombre sentía el rigor del frío. Llevaba las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. No había duda que estaba ensimismado.
El cielo estaba gris y era una singular amenaza. No llovía, pero amagaba una llovizna que a la hora sería pertinaz y helada. No había un árbol en las veredas, todos habían muerto. De algunos solo quedaba un tronco flaco y reseco. Tampoco había gente a las puertas de las casas. La calle estaba vacía, tanto como él.
Recordaba el llamado a su celular. Número desconocido. No solía atender llamadas de números telefónicos que no estuvieran agendados. En esa oportunidad, algo lo convenció de responder. La muerte tiene su manera de ser presentida.
—Hola. ¿El señor DL#? —Una voz indefinida le habló a su teléfono con un leve acento fúnebre. Quien llamaba no dijo su nombre, no dio espacio para que DL# se lo preguntara. Tampoco esperó a que del otro lado le confirmaran que quien atendía la llamada era, justamente, DL#.
—Murió su hermana —dijo sin rodeos—. Esta mañana la encontraron muerta. Dicen que parecía dormida la pobrecita. Serena. La gente siempre cree que los muertos solo duermen, no mueren, duermen. ¡Qué extraño! ¿Verdad? Mi más sentido pésame. Que tenga buen día. —Fin de la comunicación. Eso fue todo.
“Que tenga buen día”. Y no fue dicho con cinismo por el desconocido. Habló como si fuera tan solo un relator de un hecho fortuito, desgraciado, pero fortuito, una noticia entre tantas otras. Un comentarista sin dobles intenciones. Su manera de decir, de pronunciar ciertas palabras (pobrecita, serena), tenían un tono familiar que DL# no podía identificar.
DL# tardó un buen rato en reponerse del estupor que le provocó la noticia.
¿Cómo había muerto su hermana? ¿Qué había ocurrido con ella? Preguntas que debió hacer cuando esa llamada telefónica, pero que su interlocutor no le dio tiempo a realizar.
¿Debió preguntar “sufrió”? ¡Qué estúpida pregunta! Se reprochó este lugar común de todos los deudos. ¿Sufrió? Desde que nació ella sufrió. Él lo sabía, así que esa pregunta era estúpida.
“Cómplice. Siempre fui un cómplice?” Se reprochó. Luego se contradijo. No era extraño en él pensar una cosa y al instante cambiar por un pensamiento contrario. ¿Cómplice? No precisamente. Sí impotente. La complicidad tiene una sustancia que él no podía identificar. Es tanto decisión como indiferencia y eso no era lo que le ocurría con su hermana. Tal vez debió estar más con ella, escucharla o simplemente quedarse los dos en silencio viendo el tiempo pasar y la muerte aproximarse sin disimulo. Pero no había modo de volver al pasado. ¿Quién, por otra parte, desearía volver a una vida anterior? Todos los días, desde la infancia hasta la muerte de VD# podían haber sido el resultado de algún tipo de error en el tiempo y en el espacio. No siempre es fácil advertir la importancia de uno u otro error, el origen o su consecuencia. Quien eso pudiera estaría más cerca de una deidad o al menos de un ser angelical. Ni VD# ni DL# tenían algo de ángel.
De todos modos, DL# ya se había convencido años atrás que no había fuerza capaz de liberar a VD# de ese cruel padecimiento al que estaba sometida, estaba en su pellejo, en su íntima anatomía. Y esa opresión, ese abandono, la habían llevado a la locura o ese peculiar estado que toda la familia atribuyó a la locura.

La locura fue un estado habitual en la familia y por eso muchas veces pasaba como si nada, como un simple juego que empezaba en la inocencia y terminaba con toda habilidad humana.
En la familia la locura era una material maleable y cotidiano. Siempre había manera de hacer que pareciera un problema menor. Las desgracias cotidianas pueden pasar por inofensivas. Un menoscabo controlable y, por qué no, un ritual del humor negro familiar.
La locura podía adquirir la forma de un paisaje, del destello de una luz en el momento exacto, el sonido brumoso de una partitura desconocida. La locura se volvió un pasatiempo y hasta necesario. ¿De qué se hablaría si no de las locas? Mujer y locura. Un error divino al elegir la costilla en vez de otro hueso más prometedor. ¿Qué se puede obtener del barro y una costilla? Dios no siempre es eficaz, y suele estar ausente y en silencio. ¿Dios muchas veces no responde porque no tiene nada que decir? Es probable pero no seguro.
Locura y feminidad fueron sinónimos, eso fue establecido y nadie oponía argumentos en contrario.
El mito familiar decía que las mujeres se sucedían de una generación a otra y cada una llevaba su cuota de locura como quien porta la dosis de una básica equivocación de la química del cerebro. Después de todo, el mundo no era más que una sucesión abrumadora, pero finita de combinaciones químicas que podían comprenderse con solo entender la tabla periódica del genial Mendeléyev. Pero, se insistía pecaminosamente, que no era una locura cualquiera, delirios que podían afectar tanto a hombres como a mujeres. No. La locura era un atributo femenino. Era “la” loca, “la” locura. ¿Está claro? No hay modo de equivocar el sentido del artículo femenino. “La” y nunca “él”.
VD# no fue la única “loca” en la familia. Hubo una larga lista de mujeres todas diagnosticadas como tales. Eran palabras que se decían con el mismo tono y la misma impunidad que cielo, agua, mariposa. Se afirmaba con absoluta naturalidad que fulana era una esquizofrénica, mengana una histérica y sutana una psicópata. Del mismo modo que luego se decía que a fulana la gustaban las manzanas, a mengana las peras y a sutana los duraznos.
Pero, ¿eran realmente locas? DL# dudaba de esa afirmación que la familia sostuvo como una verdad irrefutable. DL# no sabía quién era el que hacía esos diagnósticos ni con qué fundamentos se los divulgaba como palabra santa. Bastaba que un hombre afirmara que fulana era una, para que hubiera que aceptar la afirmación como si no hubiese sido dicha por un ser mortal, sino por una deidad masculina dedicada a determinar la mucha o poca salud mental de las mujeres de la familia. No había un porqué, ni por aquello, ni por esto, simplemente era así: loca, loca, loca.
¿Y de los hombres qué? Ninguno estuvo exento de una cuota de locura más o menos disimulable, esa era la verdad. Pero de eso no se hablaba. Los hombres eran sanos, hermosos, sabios, estaban en una escala evolutiva muy diferente a la de las mujeres. De ese modo se los presentaba.
Entre ellos no había locos ni estúpidos, aunque a veces DL# sospechara de ello. Podían ser graciosos, ingenuos, díscolos, rabiosos, lujuriosos, pero no locos. Solo las mujeres eran locas, mal de mujeres, mal de muchas.
¿Cómo discutir la simple afirmación familiar de la locura femenina? Estaba a la vista. Quien quisiera ver, podía comprobarlo sin ningún esfuerzo. Tal vez en este veredicto surgió en DL# el dato de su complicidad o su impotencia para ayudar a su hermana. Mujeres igual a locura. Simple conclusión ¿cómo discutirla? Mujeres locas, enfermas, incurables e inútiles.
Si no puedes con la realidad, ¡muérete! Y morir fue una opción interesante para cada una de ellas. ¡Muérete esquizofrénica! ¡Muérete histérica! ¡Muérete psicópata! ¡Muérete! ¡Pero el deseo del mal vivir es tan fuerte! La mayoría de ellas vivió largas vidas de encierros eludiendo a la muerte de la mejor (¿o peor?) manera posible. Pero VD# murió joven, relativamente joven. ¿Se liberó? Tal vez, pero no fue suicidio, solo se echó a dormir y morir tal y como ella le había anunciado a DL# tiempo antes.
VD# nunca tuvo al suicidio como opción. Ni cuando la violaron, la torturaron, la obligaron a abortar o las veces que la encerraron en un psiquiátrico. Morir de a poco, así eligió. Fue una opción o, mejor dicho, una decisión. La muerte en pociones reducidas. Morir fue tal vez la única decisión que tomó por sí misma, en absoluta soberanía. Todo lo demás que le ocurrió en la vida no se lo había propuesto ni lo había previsto.
Semanas antes de morir ella le dijo “así no vale la pena vivir. Voy a echarme a dormir y luego voy a morir. ¿Qué más se puede pedir”?
“Así no vale la pena vivir”, eso afirmó sin vacilaciones en la voz. ¿Así cómo? Sin duda, otra pregunta estúpida. Vivir sola. Acompañada solo por una perra pulguienta que orinaba y defecaba por toda la casa, que perseguía con denuedo a las cucarachas que entraban a la casa por los caños de la cloaca. La soledad es un cazador al acecho.
DL# sabía que su hermana estaba triste, deprimida, enferma. Fumando sesenta cigarrillos por día. Hediendo a tabaco barato. Comiendo a veces.
“¿Así cómo?” Sin duda una pregunta idiota. La idiotez es un atributo difícil de disimular. O una manera de protegerse frente a una realidad que lastima. El mismo DL# repetía que las personas, para ser felices, debían practicar las tres “i” de la felicidad. Ser idiotas, indiferentes, irresponsables. Las tres “i” del buen pasar.
¿No era evidente en qué condiciones vivía ella? ¡Claro que lo era! Pero DL# preguntó “¿Así cómo?” Con su pregunta quiso pasar por sorprendido.
Ella no quiso hacerle ningún reproche durante esa conversación. Podría haberle dicho en aquella oportunidad “¿para qué sos mi hermano?”, pero sabía que lo lastimaría con ese pregunta. La verdadera hermandad no nace en la especulación de los lazos sanguíneos. Así que VD# prefirió callar y dedicarse a morir. Morir tempranamente fue un atajo a la paz, un atajo que atravesó fumando y fumando como el ciego inconsolable del verso de Carriego. 

II 


Encuentro con el cadáver 

Llegó a la casa. El frente lucía sucio y desmejorado. Semanas atrás la había visitado, cuando VD# predijo su propia muerte, pero no había reparado en el deterioro de la fachada. La casa lucía abandonada como la mayoría de las de la vecindad.
Llamó a la puerta, pero lo hizo con suavidad. La perra ladró furiosa. ¡Esa maldita perra! DL# la detestaba. Una voz reseca respondió a su llamado.
—¿Quién es?
—Soy el hermano de VD#.
Una mujer abrió la puerta. Era delgada, ojos achinados, cabello negro, desdentada. La perra (la maldita perra a la que DL# aborrecía), no le ladró. Le echó una mirada y se marchó en dirección a la habitación donde yacía el cadáver de VD#. Entre orina, caca y colillas de cigarrillos, se refugió bajo la cama sin hacer el menor ruido, pero sin quitarle la vista al intruso.
La mujer empezó a llorar, parecía desconsolada. DL# desconfió del llanto, le pareció exagerado. Dolor teatral.
—¡Pobre! ¡Pobre! —gritó la mujer y se abalanzó sobre DL#. Lo apretó contra su pelvis con fuerza. Una electricidad erótica atravesó el cuerpo de la mujer y esa aproximación sexual le provocó a DL# una arcada que apenas pudo contener. Su cuerpo se contrajo pero no con violencia.
—¡Pobre! ¡Pobre! —volvió a gritar la mujer que mantenía aferrado a DL# cada vez con más energía. El frote de un sexo con el otro hizo que DL# se sintiera cada vez más disminuido. Abrumado, pudo zafarse del abrazo luego de un enérgico empujón. La mujer no perdió la compostura y no dejó de llorar y luego rio provocadora.
—Estoy desconsolada —dijo—, la encontré muertita esta mañana. ¡Muerta! ¡Muerta! Parecía dormida, le dije “vamos, vamos a levantarse vaga de mierda”, pero no se movía, no me respondía. Entonces la moví y la moví y ella estaba tiesa, ¡cómo muerta! Por eso la toqué ¡y estaba fría! ¡Fría! ¡Ay, mi Dios! ¡Estaba helada como un mármol! ¡Estaba completamente muerta!
DL# pensó que la expresión “completamente muerta” no era del todo inadecuada. Tal vez la manera correcta de decirlo era “completó su muerte”, la que arrastraba desde hacía años. No fue una muerte en París con aguacero. No tuvo de poesía ni esto. Pero también a VD# le habían dado duro y era muy probable que ella se haya vuelto a ver con todo su camino y visto sola hasta los huesos.
El cadáver de VD# yacía en su cama. DL# podía verlo perfectamente, reconocía la peculiar silueta del cuerpo de VD#. Estaba cubierto por las sábanas y una frazada hasta la frente. El cabello asomaba entre las sábanas. Estaba en posición fetal, de costado, como durmiendo, tal como le dijo la voz cuando le comunicó por teléfono su muerte. En ese momento DL# sintió el raro perfume de la resaca del tabaco barato y de la muerte que empezaba a pudrir rápidamente los tejidos de su hermana. Era un aroma que se abría paso entre el olor a orín y mierda de la perra, olor que iba quedando rezagado frente al perfume mortuorio que llenaba la habitación.
DL# le preguntó a la mujer quién era. Iba a decir “¿y usted quién carajo es?” pero no quiso ser brutal, no había razones para ello salvo la frotada que le causó repugnancia. Razonó “nadie se está al lado de un cadáver porque es placentero. Solo el dinero convence a alguien de tenerle la vela a un muerto”. Razonamiento válido pero no excluyente. El morbo puede ser tan potente como el dinero.
Tragó saliva y moderó su voz. Preguntó:
—¿Usted es la amiga de mi hermana, quien la ayudaba? —Así la pregunta sonó muy diferente.
La mujer sonrió, mostró sus encías sin dientes, pareció sonrojarse o se sintió confiada. Puso sus ojos en la entrepierna de DL# tratando de demostrar la dimensión exacta de sus pretensiones. DL# no tenía manera de cubrir esa parte de su cuerpo, estaba realmente molesto pero aún más desorientado.
—¡Claro! ¡Por supuesto! Soy la amiga que cuidaba a su hermana. Una amiga, la única amiga. Nos contábamos todo, ¿me entendés? —DL# cabeceó por reflejo, no sabía de qué le hablaba.
—¿Nunca te habló de mí?
—No lo recuerdo, señora.
—Tuteame por favor, si no me hacés sentir una vieja chota. —DL# hizo como que no escuchó el pedido.
—¿Nunca te habló de mí? —Ella empezó a tutearlo para ganar confianza y sentirse más íntima de DL#.
—No lo recuerdo. —DL# evitó la palabra “señora”.
—¡Qué chica distraída! ¡Si lo sabré yo! Cabeza de novia. Siempre pensando en la luna de Valencia. En cambio, ella me habló tanto de vos. ¡Cómo te quería! ¡Siempre me decía lo buen mozo que sos! ¡Y no mintió! Y de cómo las chicas andaban atrás tuyo. Me habló de otras cosas que prefiero no comentar delante de la finada porque eran nuestros secretitos. Cosas de mujeres. —DL# ignoró el comentario. Su hermana no sabía mucho de su vida porque él no acostumbraba a comentar a qué se dedicaba ni a quienes frecuentaba.
—Usted la encontró… —vaciló por un momento—, así, como durmiendo.
—Tuteame, tuteame. —La mujer volvió la vista sobre el cadáver—. ¡Sí, pobrecita! Bueno. Después de todo no sufrió. —DL# no acompañó ese comentario. Lo consideró tan estúpido como cuando él mismo lo pensó. Cómo podía alguien saber qué sintió VD# antes de morir.
—Ojalá no haya sufrido.
—¡Sí! ¡Ojalá! Con lo que yo la quería. ¡Qué en paz descanse! Y yo que le suministraba las pastillas que tu papi le preparaba en un primoroso pastillero rosa. ¡No sabés qué lindo pastillero! Llenos de florcitas, ¡un primor! ¡Cuántas pastillas! Rosas, azules, verdes, blancas. Una, dos, tres, cuatro, cinco, ¿cuántas? Todos los días de la semana, todas las semanas, todos los meses. Mirá si hasta perdí la cuenta.
La mujer y DL# quedaron en silencio. Ella observándolo y él esquivando la mirada. La mujer pasaba su lengua por los labios, reptaba la lengua carnosa y salivaba los labios que parecían hincharse por una pulsión sexual que trataba de hacer cada vez más evidente. La mujer le habló señalando el cadáver.
—¿Querés que te la muestre? ¿No querés tocarla? Un último recuerdo. A ella le hubiera gustado. Siempre esperándote. Qué cosa ¿no? La gente es haragana, que hoy no puedo, que mañana tampoco, y ¡zas! El otro se muere y a joderse, nunca más. ¿Querés que te la muestre así la ves por última vez?
DL# movió negativamente la cabeza. ¡No! ¡No! Deseaba gritar, pero supo contenerse. No quería palpar el cadáver de la hermana. No lo hubiera soportado.
—No, gracias. Prefiero recordarla viva.
—Pero parece dormidita, mirá, si hasta parece que sigue viva —la mujer descubrió el cuerpo. Sonrió maliciosamente. La escena era macabra. La mujer parecía cada vez más excitada, disfrutaba observar la reacción de DL# ante la vista del cuerpo inerte de su hermana. DL# sintió deseos de salir corriendo de la casa. La mujer acarició varias veces la cara de la muerta.
—¡Parece dormidita! ¡Parece! Mirá si despierta y todo era una broma para hacerte venir. ¡No venías mucho a visitar a tu hermana! La pobre vivía esperándote. Los hombres son todos unos haraganes de mierda. Si una mina no los visita, chillan, lloran, putean. Ahora si ustedes no nos visitan por meses, “¡ah! Estoy ocupado”, “no tuve tiempo”, “es que estoy deprimido”.
DL# quería justificarse.
—Hablábamos todos los días por teléfono. —Mintió para consolarse. Bajó la cabeza y cubrió su cara con ambas manos. ¿Llorar? No podía llorar. Trató de ocultar su rostro porque iba adquiriendo un aspecto de pálida máscara carnavalesca a medida que la mujer lo provocaba con sus acciones.
Debió putearla. Se lo reprochó después. Debió putearla y debió echarla a la calle. ¿Pero como haría eso con quien cuidó a su hermana hasta esa mañana en que la encontró muerta? Ocultó su cara para que sus expresiones no pusieran al descubierto sus verdaderos sentimientos.
La mujer se quedó observando la actitud de DL#.
—¿Te sentís bien? ¿Querés algo de tomar? —DL# retiró sus manos del rostro y trató de mirar a la mujer con indiferencia. Ella le sonrió, mostró sus brillantes encías negras.
No bebería ni una gota de agua que le ofreciera esa mujer. Solo imaginar beber del mismo vaso en el que ella había apoyados sus labios le revolvía el estómago. Buscó unas palabras en su mente para salir de esa situación abrumadora.
—¿Avisaron a alguien más de la muerte de mi hermana?
La mujer sonrió.
—¡Preguntás cada cosa! ¡Claro! A tu papá. Primero le avisamos a él y luego a vos. Tu papá sí venía todos los domingos. ¡Todos! Qué lindo viejo es tu papá. Vos sos bastante parecido a él. —DL# no supo cómo tomar esa comparación. Solo atinó a murmurar “Ah…”
Luego preguntó:
—¿Quién me llamó?
La mujer ignoró la pregunta. Siguió hablando.
—La familia es lo más importante, ¡lo más importante! —dijo—. Por lo menos así era para VD#, vos debés haberlo hablado con ella. Vamos a reunir a toda la familia que no será mucha, pero es lo más valioso. Yo me incluyo porque soy un poco familia, soy la única que la cuidó hasta que a esta loca se le ocurrió morir. ¡Qué ocurrencia! ¡Pobrecita! Si parece dormida, ¿no te parece?
DL# frotó su rostro. No podía decirse si estaba confundido o a punto de tomar a golpes a la mujer. Volvió a su pregunta.
—¿Quién me llamó?
—¿Quién te llamó? El funebrero. Vecino de acá nomás. El que tiene que arreglar el traslado del cuerpo a la morgue si es que ustedes no arreglan antes que hacer con el cuerpo. Lo van a mandar a autopsia. Un desastre, creeme, un desastre. Yo no soy nadie para decirles lo que tienen que hacer, ustedes son familia de sangre, yo soy solo de afecto, pero yo no dejaría que la toquen. No tenés idea de lo que le hacen a las muertas esos hijos de puta de la morgue judicial. ¡No tenés idea! Yo te digo, porque estuve de novia con un poli que me contó las porquerías que le hacen a los muertos. —Tomó aire para darse tiempo a agregar—, ¡a las muertas! Asquerosos. Los canas son todos asquerosos, ¿viste?
En verdad DL# no tenía idea de lo que le hacían a los cadáveres en la morgue. Nunca se lo había planteado. Tampoco sabía si le importaba. Un muerto es solo eso, un auténtico muerto. ¿Qué cambiaría porque los forenses diseccionaran el cuerpo y jugaran con la carne muerta?
La mujer pareció leer sus pensamientos.
—No me refiero a la fiambrera. Que te corten es horrible pero no asqueroso. Me refiero a otra cosa, ¿vos me entendés o te lo explico?
No necesitaba explicaciones, no las quería, ¿para qué?
La mujer siguió hablando, pero DL# se desentendió de ella. Dejó de escucharla. Después de todo, él no decidiría nada sobre el destino del cadáver de su hermana. Esa obligación la dejó para su padre. Sería el viejo quien debería ocuparse de la muerta. Era su muerta, era su hija. Era su problema.
Se alejó cada vez más de la mujer. Desde su perspectiva, ella estaba a kilómetros de distancia de él. Ya no podía ni apreciar sus miradas, ni la pequeña baba pendiendo del labio inferior, ni sentir el penetrante olor de su cuerpo que imitaba el perfume pútrido de un clítoris moribundo que reptaba en dirección a él. Absorto, como en una nube antigua en la que yacían los fantasmas familiares, repasó con la mirada la habitación.
Era pequeña y sucia. Las paredes estaban impregnadas de nicotina y alquitrán. Todas ellas presentaban un velo marrón, aceitoso y húmedo y esa humedad viscosa se reinterpretaba en el tufo que emanaba la mujer por todos los poros de su cuerpo.
Un cenicero repleto de cigarrillos a medio fumar estaba sobre la mesa de noche al lado de la cama. Debajo de ella, donde la perra se refugió y permaneció el tiempo que duró su visita, incontables colillas de cigarrillos se mezclaban con la orina de la perra, con sus excrementos redondos y resecos.
Cerca de la cama, una mesa y dos sillas de pino blanco completaban el mobiliario, amarronados también por el efecto del residuo de los cigarrillos. Sobre la mesa, un mantel quemado por la braza de los cigarrillos. Sobre el mantel, una taza de café a medio beber. La taza de café la recordó a “Desayuno” de Prevert. ¿Ese recuerdo no era la evidencia de su cinismo? En esa taza no había nada poético. Nada podía asociarse a Prevert. Junto a la taza otro cenicero rebosaba de colillas de cigarrillos.
Las dos sillas lucían sendos almohadones. Una capa de grasa escondía el dibujo estampado en la tela.
En la pared opuesta a donde estaba la cama con el cadáver, una repisa amplia y sucia amurada a la pared sostenía un radiograbador. A su lado, se veían dos cajas conteniendo un CD de Soledad y otro de Cumbia. DL# no se sorprendió del gusto musical de su hermana. Los estudios para concertista de guitarra habían quedado en el pasado. Hacía muchos años que ella había olvidado a Tárrega, a Joaquín Rodrigo, a Bach, los había expulsado de su mente y de sus manos las que solo servían por entonces para sostener uno y otro y otro cigarrillo, en una fumata inacabable.
Sintió que lo zamarreaban. La mujer lo sacudió sin demasiada fuerza, pero a él le pareció un temblor que recorrió su cuerpo como una onda.
—¿Perdido?
No estaba perdido.
—¿Escuchaba a la Sole? —la mujer pareció sorprendida por la pregunta. Su rostro adquirió cierto aspecto de fetiche.
Exclamó:
—¡Qué pregunta estúpida! —la voz de la mujer sonó categórica. DL# debió responderle, tratar de explicarse, pero no supo qué decir. Era sin dudas una pregunta estúpida. Un cadáver y un CD de la Sole. ¿Qué importancia podía tener en ese momento funerario un CD de música?
La mujer suspiró. Su aliento pareció salir de las profundidades de sus tripas. ¿Fétido? Algo. Pero por sobre todo, ácido.
—¡Ustedes los hombres! —luego miró directo a los ojos de DL#—. ¡Ustedes los hombres! —repitió. Prefirió no preguntar sobre aquella exclamación. Era prudente ponerse a resguardo. Ella adquiría cada vez más el aspecto de un suceso imaginario. 

III 


Reencuentro 

La ausencia es una sustancia extraordinaria, una incógnita entre dos presencias. La primera presencia fue hace años, la piel aún era lozana y la juventud brotaba para hacer presente por todos los poros. La última fue la del insistente reproche por el tiempo perdido, las palabras no dichas, las miradas perdidas. La muerte como corolario. Esa mujer como un vapor oscuro como testigo.
Sabía que estaba al caer el padre. Lo intuía. Era un anuncio pestilente que flotaba en el ambiente. ¡Padre! ¡Qué palabra que era incapaz de repetir sin asquearse! Padre.
¿Cuántos años hacía que DL# no veía a su padre ni se interesaba por él? ¿Cuántos años habían pasado desde que el padre dio por muerto a ese hijo, lo borró de sus recuerdos, lo colocó en el anaquel de los extraños? Treinta años. Si veinte años no es nada, como dice el tango, ¿qué son treinta años?
VD# le dijo cierto día y no por mortificarlo, que “padre” tenía su foto sobre una repisa. No solo la de él, sino la de los tres hijos.
—Siempre fue un cínico. —DL# lo dijo porque así lo creía.
—¿No pensás que te extraña? —VD# sabía cómo confundir a su hermano. Él la miró pero sin sentimiento, sin ánimo de un reproche.
No. Los cínicos, los embusteros, no extrañan a nadie. Son narcisistas por naturaleza.
—No nos extraña. Por lo menos no me extraña a mí. Me odia.
—Odiar, amar, ¿tanta es la diferencia?
VD# abandonó la conversación sin otro comentario. Ese recuerdo no lo perturbó, sí esos cortos sonidos que provenían de la calle, detrás de la puerta, y que anunciaban la presencia del padre.
Apenas oyó los golpes sobre la pobre puerta de latón DL# supo que se trataba de él. Al padre todos, incluidos los hijos, lo llamaban por las iniciales de sus nombres, GK#.
Reconocería ese modo de golpear las cosas en donde fuera, en el lugar y el tiempo que fuera. No eran golpes fuertes dados con la mano, era el toque de la ira de un hombre que había aprendido a manipular sus resentimientos con una habilidad indescriptible. Era una furia a cuentagotas, medida. La medida exacta para que no se la descifrara fácilmente. Para cuando eso ocurría ya era tarde, uno quedaba inmerso en su malicia sin atinar a nada, como si una ponzoña poderosa indujera primero a la parálisis y luego a una lenta agonía hasta la muerte.
El viejo sabía que el menor de sus hijos ya estaba en la casa junto al cadáver de la hija muerta. Esperó a que él llegara primero. Fue seguro que el viejo se escondió esperando su oportunidad, la de llegar a la casa después del hijo pródigo y presentarse de manera teatral, actuar la pena como solo él sabía hacer, tal vez para llorar junto a aquella señora que ya no podía o no quería controlar su libido que le salía por los ojos, por la boca, por los esfínteres y agregaba al perfume mortuorio sus propios olores espectrales.
La mujer corrió a abrir la puerta respondiendo a los cortos y enérgicos golpes. La abrió de par en par; la luz grisácea de la mañana dibujó la silueta del viejo, quien eludió la mirada del hijo y se abrazó a la mujer como a un dolor.
—¡Papá! —gritó la mujer— ¡Hay papá! ¡Qué desgracia! —Así exclamó mientras abrazaba al viejo pero sin apoyar su pelvis contra la de él.
—Adriana, ¡qué desgracia! ¡Yo sabía! ¡Yo sabía que esto iba a pasar!
DL# se dio cuenta de que hasta el momento en que su padre llamó a la mujer por su nombre, no sabía cómo se llamaba ella. Él no se lo preguntó en ningún momento ni ella se lo había dicho cuando se conocieron. Para él solo era la impúdica mujer sin nombre que cuidaba a su hermana, una persona que a partir de ese momento ya no importaba porque VD# estaba muerta y ya no había necesidad de sus cuidados.
Sin dejar de abrazar a Adriana, el padre dirigió su mirada al hijo. DL# no esperaba un gesto afectuoso ni siquiera esperaba un gesto. Conocía de sobra el modo en que su padre controlaba cada músculo de su cara para impedir que alguien percibiera su estado de ánimo. Así fue, rostro adusto, rígido, armónico pero inexpresivo. DL# esperó que dijese al menos “hola”, pero no fueron esas las palabras que pronunció.
—La perra de porquería, ¿dónde se metió? —Permanecía oculta bajo la cama de la muerta.
—¡Ay, papá! ¡Pobre perrita! Está tan triste que no sale de abajo de la cama de la nena. La perrita a vos te quiere, pero a este —señaló a DL#— lo detesta.
A GK# no le interesó el comentario.
—¿Limpiaste la mierda?
—Hoy no pude papá, me dediqué a la nena, me ocupé de ustedes dos.
El viejo se encogió de hombros.
—Haceme el favor de limpiar porque después me salta y me llena la ropa de mierda.
Adriana no le respondió. Volvió a abrazar al viejo.
—¿Y vos qué hacés? —preguntó. El viejo apartó suavemente a la mujer de su lado. Sin embargo, ella se mantuvo junto a él, tomándolo del brazo con las dos manos.
—Me avisaron de la muerte de VD# y vine.
—¿Viniste a ver el circo?
DL#no iba a discutir, no estaba de ánimo para ello y además le pareció estúpido discutir con GK#.
—Para vos somos como los monitos de la cadena, una diversión.
No entendía aquello de “monito de la cadena”. Adriana le explicó “los de circo, que hacen cagar de risa a la gente con sus monerías”. Otra vez adivinó su pensamiento. Algo de pitonisa empezaba a brotar junto al perfume del clítoris maduro que salía de su entrepierna.
—¿Fuiste a buscar la plata? —Preguntó el viejo. La pregunta lo descolocó.
—¿Qué plata?
—¿No sos el apoderado de tu hermana? —DL# tardó en responder.
Exacto. VD# le pidió que él fuera su apoderado. No había ninguna fortuna en juego, solo la pensión y unos pocos pesos en una cuenta que estaba a nombre del propio DL#. Ella confiaba únicamente en su hermano, en ese hermano. No en FF#, el hermano mayor, quien siempre encontraba la forma de sacarle el poco dinero del que disponía.
DL# recordaba la conversación con su hermana cuando le pidió que él fuera su apoderado. El propio DL# le sugirió que le diera esa condición al padre. VD# se negó rotundamente.
—¿A papá? —dijo con sorna— Me deja sin plata en un segundo. Nunca me deja manejar mi plata porque me considera una idiota, una tarada. Para joderlo le canto como Shakira y él me putea. “Loca de mierda” me dice. Seguro. Sin dudas. Loca, loca, loca. Y tarada. ¿Cómo una tarada como yo va a manejar su dinero? ¡Qué tarada!
—No debe ser para tanto. —DL# sabía que así era, pero trató de eludir el pedido de su hermana—. Vos lo ves a él más seguido que a mí, cualquier cosa que precisás, él está en mejores condiciones de ayudarte que yo.
—¿En mejores condiciones de ayudarme? Dejá de hablar boludeces. —Allí acabó la conversación.
VD# encendió el enésimo cigarrillo del día y se metió en la cama. La perra, de la que nunca recordó el nombre, orinó copiosamente en la habitación y él se marchó. La saludó con la mano, a la distancia, y se marchó. Días después fueron juntos al banco donde cobraba la pensión y quedó registrado como su apoderado. Lo mismo hicieron en la delegación de ANSES.
GK# insistió con su pregunta. Adriana se apretaba más contra sus brazos.
—¿Te pregunté si sos el apoderado de la plata de tu hermana?
—Para cobrar la pensión.
—¿Con qué vamos a pagar el entierro?
—Creí que ibas a pagarlo vos. —No pudo evitar la provocación.
—Soy un viejo fracasado y sin dinero, abandonado por sus hijos. Si fuera por ustedes sería un ciruja.
—En todo caso llegarías a la misma condición de tu abuelo.
El padre se encendió de furia, pero conservó la calma.
—Por hijo de puta terminó como un ciruja. Yo que vos aprendo de la historia. —Adriana quiso hacer un comentario. El viejo la señaló y la dijo “cerrá la boca”.
Volvió la vista al hijo pródigo.
—Andá a sacar la plata de tu hermana porque hay que pagar el entierro. —DL# consintió.
—De acuerdo. —Fue todo lo que dijo. GK# se apartó de la puerta para permitir que DL# saliera. Adriana aún permanecía aferrado al brazo del viejo.
Salió a la calle rumbo al banco que estaba a unas veinte cuadras de distancia. No estaba abrumado por el encuentro con su padre, lo estaba por la muerte de su hermana. Por el encuentro con GK# estaba molesto. Repitió para sí “¿viniste a ver el circo?” Payaso siniestro. Monito siniestro. Mujer ¿siniestra? No estaba seguro de cómo considerar a Adriana. Pero no tenía dudas de cómo valorar a su padre.
El viejo tenía algo de IT. Se alimentaba del miedo de los que lo rodeaban. También era un perverso. Lucía esa imagen blanca, la piel exangüe, los ojos celestiales, los rasgos perfectos, la maldad en una máscara de brillos aporcelanados.
DL# podía haber pedido un remís pero prefirió caminar. ¿Qué era lo que más lo angustiaba sobre la muerte de VD#? Necesitaba pensarlo.
La caminata al frío, la tenue llovizna que empezaba a caer lo ayudaron a despejarse. El olor del frío limpió el del tabaco, la orina, el excremento, el clítoris. Caminó sin apurar el paso. Por un breve momento se sintió otra persona, diferente. ¡Si al menor hubiera podido llorar! 

IV 


No sabe llorar 

Nadie aprende a llorar. No hay lágrima que surja de un proceso racional. Es una emoción que surge a través de la anatomía a la que subordina. Solo la música se bifurca en dos caminos opuestos, pero conectados: la razón y la emoción, y así surgen las músicas capitales, Bach en la cúspide. Pero el llanto va en un solo sentido. Pura sensación. Pálpito patrullando las nervaduras de la emoción humana. Dolor, alegría, melancolía, furia. Lágrimas al escuchar una música conmovedora, al leer un hermoso poema, al apreciar una foto que permaneció oculta y nos revela una verdad, al atestiguar el hambre de millones, al sufrir la injusticia de los poderosos, al celebrar la victoria de los oprimidos. Lágrimas y humanidad. Pero cuando VD# nación no lloró. Nació y no lloró. Lágrima encapsulada, lágrima oculta tras el ojo dormido en el cálido vapor de sangre; las lágrimas de VD# fermentaron expectantes durante largos años y no brotaron nunca.
La niña nació un miércoles. Samain1 diría si se pudiera hablarle que fue un miércoles quieto y de contenida tristeza. Es que Samain sabía de miércoles y de muchas cosas, pero estaba sordo de cabo a rabo.
Miércoles de uñas destrozadas y dedos que se instalan polvorientos hasta hacer de la mano una esponja, una desesperanza, el zumbido de un muerto.
Fue un día casi veraniego de un mes que adelantó el verano. Mientras afuera florecían los árboles y pequeños remolinos de hojas verdes hacían un silbido vibrante por el viento; en el hospital la madre paría en una sala blanca y fría una niña que no sabía llorar.
El médico y las enfermeras hablaban de cosas que ella no comprendía, seguro eran asuntos sin ninguna importancia.
No solo los pensamientos de la madre estaban muy lejos de esa sala de parto. Su corazón no latía por la emoción del nacimiento de la hija. Latía autómata, la soledad incrustada en los latidos.
Pujaba y pujaba, respondía a las órdenes que alguien le dictaba desde la cabecera de la camilla donde reposaba su cabeza, los ojos cerrados, los labios apretados. Gemir y gemir y obedecer. Puje, puje, puje. ¡Puje, carajo!
La mujer siente que la fuente se rompe y el útero completa su dilatación. Buena dilatación, dijo el médico. Buena, dijo la enfermera. Así vale la pena, dijo el médico. Ya lo creo doctor, dijo la enfermera. Veo la cabeza asomar, dijo el médico. Veo la cabeza asomar, dijo la enfermera. Fría y blanca sala de partos donde por un útero dilatado asoma la cabeza de una niña.
Es una cabeza calva. Luego aparece un hombro rosado. Después un cuerpo azulado. Nace. Nace. ¡Niña! Grita el médico. ¡Niña! Grita la enfermera. ¡Una niña es una bendición de Dios! El médico miente mientras le guiña un ojo a la enfermera. La enferma sonríe sin disimulo. ¡Qué bah, doctor! A Dios no le interesamos ni una mierda. Nos hizo hijas de puta desde que Eva corrompió a Adán. Silencio. Los dos miran a la parturienta. Por suerte está en otro lado, dijo el médico. Por suerte, confirmó la enfermera.
Los dos esperan el llanto.
La niña no llora.
La niña no llora.
Está en silencio, calma ceremonial, sombría, impenetrable.
El cuerpecito pende cabeza abajo de la manaza del médico que sigue esperando el llanto. La niña extiende los brazos, es una cruz invertida.
Los ojos de la niña se abren y parecen buscar una mirada. La madre no la mira, la ignora. Nadie sabe dónde ha ido la madre. Sí, saben, aquí no está.
Los recién nacidos no pueden ver, dice el médico. Los recién nacidos no pueden ver, dice la enfermera. Pero los ojos de la niña buscan otros ojos y no encuentran lo que buscan.
Parece que mira, pero no mira, dice el médico. Esa vez la enfermera duda.
La madre, ensimismada, sobre la camilla observa su propio horizonte, y una cicatriz definitiva cruza su mirada de lado a lado. Vaya a saber a dónde ha ido a parar su mirada, es seguro que allí no está, sus ojos están vacíos, están en una cubeta, en el fondo de la cubeta. La mirada se hace polvo y vuela sin esperanza.
¿Está viva la niña? Simple pregunta de simple respuesta. El médico duda. ¿Está viva? ¡Pero si esos ojos se mueven hacia un lado y hacia otro! Claro que está viva. Entonces, ¿por qué no llora?, pregunta la enfermera.
No sabe llorar, dijo el médico. Ya aprenderá, dijo la enfermera. ¿Cómo se aprende a llorar?
Llevan a la niña que no llora a una sala más blanca y más fría y allí queda. La apartan de la madre quien no la reclama.
Otras enfermeras la limpian, la envuelven, le hablan, y también le ruegan que llore. Pero la niña no llora, solo mira, o parece que mira, pero no mira, como afirmó el médico.
En la otra sala permanece la madre tan ausente como puede, lejos de allí.
El médico se le acerca y le grita “¡Señora! ¡Es una niña!” pero la madre apenas esboza una sonrisa tonta desde el fondo de la cubeta. ¿Niña? ¿Quién quiere una niña?
Nadie acompaña a la mujer, ella está sola. Sola la madre, sola la niña. Qué manera de arribar a la soledad el primer día de vida. Solas tú y yo. Definitivamente solas.

VD# no llegó a disgusto. No fue ni querida ni no querida. Llegó y eso fue todo. DL# lo supo siempre porque su madre se lo dijo. Así llegó su hermana sin llorar. No todos los niños saben llorar al nacer. Tal vez soñaba, ¿por qué no? Tu hermana siempre fue soñadora, le dijo la madre. Pero DL# sabía que no se trataba de sueños sino de pesadillas.
Semanas antes de morir, DL# visitó a su madre. Ella sentía que la muerte la rondaba.
Se alegró de la visita del hijo. Ella estaba en su catre. Cama pequeña, y bajo el fino colchón una madera para darle rigidez. Es que el reuma me tiene mal, le dijo. Le pidió que se sentara a su lado. DL# obedeció, como siempre.
La mujer le tomó las manos y no esperó que él le hablara. Ella no quería escuchar, quería hablar y repitió lo de siempre sobre el nacimiento de la hermana. No lloró porque era reservada, así le dijo y le pidió que le creyera. DL# dudó en aceptar, pero ¿qué podía hacer?
¿Y el padre? La madre esperó que reformulara la pregunta. Debía decir “¿y papá?” Pero DL# se limitó a la pregunta “¿y el padre?” Una paternidad que la resultaba totalmente extraña.
La madre en esa oportunidad prefirió callar. Pero DL# tenía una pregunta en buche desde hacía años que no se animaba a hacer porque sabía de antemano la respuesta.
El padre ausente no podía ser reprochable, los hombres no deben mostrar sentimiento. Nada que reprocharle, dijo la madre. Era una ausencia comprensible, hombruna. DL# sabía que en el momento del nacimiento de su hermana al hombre le daba lo mismo niña que niño porque ya tenía decidido que hacer con su vida y esa decisión no los incluía.
—¿Y usted madre dónde estaba? —Esa era la pregunta que debió hacer años atrás.
—¿Me reprocha?
—Le pregunto.
Pero ella no tenía nada que decir. ¿Qué iba a explicar? ¿Podía entender un hijo (¡un hombre!), cómo se instala la soledad en el alma de una mujer?
—Usted no sabe nada de la vida —y eso puso fin a la pregunta. DL# no insistió. Fue luego que ella le dijo que estaba casi ciega.
—¿Qué me dice? —DL# sintió una mezcla de dolor y angustia.
—Algo tengo en la cabeza, me da vueltas y vueltas. Toque mi cabeza y podrá sentirlo.
DL# apoyó su mano en la cabeza de la madre, pero no sintió nada.
—¿Cuándo muera, se ocupará de su hermana?
—Por supuesto, madre. —Mintió.
—En la alacena hay una lata con dinero, son dólares, tómelo antes que lo haga su hermano, ese huele el dinero mejor que la comida. Husmea todos los rincones donde cree que escondo la plata. Es una lata de yerba con yuyos. Ahí no busca porque no gusta de la yerba con yuyos, solo quiere café y del bueno. Si no es colombiano se enfurece, hijo vicioso.
—Usted alentó sus vicios, siempre lo apañó. El cura se lo dijo, lo recuerdo, una tarde-noche después de la misa. No le dé vicio, señora, dijo. Y usted hizo como que no escuchaba.
—Soy madre, al primogénito no se le niega. Pero al vicio de las putas no le di alas.
—Putas caras, no cualquiera.
—Y no es el peor vicio.
DL# no quería hurgar la lata de yerba para buscar el dinero, sería como palpar una tripa aún caliente. Al final la muerte sería una mera transacción comercial.
—Si no cuida de la hermana lo voy a saber.
—Claro madre. Todos lo sabrán empezando por usted.
—¿Va a ver a su padre?
—Nunca.
—Lo hará —le dijo amenazante—. Su hermana los va a reunir. La sangre es sangre.
—No me venga con eso de que “somos familia”.
—Solo le digo que la sangre es sangre y nadie la puede evitar. Va a ver que su hermana los va a reunir.
—Espero que no tenga la oportunidad.
—Ni la mujer ni el hombre determinan la oportunidad, eso es obra de Dios, sépalo.
Retiró sus manos de las de DL#, pero le dejó ese apretón para siempre. Luego calló y en esa visita no volvió hablar de ningún asunto. 


Pater Anthropophagi 

Camino al banco a retirar la suma de dinero que dejó su hermana al morir y cobrar su última pensión, la última, el barrio se le hizo más ausente. Era una calle amputada de la geografía. Una calle esquivada adrede de un camino seguro; una calle inverosímil.
Calle pelada como ninguna a puro pavimento gris, gorda capa de concreto gris cubierta con una pátina de moho de las aguas servidas. Ese olor era inconfundible; la pudrición en los cordones de la vereda pintaba de verde y marrón los meandros y reptaba en alguna dirección que DL# no se preocupaba en descifrar. El viento se ocupaba de repartir el perfume en todas direcciones.
Los vecinos estaban acostumbrados al perfume hediondo y no comprendían las quejas de los forasteros que exclamaba irremediablemente ¡qué olor! Y repetían ¡qué olor! ¿Olor a qué? Se preguntaban los del vecindario a quienes las posibles respuestas no les interesaban para nada. Era el olor del barrio, y cuando iban de paseo o de visita a algún pariente y no podían sentir ese perfume, se sentían abandonados y tenían la necesidad de regresar a la minúscula patria de unas treinta cuadras a la redonda. El olor rancio se hacía dulce como una melaza verde.
En dirección contraria al banco se iba al cementerio y hasta allí escurrían las aguas que se mezclaban con las sepulturas excavadas hasta metro y medio de profundidad en una tierra arcillosa. Entonces el olor adquiría la consistencia propia de la carne muerta.
En la casa quedaron la mujer con el viejo. Le pareció que se trataban con demasiada familiaridad. Eso no era extraño en su padre, quien solía ser galante y educado con todas las mujeres menos con su madre y con su hermana. A ellas las aborrecía de manera diferente. A quién fue su esposa y madre de sus hijos, a quien todos conocían por AD# por las iniciales de sus nombres, le achacaba la responsabilidad de sus incontables fracasos y a su hija la ubicaba en el pelotón de locas de la familia. ¡Las veces que le deseó la muerte a ambas! Ese día la Muerte dio completa satisfacción a sus reclamos, AD# había muerto hacía un tiempo, y ahora la hija yacía finada en esa roñosa cama llenar de perfumes del tabaco barato que fumaba.
Sin chistar obedeció la orden que le dio su padre no tanto por resultar obediente, sino para huir de las frotadas de Adriana, esa burda dama de compañía que no podía disimular su libido más no fuera por la muerta. No previó su metamorfosis. Ocurre a veces cuando la mirada es estrecha o superficial. Captar lo que está debajo de una máscara humana no es fácil. Los hombres más avispados pueden hacerlo al instante, los más lentos, como DL#, tardan su tiempo, aunque suelen llegar al fin de cuentas a percibir la verdad bajo el engaño.
Volvió sus pensamientos a la muerta. Si se lo proponía hasta podía recordar algún juego de la infancia. Por ejemplo, el de imitar al muerto arrastrando sus cadenas por el patio de la casa en dirección a la cama de VD#, el mismo que la atormentó durante toda la primera infancia hasta la adolescencia.
¿Era un juego? En ese momento sí lo era. El único momento. Los dos hacían como que arrastraban una bolsa de huesos sin importar si eran o no humanos, y simulaban una gorda joroba sobre sus espaldas. Medio echados hacia adelante caminaban arrastrando una pierna y haciendo un ruido a metales imposible de imitar. Si la abuela paterna o la madre descubrían el juego, negaban lo que era evidente. Con los muertos no se juega porque ellos no tiene sentido del humor. Son agrios y gustan de tomar revancha contra los párvulos que se burlan de ellos. Los dos sabían jurar en falso. Nada de burlarse de los muertos. Era apenas una teatralización de la que sabían salir porque VD# buscaba su guitarrita y tocaba alguna música que quitaba el enojo de las mujeres adultas al instante.
¿Qué haría su padre con el cadáver de su hermana? El viejo le habría respondido sin vacilar, como respondía todas las preguntas, lo voy a cremar. Pero VD# no quería que la cremen, le temía al fuego. ¿No se lo dijo esa última vez que se reunieron? Si no fue en la última fue en una anterior. Pero así le dijo. Él se defendía diciéndose “¡qué puedo yo hacer!” La hermana lo hubiese mandado a la mierda. “¿No te dije que no me cremen?”
Hora del fuego; copos de fuego y pertinaz la lluvia que incinere a los que desafiaron el orden establecido. ¿Y las cenizas? En eso no había pensado el padre cuando una vecina se ofreció a conservar el cofre con los despojos incinerados de la muerta.
Ver a su padre luego de tantos años fue como apreciar un viejo daguerrotipo. DL# salió rumbo al banco con esa imagen sepiada en la memoria. Vapores de yodo y de mercurio asociaban su recuerdo a la imagen ajada del padre recién llegado, mientras Adriana lo frotaba con una pasta de plata y mercurio hasta provocar una amalgama descarnada. Quedaba el hueso expuesto y la carne era jirones mustios de los que pendían unas bolsitas de mugre.
De ese amasijo emergía un rostro de aspecto familiar; ojos enormes, boca enorme, lengua roja. Un rostro que esperaba agazapado el momento de clavar su dentadura en la carne blanda de la masa encefálica del hijo pródigo para devorar su cerebro. Siempre asoció a su padre a una forma de canibalismo, a una metáfora del canibalismo. El desamor es antropófago.
Degustar el cerebro de sus hijos era una exquisitez inigualable. El enigma del sabor en las circunvalaciones. Él había sobrevivido a la condición de aperitivo porque huyó muy adolescente de la casa. VD# y FF# sirvieron al banquete cada a uno a su modo dentro de sus dominios.
Masticar lentamente los hemisferios cerebrales hasta convertirlos en una papilla sanguinolenta y entonces, sin voluntad ni raciocinio, el orden paternal se impondría como una caricia convincente. Canibalizada la razón solo quedaba la obediencia. Un zombi desesperanzado que solo sabría repetir dos palabras “si padre” así hasta el fin de los días. “Si padre y en el nombre del padre”. Eso era todo.
Fue en la caminata en la que repasó aquello que sabía del nacimiento de su hermana, que no trascendió hasta muchos días de producido el alumbramiento. Por entonces todo giraba alrededor de FF#, el primogénito, el heredero. ¿A quién podía interesarle el nacimiento de una niña que ni siquiera sabía llorar?
Días después la familia reconoció a la niña como uno de sus miembros. Ella seguía sin derramar una lágrima, lo que no provocaba preocupación sino malos presentimientos. A veces hasta odio. Lo inexplicable puede tener la virtud de provocar la furia.
Entre tantas locas que hacían cosas de locas, llegó una que no sabía llorar. Qué se podía esperar de una niña que ni siquiera podía llorar.
Él, DL#, el último de los hermanos, nació por accidente. Porque no cabía otro aborto, le dijo la abuela materna en nombre de su madre. Alguien se lo tenía que decir. Así le dijo delante de GK#, el padre. Este se mantuvo callado. Hubiese golpeado a la mujer hasta desfigurarle el rostro, pero ese día supo cómo contener su ira. Después de todo, un aborto era un aborto y no debía dejarse llevar por un prejuicio de abortera. DL# no tenía que haber venido al mundo, GK# lo sabía y el tiempo le dio la razón.
DL# se preguntó si había necesidad de hacer esos comentarios sobre su nacimiento y el aborto fallido. Seguramente no la había, pero quien era por entonces la suegra de su padre, su abuela materna, solía ventilar secretos de familia, por lo que siempre lograba desquiciar al hombre. Era eso lo que buscaba, sacarlo de quicio para que apareciera su íntima conducta a la vista de todos. DL# recordaba una sola oportunidad en que la abuela materna logró su cometido. Fue una discusión por dinero, ¡siempre el dinero! Otro negocio fallido de su padre en el que había malgastado el dinero hasta de los suegros. Y la abuela no dejó pasar la oportunidad de reprochar hasta hacerlo perder la moderación. Ella debió exclamar “este es el verdadero GK#”. ¿Locas? ¿Esquizofrénicas? ¿Psicópatas? ¿Y este qué es? ¿Un santo varón? A DL#, el rostro desencajado de su padre, su voz turbia y amenazadora, el temblor de unos puños listos para la golpiza, fueron imágenes que nunca se le olvidaron. La abuela materna sabía como extraer de un comportamiento falso y teatral una personalidad de matarife. Cuando se hurgaba en los secretos de familia, la pulpa jugosa del odio emergía sin impedimentos.
Los secretos de familia son el lado oscuro del linaje. La hipocresía es luminosa si está bien ejercitada, pulida día a día con una nueva mentira; debe ser suficiente para ocultar los secretos. ¿Qué familia no guarda secretos en las intimidades de sus anatomías? Todos los seres humanos somos como la luna, un lado luminoso, brillante y atrayente que se exhibe a los ojos de los demás seductoramente. Otro oscuro, oculto y trascendente, el verdadero Yo de cada uno en las penumbras. Mientras la mentira orbite al ritmo adecuado, nada de lo siniestro se hará visible. Pero al menor desajuste se asomará la cuota de muerte que habita en el lado oscuro de los astros.
Los secretos en la familia tenían cuerda propia. Sabían ir y venir, sabían hacerse notar de manera subrepticia y luego desaparecer para dar la falsa sensación de que no existían.
DL# había recogido hasta entonces solo fragmentos de esos secretos y lo había hecho sin mucha dedicación, hasta con haraganería. A qué revolver “mierda vieja”, como muchos decían cuando él preguntaba algo del pasado.
Otro argumentaban, “los ladrillos también se hacen con mierda”, para explicar que en la construcción de la fortaleza familiar también hubo algo de eso. ¿Quién podría cuestionar a los constructores? Después de todo dirían las viejas “en todas las casas se cuecen habas”. Pero si en la proporción de materiales para hacer un ladrillo la mierda es mucha, no hay dudas que esa casa va a oler a mierda. Y eso era lo que le ocurría a DL#, cada vez que husmeaba la ciudadela familiar. De ella se desprendía un olor que le resultaba realmente insoportable.
Con ese olor a cuestas llegó al banco. ¿Pero si el frescor de la mañana había limpiado los malos olores? Los recuerdos tienen su propia persistencia y una vez que se te cuelgan del cuello, de las orejas y de las narices no puedes con ellos. Olor a mierda, pero mierda familiar. La ciudadela entera hedía a vieja putrefacción y la asepsia del banco no alcanzaba a suspender sus efectos. Una fila de viejos se extendía por metros y sus voces sonaban a errores de la lengua.
Elogio de la carroña1 que sabe lo que quiere y puso a su merced a un hombre que oscilaba entre el presente y el pasado familiar.
Mientras DL# introducía las claves en el cajero para hacerse del poco dinero de la muerta como se lo había ordenado GK#, la memoria empezó a producir esa peculiar ponzoña que alardeaba de su podredumbre. DL# completó la operación bancaria como un autómata. Puso el dinero en un bolsillo, pero sin quitar la mano y el dinero se agusanó hasta enmollecer la mano que tornó púrpura como carne podrida.
La pestilencia familiar resultó tan potente que atrajo hacia él el bordoneo de moscas de color verde y de color azul que los viejos enfilados apreciaban con inocente beneplácito. Ya les tocaría sus moscas a la hora del sepulcro.
DL# se sintió en una gusanera.
Si se le hubiese preguntado cómo hizo para regresar a la casa de VD# no hubiera podido responder. Caminó exudando temores y sintiendo el rasguido de las larvas en los huesos. Las formas se borraron y no fueron sino un sueño2. La historia familiar volvía, no hay manera de desprenderse de ella porque está en las moléculas del linaje.
DL# apenas si salió de la gusanera cuando llegó a la casa y llamó a la puerta. Adriana le abrió, lo observó con asombro y lo invitó a pasar. Esa vez ni rozó su cuerpo con el de él.
—¿La plata? —fue todo lo que pregunto GK#.
DL# palpó el dinero en su bolsillo. Dejó el pequeño fajo de billetes en la mano de su padre y se fue al baño a mojarse la cara. 

VI 


Cristo Vence

Mojarse la cara no fue un remedio. Frotó varias veces su rostro con agua fría y apenas lavó una secreción que parecía brotar de los mismos lagrimales. No se secó el rostro. Salió del baño aún confundido. Pequeñas gotas de agua caían al piso, otras mojaban la ropa.
No reconoció la casa de su hermana. Se vio transportado a la vieja casa familiar. La mejor manera de volver a aquella era muerto, porque los muertos no pueden ser cuestionados y actúan sin prejuicios. “Miren al muertito”, hubiera exclamado su padre con tanta sorna como odio. Pálido, arrugado, mustio, baboso, muertito en la vieja casa familiar reclamando perdones. ¿Y quién habría de darlos? GK# habría gritado “¡Yo no!” y hubiese sido más que suficiente para mandarlo al infierno sin vacilaciones.
Pero allí estaba y vivito, medio zombi, alucinado tal vez. No había luces distintivas. Pero no sentía que debía temer consecuencia alguna por su estado.
GK# se reía y Adriana no le sostenía la mirada no por cobardía sino por piedad. “Poca cosa”. Escuchó que ella le dijo “poca cosa”. Así se sintió, insignificante, menos que un muertito. Pero ella no lo dijo con desprecio sino con pena y eso lo conmovió. La piedad puede ser purificadora y entre tanta pudrición un acto de ablución no le venía nada mal.
Estaba de pronto en el vestíbulo de la casa paterna, el que seguía a la escalera de entrada y que tenía forma de “L”. Apenas se superaba la puerta cancel, el visitante se enfrentaba con un par de modestos sillones. Girando a la izquierda, estaba un pequeño escritorio y la mesa de la máquina de escribir con la máquina cubierta por una funda gris. Era una vieja Remington cuyas teclas había que golpear con furia para que imprimiera las letras. Ese lugar estaba reservado a GK#, pero GK# no estaba. Tampoco Adriana. Solo él, adulto y niño, una alteración del tiempo y el espacio y una bifurcación de su humanidad.
El escritorio paterno era un territorio que no debía invadir nadie, y nadie era nadie. Ni adulto ni niño.
Brava pena la cabría al infractor, así se lo habían dicho, pero él nunca supo cuál castigo le cabría al insolente porque nunca se atrevió a faltar a la orden. No era, por lo tanto, un sitio de su querencia. Era lúgubre, eso lo recordaba en ese preciso instante, y hasta el aire allí era diferente al del resto de la casa. Y cuando uno menos los esperaba surgían de esa penumbra voces que brotaban de entre los muebles, de entre las pobres cortinas que ocultaban una ventanita del tamaño de una caja de zapatos. Eran voces que insistían, pero que al principio solo eran murmullos y luego sí, voces, que se filtraban por todos lados y a VD# niño y VD# adulto se les hacía insoportables.
Sobre el escritorio paterno donde destilaba una oscuridad sus misterios, imitando un escudo, una amplia rodaja de madera lucía el nombre del mes de junio grabado en letras góticas de las que caían densas gotas de color rojo que hacían sentir escalofríos apenas se las miraba. DL#, tan solo un niño, era incapaz de sustraerse de aquella visión al tiempo que no podía eludir el encantamiento y el terror que le provocaba aquel símbolo. El nombre grabado a fuego sangrando los gotones rojos lo fascinaba y espantaba. DL# niño y DL# adulto sentían la misma fascinación y espanto, eso los vinculaba de un modo extraordinario y hacía menos cruel esa dualidad, esa divergencia.
Recordaba que no supo hasta grande qué simbolizaba aquel grabado, por qué el nombre del mes de junio había sido grabado a fuego y por qué las gotas imitaban sangre derramándose. Con el mes de junio podía entenderse, no era maldito ni mucho menos, era un mes, a medio andar el año, tanto como quien no está ni vivo ni muerto y a medio camino debe decidirse por ir o por venir. Pero lo de las gotas de sangre era asunto de otra dimensión. Eso lo angustiaba. La angustia lo hacía sentir maldito.
Luego supo que muchos años atrás, él no había nacido ni estaba en los planes (nunca lo estuvo), para cuando el nacimiento de FF#, en junio de ese año, el cielo se llenó de fuego. Fue un junio distinto, se estampó de muertos.
El cielo se tiñó de rojo, pero del rojo que fuerza a bajar la vista o entrecerrar los ojos para no quedar ciego.
La gran muerte arribó en racimos de bombas que aviones con inscripciones de “Cristo Vence” lanzaban sobre una multitud que admiraba el vuelo de las escuadrillas sin comprender que no eran sus espectadores sino sus víctimas. A las bombas le siguió la metralla. La lluvia adquirió la potencia de la pólvora y la metalurgia.
La matanza viajaba en nombres impronunciables. En ese limbo en que se hallaba, DL# escuchaba claramente esos nombres que por nunca no se le olvidaron.
—¡North AmericanAT-6! ¡North AmericanAT-6!
Y luego, una voz obediente.
—¡A las órdenes, Señor!
Eran los pilotos henchidos de orgullo antiperonista respondiendo a su superior.
La voz fue más hostil, entonces. Ordenó:
—¡Lancen sus bombas! —Y las bombas fueron lanzadas mientras la multitud agitaba sus pañuelos en señal de patriótico saludo.
—¡BeechcraftAT-11! ¡BeechcraftAT-11! —Gritó el comandante.
—¡A las órdenes, Señor! —Respondieron los apasionados pilotos golpistas.
—Lancen sus bombas. —Y las bombas fuero lanzadas contra los obreros que acudían por cientos a defender al gobierno del ataque.
—¡North AmericanAT-6! ¡North AmericanAT-6!
—¡A las órdenes, Señor!
—¡Descargue la metralla!
—¡BeechcraftAT-11!
—¡A las órdenes, Señor!
—¡Descargue la metralla!
Bombas y metrallas, hierro candente. En la desdicha el cuerpo calcinado de la mujer, el hombre, la niña, el niño, fueron la cicatriz en las veredas. Cruel matanza. Sobre aquella geografía de la Plaza Mayor llovían grandes lenguas inflamadas1 y los inocentes que saludaban con sus pañuelos a los vientos se encendían como yescas2.
Cayeron los Granaderos asesinados. ¡Los Granaderos de San Martín! DL# podía verlos muertos, mordidos por metales ardientes de dientes aserrados.
También cayeron los primeros soldados que fueron enviados a reprimir el ataque. Nada igual se había visto en Buenos Aires desde las invasiones de los piratas ingleses. Ni el Combate de Los Pozos ni la Revolución del Parque se les podían comparar.
DL# supo luego que GK# celebró la matanza, que fue el prólogo al golpe de Estado tres meses después. Su padre no era, sino un Comando Civil dispuesto a matar peronistas. Él podía unir la pasión política a la brutalidad del asesino, una amalgama destructiva. Para GK#, placentera.
Deportista amateur, excelente nadador que estuvo en la mira de los entrenadores olímpicos (una enfermedad tronchó la carrera), su condición física lo destacaba por encima de sus pares. Hombre sin prejuicios, audaz y temerario.
Matar peronistas era una propuesta atrayente. Matarlos de a montones y desde pequeños. Matarlos de arriba, de abajo, de atrás, de adelante. Matarlos en porciones y en debidas proporciones, haciendo una contabilidad mortal en una libreta de tapas forradas con hule negro y en la que dejaba registro de sus acciones.
Es que matar es un deporte nacional. Desde el origen, cuando los conquistadores de adentro y de afuera.
En la expansión de los imperios ancestrales. Comerse el corazón a dentelladas. El alma del difunto entre las propias tripas.
En la mita, la encomienda, el yanaconazgo.
En la estancia a rebencazos.
Fusilar de a pie, de a caballo, de frente, de espalda. Matar con una bayoneta oxidada o untada en estiércol, una espada con dientes de sierra, un cañón, una navaja, un puñal, una hoguera, ácido-ácido-fuego, intensa electricidad, desde un avión al fondo del mar, los pies encadenados a bloques de piedra. Matar y volver a matar y luego rezar un Padre Nuestro y tal vez un Ave María purísima sin pecado concebida. Amén. Matar.
Ese junio, entonces, matar peronistas fue una alevosía.
Matar. Luego colgar el escudo goteando sangre por las letras. Y DL# podía verlo tanto niño como adulto. ¿Y si la sangre lo impregnaba, cómo la lavaría? La sangre no se lava con agua, solo con sangre. Es la lógica de la venganza sin fin.
Nunca nadie supo si las simpatías políticas de GK# provinieron de aquellas actividades en las que se vio involucrado o las cultivó como a flores de un jardín de espantos. GK# jamás hizo comentario alguna sobre esos crímenes. Hay cosas de las que nunca se debe hablar y GK# lo sabía y de sobra. No era lo único sobre lo que conservaba silencio.
A media voz celebró el impacto de la bomba contra el trolebús lleno de niños. Niños y niñas que no podían saber de peronismo ni anti peronismo.
La muerte cuanto más temprana, más trascendente. Niños y niñas decapitados. O sin brazos. O sin piernas. Juntando tripas de a montones. Hurgando en la sangre que coagula.
DL# supo que esa alegría la reservó para la intimidad del hogar. GK# se cuidó de exagerar la celebración, tuvo en cuenta que si bien una mitad de la familia era rabiosamente antiperonista, la otra mitad era devota de Perón y Evita.
GK# estaba feliz, así de sencillo. Las cosas no podían ir mejor. Pocos días antes había nacido su primogénito y dos semanas después de haberse consagrado su paternidad, el fuego ponía orden en el país de la mano de las escuadrillas de aviones de la Armada y de la Fuerza Aérea. Las inscripciones “Cristo Vence” en los aviones, escritas con pintura roja, no lo convencieron; era un ateo, en realidad, un agnóstico convencido, pero de todos modos le pareció agradable el cínico mensaje que la curia enviaba al pueblo a través de las bombas y metrallas. Una comunión devastadora.
Por esos días hubo una discusión en el matrimonio sobre la conveniencia o no del bautismo del primogénito. La madre se lo dijo en una confesión mucho antes de morir. La madre soltaba la lengua de a poco, como quien quiere que el veneno genere anticuerpos pero no mate. Poco a poco hasta inmunizar a la víctima.
—¿Por qué me cuenta estas cosas? —Recordaba perfectamente DL# que preguntó a su madre.
—¿Tiene miedo?
—No. Dudas.
—Usted debe saber, saber lo hará libre. ¿No dice así la Biblia?
—No leo la Biblia, madre.
—Ese es su problema, hijo, usted no cree y Dios no sabe qué hacer con usted. Una pena.
—¿Por qué su Dios se va a interesar en mí? —Esa era una pregunta que AD# no podía responder. Ella misma tantas veces esperó la palabra de Dios, pero nunca le dijo ni “a”. Tal vez Dios era sordo o era mudo. ¿Cómo saberlo? Ni siquiera “a” que no hubiera sido mucho esfuerzo. Pero ni eso.
La discusión del matrimonio fue una noche, a media luz, en la cocina comedor de la casa situada en un barrio suburbano al sur del Gran Buenos Aires, unos cinco o seis kilómetros después de pasar el Riachuelo. Así le dijo AD# a su hijo. Mientras FF# lloraba como marrano, los padres debatieron la conveniencia o no del acto sacramental.
La casa era modesta pero suficiente para la nueva familia. Ella se la describió con esmero.
Tres ambientes amplios, cocina comedor y dos baños. Patio y jardín. Qué más se podía pedir. Una habitación para los padres, otra para el niño, una para las posibles visitas, aunque por entonces nadie los visitaba. La cocina comedor era el ambiente donde se realizaban la mayoría de las tareas domésticas, comer, lavar la ropa, pasar el rato.
La noche en que trataron el asunto del bautismo GK# llegó muy excitado. AD# recordaba esa agitación. Podía oír el corazón latir sonando al roce de sarros que chocaban unos contra otros. Su sangre sonaba a un sarro negro y a otro rojo.
A esa altura del matrimonio ya podía reconocer cómo la sangre de su esposo fluía de manera distinta. Y sonaba de forma tan diferente que hasta de lejos ella podía reconocer esos sonidos. Apócopes tanto sístoles como diástoles que hacían que ella se persignara sabiendo que el toc-toc no era tan inocente como se pretendía.
Con esa excitación, le dijo a DL#, regresó a casa en la motocicleta que usaba para trasladarse de un lado al otro. Transportaba un bidón de nafta en una mochila que cargaba en su espalda. Veinte litros de nafta para y tantas bombas molotov. Allí almacenaba los futuros fuegos dentro de recipientes de cristales verdes o marrones de la botellería que ella misma almacenaba para su marido.
Los esperaba una larga noche de trabajo. No era un inconveniente trabajar de noche e ir al trabajo al día siguiente sin haber pegado un ojo. Su primogénito no dormía de noche, de noche lloraba. ¡Ese sí que supo llorar!
Después de llorar durante largas horas, el niño se dormía puntualmente a las seis de la mañana. No fallaba nunca. Su sueño se extendía hasta entrada la tarde. La madre debía despertarlo para comer. Luego seguía su siesta. A la tardecita despertaba listo para llorar a los gritos. Vaya paradoja. El niño lloraba a mares de la tarde a la madrugada; en cambio, la niña nacida un año después, no lloraba. Tal vez el primogénito se había gastado todo el llano familiar en esas interminables tardes-noches-madrugadas de conspiraciones y a la niña no le quedó sino la sequía.
AD# realizaba las tareas domésticas de noche y a las seis de la mañana dormía junto al niño (dormían juntos en la cama matrimonial) hasta el mediodía, cuando ella se despertaba para preparar el almuerzo para el niño y acondicionar la casa para las actividades nocturnas. Cocinar, lavar la ropa, pintar una silla, mover un mueble, romper un vidrio, preparar las molotov, limpiar las armas, todas esas actividades que se habían vuelto rutinarias y familiares se hacían de noche y madrugada. Todo eso supo DL# por su madre.
Fue una noche de esas que discutieron el asunto del bautismo del niño.
AD# insistía en bautizarlo, el padre se oponía. Ambos tenían argumentos que a cada uno le parecían indiscutibles.
Finalmente, le dijo la madre, “primó la razón”. La razón no es religión, así le dijo. Pero a veces la razón sirve a la religión, aunque suena extraño. ¿Hay algo más irracional que la religión? “Nada” dijo DL# seguro de su verdad y su madre lo miro no sin cierto desconsuelo. Su hijo era menos creyente de lo que ella deseaba.
Un primogénito debe ser bautizo, eso le auguraría bienestar y le granjearía el aprecio de monjas y curas. El matrimonio odiaba a monjas y curas por razones distintas, pero ambos sabían lo conveniente que resultaba llevarse bien con ellos.
Llevarse bien con la Iglesia no era una posibilidad, era una necesidad. Se trataba de una familia en la que muchos de sus integrantes participaban de la vida eclesiástica en distintas funciones como laicos. Y, lo más importante, para un Comando Civil, el buen vínculo con la curia daría cierta protección a la hora de las venganzas que siempre podrían producirse cuando el péndulo de la historia abandonase a los golpistas y devolviera la gloria a los perseguidos del “tirano depuesto”.
GK# no creía en ese retorno. Estaba tranquilo en cuanto a la posibilidad de un retorno de Perón. La “Perona”, como llamaba a Eva, estaba muerta y de la muerte “hasta ahora nadie ha vuelto”. ¡Viva el cáncer! ¡Viva!
AD# era más cauta. Daba algún porcentaje al posible regreso de Perón, no porque pensara en la combatividad del líder justicialista, sino porque la lectura de la historia le había enseñado que todos los procesos se mueven en un sentido pendular. Pero GK# defendía su punto de vista.
—Ese no vuelve más —dijo para refutar la proposición de la esposa.
—Nunca se sabe. Más vale prevenir que curar.
—El peronismo se acabó, yo te lo digo.
—Nunca se sabe. Diría mi abuelita “más vale estornudar que sudar”.
En un tono enternecedor agregó:
—No te pido que cantés la marcha peronista. Te pido que bauticés a tu hijo. Dios lo protegerá y protegerá nuestra casa. ¿Es tanto lo que pido? Vos sos bautizo, tomaste la comunión, nos casamos por la iglesia, ¿entonces?
No fue la prudencia oportunista ni los sencillos, pero ciertos argumentos de la esposa lo que convenció a GK# de aceptar el sacramento del bautismo para su primogénito. Fue su madre, quien le dijo que un hereje no tendría lugar en la familia. Los herejes, dijo, eran como una infección. No necesitó preguntarle si entendía qué hacía la gente cuando se presentaba una infección.
Y llamó la atención de su hijo recordándole que aunque la familia estaba divida por porciones iguales entre antiperonista y peronistas, todos eran fieles católicos. ¿Todos? Preguntó GK# a su madre y ella reafirmó “¡todos! Incluso vos. Es hora de que lo asumas”.
La Fe estaba por encima de cualquier causa política. La política era una circunstancia. Nadie moría anhelando entrar a un comité radical o a unidad básica peronista. Cuando la muerte llegaba, todos esperan el cielo como recompensa y no un comité de barrio.
Además, le dijo la madre, lo que no podía unir la política lo uniría la religión a través de su Santo Sacramento del Bautismo, porque el bautismo, así le explicó, es regeneración y sello y custodia e iluminación. La ablución del recién nacido daría significado y trascendencia al niño, al matrimonio y a la misma familia.
Bombas, metrallas, cruces, bendiciones y bautismo, una sumatoria perfecta para celebrar la llegada del recién nacido. Un año después, la niña que no lloraba echaría todo a perder. 

VII

Todos los fuegos 

No era difícil para DL#, suponer a GK# en su Triumph Tiger 100 corriendo a cien kilómetros por hora, tampoco cómo debería sentirse imbatible montando aquella máquina “formidable”.
Moto y ropa a la moda, según la madre, eran una obsesión del esposo. Es que un hombre, creía GK#, se lo empieza a valorar por su apariencia.
—Tomen un rotoso y verán quién le lleva el apunte. —Eso se le oía a menudo.
AD#, en más de una oportunidad pensó que debía hacerle considerar a su esposo que la ropa no lo era todo y que el buen o mal vestir no decía nada más que eso de una persona. Pero para GK# lo que su esposa le dijera no valía de nada. Ella era apenas una sofisticada incubadora y al poco tiempo de casados empezó a considerarla poco digna de él. No se lo había dicho, pero AD# intuía que algo estaba cambiando en la relación entre ambos y hasta consideró que debía consultar a un cura, amigo de la familia, el que hasta entonces se había ocupado de bautismos, comuniones, casamientos y defunciones. GK# odiaba a los curas, los detestaba realmente. Una palabra al cura y ella habría sabido de su ira.
Su afán de impresionar por su apariencia nunca mermó. Aún viejo cuidaba de ella más que muchas otras cosas.
Entonces vestía botas de media caña, pantalón vaquero azul, camisa oscura y campera de cuero. Su atlético cuerpo hacía lucir esa ropa.
Las antiparras y una gorra tipo militar servían para proteger del viento, ocultar el rostro y de paso disimular su aspecto de niño bien rodando las calles del suburbio que aún era una zona pacífica, pero no amistosa para los que tenían apariencia de cajetillas.
Una noche, como tantas otras, GK# salió de la casa para una tarea. Eso relató AD# a su hijo, y le dijo que no era cualquier noche, ella presentía esa noche, pero así y todo no le reprochó la salida. DL# supuso que no se atrevía al reproche; siempre “madre” hacía suponer que temía a su esposo. Ella también era una incógnita.
Suponer no era acertado. Meter miedo era una acción que se sabía ejercer en la familia pero con astucia. El temor, el miedo en su forma solapada era un curare que diezmaba las fuerzas y apocaba la voluntad de resistir. DL# sintió esa forma del miedo desde pequeño, pero solo a cierta edad pudo comprender de qué se trataba ese sentimiento que lo menoscababa. Y cuando lo descifró, no tardó en verlo reflejado en su propia madre, aunque ella había aprendido con los años a disimularlo con tal arte que pasaba por valiente siendo cobarde. VD# lo tomaba de otro modo. De a sorbos, lentamente, lo metabolizaba hasta deshacer sus moléculas en átomos casi inofensivos.
Cuando su madre le dijo de aquella noche y del viaje de su padre, y aunque hizo lo posible por disimular lo que realmente sintió en ese instante, DL# comprendió que nunca ella le hubiera hecho reclamo alguno por sus disparates. Entonces, AD# se quedaría consolando al niño llorón, el hermano llorón, hasta que se durmiera a las seis horas de la mañana del día siguiente.
DL# suponía que su madre no eran tan inocente como ella quería mostrarse. “Mosquita muerta”, ¿no habría dicho así la abuela paterna? “Siempre cara de mosquita muerta”. Pequeño díptero verdusco comiendo mierda a toda hora, infiltrándose en los hogares de familias decentes.
DL# debió decir nadie anda cargando litros de nafta sobre sus espaldas para luego arrojarlo contra hombres y máquinas sin que aquellos que lo rodean no tengan algo que decirle a favor o en contra. Ella siempre se justificó diciendo que así eran las cosas. Que la esposa no estaba para andar investigando las andanzas del marido o diciéndole qué estaba bien o qué estaba mal. Eso no fue lo que había aprendido de sus propios padres.
Así dicho, DL# estaba obligado a creer que su madre no tenía mucha estima por sí misma, hablaba de sí misma como si no fuera más que una muñeca capaz de entretener a un hombre dándole de comer lo que a este le gusta, dejándose penetrar a voluntad por el hombre, jadeando aunque no sintiera nada, absolutamente nada. Ella no afirmaba ni negaba lo que su hijo le decía, pero en algo le daba la razón.
—Si usted me habla de ese modo debo entender que estaba pintada. ¿Era apenas un adorno familiar? (Una mosquita muerta).
—Es fácil decir del otro cuando no se está en el pellejo ajeno. Además, usted es hombre, que va a entender a una mujer y madre.
—Soy su hijo.
—Hay una multitud de asuntos que un matrimonio se reserva para sí, no se andan ventilando asuntos de pareja y menos a los hijos. Mucha más cuando la que habla es la mujer. ¡Que va a entender usted! ¡Qué va a entender! Allí terminaba esa conversación.
La noche de la que hablaban madre e hijo, en esa noche que ella sabía diferente, el cielo estaba despejado. No su corazón, solo el cielo.
Los cielos suburbanos enfilan derecho a los misterios, van en línea recta donde se juntan la luna y las estrellas y urden una madeja de hilos de luz que hace que la gente se quede sin respiración al observar el paisaje.
Por aquella época, las calles vacías daban lugar al silencio, un silencio místico que recorría las barriadas esperando la oportunidad de silenciar los ruidos que se alzaran. ¡Silencio! La voz de Gardel parecía exigir el silencio desde el recuerdo de los metales retorcidos del avión trimotor Ford en el que murió el Zorzal.
Como las familias estaban a resguardo en sus casas desde horas tempranas, todo parecía más vacío, como una pintura que no podía nunca completarse.
Era una ciudad proletaria en la que la gente cenaba temprano y alrededor de las diez de la noche se iba a dormir porque empezaba su día muy temprano, de madrugada.
El viento desde el Riachuelo llegaba ya desprovisto de su aroma, el que iba quedando por el camino. Avellaneda por entonces era amplia y despejada. Hacia Villa Alsina se volvía proletaria y en dirección a La Plata, todavía tenía mucho de zona rural.
GK# eligió esa zona para vivir para simular ser un muy leal justicialista, ya que se trataba de barrios modestos que habían crecido y mejorado con el peronismo. El retrato de Eva Perón que colgó en la cocina comedor podía ser visto por cualquier visitante, así la joven familia no despertaría sospechas sino simpatías. DL# no sentía sorpresa por lo que su madre le contaba, su padre era un embustero, un hombre que sabía cómo engañar a quien se le pudiera delante, era un encantador de personas como aquellos de serpientes. Sabía cómo mirar a cada uno, hablarle, moverse en una u otra dirección sabiendo que un hombre espera un movimiento del cuerpo y una mujer otro. La sensualidad masculina y femenina van por senderos diferentes.
Así pasaba por una familia encantadora. Madre, padre y un niño llorón pero bello, rubio-rubio, blanco, de ojos celestiales, tez delicada. Una preciosura aunque fuera un niño demasiado llorón. ¡Así son los niños!
GK# todos los días tenía alguna tarea que cumplir que los líderes civiles de los golpistas le confiaban. Entonces montaba su Triumph Tiger y partía a toda velocidad para encontrarse con sus camaradas.
AD# vivía temerosa por su esposo, no por su militancia y activismo militar, sino por ese deseo de andar a muy alta velocidad al comando de su motocicleta. GK# decía que su esposa no sabía o no quería captar lo esencial de su humanidad que se expresaba en su manera de destilar la ira que volcaba a la velocidad con la que corría montado en la Triumph Tiger y haciendo acciones de sabotaje en lugares que muchos de sus compinches evitaban. “Cobardones” los calificaba. “Chupamedias maricones”. “Maricones” era una palabra que repetía en cada oportunidad que se le presentaba. En más de una ocasión las discusiones eran a los gritos y acabaron a los golpes. Solo los jefes lograban calmar la furia del comando GK# tan bien considerado pero tan poco apreciado.
—¿Que no tienen tiempo para la misión, “maricones”? Sepan que a ustedes los encontramos borrachos tirados entre putas y los pusimos a hacer algo útil para la sociedad, “maricones”.
—Hay que cuidar las apariencias, GK#. Para vos es fácil porque después te sumergís en el suburbio y allí todos los gatos son pardos. Nosotros somos del centro al norte, donde la gente bien espera lo mejor de este mundo.
—Gato tu madre, pardo tu padre, “maricones”. Ustedes son cajetillas que les gusta el puterío y tirarse unos pedos que huelen como si fueran perfumes. ¿Así se va a acabar la tiranía?
—A la tiranía la va a terminar el Ejército y un poco la Marina. Nosotros solo escarbamos en la carne que ya está muerta. La carne muerta no le interesa a nadie porque tiene olor a podrido, se descarta. —Todo acababa a las puteadas y en otras oportunidades mejor ni decirlo.
La ira lo subía a la moto y corría y corría en cualquier dirección. Su ira tenía el efecto de un licor embriagante o el sabor caliente y húmedo de un buen cigarro cubano. La ira destilada gota a gota, lo completaba y hacía que no se sintiera un minusválido junto a esos burguesitos que solo querían putanear y hacerle creer a los suyos que eran verdaderos revolucionarios.
GK# padecía una tendencia a subestimarse que lo volvía más huraño e intratable, como si se tratara de un hombre con deformidades, un mutilado, aunque en realidad no tenía a la vista ningún defecto físico.
Para AD# era un misterio qué hacía que su esposo se sintiera siempre frustrado, salvo cuando podía comportarse con violencia. Captaba que bajo la apariencia de un tipo rudo y atrevido había algo que no lo dejaba en paz en ningún momento. Era como si otro hombre estuviera bajo la piel de ese que abrazaba, besaba, llevaba dentro suyo en las noches de sexo y a quien llamaba cariñosamente TT y que amenazaba manifestarse en cualquier oportunidad cambiando el sentido de sus vidas definitivamente.
No era un minusválido, ni un atrofiado, ni un deforme, por el contrario. Era apuesto, alto, no demasiado, de talla media, tal vez de un metro setenta y cinco de altura, de espaldas anchas y más ancho cuello modificado por la natación a la que dedicó largas horas de su infancia y su juventud hasta que un reuma infeccioso terminó con su carrera deportiva. De cabello rizado y ojos celestes, nariz recta, labios finos, tez blanca. De niño era realmente hermoso y algunas revistas de moda esperaban sus fotos para promocionar ropa para niños, pero solo para niños hermosos como él. AD# conservaba varias de esas páginas de revistas de época en la que la fotografía de GK# de niño en productos infantiles, provocaba el elogio de quien estuviera viéndolas.
Desde los suburbios donde vivía a la capital, GK# hacía siempre el mismo trayecto. Eso creía su esposa, aunque en verdad no era así. Había atajos, había desvíos que solo él conocía.
Se suponía que iba por la Diagonal San Martín hasta la avenida Mitre, a la que él prefería llamarla “la larga Calchaquí”, porque así se denominaba la avenida pero muchos kilómetros más al sur. Por “la larga Calchaquí” hasta el puente por el que cruzaba el Riachuelo se dirigía al centro porteño. Luego se desviaba en una u otra dirección de acuerdo a un plan establecido con mucha anterioridad. Los comandos civiles no eran ningunos improvisados. “No nos dirigen burgueses maricones”, decía.
A veces se reunía con sus camaradas en alguna casona de Palermo o Barrio Norte; en otras oportunidades en algún piringundín más o menos coqueto, siempre reducto de antiperonistas. Se preguntaban entre ellos “¿pero las putas no eran todas peronistas?” Y reían a carcajadas mientras manoseaban a las mujeres que no parecían sentirse molestas. Él las esquivabas. “Las putas no van conmigo. Vaya a saber qué se pusieron en la boca”. Por eso se había ganado el desprecio de todas prostitutas que lo toleraban porque su fama de hombre sin temores lo hacía merecedor de cierta consideración puteril.
En otras oportunidades pasaba primero por la casa paterna y así establecía una coartada creíble. Padre y madre peronistas, conocidos adherentes al peronismo desde antes del 17 de octubre de 1945, desde la época en que el coronel era Secretario de Trabajo, ministro de Defensa y luego vicepresidente de facto. El padre había sido designado delegado de barrio, y aunque no era un alcahuete policial, era un peronista dispuesto a todo por la causa. A GK# le resultaba útil esa visita para dar como referencia si algún policía demasiado leal lo detuviera para interrogarlo y revisar su documentación.
Pero la noche de la que AD# le hablaba a su hijo, no fue de visita a lo de sus padres. Lo supo por ellos. “Por aquí no ha venido desde hace por lo menos un mes”. Eso le respondieron cuando ella les preguntó cómo la habían pasado en compañía de su hijo.
GK# había tenido una fuerte discusión con su padre y no quería otro enfrentamiento. El padre sospechaba que su hijo era de esos que andaban “quemando putos peronistas”, y no toleraba el acendrado gorilismo de su hijo. “La política es sucia, cierto, pero patotear es otra cosa”. Después de estas palabras, las visitas entre padre e hijo se hicieron poco frecuente durante un tiempo.
Esa noche era noche de fuegos, fogatas, incendios, explosiones y AD# con razón la presentía.
¿Qué tiene el fuego que se hace sentir incluso antes de arder? No hay fuegos inocentes cuando la víctima es una persona. No es la suave luz del infinito cielo ni el gozo de la luminosidad de inexistentes angelitos rubios. Es la furia del fuego abrazador, la ardiente tea humana que desprende ese dolor y ese increíble olor a carne incinerada.
GK# salió de su casa y corrió a cien kilómetros por hora en su motocicleta y llevando sobre su espalda la mochila con unas veinte molotov, suficientes para provocar unos veinte incendios contra unidades básicas peronistas y algunos automóviles de reconocidos “peronchos” como los llamaba despectivamente. Noche para quemar “peronchos”. “¡A quemar peronchos!” “¡A quemar ratoneras de ‘peronchos’!”
Esa noche iba a encontrarse con su célula de comandos civiles. La policía lo tenía entre ojos, pero el seguro fin del gobierno volvió a muchos de esos policías cuidadosos cuando de comandos civiles se trataba. Todos sabían que después del bombardeo a Plaza de Mayo las horas de Perón en el gobierno estaban contadas.
Además, los policías sabían que cualquiera de esos sediciosos podían embocarle, aprovechando la oscuridad, un disparo en medio de la frente a cien metros de distancia. ¿Acaso no se habían entrenado en algunos lugares apartados de Campo de Mayo para la Revolución Libertadora como ellos la llamaban?
Todos los policías sabían que a esos Comandos los habían entrenado militares sediciosos que imbuyeron un odio muy poderoso en esos jóvenes contra todo lo que tuviera que ver con el peronismo. GK# además de buen nadador tenía muy buena puntería.
Cuántos mató esa noche AD# nunca lo supo ni se enteraría. A casa no llevaba armas, hubiese sido estúpido de su parte. De todos modos, el olor de la pólvora le revelaba a AD# de cuántas muertes se trataba. Ella podía oler en donde fuera el tuétano chamuscado de los condenados, sus huesos astillados cortando las fibras de los músculos lisos que envuelven las vísceras más vitales, músculos lisos en las vejigas, los úteros, los intestinos.
Ella se resignaba a disimular las mortajas invisibles con las que regresaba el esposo a la casa. Podía verlas y hasta palparlas. Mortajas blancas, mortajas negras. Mortajas.
Eran los autoproclamados luchadores por la libertad para acabar con la “segunda tiranía”. Qué le hubiera podido recriminar, ¡él era un combatiente de la libertad! 

VIII 

La progresión de las tristezas 

Ella, la hermana, quien pudo ser una gran concertista, pero estaba acabada, le dijo semanas atrás que todo en su vida se reducía a ciertos números, a ciertas progresiones y que esas progresiones concluirían con su muerte. Y que eso lo había comprendido gracias a la sabiduría “natural” de Adriana, quien la ayudó a comprender el enigma de la relación números-vida-muerte.
A VD# le gustaba ser intrigante, era una sincera evidencia de su inteligencia. Ser intrigante era un pequeño, pero morboso placer que se daba muy de vez en cuando. Elaboraba la intriga con paciencia, hasta con sabiduría, lenta y precisa. Cierto regodeo le provocaba esa habilidad.
Le explicó que el dolor, en su caso, o los dolores entendidos estos como padecimientos no solo físicos, sino más bien espirituales, era una progresión aritmética, porque si hubiese sido geométrica habría muerto hacía mucho tiempo y tal vez ni siquiera hubiera alcanzado la pubertad. Esa definición fue para DL# un verdadero misterio.
Si lo que ella esperaba con esa confesión era sembrar la confusión y hasta algún temor en su hermano, lo había logrado. A DL# le resultaba incomprensible aquello de la aritmética del dolor. La matemática era, para él, una ciencia sin sentimiento, fría, hasta estoica. Toda vez que buscó en su hermana una explicación a esa afirmación, las explicaciones fueron tan confusas y hasta retorcidas que solo sumaban a la confusión inicial capas y capas de ambigüedad. VD# sentía satisfacción por ese procedimiento. Era una inofensiva manera de someterlo a su dominio.
Nunca pudo lograrlo con GK#, él era inmune a todos los juegos mentales que VD# le proponía.
En cada oportunidad que ella lo intento, GK# resultó estar protegido por una verdadera coraza invisible, tal vez porque a GK# le importaba un soberano bledo, el destino de cualquier otro que no fuera él. VD# lo sabía, y también sabía que la inteligencia perversa de su padre era superior a la suya, que apenas elaboraba una inofensiva táctica de defensa. Por ello VD# decía que a GK# lo rodeaba el horror de los espejos. El poema de Borges le sirvió a lo largo de los años para explicarse el fracaso de su contienda con GK#. La acechaba, como a aquel, el cristal de esos espejos imaginarios tras los cuales GK# conservaba la integridad de sus enigmas.
DL#, en cambio, era “demasiado transparente”. VD# solía repetírselo. Era el comentario con Adriana, “demasiado transparente”. Su hermano no era amigo de los números; sabido era que padeció la ciencia matemática y hasta cierto punto la física, aunque con esta tuvo mejor relación. Tal vez su inteligencia no fuera mucho más que la media. Ni mucha ni poca, la suficiente para sobrevivir en un mundo donde la idiotez y la inteligencia superior son los extremos de casi todos los padecimientos a los que unos con maldad someten a otros con capacidades diferentes.
A pesar de que era un hombre dispuesto a aceptar fenómenos inexplicables, casi con inocencia infantil, no le cabía consentir que pudiese haber una relación verdadera entre números y padecimientos. Cierto resultaba que el dolor creciendo en una progresión aritmética hubiese sido más tolerable que en una geométrica, la que hubiese resultado en efecto mortal. Pero ese reconocimiento no llegaba a la proposición que su hermana le hizo en esa oportunidad.
El desafío que se le presentó fue considerar para el dolor lo mismo que para los números, porque para la matemática, una progresión aritmética resultaba de una sucesión de números tales que la diferencia de cualquier par de términos sucesivos de la secuencia es constante, cantidad llamada diferencia de progresión. Entonces, para los padecimientos por los que pasó VD#, tal progresión de dolor debió resultar de una sucesión de dolores tales que la diferencia de cualquiera par de desgracias sucesivas de su vida debieron ser constantes. Y eso no correspondía con la realidad. Él sabía que cada desgracia que padeció VD# nunca fue similar una a la otra y hasta podía sostener que cada una fue peor que la anterior. No se atrevía a decir que los sufrimientos de su hermana se acercaban más a una progresión geométrica, pero estaba seguro de que siempre fueron en línea ascendente, siendo a cada instante peores y más intolerables.
Por todo ello es que DL# consideró que la relación que su hermana establecía entre matemática y sufrimientos no tenía ninguna consistencia, solo respondía a su deseo de embarullarlo con falsas proposiciones.
Pero ella insistió con vehemencia sobre el asunto.
—¿Es tan difícil que dejés tus prejuicios contra mí y hagas un esfuerzo por entenderme? Si hasta Adriana lo comprendió, si hasta ella me ayudó a explicarlo, ¿por qué vos nunca me entendés? ¿Sabés por qué?, porque vivís lleno de prejuicios. ¿Era prejuicioso? DL# hubiera sostenido que él no guardaba ningún prejuicio contra su hermana y nadie se hubiera atrevido a poner en duda su afirmación. Pero ella no le creía. Todos en la familia tenían prejuicios no solo contra ella sino contra todas las mujeres. No en vano todas ellas habían sido calificadas como esquizofrénicas, histéricas, psicópatas.
Ella insistió. Cuando lo hacía, DL# cedía a sus deseos, pero no lo hacía con el ánimo de comprender, sino de preparar su huida. La escuchaba, sabía simular atención y luego aprovechaba el momento conveniente para alejarse de ella. Y si bien a VD# eso la enojaba profundamente, sabía aceptar que no siempre su hermano actuaba movido por deseos mezquinos, sino que, muchas veces, lo hacía por la incapacidad de enfrentar la realidad tal y como era.
Le explicó con detalle como esa pretendida progresión aritmética del dolor estaba llegando a su culminación, al instante del dolor absoluto. La mención al “dolor absoluto” si dejó pasmado a DL#.
El dolor en términos absolutos debe ser necesariamente insoportable. ¿Estaba su hermana ingresando a esa condición? Trató de dudar no por indiferencia, por desprecio, sino por un sentimiento de autoprotección. Él no podía asimilar la idea del dolor absoluto porque sentía que hacerlo lo sumergiría a él en esos padecimientos que, estaba seguro, era totalmente incapaz de tolerar.
VD# supo que la mención a la posibilidad de un dolor absoluto había perturbado a su hermano y aprovechó esa perturbación para reclamar que al menos lo considerara como ella y no pusiera en duda lo que le decía. Vacilante, DL# aceptó escuchar los argumentos despojándose de todo escepticismo.
Esa explicación se la brindó aquella vez que le pidió fuera a verla porque tenía algo “muy importante que confesar”. Cuando DL# escuchó a través del teléfono aquellas palabras, sintió verdadero temor. Ese temor estaba fundado en que él sospechaba hacía ya un buen tiempo que en la familia había demasiados secretos y que, de un modo u otro, muchos sabían de ellos, pero no él, que fue el último de los hermanos y el más apartado de la familia a la que había abandonado apenas cumplidos los quince años. Aceptó la invitación.
El viaje de su casa a la de su hermana era largo y tedioso. Ella le aseguró que el padre no estaría presente porque él solo la visitaba los domingos al mediodía, cuando almorzaba con ella siempre a las doce treinta del mediodía y que dos horas después, a las catorce treinta, se despedía después de darle siempre los mismos consejos, para retornar a su casa a dormir la siesta y esperar a su esposa quien regresaría de visitar a su propia familia.
DL# no quería bajo ninguna circunstancia toparse con el viejo. Correspondiendo esos sentimientos del hijo, el padre aborrecía de DL# al que consideraba un pusilánime y un bandido que le había arruinado un negocio promisorio. Pero lo que GK# más temía de su hijo era que este era el único que había captado algo nocivo en sus comportamientos que lo ponían en alerta cada vez que estaba en su presencia. A los otros hijos, a VD# y a FF#, GK# los podía controlar sin mayores inconvenientes. A VD# la dominaba y con FF# siempre cabía la posibilidad de llegar a algún tipo de arreglo. En cambio, DL#, al tomar distancia de manera tan temprana, había encontrado cierta forma de resistencia que lo había puesto a salvo de los caprichos del padre.
El resentimiento entre ambos se consolidó el día que DL# le enrostró a GK# “vos no querés a ninguno de tus hijos, vos no querés a nadie”. Eso resultó insoportable para el hombre quien lleno de ira respondió “vos me odiás porque siempre fuiste un pendejo hijo de puta”. Si soy un hijo de puta —se dijo DL# a sí mismo—, para qué deberíamos tratarnos. Esa fue la última vez que se vieron, que hablaron. La relación quedó definitivamente quebrada. Un alivio espiritual, la ruptura de la relación con el padre.
El viaje a la casa de su hermana fue más tedioso que de costumbre. El colectivo iba casi a paso de hombre, como si quisiera que los pasajeros pudieran atender el paisaje citadino sin perder detalle. Calles, avenidas, plazas, plazoletas, baches, inmundicias, perros vivos, perros muertos, gatos sarnosos, todo pudo ser apreciado sin el menor apuro. Como la mañana era cálida y el cielo estaba limpio sin una nube, tomó aquel paseo forzoso como un deleite inesperado. Luego de hora y media de viaje llegó donde su hermana.
Llamó a la puerta. Le respondió la perra ladrando desaforadamente. VD# abrió y sin mediar palabra dio vuelta y encaró para la habitación para meterse nuevamente en la cama. En esa oportunidad no había ni orina ni excremento de la perra.
—Hola. Saludá como la gente. —VD# se limitó a mirar a su hermano sin ninguna expresión.
Luego dijo:
—Cerrá la puerta que la perra se escapa. —Era evidente que la mujer no estaba preocupada por saludar, sí por cuidar que su perra no aprovechara la oportunidad para fugarse.
—Limpiaste la mierda del perro. Igual el olor es insoportable. ¿Cómo hacer para vivir con este olor a mierda?
VD# ignoró el reproche.
—Perra. Es una perra. No tiene pito, tiene chucha.

DL# se encogió de hombros.
—De acuerdo, perra. Caga y mea como cualquier perro.
—Limpió mi amiga, vino temprano. —VD# con un ademán le ordenó que se sentara en la cama, junto a ella.
—Por lo menos tenés una perra que te ladre y una amiga que te limpia.
—Quiere acostarse con vos. Está caliente con vos.
—¡Qué boludez!
—¿Por qué es una boludez?
—Si ni me conoce.
—¿Y para coger hace falta conocerse? ¡Qué boludez! Le mostré tus fotos. Y no solo eso. ¿Querés que te pase su teléfono?
DL# se negó responder. VD# encendió un cigarrillo.
—¿Seguís fumando como un murciélago?
Pregunta inevitable, “¿Los murciélagos fuman?” Sin respuesta. En verdad no tenía ni idea por qué se decía de ese modo.
DL# no soportaba el olor a cigarrillo y, menos aún, ese olor fusionado con el de la mierda y el orín de la perra. Para peor, no había lugar donde sentarse que no estuviera patinado por el alquitrán y la nicotina a los que se adherían los delgados pelos de la perra, una pastora belga de tupidísimo pelaje negro extraordinariamente fino. Pero obedeció sin protestar porque esa mañana no tenía el menor ánimo para una discusión por la mugre en la que vivía su hermana, la que, no había la menor duda, a ella no molestaba en lo más mínimo.
—¿Vos querés saber la verdad? —Dijo VD# sin preámbulo.
DL# no sabía de qué le hablaba y hasta temió preguntar.
—No sé de qué me hablás.
—Solo tenés que decirme si querés o no saber la verdad. —La voz de VD# se volvió ruda.
—¿La verdad de qué?
—De lo que me pasa a mí. Porque pronto me voy a morir y ya no voy a poder hablar con nadie de estas cosas importantes. Si no soy yo, ¿quién te va a hablar de las cosas de las que nadie en la familia quiere mencionar? Voy a morir pronto, no nos sobra el tiempo, así que decidite.
DL# pareció sorprendido por el comentario de su hermana sobre su próxima muerte.
—¿De dónde sacás que vas a morir pronto?
VD# no respondió, se limitó a insistir.
—Voy a morir pronto, eso es suficiente. ¿Qué importancia tiene que te diga por qué yo sé que voy a morir pronto? ¿Siempre es tan difícil pedir algo y que a una le respondan si o no y nada más? Hace años que solo escucho discursos, consejos, reproches. Siempre los mismos discursos, siempre los mismos consejos, siempre los mismos reproches. ¿Por qué fumás tanto? ¿Por qué tu perra caga adentro? ¿Por qué siempre obedecés a papá? ¿Te gusta tomar todas esas tantas pastillas de mierda? Todo lo que tenés que responder es si o no, es todo lo que tenés que decir. Si aceptás, limitate a oírme, y si no aceptás, andate por donde viniste.
VD# no faltaba a la verdad sobre aquello de que en su vida había escuchado siempre largos discursos y más largos reproches por esto o por aquello. Pero hasta ese momento nunca había hablado de su futura muerte con tanta convicción.
—¿Te vas a suicidar?
VD# soltó una larga carcajada.
—No será necesario. Solo es morirse, nada más. Pude matarme tantas veces como quise. Vivo sola. Nadie me cuida. Tengo montones de pastillas psiquiátricas que papá me prepara semana a semana y podría tomarme una tras otra y ninguno de ustedes se enteraría hasta que estuviese bien podrida. ¿No te gusta lo de las pastillas “para la loquita” porque da acidez? No hay problema. Frente a mi casa pasa el colectivo, me tiro bajos las ruedas y listo. Aplastada como un sorete. ¿No viste que ahora la gente hace cagar a los perros a mitad de la calle? Bien. Pasa el colectivo y los estampa en el asfalto. Así podría quedar, igual que la caca del perro. ¿Otra forma de suicidarme? Fácil. Para allá —señaló en una dirección indefinida—, pasa el tren y también podría arrojarme bajo sus ruedas. ¿Picado grueso o picado fino? ¿Qué prefiere? Fiambre para todos los gustos. De brazo, de pierna, de culo. El que quiera. ¿Estamos? Suicidarse en fácil. No hay que tener coraje, solo hay que querer morirse y ser algo idiota, si fallás, quedás tullido y todos te putean porque ni siquiera fuiste capaz de matarte bien. Pero yo no voy a suicidarme. No me interesa suicidarme. Solo me voy a morir porque a todos nos llega la hora. Mi hora está llegando y la tuya llegará. ¿O vos vas a ser eterno? Ahora bien, limitate a responderme si querés escuchar lo que te tengo que decir. Si o no, una palabra, dos letras, nada más, “ese-i”, “ene-o”. Simple. No tengo todo el tiempo del mundo.
DL# permaneció en silencio, luego bufó. Se resignó, ¿qué más podía hacer?
Dijo a media voz:
—De acuerdo, te escucho.
VD# hizo un gesto de alivio. Antes de comenzar a hablar llamó a su perra para que se acomodara junto a la cama. El animal miraba con recelo a DL# quien conservaba prudente distancia de la bestia que demostraba una actitud hostil que lo hacía suponer que en cualquier momento se lanzaría contra su cuello para asesinarlo.
Luego que la perra se acomodara, VD# comenzó a explicarle cómo era aquello de la progresión aritmética del dolor, según ella, un síndrome que padecía tal vez desde el mismo día que nació y fue totalmente apartada de su madre porque nació sin la capacidad de llorar. Esto lo supo por su abuela materna, que fue quien le confió la verdad de su triste primer día de vida, sola, encerrada en una sala enorme, blanca, fría y silenciosa. Desde ya que no tenía memoria de ese momento, pero los relatos de la abuela le permitieron imaginar a aquellos primeros instantes luego del parto, en completa soledad, separada de su madre, igual que lo estuvo a lo largo de toda la vida hasta que AD# murió de un aneurisma cerebral devastadora.
Por la abuela materna también supo que ese encierro duró probablemente entre dos y tres días en los que fue alimentada con biberón. Nunca pudo establecer si la madre fue quien se negó a darle el pecho para que saboreara el dulce calostro previo a la leche, o fueron los médicos los que tomaron esa perniciosa decisión.
Permaneció en observación médica, en “estudio”, tal vez queriendo descifrar los médicos por qué esa niña algo escuálida no lloraba. Una legión de médicos pediatras, neurólogos, psiquiatras, trataron de comprender el raro fenómeno de esa niña recién nacida que no solo parecía carecer de la capacidad de manifestarse a través del llanto, sino que aparentaba comprender el mundo a través de sus ojos que eran grandes, de pupilas renegridas y brillantes, que miraba en todas direcciones sin ninguna dificultad motriz, atributo que la ciencia médica negaba para los recién nacidos.
DL# conocía la historia. La abuela materna se había preocupado de que todos supieran cómo fueron los primeros días de vida de VD#, cómo fue separada de su madre e ignorada por su padre “que estaba atrás de una pollera porque era un pollerudo de mierda”; cómo había padecido la criaturita un tratamiento tan cruel al que la abuela atribuía todos los desvaríos y desvíos posteriores de su nieta. De ese modo también reprochaba a su propia hija, AD#, por el descuidado trato que había tenido con la niña el día del nacimiento. A lo que AD# respondía para justificarse, DL# recordaba ese diálogo perfectamente, que el día del nacimiento de VD#, el primogénito, FF#, estuvo a punto de morir y que su mente no estaba en el parto sino en el consultorio donde llevaron al niño casi desahuciado donde un médico milagroso le salvó la vida.
DL# también conocía la historia de aquel suceso casi mortal del que su hermano fue salvo por la pericia de un médico de quien nunca supo el nombre.

VD# estableció entonces el día de su nacimiento y aquella primera gran penuria como el inicio de la sucesión de sus padecimientos. Sobre eso DL# no tenía nada que decir porque no estaba en capacidad de evaluar cuánto podía haber afectado a su hermana la ruptura del vínculo madre-hija en el mismo momento del nacimiento, pero no dudaba que debió ser un suceso traumático.
Todos los seres humanos nacen y merecen (y esperan) amor. Pero VD# solo obtuvo soledad, silencio y miradas indiscretas que la cuestionaron desde el primer momento sin mediar razón alguna. La trataron como a un experimento fallido, un error biológico. No sabe llorar, mira pero no mira, ve pero no ve, parece viva pero ¿no estará muerta? Zombi-zombi de grandes ojos negros. Un despropósito.
VD# hablaba casi sin detenerse. Hubo un momento en que DL# no pudo seguir el hilo de la exposición pero sí registró algunas palabras, tal vez algunas frases de la disparata explicación del fenómeno de la progresión aritmética del dolor hasta alcanzar el dolor absoluto que, no podía ser de otro modo, era el último instante antes de morir. Según VD#, no hacía demasiados días que había alcanzo ese gran dolor; la progresión aritmética del dolor había alcanzado el máximo nivel y por ello sabía que estaba viviendo sus últimas horas y Adriana se lo había confirmado. Se trataba tan solo de horas.
DL# solo atinó a preguntar “¿horas?” Pero ella no respondió.
Horas. DL# miró su reloj, fue un acto reflejo. Era la hora trece con veintitrés minutos. Insistió “¿horas?” Pero VD# siguió ignorando la pregunta.
—¿Que van a hacer con mi cadáver? –preguntó.
DL# quedó perplejo. Trató de ensayar una respuesta pero solo balbuceó incoherencias.
—No quiero que me cremen, odio el fuego. ¿Entendiste lo que te dije?
DL# no podía responder con certeza. ¿Había entendido realmente todo lo que le dijo su hermana?
Ella repitió:
—¿Entendiste? –DL# movió afirmativamente su cabeza.
—¿Qué vas a hacer?
—Dejame pensarlo. –Fue una respuesta solo para salir del paso.
—¡No quiero que me quemen! ¡Él me va a quemar! ¡Siempre me quiso quemar!
—¿Quién te quiso quemar?
VD# suspiró. En su gesto había tanto de ira como de resignación.
—¡Ay, hermanito! Nunca sé si sos idiota por naturaleza o por tu necesidad de resguardarte.
DL# no dudó:
—Soy idiota por naturaleza.
VD# se acomodó en su cama y se tapó hasta la cabeza con la manta. Adquirió la posición fetal y llamó a la perra la que de un salto subió junto a ella y se acomodó contra su cuerpo. Miró a DL# con mirada fiera, le gruñó un par de veces y DL# comprendió que debía marcharse.
Se preguntó si realmente estaría asistiendo a las últimas horas de vida de su hermana, tal como ella le dijo con absoluta seguridad. Días después, su muerte confirmaría el augurio. 

IX 


Algo acerca de la próxima verdad
 

No hay muchas verdades. No es cierto que cada uno tiene su verdad. Eso es puro oportunismo, es decir, ni esto ni lo otro, sino todo lo contrario, para quedar bien con unos y otros. Diría la abuela “con Dios y con el diablo”. Pero sería corregida al instante por otra vieja que aseguraba que “nunca se puede servir a dos amos”. La verdad es única. DL# lo sabía perfectamente. Ni sus miedos ni sus vacilaciones le impedían reconocer qué era verdadero y qué no.
Para encontrar correspondencia entre las palabras de su hermana y la verdad, estaba obligado a revisar el pasado. Y no era que le gustara esa empresa. El pasado contiene en germen todas las aberraciones del presente. Pero en el pasado estaban las respuestas. Todo el discurso de su hermana no era más que la entrada a un túnel al que muchas veces DL# se negó a entrar. En ese túnel ella puso señales. ¿Le cabía atenderlas?
La promesa de la muerte prematura con la que VD# acosó en esa entrevista a su hermano, no le dejaba a este más que dos opciones. O aceptaba escarbar la podredumbre familiar a suerte y verdad, dispuesto a hallar lo que hallare, seguir esas señales que destellaban en la oscuridad del túnel, o se daba por vencido, se resignaba y se sentaba a esperar que el vaticinio de VD# se cumpliera o fallara. Muerta la mujer, lo que ella le dijo en aquella conversación y a la que no habían asistido ninguna otra persona por la voluntad de ella, sería apenas un recuerdo algo incómodo, un espasmo en el espíritu. Esa conversación se iría a la tumba o al incinerador con ella.
Pero si él comenzaba a escarbar la putrefacción, entonces ya no habría modo de detenerse, porque lo que nadie puede hacer a conciencia es traicionar el mandato de los muertos. Si le diste tu palabra a un muerto debes cumplir, no hay excusa posible para no cumplir. Los muertos suelen encontrar el modo de imponer su voluntad. ¿De no creer? Un cura que hizo alguna vez de consejero de la familia y que cambió rezos por chucherías y también por algunas joyas, les dijo que la potestad de los muertos no debe ser nunca ignorada. DL# no recordaba cuándo lo dijo, pero sí que lo hizo. Los muertos mandan desde donde estén, en espíritu o desde los detritus de la carne y los huesos, disueltos en pútridas e inapropiadas moléculas orgánicas.
Somos necrófilos por naturaleza. ¡Lo somos! Admitirlo es sabiduría. Nuestra política está impregnada del mandato de los muertos, “Perón Vive”, “Evita Vive”, el “Che Vive”. Los muertos viven y mandan cada día más. No los dejamos morir en paz, los devolvemos una y otra vez al presente como si ellos pudieran enmendar nuestros errores y mejorar nuestras tristes vidas.
Le debía una respuesta a su hermana. Horas después que DL# se retiró de la casa de VD#, ella lo llamó por teléfono y se la exigió. ¿Si o no? Si te creo, no te creo, no había más que decir.
—Si me creés, tenés que buscar la verdad. Si no me creés, podés irte a la mierda.
Irse a la mierda era un lugar común de la familia. Era el destino obligado de cualquier discusión. “Váyanse a la mierda”. “Andate a la mierda”. Viaje de ida sin regreso.
—Si te creo. —Fue todo lo que DL# pudo responderle a su hermana durante ese ante último llamado, porque sería el último que tendrían entre ambos.
VD# sintió un gran alivio, podría morirse con alguna calma. No dudaba que la respuesta de su hermano era sincera, él nunca la había traicionado.

Primera verdad según VD#. Ella fue una niña no querida; pero no se trató de un embarazo no aceptado. VD# le dijo a su hermano “no confundir”.
Ella le explicó durante esa llamada:
—Vos naciste como consecuencia de que nuestra madre no podía volver a abortar. Había abortado poco antes de quedar embarazada de vos. No era muy cuidadosa o no sabía cuidarse como correspondía. Sos algo así como un accidente que debió evitarse, pero no se lo evitó. No están malo después de todo. Si pudiéramos hacer que todos los padres y todas las madres dijeran la verdad sobre el deseo de tener o no a sus hijos, nos llevaríamos una brutal sorpresa. Las mujeres son expertas en aceptar lo no querido, los hombres la tienen más fácil, se rajan y listo. Chau pibito, que te crie Lola y sola. Así que lo tuyo no tiene nada de escandaloso. Un aborto debe distar de otro por un tiempo prudencial. La “mama” no cuidaba estos detalles, se ve que abría las piernas sin mirar el calendario. En cambio, mi gestación fue planeada. Un niño, otro niño. Pero nació una niña y eso no es lo mismo. Las niñas raramente somos deseadas.
DL# retuvo estas palabras de aquella última conversación y trató de darles el sentido correcto.
Se comprendía la diferencia. El embarazo no fue repudiado. Después de todo, en una familia tan católica solo se habría reafirmado el pacto de Dios con Noe. “En cuanto a vosotros, sed fecundos y multiplicaos; poblad en abundancia la tierra y multiplicaos en ella?”
De acuerdo a sus propias palabras, el embarazo fue planeado, pero ella fue repudiada.
¿Una niña? Fue la pregunta que sucedió al anuncio del nacimiento de parte de GK#. Pasado el desconsuelo inicial dijo “yo quería otro varón”. Esperaba a otro varón, nunca a una niña.
Dos varones eran un patrimonio inmejorable en una familia en la que abundaban las mujeres. El gran gineceo familiar no sabía satisfacer las expectativas de los jefes de familia. Para mayor desgracia se trató de una niña rara, una niña que no sabía llorar y no dejaba de observar todo lo que estaba a su alcance. Un verdadero fenómeno. Otra rara entre tantas. ¿Y quién querría querer un fenómeno en su casa?
GK# hacía responsable a AD# del error en el género. Pero el sexo en el embrión no lo determina la madre ni lo auto determina el huevo o cigoto. Lo determina el padre. Un asunto cromosómico sabido. Los cromosomas XX se refieren a los cromosomas sexuales en las mujeres, mientras que los cromosomas XY se refieren a los cromosomas sexuales en los hombres. Y el sexo lo determina el padre. Ciencia básica.
VD# fue concebida como mujer por la determinación de los caprichosos cromosomas paternos. No había degeneración reprochable. Ni XXY, ni XXX, ni XYY, ni Klinefelter, ni ninguna otra alteración cromosómica. Sencillamente XX. Eso fue todo. ¿Su desgracia? Ser XX y no saber llorar. ¿A cuál más grave?
La abuela paterna dijo resignada, “la niña nació en la familia equivocada”. ¿Cómo podría decidir una niña la familia correcta a la que pertenecer? ¿Acaso los niños eligen dónde nacer?
—Yo la hubiera dado en adopción. —Dijo sin inmutarse—. Hay tanta gente que quiere una nena. Incluso gente que puede llegar a quererla como propia. El trámite no era difícil, se hacía pasar a la recién nacida por muerta y otro matrimonio la inscribía como propia.
La misma abuela dijo “si mi hijo se hubieran aguantado esto no hubiera pasado. Hay que saber controlarse”. Pero el sexo ocurre sin pedir permiso.
Otras mujeres en la familia disentían. “Los niños vienen y listo, qué tanto joder. ¡Si lo sabremos nosotras que somos madres!”. Del lado de AD# las cosas se tomaban de otro modo. A los hombres el asunto no les interesaba en lo más mínimo. Varón o hembra había que darles de comer y de eso se trataba. Varones para trabajar, hembras para reproducirse, lavar, zurcir, cocina y reproducirse.

Segunda verdad según VD#. Eran tiempos de revanchas cuando FF# nació y ella fue concebida. Para DL#, esa afirmación era totalmente correcta.
Los tiempos de revancha tienen su propia lógica. Arden odios, claman venganzas, se anhela el desquite.
GK# estaba lleno de odio y solo deseaba manifestarlo. Nunca más “Alpargatas sí, libros no”. Nunca más “La razón de mi vida”. Nunca más “Las veinte verdades peronistas”.
Muerta “la Perona” y acabado el “tirano pedófilo”, hombre de los dos mil pares de zapatos y diez mil corbatas, GK# creía que su vida volvería a ser como lo fue en su infancia, sin privaciones, de vuelta a la condición social de una familia acomodada, vida de “gente bien” satisfecha de aquella Argentina que era conocida como el granero del mundo en la que los niños “bien” tiraban manteca al techo para que cayesen entre los senos de flacuchas prostitutas polacas a las que luego violaban untados en manteca.
Por eso su madre lo aconsejó para que evitara un segundo embarazo; le sugirió que se diera tiempo para encontrar un mejor pasar y tal vez, hasta una mejor compañía.
VD# repitió las palabras de su abuela paterna como si ella misma las hubiera escuchado.
—Le dije a mi hijo que no embarazara a la mujer, que se pusiera un buen forro, pero el tipo confiaba en la seguridad de esas cremitas espermaticidas y lavativas con vinagre. ¡Ni que fuera una ensalada! Los hombres son tan estúpidos. ¡Tan estúpidos! Huelen sexo y allá van. ¡Agua y vinagre! ¡Qué estupidez!
Cómo VD# supo de los consejos de la abuela paterna era mejor no preguntar. Según ella, la mujer quiso hacer entrar en razones al hijo sobre la inconveniencia de un segundo embarazo, pero fracasó.
Es que GK# era un hombre que no sabía ni podía controlarse.
—¡Vos sabés cómo es nuestro padre! —dijo VD#, dejando que DL# percibiera cierto cinismo en su manera de decir.
Pero DL# todavía no estaba seguro de saber realmente “cómo era nuestro padre”.

Para ejemplo, baste lo siguiente. Apenas había sido padre se la pasó llenando botellas con combustible para fabricar cócteles molotov. “Podían haber volado los tres a la mierda”. Así dijo la abuela paterna cuando se enteró. No estaba errada.
Envasar combustible volcándolo luego de una dosis correcta de ácido sulfúrico y clorato de potasio tiene sus riesgos. Para más no fue una botella, fueron veinte o más de veinte.
Llevó la nafta a la casa en una mochila viajando en su motocicleta a más de cien kilómetros por hora. “Qué desquiciado” dijo su propia madre cuando supo de aquella audacia.
Y así como llegó a la casa con el combustible en un botellón cargado en las espaldas, salió de ella con las dos decenas de molotov listas para lanzarla contra las unidades básicas peronistas con o sin gente dentro de ellas. No reparaba en esos detalles.
Hizo el viaje en dirección al centro de la ciudad a más de cien kilómetros por hora, la Triumph Tiger 100 parecía volar, no correr sobre aquel rústico pavimento de concreto. Un error en el manejo y de seguro GK# hubiese rodado y de seguro muerto calcinado.
Eran tiempos de revancha, como dijo VD#, y la revancha contra los “cabecita negra” elevaba a GK# a una condición difícil de explicar. Lo sublimaba. Lo exaltaba hasta casi hacerle perder el control. (“¡Vos sabés como era nuestro padre!”)
El 16 de septiembre de 1955, a meses del nacimiento del primogénito, se cumplió con lo que había soñado durante muchos años, el derrocamiento de Perón. El “tirano depuesto” se refugiaba en una cañonera paraguaya.
GK# y sus compinches disfrutaron la vandalización de emblemas peronistas, el incendio de unidades básicas de los “negros de mierda” y marcharon, como cientos de miles, a celebrar en la Plaza de la Victoria, el triunfo de la autodenominada “Revolución Libertadora”, dirigida por el Gral. Eduardo Lonardi y el Almirante Isaac Rojas.

Al correr de los días, la rebelión militar se consolidó definitivamente.
Estimulado por el triunfo del golpe de Estado, y engreído por su activa participación en los Comandos Civiles, GK# se convenció de que se abría para él un futuro lleno de promesas.
Venía de esa familia “bien”1, mezcla de italianos de la Lombardía y austríacos del Imperio austrohúngaro, de fines del siglo diecinueve y principios del veinte. De las pocas que veraneaban un mes completo en Mar del Plata, antes que Perón “echara a perder a la Ciudad Feliz y la transformara, Chapadmalal mediante, en un juntadero de vagos y roñosos”.
¡Hermosa Mar del Plata! Herencia de Don Patricio Peralta Ramos, estanciero y saladerista, a quien GK# consideraba “un verdadero visionario”, un hombre que “supo interpretar el futuro como pocos”.
GK# envidiaba la condición de próspero terrateniente de Don Patricio, y exaltaba la fortuna de haber adquirido las “magníficas estancias” que José Coelho de Meyrelles, cónsul de Portugal, le vendió a Peralta Ramos. “Laguna de los Padres”, “San Julián de Vivoratá” y “La Armonía”, sus nombres, fueron el antecedente de la admirable ciudad de Mar del Plata, donde la familia disfrutaba del descanso veraniego.
Allí se codeaban con políticos, comerciantes y curas y cada tanto se echaban unas fichitas en el Casino donde perder plata a los adultos hasta les daba gusto. Cosas que para algunos integrantes de la familia eran simpáticas, pero no trascendentes, pero que en la memoria de GK#, quedaron establecidas como sucesos extraordinarios.
GK# y sus hermanos completaron sus estudios secundarios, algo de lo que muchos estuvieron privados hasta el advenimiento del gobierno de Perón. Pero ninguno de ellos se propuso hacer una carrera universitaria. El único universitario fue el abuelo paterno, el ancestro de referencia del linaje último.
1 DL# siempre embromaba preguntando qué era una “familia bien”, y agregaba provocativo “¿bien jodida?”. Eso le valía la reprimenda de todos los parientes que valoraban y mucho, la apariencia de una “familia de bien”.
El abuelo de GK# fue un próspero arquitecto. También fue bodeguero y un completo aventurero que recorría el país en su Ford T a manivela. Para DL# era un personaje simpático, pero del que se hablaba poco y lo poco que se decía era a medias palabras. Curiosamente, no conocía fotografía de él.
DL#, y también VD#, tenía presente el comentario familiar sobre su parecido físico entre el nebuloso arquitecto y su nieto, es decir, su padre. “Dos gotas de agua”, repetían los parientes, tan iguales como si hubieran sido gemelos.
De ese bisabuelo se hablaba a media voz, como si se temiera decir de más, y solo se rumiaba la leyenda de sus “locuras”, de empresario audaz, de viajero incansable y de padre prolífico. Muy prolífico. Demasiado prolífico. Con lo que a DL# siempre le quedó claro qué se quería decir cuando se hacía referencia a la capacidad reproductiva de aquel antepasado.
Pero el pasado de comodidad no tenía correspondencia con un presente de ciertas carencias. No fue que faltó la comida, para nada. No se trató de eso. Pero la familia paterna estaba venida a menos. El padre enfermo, muy enfermo y la empresa familiar en bancarrota. La enfermedad del padre había consumido la fortuna familiar casi hasta agotarla. No quedaba mucho qué vender.
En GK#, la promesa de un nuevo y mejor bienestar derrocado Perón, produjo otro efecto. Lo hizo dudar de su matrimonio. ¿Estaba enamorado de AD#? ¿Era realmente feliz? ¿Era esa la vida que deseaba, junto a una mujercita, algo lela y simple que vivía en estado de insomnio casi permanente porque el primogénito no dejaba dormir a nadie durante las noches? “Y a dónde vas a ir con esa mosquita muerta” le preguntó su madre sin medias palabras. La respuesta no tardó en llegar a sus labios. ¡No! No era esa la vida que quería. Él se merecía algo mejor, así lo creía. Y se merecía un amor verdadero.
¿Cómo se reconoce un amor verdadero? Imposible saberlo. Algo en las fibras más íntimas de las personas se conmueve y muta de un estado de reposo a otro activo, muy activo. Las hormonas se descontrolan, la libido toma el comando y los enamorados no pueden evitarse. Por el contrario, se desean porque se necesitan, confluyen uno dentro del otro. Es una atracción irremediable.
GK# sabía que había mujeres más hermosas y mucho más interesantes que AD#. Las veía a diario, en su trabajo (al que detestaba), como contable en una empresa en la que lo recomendó su padre. Las veía en la calle, cuando circulaba en su motocicleta y provocaba la mirada de las chicas que venían en él a un macho joven y bien dispuesto.
Si hubiera escuchado los consejos de su madre de seguro, se hubiera ahorrado un problema al dejar nuevamente embarazada a su esposa. Su madre tuvo razón, ni cremas espermaticidas ni lavativas con vinagre surtían efecto frente a la fertilidad de los jóvenes espermatozoides y los jóvenes óvulos dispuestos a fecundarse al primer intento. Vigorosos espermatozoides nadando con enjundia en busca de ese redondo óvulo que abriría su delicada membrana para dejarlo entrar y provocar la extraordinaria fecundación. Lírica unión de dos gametos para la grácil generación de un cigoto. Una noche de calentura AD# quedó embarazada.
Llevaba dos meses sin menstruar, cuando le dijo a su esposo “la nueva buena”, este exclamó sorprendido “¡¿cómo?!” La respuesta era tan simple que no fue necesario decirla.

Tercera verdad según VD#. VD# nació en octubre de 1956, así que día más o día menos, fue concebida a mediados de diciembre de 1955.
Fue para esa fecha que GK# conoció a una bella prostituta, la ocasional pareja de su cuñado, el hermano de AD#.
El hermano de AD#, AJ#, (letras con las que comenzaban sus nombres), era un fumador empedernido, buen bebedor de ginebra tanto como jugador de póker y muy putañero. Un joven y atractivo “macho” amante de las mujeres “de vida ligera”. Recién divorciado, no buscaba ninguna relación estable, solo un buen momento de sexo con una prostituta que tuviera no solo la voluntad de abrir las piernas por dinero. Y esa mujer, de la que DL# nunca supo el nombre y a la que bautizó caprichosamente Rosa, además de satisfacer el apetito sexual de su tío, podía hablar de algunos temas con cierto conocimiento y razonar hasta con picardía. De Rosa, GK#, se enamoró perdidamente.
La abuela materna se ocupó de hacer saber a FF#, VD# y DL#, de aquel comportamiento de su padre. Para ella GK# era un crápula, un desgraciado, un pollerudo de mierda. La palabra mierda, en la familia, era invocada más veces que la palabra amor, Dios o buen día. Pero sobre GK#, la abuela materna, decía otras cosas que DL# prefería no repetir, pero si VD# que las disfrutaba.
El romance clandestino entre GK# y Rosa duró más de un año. Fue un romance en paralelo del que también sostenía Rosa con AJ#. Un pésimo triángulo.
Muchas noches, durante el embarazo de AD#, los cuatro compartían la cena.
AD# estaba segura de que su marido la engañaba con esa prostituta. Hay gestos, roces, miradas, que una mujer comprende sin necesidad de ponerle palabras.
AD# suponía que su hermano también apreciaba los gestos entre “su” novia y GK#, su cuñado. Eso la tenía muy preocupada y cuando en ello pensaba, las contracciones de su útero se volvían hasta violentas.
Cuando FF# enfermó gravemente, GK# fue con Rosa a lo del médico milagroso. No fue con AD# a la sala de parto, encomendó a su madre que se ocupara de ello. Pero su madre no respondió al pedido. “No soy tu sirvienta”, le respondió. La mujer diría “se cree que me chupo el dedo. Yo le cuida a la mujercita y él se va con la que le calienta la pava”.
Así que fue la propia madre de AD# la que tuvo que llevar a su hija a parir al hospital. Fue una situación extraña y triste, muy triste.
La ausencia del esposo fue encubierta por la enfermedad de FF#, aunque la enfermedad del pequeño no servía para explicar por qué GK# fue con Rosa a la consulta con el médico milagroso.
Nació VD#, la niña que no sabía, no podía o no quería llorar. Esperó tres días en la nurse encontrarse con su madre. No uno ni dos, sino tres días esperando el amor de la madre, y la madre tres días en el hospital esperando que su esposo decidiera conocer a su hija y preocuparse por su salud. Tres días. Ya se sabe que resucitar a Cristo le llevó tres días. Y nunca hubo parangón entre Cristo y GK#.
Cuando AJ# supo de todo aquello, de la soledad de su hermana en la sala de parto, de GK# y Rosa yendo juntos con el niño moribundo a ver a un milagrero, se convenció de que ellos lo estaban corneando. ¡Esa sí que era un hijaputez de parte de su cuñado! Hijaputez entró al vocabulario de la familia a partir de esa circunstancia.
Lo de la prostituta, vaya y pase, pues era justamente una prostituta. ¡Qué se podía esperar de una prostituta! Pero lo de su cuñado, el hermano de su hermana, hermana que estaba embarazada, ¡pariendo! ¡El cuñado! ¡Familia! ¡Propia familia! ¡Eso era inaceptable!
AJ# decidió matar a su cuñado. Para asesinarlo debía encontrarlo, pero GK# y Rosa habían escapado. Nadie sabía a dónde se habían marchado.
GK# dejó una carta en donde explicaba su decisión. También su amor por Rosa. Todo se derrumbaba. “Qué estupidez” dijo la madre de GK#. Tenía mucha razón. “Los hombres son los animales más estúpidos de la creación”. La definición no sería bíblica, pero nadie se atrevió a refutarla.

VD# supo de la carta y esto era parte de su tercera verdad. Papá engañó a mamá durante todo el embarazo. VD# le dijo “yo nací y a él le importó un carajo”. Verdad irrefutable.
No conforme con ese escándalo, GK# decidió llevarse al niño, al primogénito, para criarlo con Rosa. Él se quedaría con la amante y con el hijo varón. AD# se quedaría sola y con la niña rara.
Pero Rosa no estaba para criar niños, no le gustaban los niños, le gustaban los hombres entre sus piernas. Nada reprochable. Así que huyó abandonando a GK#. Se marchó sin aviso, vaya a saber a dónde.
AD# le rogó a su hermano que no matara a su esposo. AJ# aceptó porque la cárcel nunca es buen lugar ni siquiera para sacudirse los cuernos. Allí no te dejan jugar al póker ni beber copiosamente. Así que se marchó y no dio señales de vida durante muchos meses, tal vez años. DL# no lo sabía, VD# tampoco. Desde que él tuvo memoria, su padre y su tío compartían la mesa y el odio como si nada.
GK# volvió con a AD#, se arrodilló junto a ella y llorando le pidió que lo perdonara, que había sido víctima del embrujo de esa “prostituta de mierda”. Las prostitutas cuando dejan de ser usadas se vuelve “prostitutas de mierda”. Y la palabra “mierda” entró para la familia al reino de la promiscuidad para imponer sus propias condiciones. En todas las cosas de la familia había demasiada mierda acomodada.
AD# lo perdonó. ¿Iba a quedarse sola con dos niños? No se había casado para ello. Después de todo, pensó para consolarse, esas cosas pasan en todos los matrimonios.
Recién entonces GK# conoció su hija, la pequeña VD#. La enfermera llevó a la niña donde la madre y el padre, y la puso en brazos de este. AD# sonreía satisfecha. GK# quiso parecer cariñoso. La niña puso su mirada en la de su padre y supo al instante qué clase de hombre era ese que la había despreciado.
En ese cruce de miradas, estaba el origen de la cuarta verdad, según VD#. De la quinta verdad sabría en la última conversación telefónica. 


Fotografías 

El día antes de morir, VD# llamó a su hermano. Fue un llamado breve, el último entre los dos. No hubo diálogo, DL# se limitó a escuchar.
—Después que muera llevate las fotos. —Así le ordenó.
Durante la última conversación, VD# le dijo que para descifrar la cuarta y la quinta y última verdad, tenía que reparar en el modesto archivo fotográfico familiar que ella conservaba. Por esas dos verdades, las dos últimas y más significativas, el lenguaje de VD# se volvió críptico.
Para descifrar la cuarta verdad, VD# le sugirió recordar la infancia. Para volver a ese tiempo debía mirar con mucha atención a alguna de las fotografías que ella había conservado.
Pero descubrir la quinta verdad tenía una exigencia mayor. Le reclamó volver al pasado. Pero no precisó cuál. ¿El de él, el de ella, el de la familia, el de los ancestros? ¿Cuál?
Hay muchos pasados, son paralelos. Corren por cuerda propia, cada uno desde un presente diferente. Multiverso de pasados posibles. Cada uno tiene el suyo, sus propios recuerdos, sus propias cuentas pendientes. El pasado es un prólogo1. DL# debía saber descubrirlo para comprender el presente que VD# le dejaba como un presente griego.
La hermana conservaba todas las fotos de la familia. Las había sustraído de la casa de su madre y esta, como estaba enferma y cansada, no tuvo fuerzas para reprocharle. Después de todo estaba al morir, ¿para qué querría muerta esas viejas fotografías? Los muertos no saben de fotografías. De apariciones, de confesiones, pero no de fotografías.
En manos de VD# las fotografías se habían vuelto un verdadero fetiche. Ella consideraba que no solo conservaran la imagen impresa en el papel fotográfico, sino la sustancia vital de cada individuo. Ella absorbía esa sustancia periódicamente, era su néctar. Repasaba los rostros, los memorizaba rasgo a rasgo, descifraba sus dolores porque alegrías no había en ninguno de los retratos y entendía el mensaje que cada uno le enviaba a través de sus crípticas miradas.
Todas eran en blanco y negro, eso las volvía más realistas porque toda esa familia parecía transcurrir sus días entre extremos de luz y oscuridad, descartando los grises que podrían haber otorgado matices a cada uno de los personajes fotografiados.
VD# insistía a su hermano que en la fotografía estaba guardada la memoria y que él debía aprender a considerarlas de esa manera.
No eran muchas, tal vez medio centenar, más que suficiente para entretenerse un día de lluvia y frío.
Quien quisiera entender las verdades familiares, esas verdades de las que le habló VD# a su hermano, solo debería hacer un meticuloso inventario del archivo fotográfico y encontrar en las imágenes la revelación de algunos misterios y secretos familiares.
DL# cumplió con el pedido. Luego de que la morguera retirara el cadáver de su hermana, él sustrajo del cajón del ropero, una caja con todas las fotografías familiares que ella atesoraba.
Adriana y el padre vieron la maniobra, pero a ninguno de los dos pareció importarles. Después de todo eran viejas fotografías en blanco y negro. Para el padre, solo era parte de la mugre que quedaba para limpiar. Él mismo se había deshecho de muchas de ellas dándoselas a su hija para que las conservara.
—A tu hermana la gustaba juntar porquerías. —DL# se ahorró el comentario.
—Me llamó ayer para que pedirme que conservara las fotos.
—Por mí te las podés llevar todas. ¿Qué puede haber en esas fotos? ¿Vos Adriana querés alguna?
Pero Adriana no escuchó la pregunta. Solo estaba interesada en DL# y de la cintura para abajo. Aunque cada tanto se acercaba al viejo para frotarse como una gata en celo. Luego de un tiempo preguntó “¿qué?” Ni GK# ni DL# creyeron necesario responder.
DL# se marchó con las fotografías, no había más nada que hacer en la casa de su hermana. La morguera había retirado el cadáver y por sugerencia de los funebreros fue directo a la casa velatoria a arreglar los papeles. Con un pago se evitaría que el cadáver fuera a la morgue y con otro, el médico policial completaría el certificado de defunción. De los pagos se ocuparía su padre.
Luego, por decisión de GK#, el cuerpo sería cremado.
DL# se sintió en la obligación de hacerle saber a su padre la voluntad de VD# de no ser cremada.
—Tu hija no quería ser cremada.
—Tu hermana quería que la visitaras más seguido.
—No voy a poner en discusión mi relación con ella.
—Y yo no voy a darle bola a los caprichos de tu hermana.
—Fue su última voluntad.
El viejo soltó una risita cínica.
—Tu hermana tenía mucha fantasía, era muy fantasiosa. —La respuesta fue tan extraña que DL# no pudo articular palabra—. Creía que después de muerta iba a sentir cómo las llamas la consumían. Una locura.
—¡Claro! Propio de una loca.
—Total. Mañana la creman, ¿algún problema?
Podía escuchar a su hermana reprocharle “¿No te dije que no quiero que me cremen?” Y él justificarse como siempre “¡Qué puedo hacer yo!” Luego un sonoro “andate a la mismísima mierda!” Era esperable.
En la casa velatoria le informaron que en tres días debían pasar a recoger las cenizas. Se marchó a su casa llevando con él la caja con las fotografías. El viaje fue largo y todo ese tiempo lo ocupó en recordar la infancia de los hermanos.
Ya en su casa, luego de cambiar de ropa y beber unos tragos de agua (no tenía hambre), empezó a revisar las fotografías. La mayoría no llamaban su atención, eran desconocidos, ataviados con ropas ridículas o manadas de niños sucios y despeinados que de seguro habían sido obligados a posar a la fuerza.
Descubrió una en la que estaban retratados su padre y el padre de este, ataviados con una ridícula toga o capote. No se podían apreciar los rostros. Al dorso, con la prolija caligrafía que él atribuyó a la abuela paterna, escritos tres nombres y no dos. También una descripción brevísima de dónde fue tomada la instantánea. El lugar que se mencionaba era totalmente desconocido para DL# y el nombre escrito, podía leerse con dificultad como “en elis” o “enelis”. Parecía que se había intentado, sin éxito, borrarlo. Ese nombre le pareció más una referencia que un hito geográfico. Asoció “elis” o “enelis” a “eliseo” y luego a “coliseo”, pero nada de eso tenía algún sentido para él.
DL# descubrió gracias a esa anotación al dorso de la foto que su padre, el padre de este y el padre de su padre, los tres, se llamaban del mismo modo, GK#.
Para identificarlos claramente, los rebautizó como GK# Primero, su bisabuelo, GK# Segundo, su abuelo paterno, y GK# Tercero, su padre.
Buscó otra fotografía en la que apareciera retratado GK# Primero, aquel viejo mencionado como un pintoresco aventurero de las primeras décadas del siglo veinte. Encontró fotos de GK# Tercero, su padre, de GK# Segundo, su abuelo, pero ninguna de GK# Primero. Una carencia notable.
VD# no estaba errada en su valoración de las fotografías. Son memoria, pura memoria impresa, lo que queda allí estampado puede durar por largo tiempo. Ellas soportan mejor que los humanos el paso del tiempo. Cuando cada uno de nosotros hayamos muerto y no quede más de nosotros que unas pocas fotografías, porque nuestras cenizas ya se habrán mezclado con muchas otras en el osario general o se habrán consumido en terrones de tierra húmeda, en ellas nos encontrarán quienes nos sucedan. Veinte, treinta, cuarenta años después, algunos curiosos desempolvarán las fotografías y luego de la primera risa que seguramente les provocaremos porque nos verán ridículos y hasta patéticos, se preguntarán quiénes éramos, qué habíamos hecho de nuestras vidas, que legado entregamos a las nuevas generaciones.
Las personas raramente destruyen las fotografías. Cada uno de nosotros conserva algunas de mujeres y hombres de quienes no tenemos ni la menor idea quienes fueron, pero, así y todo, las conservamos hasta con amor. Bigotudos de rostro circunspectos, mujeres ocultas tras capas y capas de ropa negra, siempre de luto, como si llevaran a cuestas todos los muertos del linaje. Niños con aspecto poco angelical, mirada torva y promesas de malas intenciones. Niñas vestidas con mortajas, más muertas que reales. Son nuestros antepasados, por lo menos así lo creemos, y los cuidamos como si en esa fotografía aún sobrevivieran para enseñarnos cuánto habían hecho por nosotros.
En ese tesoro fotográfico que había cuidado su hermana no había ninguna fotografía de GK# Primero. Pero sí una que llamó su atención. En el dorso, manuscrito, rezaba “año 1935”.
Se trataba de una en mal estado, bastante deteriorada. Algunas zonas habían sido removidas, tal vez producto de su antigüedad y el poco cuidado con que fue tratada. Otras parecían haber sufrido el efecto de una intensa humedad. Era la foto de un hombre mayor, no había dudas, vestido de modo extraño, ridículo, aunque no estaba seguro de la ropa que llevaba puesta. Parecía vestir, como en la foto de su padre y su abuelo, una toga o capote. Tal vez fuera un disfraz que utilizaban sus ancestros para los carnavales, aunque DL# no tenía la menor idea cómo podrían haber sido los carnavales casi ochenta años atrás, en la década de 1930.
Del hombre no se podía distinguir su rostro. Detrás de él, lo que parecía un escudo en el que estaba pintada una escena griega o romana. DL# no era un experto en arte antiguo, por lo que para él daba lo mismo atribuir la imagen a una u otra civilización.
Contempló la foto por largo rato y luego, sin nada más que observar en ella, la dejó junto a la de su padre y su abuelo y guardó la caja. Algún día se dedicaría a repasar cada fotografía y separar aquellas que valía la pena conservar.
Eso debió ser lo último que hiciera por ese día. Bebió algo más de agua, tenía sed, no comió, y buscó un lugar donde acomodarse y permitirse el duelo. Apagó casi todas las luces, menos una que brillaba con calma. Eligió un rincón de la casa. Un gran almohadón le sirvió de asiento. Todo estaba en silencio, incluso de la calle no llegaban sino esporádicos ruidos de automóviles que pasaban a baja velocidad para no alterar la melancolía que lo embargaba. Hizo un esfuerzo por recordar un poema que le obligaron a estudiar en la escuela. “Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía”. Así comenzaba el poema, pero no recordaba ningún otro verso y tampoco al autor. Pero balbucear ese único verso le dio cierta paz como no había tenido ese día hasta entonces y vaya si necesitaba paz.
DL# no creía en Dios. No suponía en otra vida. Estaba seguro de que un día moriría y entraría en la nada. Después de muerto no quedaba nada. La creencia de una vida luego de la muerte le resultaba simpática, un consuelo a veces necesario. Pero esa noche quiso pensar en su hermana, no como muerta, por lo menos no esa noche.
En algún lado sonó “Recuerdos de la Alhambra”. La música se apropió de ese instante nocturno.
Sentado en el piso sobre aquel almohadón, la música se hizo más presente si hasta podía palparla en el aire, sentir las formas especiales de las notas.
Conocía esa pieza. Fue la que ejecutó su hermana para rendir un examen. Él la acompañó ese día porque ella se lo pidió. Su pedido no fue una orden ni un ruego, fue la expresión de la necesidad de compartir una comunión, y él aceptó con agrado.
No era la guitarra de su hermana la que sonaba, era otra la guitarra y otras las manos que acariciaban las cuerdas. Pero estaba seguro de que la música era a ella a quien buscaba, porque VD# hacía vibrar las cuerdas como si en ella reposaran lunas y hasta las mismas estrellas. Tiempo pasado, el de la tierna infancia, cuando la muerte era tan solo la sospecha de un sueño irremediable

y gritaban bien fuerte las palabras prohibidas que decían alegres entre blancas carcajadas.

La música cesó, final abrupto como el de ella. Demasiado abrupto. Quedó en la memoria la imagen del cuerpo que Adriana descubrió, en un interrogante sobre la triste cama de elásticos vencidos

como si solo estuviera durmiendo una siesta de otoño. Luego la cubrieron con mantas para que él no le viera el rostro ensimismado y los ojos abiertos. Se despidió sin verbos, a la distancia. No alzó una mano ni le tiró una beso.
A pesar del silencio quedaron flotando los granadinos trémolos de Tárrega y creyó verlos como pétalos rojos sobre una mortaja blanca. Todo había acabado y comenzaba de nuevo. La rueda de la vida giraba sin que pudiera detenerse y en ese preciso instante comenzó a extrañarla. 

XI 


Y usted madre, ¿dónde estaba? 

No era placentero ver la madre consumirse día a día. Pero así como la casa se iba llenando de oscuridades, ella se fue mimetizando y cada día se volvía sombra. Hablar con una sombra es más que difícil, su lenguaje es parte del misterio. Y si esa sombra tiene prohibido mirar hacia atrás, mucho más. Es una oscuridad en una única dirección, siempre hacia adelante, hacia el abismo que resultaba de lo que fue y de lo que no pudo ser. Cuando ella se detenía ante el espejo del baño, el único que había dejado sano porque los otros los hizo trisas, solo veía un oscuro rostro del que emergía una aflautada voz que repetía “y usted madre, ¿dónde estaba?” Pero no era ella la que hablaba. Y aunque no sabía quién era que hacía la pregunta, lo sospechaba.
Podía haberse defendido de la voz aflautada. ¿Quién dio derecho a una voz salida del cristal opaco de un espejo negro, a cuestionarle a ella aquel comportamiento?
La voz insistía desde sus penumbras repitiendo “y usted madre, ¿dónde estaba?”
No pudo dar batalla en su defensa. ¿De qué le serviría, después de todo? La voz aflautada crecería hasta tomar la dimensión de un alarido y el grito ensordecedor la dejaría atónita, exánime, a punto de escupir por la boca los restos de alma que sobrevivieron a esos años de desamor.
Si pudiera ser absolutamente franca, cruelmente franca, debía responder a esa pregunta salida del encono de una oscuridad reconocible, “yo estaba en otro lado, el lugar donde quería estar”. Y que por eso ni se enteró cuándo y cómo nació VD#. No tenía memoria de ese suceso.
Ella no estaba en la sala de parto. Su ser, su verdadero ser, estaba en otra dimensión, una a la que VD# nunca, pero nunca, podría ingresar por más voluntad que pusiera. Era como pujar al revés, en sentido contrario a la naturaleza, para impedir que esa pequeña y diminuta intrusa reconociera aquel paraje secreto.
Tal vez algo de ella sí estuvo en la sala de parto, sobre la fría camilla, una sustancia orgánica que médicos y parteras manejaban casi a voluntad, pero que no era ella.
Estaba demasiado lejos como para ocuparse de ese cuerpito que llegaba al mundo y que su primer gesto vital fue negarse a llorar. Ella tardó bastante tiempo en comprender que su hija no sabía, no podía o no quería llorar. ¿Sin lágrimas que será de esta criatura? Pudo haberse preguntado, pero no lo hizo. Tal vez ni le importó.
Primero lo consideró un error genético, la inadecuada amalgama de genes. O genes equivocados que confundieron sus códigos y dieron como resultado unos ojos sin lágrimas que soltar. O tal vez una ligera, pero eficaz disociación entre la mente y el espíritu que provocó esa mudez precoz que confundió a todos los que asistieron al parto y cuidaron de la madre y la niña los tres días posteriores al nacimiento.
Tres días de incertidumbre, tres días. Tanto como le llevó al Cristo del Madero bajar a los infiernos y resucitar. Tres días en que la pequeña y escuálida VD# se mantuvo en silencio, sin llorar, sin gemir, sin quejarse. Sin reclamar la leche materna, sin buscar la teta para encontrarse con la madre, chupando el biberón para satisfacer una anatomía errada. Observando todo a su alrededor, moviendo su cabecita a un lado y al otro con una madurez motriz inapropiada para una beba recién nacida, comportamiento que hundió en el desconcierto a toda la plana mayor de aquel sanatorio. Hasta que llegó el padre. Padre. Qué ausencia. (La voz nunca preguntó “Y tu padre, ¿dónde estabas?” No era necesario, lo sabía. Donde tu rostro sale sin máscara a la noche y hiela el corazón al que destierra. La voz aflautada sabía bien con quién trataba).
Madre. Mater. Mamma.
Sabía VD# quién era “madre” porque de ella venía, porque bebió de ella la misma sangre, porque se calentó entre sus propios tejidos. Pero “padre” era una incógnita.
Padre. Pater. Padre nuestro.
Padre tuyo y tuyo, pero no el mío. Cuando él llegó y la tomó en brazos, ella miró el fondo de sus ojos y supo al instante de quién se trataba. De quién descendía. Y a dónde conducía.
Los ojos de una niña que no llora no pueden eludirse y el padre no lo pudo. Fue como si le desfilaran los muertos hasta el cráneo a través de los ojos echando serpentinas negras a su paso.
Desde ese instante breve, brevísimo, la niña fue considerada como un ser puramente inconsciente. ¿Quiénes se privan de llorar sino los inconscientes? ¿Quiénes se dedican a auscultar todo lo que los rodea buscando razones y explicaciones cuando nadie les dio ese derecho? Las niñas inconscientes, las que no lloran ni acaso lagrimean. Así fue que la niña fue puesta en la línea de los descartables que no son otros más que los inconscientes.
Tal vez, pensó el pater que quedaba algo para ella. Pero había que esperar del mismo modo que se espera que madure la fruta. De la flor a la fruta, de la fecundación a la semilla, de la flor al fruto, fruto para envolver la sagrada semilla que promete la nueva vida. Tal vez ese era el destino de la niña que no lloraba y miraba y miraba hasta meterse en lo profundo de las pupilas y tocar los misterios que yacían ocultos en las últimas fibras de la carne. Ella sería flor y sería fruto y sería en última instancia la semilla incorrecta.
¿Y si al fin y al cabo no mudaba de niña a flor, de flor a fruto y de fruto a semilla? Entonces es seguro que preguntaría “y usted madre, ¿dónde estaba?” y echaría a todo a perder, definitivamente.
Puesto que esto podía ocurrir, le cabría el mote de “loca”. Loca como las otras y como las otras sería descarte. En un tugurio de mala muerte pasaría los días hasta que torne en polvo y el viento la disperse.

XII 


Sin amor y sin dinero 

A diferencia de Pedro, DL# sí conocía a su padre. No debía recorrer ninguna gran distancia para saber de él, no necesitaba viajar por horas o días para dar con su paradero. Siempre estaba presente, no de cuerpo sino de mención, porque no había modo de evitar que tanto su madre como su hermana lo nombraran por alguna absurda razón.
Que tu padre esto, que tu papá aquello, que mi marido esto, que tu padre lo otro. Así en cada oportunidad. Y cuando él señalaba que ya no era marido y cabía la duda de si era padre más allá de la eyaculación, se llegaba a un alborto insoportable del que DL# nunca sabía la justa razón ni salía bien parado. “Cosas de familia”, era la respuesta como si ese fuera un santo conjuro que hacía a la cornuda menos cornuda y a los abandonados más queridos.
—Usted no entiende los asuntos de familia. —DL# ignoraba el reproche—. Deben tratarse como corresponde. Conocí una monja que me hablaba de ello como si supiera de qué se trataba. ¿Tenía ella familia? No. Pero cuando yo le hacía notar esto, ella me hablaba de Cristo como su esposo. Yo no entendía de eso. Cristo no fue esposo de ninguna mujer y menos de una monja. ¿Alguien sabe qué es realmente una monja? No, claro que no. Pasan la canasta pidiendo limosna y luego repasan el altar para que no quede mácula en el mármol. Solo de eso se trataba, así que asuntos de familia no saben ni un ápice las monjas. Yo, su madre, sí sé y hágame caso, pida, pida, pida lo que nos corresponde. ¿Qué clase de hijo es usted que nunca hace lo que una le pide?
DL# vivía en total desconcierto cada vez que su madre le echaba una filípica. Ella siempre le recriminaba que no fuera capaz de exigir lo que les correspondía por esposa abandonada y estafada y por hijos dejados al solo cuidado de la madre. Para ella era un reclamo razonable.
—¿Cuándo vas a reclamar lo tuyo? —le increpaba.
—A mí no me debe nada.
—¡La vida!
—Madre, usted sí que es retorcida.
—Trago saliva para no ponerlo en su lugar. —Ella se ofendía porque no lograba hacele comprender a su hijo como había pensado en una venganza en la que ella no interviniera en persona. Si estuviera aquella monja de su lado, otra cosa sería aquella.
—No le debo la vida. Mi vida es mía, no la debo a nadie.
—Yo sé que usted sabe odiarlo.
—Cualquiera odia, es sencillo. Pero no es el caso. ¿Tanto rezar y solo espera que vaya por él y cumpla con el castigo que usted se negó a darle sacándole dinero? ¿Todo por dinero?
—No todo, pero entonces era mujer indefensa. Como su hermana, ¿no piensa en ella?
—Mucho, pero no puedo sacarla de dónde ustedes la metieron.
—¿Va a empezar de nuevo con eso, de dónde estaba yo como la voz aflautada que me habla para atormentarme?
DL# guardaba silencio pero por un instante.
—Debe ser la voz de su conciencia, madre. Usted, la hermana y yo sabemos dónde estaba entonces.
—La mujer lo embrujó, usted no comprende de esas cosas.
—Usted acaba por justificarse. Si quiere venganza vaya a misa y luego hable con el cura, el cura debe tener cientos de libros sobre la venganza, la iglesia es experta en ello. Si el cura no la conforme, busque a la monja que siempre nombra, pero nadie sabe de quién se trata.
AD# se santiguaba y allí terminaba la discusión.
—La iglesia no está para hacer el mal. —DL# no soltó una carcajada porque no tenía más deseos de seguir la conversación.
Ella no reclamaba amor, solo dinero. El dinero es el único que hace al odiado, querido y al querido, despreciable. El dinero lo es todo y aunque DL# se resistía a aceptarlo, su madre apostaba a que llegaría el momento en que toda la resistencia de su hijo sería vencida y obtendría satisfacción al reclamo materno.
Es que DL# no quería saber nada del asunto. Para él no había nada que pedir y tampoco quería nada de su padre. A él no le debía nada, se lo dijo cuantas veces pudo. Se mostraba comprensivo con el reclamo de la madre por los otros dos hijos, sus hermanos. Después de todo, ellos habían quedado a su cuidado y fue ella quien cargó con las locuras de ambos hasta que fue a dar a la tumba tras un devastador derrame cerebral. Vaya forma de acabar la vida.
—Nunca cuidó el dinero. —Repetía la madre como si echara un rezo.
—¿Quién? —Preguntó DL# que quiso pasar por distraído.
—Su padre, quien otro. Un inútil para los negocios. Si me hubiera hecho caso seríamos ricos.
“¿Seríamos ricos?” DL# se lo preguntaba no para darse una respuesta razonable que no precisaba.
El recuerdo de la mala fortuna en los negocios ponía a su madre de peor talante que de costumbre.
Ni un buen negocio, todos fueron fracasos.
La promesa de prosperidad económica y ascenso social con la que sus jefes políticos entusiasmaron a GK# (el tercero) para sus actividades golpistas nunca llegó. Ellos desaparecieron apenas producido el golpe de Estado y con ellos la fantasiosa posibilidad de una vida mejor. Si te he visto no me acuerdo. Eso fue todo.
El abandono de los politiqueros, para GK# un verdadero despojo, hizo que las cosas se pusieran difíciles para la familia. El matrimonio venía de una infidelidad que no solo se había cobrado el amor, sino que se había llevado todos los ahorros. GK#, cuando decidió huir con Rosa, tomó todo el dinero que AD había ahorrado con gran sacrificio. Lo tomó “prestado” a cuenta de lo que supuestamente recibiría por sus acciones como Comando Civil, y gastó toda esa pequeña fortuna. Nunca explicó cómo fue que se quedó sin un centavo. Pero no había que tener muchas luces para descubrirlo, o lo gastó estúpidamente o la mujer lo robó, y esto es lo que AD# y toda la familia materna sospechaba.
Cuando AD# descubrió que le faltaba el dinero, enfureció, pero no hizo manifestación alguna de su enojo. El esposo a pedir perdón llegó sin un peso en el bolsillo. “Idiota”, fue todo lo que se dijo para sí AD# en ese momento. Pero si la “prostituta de mierda” no se hubiese quedado con el dinero, él no habría regresado a ella. Solo “Dios sabe por qué hace las cosas como las hace”, esto también se dijo para sí AD# para consolarse. Dios puede ser un buen consuelo para cualquier suceso.
Por la amistad con sus padres, su patrón no lo despidió, pero se hallaba demasiado molesto con GK#. Un hombre que abandonaba a su esposa en la misma sala de parto y huye con una ramera (así la calificaba el patrón quien era más cuidadoso en su manera de hablar), resultaba un mal ejemplo para otros empleados. Eso demostraba que el recomendado no resultaba un hombre de fiar.
—GK#, su hijo me ha defraudado —le dijo el amigo patrón al padre enfermo.
—A todos, en especial a mí. Tiene una esposa y dos hijos que alimentar, me estoy muriendo. Téngale paciencia.
El patrón se ablandó, no esperaba ruegos de su amigo.
—Es que el mal ejemplo cunde rápido, pero haré honor a nuestra amistad. Por una vez.
—Por una vez.
El buen patrón no exigía santidad a sus empleados, les reclamaba discreción.
A GK# le cabía aquello de que es preferible quitar de la canasta a la manzana podrida antes de que eche a perder la cosecha. Pero los ruegos del amigo enfermo terminaron por doblegar su decisión y disculpó a GK# de su correría. Aun así le advirtió que no se le toleraría ninguna otra. El perdón no fue gratis. Como castigo le redujo el sueldo a algo más que la mitad. Solo el buen comportamiento le devolvería el salario y la confianza, promesa que sonó tan falsa como el arrepentimiento que GK# recitó a AD# junto a su lecho de parturienta. GK# se cargó de rencor contra su patrón por esa quita del sueldo. Cuando su padre le preguntó cómo le había ido con el amigo patrón, esbozó una sonrisa y exclamó “¡bien! Me devolvió el trabajo. Estoy tan agradecido”. GK# segundo sabía que esas palabras eran pura hipocresía.
AD# no tenía fuerzas para decir con más derecho que el patrón aquello de que era la única y la última oportunidad para el matrimonio, que no toleraría otra infidelidad ni con puta ni con santa. GK# juró por su madre y por sus hijos y por todos los parientes que acudieron a su mente, que no volvería a repetirse una situación semejante. Mintió, como hacía siempre. Eso le valió la mirada inquisidora de la niña, mirada que se había vuelto cada vez más incisiva hasta hacerle doler al desamorado padre cuando entraba por sus ojos hasta el hondo de sus sentimientos.
Es que la niña no podía ser engañada, de ninguna manera. Como cuando ya mayorcita refirió la historia del muerto que arrastraba sus cadenas por el patio de la casa familiar, muerto parlante que iba en busca de ella. Soportó toda clase de reproches que trataron de confundirla para que se desdijera de sus afirmaciones. Querían engañarla, pero fracasaron. Como no aceptó el engaño le valió más que una condena. La valentía muchas veces no obtiene premio sino castigos. Ese fue su caso.

El dinero en el hogar escaseó por largo tiempo. Por otro lado, en la familia paterna la situación se volvió caótica. GK#, el segundo, murió poco tiempo después de las putaneadas del hijo. La diabetes lo llevó puesto, directo a la mortaja. Dejó una discreta suma de dinero que parecía mucha, pero que la inflación y las sucesivas crisis económicas redujeron a su mínima expresión. Para mayor mal, ese dinero, en su mayoría, la madre lo entregó a GK# (el tercero), su hijo predilecto o consentido. Eran unos cuantos miles de pesos argentinos que el hijo descarriado destino a su incipiente negocio de prestamista. Cómo no podía ser de otra manera, a quienes primero embarcó en la descabellada empresa fue a sus propios parientes, quienes confiados e ignorantes le dieron sus ahorros con la promesa no solo de devolver el capital invertido en breve plazo, sino de beneficiarlos con un jugoso interés superior al que ofrecían los mejores bancos. La codicia es un ácido poderoso, correo todos los miedos, los reparos, destruye cuanta advertencia se opone en su camino, crea la ilusión de un reino donde la riqueza fluye al alcance de la mano.
Como Rosa con el dinero de AD# cuando huyó de su amante, los fondos familiares se escurrieron como agua entre las manos de GK#. De ese fracaso no dio explicación alguna. “Los negocios a veces salen mal”, y eso fue todo.
Los damnificados reclamaron de manera violenta la devolución de los dineros puestos a préstamo. Tuvo que ser AD# la que levantara el muerto. Esto se repetiría muchas veces a lo largo de la vida marital.

El rencor se cultiva. Como el odio. Se le dedica una porción de vida día a día. Cuando es por horas es sobredosis, a cada minuto, mortal. Pero el rencor tanto como el odio nacen de manera casi imperceptible. Aparece como una cosquilla en el lado más débil. Luego se expande. Es como si otro yo creciera a expensas del anfitrión hasta tomarlo por dentro como un parásito del espíritu.
Ya lo dice la Biblia “El hermano ofendido es más tenaz que una ciudad fuerte, y las contiendas de los hermanos son como cerrojos de alcázar”.
El tránsito entre la inocencia y los sentimientos de rencor y odio, es cruel y feroz. Nos desgarra por dentro. La verdad nos desgarra hasta ponernos en carne viva. A la vista el músculo, el nervio, la arteria, el hueso, quedamos expuestos de cuerpo y alma y ya no hay manera de volver atrás. Ya no eres quien eras, te has transformado. No entrará en ti el amor ni a duras penas.
Al rencor, cuando aún no ha podido madurar, en su naciente, lo antecede la primera sordera, que es aquella que cuando se oye no se escucha. La segunda, cuando no se escucha por voluntad manifiesta. No escucho ni quiero escuchar. ¿Qué tendrían para decirme que cambie mi parecer? ¡Nada!
A esa sordera se le unen formas diferentes de ceguera. O grados de ceguera, si se prefiere.
Entonces no importa lo que veamos, no importa cuán intenso sea lo que veamos porque ante ello estaremos ciegos, absolutamente incapacitados de ver lo que se manifiesta plenamente ante nuestros ojos.
Nos hablan del desamor y son para nosotros solo palabras hueras, sin sentido. ¡Cómo no ha de amarme si estamos juntos y tenemos dos hijos! ¡Qué cosas dicen! Así se responde cuando se está sordo y ciego.
Nos demuestran de manera inequívoca que alguien no solo no nos ama sino que nos aborrece. ¡Cómo me ha de detestar si está a mi lado, duerme conmigo y hasta hace el amor conmigo de vez en cuando! ¡Aquí está el fruto de ese amor! Y muestra los hijos como dos trofeos. La indiferencia nos parece caricia y al desinterés lo tomamos como apego, como amorosa preocupación.
No queremos oír ni queremos ver lo que nos rebela tal y como somos. Desdichados seres sin amor para los que se ha disociado lo real de lo imaginado.
Todo bajo la ruda cáscara de los secretos de familia. La codicia también hace lo suyo. El dinero gobierna los corazones. Cuando el dinero se apropia de la sustancia humana, la vanidad completa la metamorfosis y borda una mortaja que tiene algo también de telaraña, nos envuelve y nos amarra. Somos como un gusano en su capullo negro.
Eso le pasó a AD#. Sola y abandonada en una sala de parto y pariendo sin notarlo, se refugió en la sordera y la ceguera de quien no podía hacerse cargo de su fracaso.
“¿Qué por qué me he casado con ese fulano?” Qué pregunta para una madre de la boca de un hijo. Eso le dijo DL# debía preguntarse ella misma. Qué pregunta.
—Usted, madre, ¿se casó por amor?
Primero debían definir qué es el amor y eso escapaba a la realidad. ¿Amor? Cuando DL# le preguntó, guardaron silencio los dos por un buen rato. Cada uno por su lado buscaba palabras para explicar aquello que estaba en el pasado. AD# echó una sonrisita, pero con ello no logró disipar los pensamientos del hijo. Él insistió:
—Usted, madre, ¿se casó por amor?
—Doy gracias a Dios de los hijos que tengo.
DL# estuvo a punto de gritar ¡mentira!, pero se contuvo.
Insistió:
—No le pregunto por los hijos, le pregunto por el amor. Usted, madre, ¿se casó por amor?
Ella debió responder “ya estaba vieja”. ¿Vieja? AD# tenía algo más de veinticinco años cuando contrajo matrimonio. Por entonces regía una ley no escrita, si a los veinticinco años de edad no habías encontrado pretendiente, no te habías casado y traías al mundo por lo menos un hijo, eras VIEJA. Así, con mayúscula, VIEJA. La vejez es la ruina. Sola, fané y descangallada. ¡Qué tal! ¿Alguna mujer querría que le canten el tango al borde de su cama de soltera mientras se marchita su infecundo útero? Por supuesto que no.
¿Y el amor? Vendrá con el tiempo. O con los hijos. Pero vendrá. Solo hay que esperarlo, será como un ánima que llega penando y habrá que acogerla aunque esté maltrecha. Llegará por sí, como un caballo corriendo entre la neblina, aunque le falta el aire para el último trote. Si no llega se lo irá a buscar, se le acariciará el hocico y se verá de qué modo adquiere alguna fuerza.
—Después de todo sabrá quererme. —Sería el consuelo. ¿Se aprende a amar?
“Sabrá quererme” dijo AD# para explicar su perdón al infiel ese día en el sanatorio.
Los que escucharon estas palabras dudaron de ellas. Pero salvo la madre, la abuela materna, nadie quiso desdecir a AD#. Unos por costumbre de dejar correr todas las cosas y otros por comodidad. No había nada peor que una mujer abandonada con dos niños. ¿Quién se haría cargo de la desgraciada? ¿Y de los niños? ¡Y de esa niña que no lloraba! La que miraba el mundo con mirada que daba miedo a quien tuviera alguna cuenta pendiente, algún secreto. Y en la familia todos los tenían. Así que era mejor dejar las cosas como estaban. Que el caballo corriera a través de la neblina que si así hacía, de seguro no arribaría a ningún lugar. O se moriría en el camino de un infarto. La viudez podía ser un buen remedio. Los huerfanitos se las arreglarían, en el mundo abundan los huerfanitos. Nadie llora por ellos ni se hacen misas en su honor. Son parias. Mundo de parias. Niños que nacen a cómo dé lugar y luego sobreviven o mueren sin que nadie se anoticie de ello. Nada que no fuera habitual en el mundo real.
—Usted, madre, ¿se casó por amor? ¡Qué pregunta! 

XIII 


Líneas rojas 

Se puede palpar una fotografía. En las manos adecuadas dejan su sola condición de impreso y adquieren un carácter inusitado. Se logra percibir la verdad oculta en ellas, la verdad subyacente bajo la emulsión. Por la suave caricia de las yemas de los dedos se penetra en una entidad que recorre el camino de la apariencia a la esencia.
Aquella que DL# descubrió de un hombre sin rostro estaba fría, muerta. El frío entró por las yemas de sus dedos, se instaló en las manos y se dispersó por su cuerpo. El frío corría a gotas. Luego caía sin detenerse del borde de la foto. Ese frío pesaba como un mal sueño.
Podía sentir en ella una manera de la muerte. La impresión de la muerte es indeleble. Sin dudas, esa fotografía albergaba a la muerte y por eso helaba sus dedos.
Al fondo, donde los griegos (o romanos), la muerte lucía como una farsa premeditada. Delante de ellos el hombre sin rostro. Había en la sustancia mercuriana del retratado tanto de misoginia como de pederastia, y eso DL# lo interpretaba del mismo modo en que el hombre sin rostro parecía sugerir tras la nebulosa a quien lo observaba. “Esto soy, esto somos” insinuaba desde la extravagancia inexpresiva del rostro ausente de ese hombre envuelto en lo que asemejaba una negra toga litúrgica. A la visión le siguió un sonido, la impostura de un quejido. Dudó si ese sonido era real o era una creación de sus sentidos. Esperó. Se repitió el sonido. Dejó de dudar. El crujido surgía de unas minúsculas grietas de la emulsión al separarse del papel fotográfico. Por ella escapaba y era percibido. Era apenas un ruido.
A veces un sonido puede dar una pista que ni la razón de los ojos encuentra, ni la sensibilidad de los dedos de las manos.
Volvió a la primera foto en la que GK# segundo y tercero también estaban cubiertos con los mismos ridículos atuendos. Las comparó.
No solo el carnavalesco vestido era común a las dos fotos. El frío de muerte también se insinuaba en ellos. Los tres compartían los atributos.
En las fotografías buscó un mensaje. No el que estaba escrito con fina caligrafía femenina en el anverso. En los retratos mismos. Las formas del lenguaje son infinitas. Se dice con los labios, con los ojos, con las ausencias. Pero no obtuvo nada.
DL# buscó la caja de las fotos que guardó en su ropero. Si esas dos no le servían para comprender, tal vez las otras sí lo hicieran. ¿Cómo haría para saber cuáles eran importantes y cuáles no? No lo sabía. Seleccionó algunas al azar y aunque las observaba fijamente, concienzudamente, no podía reconocer en ellas ninguna imagen familiar. No conocía a ninguno de los retratados. Esos rostros no le sugerían nada, no significaban nada para él. Eran, a diferencia de las otras dos, apenas fotografías de desconocidos.
Creyó que era el momento de intentar cierto orden de aquellas fotos. Las volcó sobre la cama. Las repartió de la cabecera dónde la almohada a los pies. Las distribuyó con cuidado pero sin un orden establecido.
Puestas unas al lado de otras, en conjunto, aun al azar como lo hizo, le dieron otra perspectiva. El contraste entre blancos y negros que formaban le dio la señal que buscaba. En cada foto había algo de locura. El rasgo distintivo del claroscuro era la locura porque la locura es el claroscuro de la vida. Luz y oscuridad, en la menta y el alma. Y aunque parezca absurdo, el equilibrio entre luz y oscuridad daba sentido a lo que no parecía tenerlo.
DL# había aprendido en todos esos años a detectar la locura. Eran destellos en los ojos, humedades en los labios, insignificantes venitas rojas que se hinchaban hasta describir pequeños ríos rojos.
No era como mirar el cielo ni reparar en una flor que se abre justo en el momento que nuestra mirada se posa sobre ella. El aire pesa y se sube a los hombros e impone su rigor hasta doblar la cerviz de los atrevidos que tratan con la locura sin saber de qué se trata. Donde ella penetra todo lo trastoca y en su desorden surgen las revelaciones.
En la química de las fotos había pequeñas dosis de locura y ellas lo impulsaron a volver a la infancia, al recuerdo del momento de la primera crisis de VD#.

Fue aquel día en que llegó a su casa del colegio, era un niño, de nueve o diez años. Encontró a la familia rodeando a VD#, quien estaba en estado de trance balbuceando unas incoherencias que le llevó mucho tiempo comprender. La locura lo sacudió por los hombres. ¡Vamos! ¡Vamos! Le gritó al oído, ¿cuándo vas a despertar? Entonces oyó el llanto de su hermana y algo de ese llanto se le metió bajo la piel. GK# lo mandó a su cuarto, que quedaba a un lado de la terraza, en la planta superior. “¡A tu pieza!” gritó como si el niño tuviera alguna responsabilidad en aquel descalabro familiar.
De allí no salió sino hasta la noche y no porque alguien se lo pidiera. Había quedado solo, toda la familia se había marchado a un hospital donde esperaban que VD# muriera de un momento a otro. Tenía hambre y tenía miedo, estaba confundido. DL# había escuchado claramente a su padre gritar “si también es loca, prefiero que se muera”. A la niña que no lloraba le deseaban la muerte. Esas palabras sí que se le acomodaron bajo la piel junto al atesorado llanto de su hermana.
DL# finalmente tomó una decisión, eligió cinco fotos. La elección no fue al azar, fue premeditada. O más bien respondió a lo que las propias fotos le reclamaban Todas las elegidas eran de mujeres.
¡Mirame! ¡Aquí estamos! ¡Somos nosotras! ¿No nos reconoces? Voces apagadas en una gelatina de finos y sensibles cristales.
Eran fotos de grupos de mujeres todas ataviadas con vestidos negros hasta los tobillos y de los que DL# tenía la presunción que debieron haber sido muy pesados. Salvo la beba en la primera fotografía, todas calzaban unos zapatones abotinados, no exactamente del modelo militar pero de ese estilo.
Estaban de pie, aplastadas contra la fotografía por el peso de la ropa negra contra el fondo blanco en el que no había sombras proyectadas. Con fina caligrafía femenina, al dorso escrito los nombres de cada una de ella. Tan solo los nombres sin otros detalles. Todos los nombres empezaban con la letra “E”, salvo uno de ellos, el último.
La primera foto era el retrato de trece niñas. De menor a mayor, desde una beba sostenida en brazos por la niña que estaba en el primer lugar de la fila a contar desde la izquierda, hasta la mayor de ellas. Los rostros eran casi idénticos, parecían esculpidos por la misma mano. Caras redondas, cabellos lacios, ojos grandes, nariz pequeña, labios finos. Muchachas delgadas pero no enfermizas. Todas miraban en la misma dirección y compartían el mismo gesto. Aunque invisible, una fina telaraña las envolvía a todas.
La segunda foto era del mismo grupo de mujeres pero tomada tiempo después. Por el aspecto de las niñas, DL# dedujo que la foto fue tomada con una distancia de dos años. ¿El mismo día? Seguramente. A los dos años, el mismo día, el mismo mes y en el mismo sitio. Era un registro fotográfico. Así pensó porque la obsesión es parte indisoluble de la locura. La locura es la obsesión llevada a la poesía, recluida en una sala de eterno luto donde vibran antiguos estertores.
Ya no había ninguna beba en ella, todas estaban de pie, de menor a mayor, vistiendo los mismos vestidos, luciendo el mismo peinado y calzando los mismos zapatones. El rostro de la última de la fila, de la que DL# suponía era la mayor, estaba tachado con dos gruesas líneas rojas. Parecía el trazo de un lápiz de carpintero. En el resto de las niñas el gesto se había vuelto adusto y la mirada crispada. De los nombres escritos al dorso, uno estaba tachado y era difícil leerlo. DL# supuso que correspondía con el rostro que había sido tachado. Ese nombre, en la primera fotografía, era Enriqueta.
La tercera foto repetía la misma secuencia. En ella había otros dos rostros tachados con las gruesas líneas rojas, y a la imagen de dos niñas se las había cubierto por completo con tinta negra. De esas dos solo quedaba la silueta.
Al voltear la instantánea para leer los nombres, dos, que se sumaban al primero, habían sido tachados con una pluma de tinta negra y dos estaban acompañados por la sigla QEPD, Que En Paz Descanse. DL# no tenía dudas que se trataba de las dos niñas de las que solo quedaba su silueta tras la tinta negra con que había sido ocultadas. Los nombres tachados, Emérita y Eloísa. El nombre de las muertas, Elisea y Emilia.
En la cuarta foto había tres rostros más cruzados por las líneas rojas y dos niñas más de las que solo quedaba su silueta. Como en las anteriores fotos, los nombres correspondientes a las niñas cuyos rostros estaban cruzados por las líneas rojas habían sido tachados. Al lado de otros dos nombres había sido escrita la sigla QEPD. Los nombres de las niñas de los rostros que habían sido tachados eran Emilse, Edubijes y Eulalia. El de las muertas, Etelvina y Emma.
En la quinta y última fotografía solo se podía ver el rostro de una de las niñas, el de las otras dos había sido cruzado con las rayas rojas. Al dorso quedaba un solo nombre legible, “TDF”, probablemente las iniciales del nombre de la muchacha de la que se conservaba visible el rostro. Los nombres tachados correspondían a Eustaquia y Elena. De trece niñas, en cinco fotos, solo un rostro. El único nombre o sigla que fue escrito por otra mano, porque así lo evidenciaba la caligrafía, fue “TDF” y eso aumentó la intriga de DL# sobre su significado. ¿Era un nombre? ¿Las iniciales de un nombre? ¿Un acertijo? ¿Quién había escrito esas tres letras?
Estas fotos no solo no le dieron respuestas, sino que le dejaron mayores interrogantes. Las revisó una y otra vez. Una y otra vez, en una actitud mecánica. Reunirlas con las otras dos, las del hombre sin rostro y la de su abuelo y su padre, fue una opción que surgió casi sin proponérselo.
Retiró de manera ordenada todas las fotos que había distribuido en su cama. Las guardó con cuidado, en la misma caja en las que las había traído. Las ordenó por tamaño a la espera de poder darles un orden adecuado si en algún tiempo lograba develar el misterio de cada una. Tapó la caja y la devolvió al estante del ropero.
Sobre la cama puso en el centro las fotos de los hombres. Las togas que los cubrían se hicieron más negras. Luego, en un semicírculo por encima de esas dos fotografías, dispuso las de las niñas. El claroscuro adquirió una intensidad psicológica. Las líneas que apuntaba a las fotos de los hombres se estiraban imaginariamente hacia ellas. ¿Era el diablo el que empujaba a las líneas rojas hacia su suerte? ¿O eran las muchachas buscando el fondo de las flores del mal?
Reconocer no siempre es satisfactorio. Hay luces que iluminan lo que debió permanecer oscuro y oscuridades que ocultan las luces benefactoras.
El abanico de fotos adquirió la entereza de un ojo tuerto, una pupila sumergida lúdica y perversa. Y al tiempo que él la observa, ella lo hacía desde una vulgaridad despreciable. El ojo se regodeaba.
DL# deshizo el conjunto. Hasta ahí prefirió la ceguera del ojo a la revelación de la sustancial maldición. Volvería a ellas, no tenía más remedio. Nadie huye de lo que fue, es o será. El mandato de VD# no se podía violar. Si renunciaba a la empresa, ella lo perseguiría hasta el último de sus días. 

XIV 


Pómez y melaza 

GK# imaginaba otra vida, una muy diferente. Algo había fallado en el universo para que él no tuviera lo que merecía. ¿Qué merecía? Dinero en cantidades suficientes que le permitieran volver a aquella vida de la infancia y la adolescencia, en la Ciudad Feliz, gozando del sol y del mar. Con dinero suficiente, porque siempre el dinero es el verdadero productor de felicidades. Con él recuperaría a Rosa (Rosa, Rosa, tan maravillosa), la divina muchacha que lo sedujo hasta la locura. Eso merecía. Dinero y mujer. Suficiente dinero y esa mujer que lo entusiasmaba y a la que él correspondía plenamente. Tal para cual. Eso se merecía.
¿Hijos? Ya tenía uno. ¿Otros hijos? Podría considerarse. ¿Y la niña? Podía prescindir de ella, a esa no la quería. ¿Será hija mía? Extraña pregunta, la mejor para justificarse. Siempre surge en los labios de un hombre que quiere deshacerse de su descendencia.
Si en la nueva vida Dios disponía que fuera padre de una niña, exigía que fuera “normal”, y no como esa, la “rara”, la que no lloraba y la que cada vez que lo miraba le revolvía el alma.
Intentó salvar al niño. Salvar al primogénito pudo haber sido una empresa exitosa y estuvo a un tris de lograrlo. Pero a veces las cosas fallan no por errores propios sino por situaciones extrañas.
Abandonado por Rosa, sin dinero, debió volver a su esposa, tuvo que arrodillarse ante ella, aún postrada en la cama de aquel sanatorio, y soportar la mirada de una beba que le resultaba tan extraña como repulsiva. Fue una humillación casi intolerable. Le deformó la cara durante semanas. Le quedó un rictus, pero que no era de risa ni de pena, era apenas el esbozo de un sentimiento de rencor que iba creciendo día a día. Frente al espejo del baño de la casa, se repitió varias veces a modo de consuelo íntimo “de tripas corazón”, y soportó el fracaso de la única manera que se lo soporta, bajando la cabeza. También soñando con cosas buenas, como las grandes hogueras purificadoras. Las otras, las malas, las tenía bien a cubierto, sepultas entre los más íntimos tejidos.
Que sus jefes políticos lo abandonaran, no bien se produjo el golpe de septiembre, terminó por digerirlo. Los jefes tienen siempre sus razones para hacer las cosas que hacen. ¿Podría juzgar su modo de proceder? No estaba en condiciones. Su entusiasmo político antiperonista no alcanzaba para explicarle los complejos avatares de la política vernácula. Que Perón, que Lonardi, que Rojas, que Aramburu, que la Junta Consultiva, que la leche de la clemencia. Debería aprender más de política. Ya llegarían mejores tiempos.
Le quedaban al menos los recuerdos de sus acciones de sabotaje y no era poca cosa. Recordaba viajar a toda velocidad por la “gran Calchaquí”, cargado de cócteles molotov, y ese vértigo aún le provocaba un entusiasmo que no había logrado repetir, salvo con el sexo con Rosa (Rosa, Rosa, tan maravillosa).
¡Allí iban las bombas contra las unidades básicas del tirano! ¡Boom! ¡Boom! ¡Fuego! ¡Fuego! El fuego como el gran corrector. Todas las inmundicias debían ser consumidas en una gran hoguera. “Era un placer quemar”. Andaría como Montang, con la sonrisa forzada y tiznado el rostro, pero feliz.
Desde esta perspectiva vio asumir a Frondizi. Detestaba a Frondizi. No hubo modo de convencerlo de que con Frondizi “el pueblo entró a la Rosada”. Pamplinas. El pueblo nunca entra en la casa de gobierno, para GK#, esa sí sería la última calamidad. El pueblo, para él, era un rebaño que había que conducir a dentelladas, como hacen los perros ovejeros. Si le tocara reencarnar sería un perro ovejero y mordería a todas las ovejas al tiempo que correría por encima de ellas, pisando sus lomos como si fuera tierra firme.
¿Qué se podía esperar de Frondizi, ese “comunista” que acordó con Perón y a quien, no más le dio la espalda, traicionó? No era santo de su devoción, ni Frondizi ni Frigerio. Y aunque alguno de sus antiguos camaradas se acercó para convencerlo de las ventajas que ofrecía el gobierno de Don Arturo, no hubo manera de que asumiera una actitud diferente. Menos luego que corrió el rumor de una escandalosa reunión entre el Che Guevara y Frondizi. Eso, para GK#, fue determinante. Nada de comunismo, nada de subversión. Y aunque él había sido un subversivo activo y que solía vanagloriarse de ello, su condición sediciosa no se asemejaba en nada a la del Comandante argentino-cubano.

GK# celebró el derrocamiento de Frondizi. Durante el interregno entre Frondizi y la nueva elección presidencial gobernó un tal Guido, de quien GK# no tenía ni la menor referencia. Fue durante su gobierno que las facciones militares de Azules y Colorados se enfrentaron. GK# estuvo decididamente del lado de los Azules. Se ofreció como voluntario para luchar junto a la fracción comandada por los militares que se autodenominaban “legalistas”. Su admiración por López Aufranc, el “zorro de Magdalena”, fue manifiesta y fanática. Lo de “Zorro de Magdalena” para comparar al Jefe del Regimiento de Caballería de Tanques 8 con asiento en la localidad Magdalena de la provincia de Buenos Aires, con Erwin Rommel, a quien se lo conoció como el “Zorro del desierto”, no era tan solo un exabrupto. Era un ridículo histórico, de esos que cada tanto se presentan en la Argentina como verdades indiscutibles, mesiánicas.
Aufranc nunca estuvo en combate y mucho menos en combates de la magnitud de los de la Segunda Guerra Mundial. Pura fanfarronada. Años después, en Francia, sería el hombre destinado a recibir el adoctrinamiento de los servicios represivos de la inteligencia francesa. Represión popular a la francesa, torturas a la francesa, crímenes a la francesa. Un criminel en uniforme militaire. Oui, oui.
No tardó GK# en conocer un apellido, Lanusse. Para más datos, Alejandro Agustín Lanusse. Para GK#, un ilustre y combativo oligarca antiperonista, toda una revelación para él. ¡Un oligarca de puro cuño!
Gente respetable, para GK#. Admirable. Lo imaginaba altivo en prisión en el gélido sur, en Rawson y Río Gallegos, luego de participar en el intento golpista del general Benjamín Menéndez, otro “gorila” insuperable. Genéticamente gorila, como todos los Menéndez.
Y asociado al nombre de Lanusse conoció el de Onganía. El onganiato fue para GK#, como volver a las fuentes. Un rudo general antiperonista para el que siempre había objetivos pero nunca plazos.
El país se pintó de azules y colorados, mientras en el substrato de la patria se resecaba un polvorín que estalló en 1969.
GK#, al servicio de los Azules, fue encomendado en tareas menores de inteligencia por los mismos jefes políticos que lo habían abandonado luego del golpe de Estado de septiembre de 1955. Tal vez por ello creyó volver a sus fuentes primordiales. “Siempre hay una segunda oportunidad”, se convenció.
Los Azules triunfaron, se unieron a los Colorados y todos se volvieron Violetas. Una decepción que no supo prever. Los jefes lo volvieron a abandonar. Siempre hay un segundo fracaso o mejor dicho, las segundas partes nunca fueron buenas y menos si la primera fue mala.
Volvió a lo suyo, al fracaso y el fastidio como forma de vida. Para colmo, la niña había crecido y su mirada con ella. No solo escarbaba su alma, ya tocaba sus tejidos más íntimos y rascaba sus huesos hasta atormentarlo. ¿Hasta cuándo duraría aquello? El dolor no puede ser innumerable, no para GK#. No había nacido para tanta desgracia. El tiempo pasa, la vida se consume de cabo a rabo y quien no ha hecho nada de lo que soñó desde que tuvo conciencia de su estar en este mundo, no lo hará luego. Y eso lo ponía de peor humor que cuando captaba la mirada de la niña, quien solía pararse tal vez en un rincón a algunos metros de distancia de su padre para observarlo atravesando su corteza, entrando en la pulpa humana que es la esencia de lo que llamamos alma y en donde se almacenan todos los sentimientos. Ella sabía cuál eran sus verdaderas intenciones y tal vez la única que entendía aquella foto del disfrazado con la icónica pintura griega o tal vez romana detrás del hombre sin rostro y que mucho decía de él.

De esas miradas hubo una en particular. VD# la tendría siempre presente. Para asombro de su hermano, ella la describía, pero cuando lo hacía, parecía entrar en un trance del que salía como quien ha atravesado un largo túnel. Fue una mirada que tuvo de todo, así la describía VD#. Amor y odio, caricia y tormento, fatalidad y fortuna, vida y muerte, ángel y diablo.
Pero los ángeles son engañosos, no como los diablos que están contrahechos, mustios jorobados babeando brea por sus menudas bocas, dejando caer espumas de los ojos y chorreando ardiente orín por su podrida uretra. Los ángeles conocen cómo pasar por cándidos e indulgentes mientras envían a sus primos los diablos a cocerse desconsolados en el infierno. Ángel caído, suculento y provocador genio. Ángel caído desde una mirada también en caída libre al hondo callejón de los tejidos más reservados de la humanidad paterna. ¿Ocultarse? Imposible. El ángel caído sabe a dónde dirigirse una vez que entra por la dilatada pupila en la oscuridad. Y eso fue lo que los ojos de la niña hicieron. Hurgar y hurgar rozando las nervaduras nerviosas más profundas, pero más sinceras hasta toparse con la molécula primigenia, la sustancia original de todas las maldades.
VD# se emboscó en un rincón. La habitación de los padres estaba prácticamente a oscuras y más oscuro era ese rincón. La niña cabía justo donde la sombra se hacía densa. La niña era pequeña, escuálida, breve. Su rostro apenas se podía descifrar bajo el ensortijado cabello que enhebraba las sombras hasta mimetizarse. No había manera de separar la negrura de sus ojos de la oscuridad del breve refugio.
GK# estaba de espaldas a ella. Aunque muchas veces pareció a quienes lo rodeaban que llevaba algún ojo en la nuca, o poseía un sentido especial que le indicaba cuando girar para observar lo que ocurría detrás de él, no percibió la leve presencia de su hija. Tampoco su mirada, siguiendo las vetas de la madera del piso de roja pinotea oscura, y ondulando en ambos sentidos, se aproximó a la humanidad del padre. El hombre estaba absorto en sus pensamientos. Tal vez pensara en Rosa, en sus labios, en sus besos, en su cálida vulva, en las elevaciones rosadas de su monte de venus, en su lúbrica vagina joven. O en otra mujer, había tantas y tan bellas y él las reconocía cuando viajaba en dirección al trabajo o de regreso de él.
Ensimismado era más turbio. Aunque la niña no pudiera apreciarlo y tal vez tampoco lo hubiera comprendido en ese instante, desde el oscuro rincón donde se guarnecía el parecido con viejo GK#, el primero, se pronunciaba. Y lo que parecía candoroso se volvía abominable.
La mirada llegó hasta los pies del padre. Estaba descalzo. Al subir al tobillo y de allí a la pantorrilla comprobó su desnudez. Buscó el muslo, subió el glúteo, tocó la cadera. GK# echó la cabeza hacia atrás y dejó la mirada en el cielorraso. Emitió unos sonidos breves, hoscos, algo de piedra pómez y algo de melaza. Demasiado niña para saber si gemía o jadeaba. Los sonidos en la oscuridad no siempre suenan puros. Si raspan los oídos son de cuidados, pero si los acarician, los son más.
Cuando la mirada de la niña subió por las primeras vértebras, una intensa electricidad se devolvió a sus ojos y la obligó a cerrarlos, aunque por ello no dejó de verlo.
Allí estaba, de pie, sonando como una cadena contra la baldosa, raspando los eslabones a cada paso. Ella no se espantó, era valiente. Recuperó a aquella primera mirada, la que le echó a los ojos cuando volvió vencido al lecho de la parturienta a pedir hincado el perdón de la abandonada. Cuando la mirada toco de nuevo aquella misma molécula primigenia, él giró violentamente su cabeza en dirección al rincón donde VD# se ocultaba. El contacto de la mirada y la molécula encendió una alarma. Miró, miró con astucia, pero no vio nada. Tal vez captó un breve estertor de una pequeña sombra apenas perceptible y nada más. Se envolvió en un toallón enorme, le daba la vuelta al cuerpo y cubrió su cabeza con una pequeña toalla. Salió de la habitación en dirección al baño.
VD# se escurrió en sentido opuesto. Aún llevaba los ojos cerrados. Aún olía la mezcla de melaza y piedra pómez. Dejó de oír el ruido de la gorda cadena contra la baldosa. Supo que se durmió más, no supo dónde.
De aquel episodio VD# dedujo cierta metamorfosis invisible a los demás pero manifiestos para ella. Cada vez que pudo repitió la historia, pero a DL# siempre le resultaba incomprensible. En ese instante, frente a la vieja foto del hombre sin rostro, aquello de que hablaba su hermana se tornó verosímil. 

XV 


El muerto en el patio
 

DL# recordaba aquellas conversaciones con su hermana sobre el aparecido. Sombra en cadenas, huesos cansados y rabiosos por el amplio patio hasta la húmeda rosa clandestina. Allí donde bebió el deseo, su forma más secreta.
El aparecido volvía en el relato, pero a él no lo perturbaba. Ya no importaba su amenaza, el tiempo había pasado y la infancia era apenas una reminiscencia. Pero sí lo alteraba el recuerdo del relato en la voz de ella que machacaba la historia hasta establecer un menjunje de llantos y de entrañas. Purificación por medio de la palabra; su hermano, el único ser que no solo podía creerle sino que la consolaba. Como aquella vez, tal vez la única o la última (tenía un recuerdo confuso), cuando le dijo del muerto que la visitaba en las noches.

Muerto, tú que tocas la víscera que sangra ten piedad de nosotras.

Ella explicó:
—No habla conmigo. Tan solo lo hizo una vez. Solo una vez.
DL# escuchaba espantado hablar del cadáver que arrastraba sus cadenas por el patio de la casa. Según VD#, el muerto la buscaba a ella, solo a ella. Ni a FF# ni a él, no era cosa con hombres.

Muerto, tú que tocas la víscera que sangra ten piedad de nosotras.

DL# repasaba en su memoria esas noches y dudaba. ¿Eran tan oscuras como él las recordaba? Lo eran, sin duda.
En el angosto, pero largo patio de la casa de la infancia, la noche se afilaba de norte a sur y se hacía larga como una cuchilla. La noche se sumergía entre las altas paredes hasta desaparecerlas. Entonces entraba el viento por entre la ropa que colgaba de un grueso alambre galvanizado sujetado a las paredes que imponían límite al patio, que era izado hasta casi la altura de la terraza. Allí la ropa flameaba y dejaba pasar las otras sombras venidas de los techos lindantes. Eran sombras robustas. Tal vez era el descenso de aquel muerto que arrastraba su cadena por el patio en busca de su hermana y él, por ignorancia o por cobardía, cómo saberlo, no lo descubrió.
DL# nunca lo había visto. Por eso preguntó en más de una oportunidad si ella había logrado verle el rostro o no más fuera un ojo, un labio, un gesto que lo descubriera.
Todo menos su rostro.
—No lo he podido ver, solo él me mira, pero yo no lo veo. No puedo mirarlo. Está prohibido.
Todo menos su rostro.
Debió insistir. Cómo era aquello de no poder verlo. ¿Cómo era aquello de que estaba prohibido? ¿Y su voz, cómo era su voz?

(Hablaba. La voz de asceta olía también a polvo y a porvenir aciago de la sangre.)

Tal vez lijada, salidas las palabras entre el polvo de otros muertos que se habían ya mezclado con la tierra húmeda. ¿Su voz? Un agobio entre dos silencios. VD# dijo que le habló solo una vez y en voz muy baja.

(Hablaba. La voz de asceta olía también a polvo y a porvenir aciago de la sangre.)

—¿Y cuándo habló, qué dijo?
—Que iba a convertirme en cucaracha. Y luego me aplastaría contra el piso. Es poderoso.

Tripas, de la sobreviviente harapos y en racimo las lágrimas hasta los límites.

Para DL# esa metamorfosis no era imposible aunque resultaba patética.
El relato de VD# al tiempo que lo aterraba lo fascinaba. Un cadáver nocturno, por entre las oscuridades, sin luna que se filtraba entre las ropas. Un cadáver noctívago arrastrándose a sí mismo hacia el cuarto donde dormía su hermana y su abuela paterna. ¡Convertirla en una cucaracha! No en un perro, no en un gato, no en un ave zancuda. ¡Una cucaracha! Desovando en los rincones donde reina la humedad y la oscuridad. Asqueroso y sugerente. ¿Él querría ser una cucaracha? Las cucarachas eran hábiles sobrevivientes, les echaban venenos temibles, las corrían de todos los lugares, molían a zapatazos, hasta les lanzaron dos bombas atómicas y seguían vivas, indiferentes. Grandes embaucadoras. No había modo de saber si una estaba realmente muerta. Eran simuladoras con trescientos millones de años de experiencia. DL# consideró para sí esa posibilidad en ese momento. Alguna vez se transformaría de algún modo, aunque no había decidido en qué.
—¿Le hiciste algo? —Le preguntó a su hermana. No fue una inocente pregunta. DL# creía que los muertos no buscan a una niña porque sí. Menos sí, le prometía volverla un insecto repugnante.
—No hice nada. —VD# se justificó—. No quiero estar a oscuras. Solo quiero que dejen la luz encendida toda la noche. Luego me esconderé bajo las sábanas, bajo la manta, y taparé mi cabeza con la almohada. No quiero estar a oscuras. No quiero ser cucaracha.
—La abuela no quiere que quede la luz encendida. A ella le molesta porque dice que la luz no la deja dormir.
—A ella no le importa. Cuando viene el muerto ella hace que duerme, pero yo sé que no duerme.
Ella no me quiere, me quiere cucaracha.
DL# imaginaba a la abuela paterna fumando su cigarrito bajo la copa oscura de la noche y bebiendo la copita de anís, convocando al muerto contra la niña que no tenía lágrimas.
La niña no lloraba. Las cucarachas no lloran, tienen ojos que no sirven para lagrimear, como los de esa niña. La lengua de las cucarachas saborea aún con la cabeza cortada y en el fondo de la cavidad la baba negra en una encrucijada de las sombras, pero sus ojos no tienen lagrimales.
La abuela paterna siempre invocaba. Andaba de dios en dios pidiendo un tribunal de ángeles. Ellos sabrían poner en orden las cosas desacomodadas y también qué hacer con esa niña.
¿A quién en especial invocaría la abuela paterna para que se cumpliese el deseo del muerto del patio? Tenía que ser un dios poderoso. ¿Había un Dios de los insectos? ¿Un Dios de las cucarachas? No lo sabía pero lo intuía.
Hay dioses para todas las cosas, de eso estaba seguro. Para los muertos que van arrastrando sus cadenas por el patio de una vieja casa familiar para espantar a una niña rara, para las cucarachas y hasta para las abuelas que no aman a sus nietas. Los dioses abundan y están disponibles para todas las calamidades.
Pero VD# no le dijo toda la verdad a su hermano, porque la verdad de un monstruo puede revelar algo de nuestra propia monstruosidad. Ella lo había visto. Lo había mirado a los ojos. Los ojos del cadáver eran celestes. Celestes. Caelum. Fragmento de cielo. Cielo fragmentado en porciones iguales a cada lado de la cara. En las órbitas, pus. Pus y cenizas. Entonces atravesaba el celeste la pupila negra y por esa pupila era seguro que VD# podía asomarse al alma del cadáver y así tocar su abismo con su propia mirada y rascar el fondo pringoso del muerto con su pequeña uña. Los ojos de VD# también eran espejos negros y entonces el cadáver se vería a sí mismo pútrido y espantoso, como ella lo veía. Sucesión de espejos en un cautiverio de colores muertos. Después de todo ni una lágrima. Ni una.
Pero ese muerto que la acosaba en las noches corría con una ventaja, sabía que la niña no iba a llorar porque no podía hacerlo. Pero podía gritar. ¡Claro que podía! Pero el cadáver estaba seguro de que no lo haría. Él tenía su propio talismán de hierro. Eslabón a eslabón llevaba la poderosa cadena para encadenarla. ¿Quién libraría a esa insignificante niña de cadenas y candados? No la abuela, de seguro, porque era una abuela que no la amaba y simulaba dormir para dejar a la niña a merced del muerto. ¿Quién otro se animaría a quitar grillos y cadenas? ¿AD#? ¡Pero si ni había podido con las propias! Y a ella la acosaba siempre la misma pregunta que DL# le hizo antes de morir, “y usted madre, ¿dónde estaba?”
¿Un muerto arrastrando cadenas por el angosto patio de la casa familiar? Una locura. “Loca”. Como todas. Eso dijo la abuela paterna cuando escuchó la historia del muerto en el patio de la casa arrastrando una cadena. La infidencia de DL# no fue tan grave para VD#, alguien debía decirlo, pero ella no podía porque sería convertida en cucaracha.
Loca, como todas. Loca. Y ya se sabía qué se hacía con las locas en esa familia.
—Más loca será su madre. —La abuela materna no soportó el agravio de boca de la abuela paterna.
“Vieja de mierda”, pero eso no salió de su boca, el insulto se guardó bajo la lengua. Así la cosa no pasó a mayores. Las viejas cada tanto se daban unas cornadas para que cada una supiera que la otra estaba dispuesta a todo.
—Es asunto de responsabilidades. La niña imagina muertos caminando porque su padre estuvo ausente el día que nació. —La abuela materna nuca perdonaría aquella ausencia—. Estaba muy ocupado oliendo la entrepierna de una mujerzuela. Pollerudo. No lo tome a mal, doña, su hijo es un pollerudo. No un pollerudo, un putañero. De mierda, pues claro.
—La madre estaba idiota el día del parto y no más que otros días. Lo digo sin ofender, por eso buscó afuero lo que no había en casa.
—Usted debería rezar más seguido. —Ese podía ser un buen remedio para la niña, según la abuela materna. También para pollerudos-putañeros y madres que nunca se avergüenzan de las miserias de su prole.
—¿Rezar para la niña? Inútil. Va a colegio de monjas para estar cerca de Dios, y a pesar de llevar el Cristo colgado todo el día del cuello y estampada la virgen en el bléiser, no se consigue mejora en esta niña. ¿De qué nos ha servido acercarla a la fe? De nada. Lo que natura no da, salamanca no presta. Todo lo que hemos obtenido es que nos saquen dinero domingo a domingo. Dinero para la caridad, dinero para la Virgen, dinero para la fulana muerta, dinero para la mengana viva. Dinero, dinero, dinero para que una monja casi reseca interceda ante un Dios que hace rato no está interesado en nosotros. ¡Mirá la niña que nos mandó a esta casa! 

XVI 


¿Enamorarse? ¡Jamás! 

¿Era nazi Perón? GK# no dudaba de ello. Él lo afirmaba con contundencia. ¿Pruebas? ¿Quién precisaba pruebas para difamar a Perón? Perón era nazi fascista y Eva Perón estaba afiliada al partido nazi y no había más que decir. ¿Antecedentes? ¿A qué creían fue Perón a la Italia de Mussolini? ¿Fue tan solo turismo su paso por Merano, Bolzano, Pinerolo, Chietti, Sestrier y Aosta? ¿Para qué se sumó al batallón Ducca degli Abruzzi? Para aprender del fascismo italiano. ¿Pruebas? ¿Quién reclamaba pruebas? No las necesitaba.
Luego: ¿en qué país se hizo el acto nazi más grande del mundo fuera de Alemania? Argentina. Luna Park, gran acto nazi. Seguramente Perón estuvo oculto entre la muchedumbre de exacerbados anticomunistas y antisemitas, admirando a los nazis argentinos. Y si no estuvo él, habrá estado “ella, la prostituta que posaba de actriz”. No tenía dudas.
Para GK#, Perón era el exponente del nazi fascismo en su versión acriollada. “¡Alpargatas sí, libros no!” GK# preguntaba “¿Hace falta algo más que esta consigna para saber de quién hablamos?” “Los quería brutos, bien brutos, con la inteligencia de una alpargata”. Rubios contra mestizos, blanquitos contra negros cabecita. “Los cinco pesos” (muchos y sucios) abundaban y ese era el problema.
Cómo no inflamarse de odio. Perón, un descendiente de “indios”, un tehuelche en la tierra gringa. GK# recordaba que “el tirano depuesto” reivindicaba su linaje. Tenía muy presentes las palabras de Perón sobre sí mismo. “Me siento muy honrado por llevar sangre tehuelche, descendiendo por vía materna de quienes poblaron la Argentina desde siglos antes de llegar los colonizadores… No fui el único presidente con sangre india.” ¡Un hijo natural! Criado en un rancho de mala muerte. Un resentido. Un impostor. Un oportunista avivado. Así de simple.
Por lo tanto, estaba todo dicho, Perón nazi-Perón fascista, Evita nazi-Evita fascista. Por eso se peleó con su padre, un peronista de la primera hora, quien pocos días antes de morir tuvo con su hijo un grave altercado por las diferencias políticas.
No había explicación que satisficiera a GK#. ¿El acto del Luna Park fue en 1938 y Perón no tuvo nada que ver? ¡A quién le importaba eso!
Que en Nueva York (¡en Nueva York!), y en el mismísimo Madison Square Garden, el día del nacimiento de George Washington, los nazis estadounidenses realizaron su acto bajo el lema “Encuentro pro Americano”. Ellos se convocaron con las consignas “Paremos la dominación judía de los cristianos blancos” o “Despierta América y aplasta al comunismo judío”.
Aplasta al comunismo judío.
Aplasta al comunismo.
Aplasta al peronismo. Pura lógica.
¿Qué todas las amistades de Perón en Italia no fueron fascista e incluso fueron opositores al fascismo y al acuerdo de Mussolini con Hitler? ¡A quién le importaba eso!
A cada argumento la respuesta era “¡A quién le importaba eso!” Si no le importaba a él no le importaba a nadie.
El padre, muy enfermo por entonces y casi sin fuerzas, harto de todas las discusiones con su hijo, no soportó más su fanatismo y lo echó de la casa.
—¡Andate gorila hijo de puta! —Un insulto que salió de las tripas.
—Morite viejo de mierda. —Respuesta que luego y siempre fue negada.
GK# se marchó cantando “Valiente muchacha de la Armada”.
Suena el clarín, mandan izar

sube orgulloso el azul pabellón

y una emoción me hace llorar

al entonar esta canción…

GK# no dudaba que el “tirano depuesto” estaba agazapado esperando la oportunidad de regresar al país para volver a imponer sus políticas. ¡Bien proscripto estaba el peronismo!, y, según GK#, era una medida inevitable y algo eficaz, aunque no lo suficiente, para evitar que el pedófilo (así lo llamaba cuando se enfurecía en las discusiones políticas) volviera a lucir sus diez mil corbatas, calzar sus dos mil pares de zapatos y pasear en moto luego de abusar de una niña.
No era la pedofilia lo que lo indignaba, después de todo, como diría GK# primero y hasta GK# segundo “¡somos hombres! ¡Y qué hombre no gusta de saborear una fruta inmadura por lo menos una vez en la vida! El sabor de una fruta inmadura no tiene comparación.”
Lo que lo indignaba, según sus palabras, era su demagogia, su manera de exhibir la pedofilia. En esos asuntos los hombres debían saber ser reservados y no mostrarse abiertamente con niñas que bien podrían ser sus hijas o, incluso, sus nietas.
Sin embargo, y para disgustarlo a más no poder, después de tantos años y de tanto esfuerzo, el tipo seguía liderando la corriente política más grande de Argentina. Y eso sí que era indignante. “Los cabecita negra nunca entenderán nada”. Eso lo explicaba todo para GK#. Los cabecita negra eran la desgracia del país, los responsables de tantas ignominias. Eran el ganado del que se alimentaba el tirano.
Según GK#, en todos los tiempos, en cualquier época, todos los déspotas engrandecieron con sus políticas esos rebaños. Este era su discurso preferido, convocar a la carne humana, a la sangre chorreando desde las mutilaciones imaginadas por las mordidas de un caníbal político. Carne molida a sablazos, no la de Shylock, apenas una libra de carne del judío. No hablaba del judío, sino del cabecita negra.

Carne humana del cabecita negra para el tirano, el alimento por excelencia, el combustible con el que inflamar las ambiciones.
Conclusión: para GK# Perón era un gran antropófago, un devorador de carne humana que satisfacía su gula en la sustancia viva de sus “descamisados”. Los devorados concurrían por propia voluntad al sacrificio, y encantados por ese embaucador, gozaban mientras el maldito arrancaban sus tripas con los dientes.
¿Qué podía proponer un humilde (lo de humilde lo decía con absoluto cinismo) comando civil frente a semejantes crueldades? Formas de exterminio. Acabar con el mal de un solo golpe.
Si algo tenía para criticar a los que planificaron y ejecutaron el bombardeo a la Plaza de Mayo en junio de 1955, fue que se quedaron cortos con la matanza. “Les tembló el pulso por chupa cirios”. Así dijo con absoluta convicción. Chupa cirios; donde la iglesia mete la cuchara, las cosas terminan a medias. Los curas, para GK#, siempre estaban a la mitad de todo. Medio santos, medio pervertidos, medio hombres. Siempre a mitad de todo, salvo algunas excepciones. Los sacramentos enturbiaban la razón.
Las grandes hazañas no se hicieron para los vacilantes. Bombas, bombas, bombas y más bombas. ¿Cien muertos? ¿Doscientos muertos? ¿Trescientos muertos? ¿Qué hubiera cambiado quinientos, mil, dos mil muertos? ¿Alguien fue condenado por los que hubo? ¡Nadie! ¡Nadie! ¿Entonces —preguntaba GK#— por qué vacilaron? Tantos cabecita negra se mataron tiempos atrás que otro tanto nada hubiera cambiado en el humor social de nuestra oligarquía. ¿La “conquista del desierto”? Varios miles. ¿La “conquista del Chaco”? ¿Varios miles? ¿Vasena? Mil quinientos mugrosos y brutos proletarios. ¿La Patagonia? Mil quinientos mugrosos y brutos peones rurales (chilotes y gringos quien no anarquista, comunista). Indeseables cabecita negra.

Proscripto el peronismo, los radicales, en elecciones amañadas, ungieron presidente a Arturo Illia con una modesta porción de votos ciudadanos. Illia, a pocos meses de asumir, había mutado de modesto y honesto médico cordobés a tortuga cordobesa. “Tortuga”, así se lo bautizó en la prensa y así se lo llamaba en las tertulias de los políticos, una tortuga, vieja, lenta, y si no perezosa. “Tortuga”. ¡Qué no diría Don Bernardo Neustad! ¡Gobierno de Illia! ¡“Dos años perdidos”! ¿Qué no diría Marianito Grondona? Su célebre comunicado número 150, fue el glosario golpista con el que se condenó al gobierno radical. El día del golpe de Estado, un par de bomberos acabaron con el asunto, echaron al presidente de la Casa de Gobierno como si se tratara de un intruso mal avenido y borracho en un piringundín en una noche de carnaval.
GK# leía con cierto entusiasmo las revistas “Panorama” y “Confirmado”, dos usinas golpistas. Allí satisfacía su repudio a la “Tortuga” y refrescaba periódicamente su antiperonismo.
Sus jefes no habían vuelto a convocarlo, los tiempos habían cambiado. Muy de vez en cuando uno, de jerarquía mucho menor, lo visitaba para mantenerlo vinculado y a mano por si se requerían sus servicios. Pero por el momento no se necesitaban fanáticos. La “Tortuga”, le dijeron, caerá como una pera podrida, por su propio peso. Nadie promovía el caos a base de cócteles molotov; convenía reservarse para mejores épocas. El futuro era promisorio, esos jefes políticos se emboscaban tras el Coronel Lanusse en quien depositaban todas sus esperanzas.
Ya se hablaba del próximo ascenso del “Mesías” o la llegada de “Moisés”, como se llamaba al General Juan Carlos Onganía; otros lo llamaban la Morsa. Era el general que encabezaría la mal llamada “Revolución Argentina”.

Para GK#, las oportunidades de ascender socialmente y adquirir riqueza dejaron de presentarse. Había que hacerse cargo del destino propio.
Eran tiempos difíciles. GK# añoraba a Rosa (Rosa, Rosa, tan maravillosa), soñaba con ella. Su olor, su manera de mirarlo, de besarlo, de llevarlo dentro suyo. No comprendía en qué se había equivocado para perderla. Tal vez fue arrebatado llevar con ella al primogénito, pero salvar al niño era una misión que se había impuesto.
Probó otras empresas comerciales y fracasó tantas veces como lo intentó. Debió conformarse con ser solo un modesto empleado contable. Su condición de simple empleado fue el origen de sus neuralgias. Dolores de cabeza repetidos y cada vez más brutales. Cuando lo atacaban las migrañas se encerraba en la habitación matrimonial y toda la familia debía permanecer en completo silencio para no crispar su ya alterado sistema nervioso. Los mayores sabían guardar silencio, el problema eran los niños que nunca aciertan cuando callar. Los niños son ruidosos, pero estos se acostumbraron a murmurar y a no sonreír por temor a alterar la paz hogareña. El toque de queda duraba horas. Cinco, seis, ocho, diez, dependiendo de cuán neurótico estuviera en ese momento.
AD#, quien se había recibido de maestra en la escuela normal, pero nunca había ejercido hasta entonces, consiguió suplencias frente a grados en colegios urbanos y suburbanos y dictaba clases a algunos alumnos particulares los fines de semana, incluidos los domingos por la mañana. Con lo que ganaba sostenía el hogar con austeridad pero sin faltar nunca para la comida. Sin hablar de ello, también pudo ahorrar algunos pesos.
DL# nació por entonces. Como AD# había abortado poco tiempo atrás, no pudo repetir la ablación y eso salvó el destino de DL#. Cosas del azar. El tercer y último hijo. A decir de GK#, fue un coito sin entusiasmo, un incidente más bien provocado por AD#. Es que a veces las mujeres, diría el hombre, también se dejan llevar por su naturaleza. Para él, nada comparable a Rosa, pero había que disimular y a ello estaba muy bien habituado. Solo debía cerrar los ojos y pensar en Rosa mientras tenía sexo con la esposa.
Pero para AD#, se trataba del hombre con el que se había casado, el único con quien había tenido relaciones, el padre de sus hijos y a quien había perdonado aquella vez que le rogó el perdón de rodillas.
FF#, el primogénito, crecía sin angustias. Eso creía AD#. Sin embargo, tenía un comportamiento errático. Era muy reservado, introvertido. A veces pasaba del llanto a la risa sin mediar razón aparente. Era inteligente, hábil para las matemáticas, y un lector voraz a pesar de su edad. Todos los libros que había en la casa los había leído sin que nadie lo advirtiera.
La niña era una incógnita, su mirada era cada vez más punzante. Era evidente que GK# evitaba mirarla a los ojos. DL# no podía precisar a qué edad, ella se reveló como una precoz y notable guitarrista. La partitura que le colocaran ante sus ojos la aprendía y memorizaba sin dificultad. Era la niña que tocaba la guitarra como una adulta. Era el número obligado en los actos escolares. Lucía su habilidad musical en los actos de la escuela y provocaba la admiración del público y la satisfacción de sus maestros. Salvo ese gesto ausente que la niña perpetuaba mientras tocaba la guitarra, nada hacía notar algo fuera de lo común. Después de todos, los buenos músicos siempre son excéntricos, raros. Y ella era “rara” desde su nacimiento; su mirada un tanto perturbadora pudo ser obviada por los espectadores que llegaron a percibirla.
DL# supo a qué edad comenzó a atormentar a VD# la alucinación del cadáver que se deslizaba por el patio de la casona familiar arrastrando una gruesa cadena. Pero no supo qué hacer con ese conocimiento. La conclusión primera fue la esperable, aquello no era ser, sino el producto de una alucinación, no había nada de realidad en ese relato enfermizo de su hermana.
El razonamiento era lógico. Los muertos no deambulan por los patios de las casas arrastrando cadenas ni llegan a las camas de las niñas que duermen junto a su abuela paterna, quien no ve ni oye nada. Eso escapaba a su lógica. Se trataba de una alucinación que ponía ya de manifiesto la enfermedad que luego padecería su hermana. Un desvarío destructor. Después de todo, la locura familiar era un mal femenino. Era harto evidente que la muchacha algo de esas locuras había heredado. La genética es intolerable y no sabe de piedades.
Locas. Locas. Locas. Generación tras generación. No cabía otra explicación. ¿No certificaba ese estado alterado la propia condición de guitarrista eximia siendo apenas una niña con pocas clases impartidas por una improvisada profesora de música que fue superada en semanas por la alumna?
La herencia materna podía contarse como una explicación posible a ese prematuro talento.
AD# había sido una excelente pianista, fervorosa estudiosa de Bach. ¿Por qué no se dedicó a la música? Porque las mujeres no estaban para “tocar al pianito”, como solía repetir la abuela materna. Para esa descendiente de sicilianos, las mujeres que tocaban el piano no podían ser otra cosa que prostitutas. No tenía dudas de ello y su hija, su única hija, no sería “una mujer de la vida”, como si no fuéramos todos hijas e hijos de la vida.
Las mujeres estaban destinadas a casarse, a cuidar al marido y a tener hijos. ¿Qué otra cosa?
DL# recordaba hasta con humor una conversación de otra nieta con la abuela materna. La muchacha, una adolescente, conversaba con ella sobre asuntos triviales. Preguntó sin prever la respuesta:
—Abuela, ¿vos te casaste enamorada?
La abuela, iracunda, respondió:
—¿Yo? ¡Jamás! —Así se entendía el amor en la familia, como un pecado, un delito.
Porque a AD# le fue prohibido estudiar música es que siguió la carrera de magisterio. Esa fue para la abuela materna, una correcta decisión. Ser maestra y llegar virgen al matrimonio. Era una buena mercadería en oferta, ¿qué otra cosa podía ofrecer una mujer del hogar sino virginidad y magisterio?

Cuando el tiempo pasó y AD# alcanzó los veinticinco años de edad y aún no había contraído matrimonio, crecieron las preocupaciones y exigencias de madre y padre. “Y… ¿Para cuándo?” Era la pregunta repetida una y otra vez. “Y… ¿Para cuándo?” La pregunta se volvió hostil.
DL# nunca se atrevió a preguntar a su madre si ella realmente deseaba casarse y hacerlo con ese hombre. Tal vez no lo preguntó porque sabía la respuesta.
GK# llegó como enviado del cielo. Un amigo de la familia presentó a ese hombrecito que también estaba buscando una pareja con la que establecer una familia. Él también estaba sometido a la presión de sus propios padres, quienes creían que el matrimonio haría que el muchacho dejara de comportarse como un adolescente irresponsable. “A veces parece idiota” y eso el padre dijo de GK# sin miramientos.
Las dos familias promovieron el enlace. Pero GK# no quería el matrimonio y AD# no era la mujer de sus sueños. Él “se merecía algo mejor”. AD# llegó al matrimonio por resignación, aunque después de todo, se convenció, tal vez no resultara tan malo.
GK# llegó por imposición. ¿Por qué siguió la farsa? DL# nunca lo supo. Pero estaba totalmente convencido que el matrimonio de sus padres fue un matrimonio fallido desde el día uno. No fue un matrimonio por conveniencia, sino por inconveniencia.
Sin amor no hay paraíso. El amor puede ser raíz, hundiéndose a lo más verosímil de la humanidad, o ramas de una enredadera que trepa sin encontrar el cielo como límite. El amor, ese entusiasmo peculiar, esa admiración por compartir los asuntos más triviales como si fueran grandes acontecimientos, nunca existió. Sin amor no hay paraíso. No lo hay. En sus padres fue una representación, una simulación tortuosa que se cultivó en medio de un lodazal que estaba prolijamente oculto. Un lodazal en el que había que hundirse profundo para llegar el fondo. Años después, DL# llegaría a ese fondo y todos los asuntos de la vida familiar tendrían una explicación tan penosa como irrefutable. 

XVII 


Fotografía y verdades 

DL# no había prestado la debida importancia a las viejas fotos que su hermana le encomendó guardar y cuidar porque, según ella, en esas fotografías encontraría las respuestas a sus preguntas. ¿Cómo dedujo VD# cuáles eran las preguntas que DL# se hacía sobre el pasado familiar? No lo sabía. Atribuyó a su inteligencia esa capacidad de ver más allá de la apariencia de las cosas. Sus ojos eran la clave.
Nunca había hablado con ella de sus dudas sobre la familia; sus interrogantes no los había compartido con nadie. Era una cuestión de simple lógica. La salud mental de VD# no invitaba a nadie a tomarla por confidente. Por lo menos DL# así lo creía. Además, VD# se reservaba para sí toda respuesta y establecía una verdadera coraza con la que se protegía cuando de ciertos asuntos de familia se hablaba.
DL# recordaba muy bien qué asuntos familiares hacían que VD# se inhibiera hasta entrar en una especie de soponcio. Recordaba muy especialmente el día en que entró en crisis y por ello terminó hospitalizada. Fue cuando su padre dijo “prefiero que se muera”. No dijo, “deseo que se recupere”, eligió la muerte y no la vida como solución.
Morir, muchas veces, es un atajo para sortear una trampa genuina. ¿Así lo entendía GK#? AD# diría que no, que para él era “una fuga”. Una manera de eludir la vida no por sus incomodidades sino por las verdades. La verdad puede ser incómoda. ¿GK# estaba en comunidad con la verdad? Claro que no. Su oscuridad era manifiesta. El misterio se trasladaba a todas sus cosas. Nadie podía entrar en su pequeño mundo donde el escritorio lo recibía siempre con esa penumbra pertinaz, irreal, propia de Rembrandt. Ni abrir las puertas de su ropero (tenía uno solo para él), ni hurgar los bolsillos de sus pantalones. El día en que volvió a encontrarse con su hijo, cuando la muerte de VD#, su oscuridad había adquirido una densidad incomparable. Adriana se sostenía del brazo del viejo, pero en esa actitud tan inofensiva, la sombra que destilaba GK# sobre ella era agresiva. Adriana tal vez no podía captar esa violencia o si la comprendía, actuaba como si no existiera. Pero DL#, cuando salió de la conmoción por la muerte de su hermana, de la visión de ese cadáver en posición fetal, mirando hacia adelante como quien sí quiere observar lo que está por venir, pudo adquirir la conciencia de esa perturbación que emanaba de la presencia de su padre, una alteración de la luz y la verdad.
La internación se decidió luego que muchacha entrara en desmayos repetidos hasta que pareció sumergirse en una condición catatónica retardada. Desde entonces y hasta su muerte, ella padeció distintos estadios de locura que la fueron deteriorando de manera cada vez más manifiesta.
Con FF#, el hermano mayor casi no tenía vínculo afectivo. FF# se había vuelto con los años huraño y resentido y culpaba a todos los que lo rodeaban por su mala fortuna. Su enojo se concentraba en la madre y en él, su hermano, a quien achacaba la condición de hijo preferido, algo que estaba muy lejos de la verdad. Ninguno de los tres hermanos calificaba para ser el preferido. FF# lo había sido, pero las circunstancias que siguieron a la fracasada fuga de GK# con Rosa, terminaron por arrebatarle esa posibilidad. Luego, por razones que DL# no conocía ni comprendía, FF# se fue sumergiendo en su propio delirio hasta que, ya adulto, padeció un brote psicótico que lo arrastró a una condición insana durante largos años.

Antes de concentrarse en el asunto de las fotografías, DL# debía poner en orden el destino de la pequeña casa en la que vivía su hermana y en la que se había instalado provisoriamente Adriana.
Le llevó un par de semanas decidirse a emprender el viaje a aquella vivienda y encontrar el tiempo para hacerlo.
DL# trabajaba como free lance para agencias de publicidad; era un experto operador de computadoras para el trabajo de pre prensa para impresoras offset o digitales. El trabajo era bien pago pero irregular. A veces debía dedicarles días enteros al trabajo, sin horarios fijos, cuando era convocado. El pago justificaba el sacrificio. Con ello vivía bien sin faltarle nada.
Aprovechó una de esas oportunidades en que el trabajo mermaba y le dejaba tiempo para atender otros asuntos. Pero el trabajo no fue la verdadera razón, por lo que tardó en encarar el negocio pendiente del destino de la vivienda de su hermana. Mucho tuvo que ver en él tener que tratar con la mujer que la cuidó hasta su muerte. Estaba seguro de que apenas él ingresara a la casita, ella empezaría a insinuarse y hasta intentar frotarse como hizo en oportunidad de la muerte de VD#. La mujer tenía demasiado olor a sexo y eso a DL# lo ponía a la defensiva.
De todos modos y aún a disgusto, debía resolver ese tema pendiente dado que él era el apoderado de VD#. Cumplido ese trámite pondría su atención en revisar las fotografías que ella le había encomendado.
El viaje desde su casa a la de su hermana fue tan tedioso como de costumbre. Más de una hora le llevó llegar a destino. Adriana lo estaba esperando. Llamó a la puerta. La mujer lo invitó a ingresar. El olor a orina y excremento de perro seguía siendo tan penetrante como antes. La perra había desaparecido, no quiso ni preguntar por el destino de la mascota.
DL# la saludó con amabilidad, no quería pasar por insolente con la mujer. Para su sorpresa, ella se comportaba distante y fría, hasta descortés.
—Supongo que tengo que irme de la casa, eso venís a decirme, total a vos qué te importa lo que me pase. —DL# vaciló. ¿Cómo convenía encarar esa conversación?
—Señora… —Adriana lo interrumpió.
—¿Ahora soy señora? —La voz de la mujer denotaba indignación.
DL# volvió sobre sus palabras.
—Adriana, perdón. —La mujer no dejaba de mirar fijamente a DL#.
—No sé qué deuda quedó entre usted y mi hermana.
La mujer pareció sorprendida.
—¿Deuda? ¡Se me murió la pobrecita! ¡Pobre! ¡Tan solita! ¡Abandonada por todos ustedes! Salvo el papá, siempre presente, siempre atento. Vos deberías arreglarte con él. Los padres son sagrados.
Esa afirmación era más de lo que DL# podía esperar de la mujer. Un elogio a ese padre desamorado fue una pedrada que lo golpeó desprevenido. Tomó aire y esperó lo suficiente para contener la rabia y dar una respuesta correcta.
—La casa se va a vender. A mi hermano le corresponde la parte y la reclama. Así son las cosas. En agradecimiento a su atención con nuestra hermana puede llevarse todo lo que VD# dejó, todo lo que hay aquí es suyo. No será mucho, pero usted tiene más derecho a conservas sus pocas propiedades. Ella confiaba en usted.
La mujer cambió por completo su actitud. Su rostro se iluminó de interesada alegría.
—¡Muchas gracias! Yo sabía que vos me ibas a recompensar, porque yo la cuidé como a una hija, como a una hermana, como si fuera su madre. Mi instinto maternal me puede. ¡Gracias! No sabés lo bien que me viene todo esto. Pero vos te llevaste lo más importante.
DL# no sabía de qué le hablaba Adriana. La expresión en su rostro denunciaba su desconcierto.
—¿Yo? —Atinó a preguntar señalándose a sí mismo.
—Sí, vos.
—¿Qué cosa me llevé tan valiosa?
—Las fotografías. La caja con todas las fotografías que guardaba VD#.
DL# quedó confundido. ¿Qué importancia podían tener esas viejas fotografías en blanco y negro para esa mujer?
—Estaba usted y mi padre cuando las llevé, podía haberlo dicho entonces, las hubiera dejado, para mí no tienen ningún valor, fue solo el último capricho de mi hermana.
—Entonces traémelas de vuelta. —DL# no sabía qué responder.
—¿Y para qué quiere usted esa caja con viejas fotografías?
—¿Yo? Para nada. ¿Para qué voy a querer esas fotos de mierda? Las quiere tu papá, cariño. Él no se dio cuenta de que te llevabas las fotos o pensó que eran chucherías, ¿viste?, porque a tu hermana la encantaba juntar porquerías.
—¿Y él la encomendó a usted para pedirme las fotos?
Adriana eludió la pregunta.
—Vos traeme las fotos y todos amigos. ¡Tu papá está tan cansado! Ya está grande. Las cosas no son como eran antes. La muerte de VD# lo dejó muy triste, ¡muy triste! Cuidé a su hija como a mi propia hija, o hermana, como si fuera su madre, porque yo soy muy maternal. Por ahí lo cuido ahora a él. Mal no le vendría. Yo sé cuidar a la gente, vos mismo lo dijiste, me lo reconociste, por eso me regalas todo lo que dejó tu hermana. ¿No’cierto?
Pero DL# no había dicho ni media palabra sobre cómo cuidó la mujer a su hermana porque no lo sabía.
Si algo faltaba para que DL# prestara verdadera atención a esas fotos fue el extraño pedido de Adriana en nombre de su padre.
—Las fotos se quedan conmigo. —Tajante respondió al pedido de la mujer—. Es el único recuerdo que tendré de mi hermana.
Adriana volvió a su trato descortés.
—Yo le diré a tu padre y él sabrá qué hacer. Nunca se le niega un deseo a un pobre viejo. ¿Todavía me puedo llevar las cosas?
—Sí, por supuesto, son todas suyas. Cuando la casa esté vacía se pone en venta. En diez días hablamos.
—¿Qué vas a hacer con la perrita?
—¿Yo? Nada. No me gustan los perros.
—Es una perra. No tiene pito, tiene chucha.
—Tampoco me gustan las perras.
—Ya me di cuenta. —Adriana sonrió con malicia—. Llamá a tu papá, está esperando que lo llames.
—Qué espere sentado.
Allí terminó la conversación. DL# se despidió con cortesía, pero la mujer lo trató con desdén. Quiso tomarlo de una mano, pero se lo impidió con energía.
—Ves, pero no sabés mirar, oís, pero no sabés escuchar. —Fue lo último que escuchó de ella mientras se alejaba en dirección a la parada del colectivo.

El viaje de regreso fue peor que el de ida. El colectivo se desplazaba lentamente. Se detenía en todas las paradas y en todos los semáforos. Paciencia. Paciencia. Tiempo para pensar en las razones por las que su padre podría querer poseer la caja con las viejas fotos. ¿Tal vez quisiera esa, donde estaba con su padre, envueltos en una toga o capote? ¿O querría la otra, la del hombre sin rostro y con ese escudo con la pintura griega o romana detrás? ¿Las fotos significarían algo más que una humorada carnavalesca? O tal vez no significaba nada, absolutamente nada, solo las reclamaba para joderlo, para obligarlo a viajar otra vez a la casa de VD# y soportar las insinuaciones de Adriana. ¡Viejo cínico y perverso!
No devolvería las fotos, de ninguna manera. Iba a revisarlas minuciosamente, aunque sabía de antemano que prácticamente no conocía a ninguno de los retratados, solo por llevarle la contra “a ese viejo de mierda”.
Pero tal vez el pedido de VD# no respondía a un mero capricho por salvar viejas fotos familiares apiladas en una caja de zapatos. Repasó la última conversación con ella, cuando le habló de sus cinco verdades, cuando le dijo que para descifrar la cuarta y la quinta verdad tenía que reparar en el modesto archivo fotográfico familiar que ella conservaba.
Para descifrar la cuarta verdad, VD# le indicó que debía “volver a la infancia”. Para volver a esos tiempos debía mirar con mucha atención a alguna de las fotografías que ella había conservado.
Para la quinta verdad el reclamo fue “volver al pasado”.
Volver a la infancia y volver al pasado. A esas dos pistas se agregaba el extraño pedido de GK# transmitido por Adriana para que DL# devolviera la caja con fotos.

***

DL# comprendió que debía volver a la aritmética del dolor. A la progresión aritmética del dolor. Tal vez las fotografías lo condujeran a algún destino o lo ayudaran a establecer la secuencia progresiva del dolor. No al principio de esa progresión porque DL# no había nacido por entonces y los años de diferencia entre sus hermanos y su primera infancia eran un agujero negro en el que todos los sucesos anteriores fueron devorados.
Podía crear un calendario para rastrear esa progresión dolorosa; una línea de tiempo y decidir como punto de partida, por ejemplo, la alucinación sobre el cadáver que arrastraba su cadena y su malicia por el patio de la casa familiar en dirección a la habitación donde dormía la hermana y la abuela paterna.
Entonces debía reconstruir en su memoria el paisaje familiar de la casa, la arquitectura de la casa misma.
Amplia casona. Tras la puerta de entrada la blanca escalera llevaba a la primera planta. Vestíbulo oscuro donde GK# tenía el escritorio. Luego, el amplio living-comedor al que le seguían dos habitaciones muy espaciosas. En una dormía el matrimonio, en la otra la abuela paterna y la hermana. A las habitaciones le seguía el baño y la cocina comedor. El vestíbulo, las habitaciones, el baño y la cocina comedor daban a un patio angosto pero largo.
En el patio, una larga escalera de cemento llevaba a la segunda planta donde estaban las habitaciones de los hermanos. Lindantes con ellas, la terraza.
No recordaba nada en especial de aquellos años de la primera infancia. Los días transcurrían entre el colegio y los juegos. La cena familiar era el único momento del día en que la familia se reunía. GK# imponía un silencio total mientras se cenaba. Apenas se intercambiaban palabras que se perdían de inmediato. Luego a la cama. Los varones a las habitaciones superiores, los padres, la abuela y VD#, a las suyas.
La niña pedía a su abuela que dejara la luz encendida. Pero cada vez que ella le preguntaba la razón, VD# no podía explicar su pedido. Ya se sabía la respuesta, “con la luz encendida no puedo dormir”.
Entonces VD# se enroscaba en posición fetal, se cubría con la sábana y la manta y parecía dormirse al instante. Así todos los días.
La abuela paterna dormía a su lado, en la cama lindante. Entre la hora cero y la cuarta de la madrugada de cada día dormía su sueño profundo, luego despertaba de golpe. No dormía más que esas horas.
Encendía la luz de una lámpara que estaba sobre la mesa de noche y observaba las penumbras de la habitación. Dejaba la cama, iba al baño a orinar.
Luego de orinar, como si se tratara de un ritual, se asomaba a la habitación donde dormían GK# y AD#. La cama matrimonial estaba vestida de mortaja, sábanas blancas, bordadas a mano, con suaves puntillas. Los dos durmientes permanecían boca arriba y sus respiraciones eran irreales, padecían un estado intermedio entre la existencia y la ausencia perpetua. Una desavenencia del espacio real separaba a uno del otro. Eso duraba hasta que despertaban.
La abuela volvía a su cama. Observaba a la nieta. VD# dormía o parecía dormir o parecía muerta. No estaba pálida, estaba ausente. Levitaba suavemente sobre unas gotas de baba. La levitación era sutil pero visible. La abuela la ignoraba, la atribuía a la levedad espiritual de su nieta.
VD# tenía aferrada una muñeca de trapo a la que la faltaban los ojos. Ella misma los había arrancado. Nadie a su lado, en ese lugar y a esas horas, debía poseer el sentido de la vista. Si miras serás cucarachas. ¿Qué niña querría abrazar a una cucaracha?
De regreso en la cama permanecía despierta. Al lado de la lámpara velador, había una pequeña radio Spika a la que estaba conectado un auricular que ajustaba en su oído izquierdo. Entonces escuchaba la radio. Tal vez tangos, tal vez palabras dichas al azar. Así permanecía hasta que GK# se levantaba para ir a ducharse. Entonces ella también dejaba su cama y se marchaba a la cocina a preparar el desayuno para el hijo.
Después de la casita en la zona sur del gran Buenos Aires, GK# fue a vivir donde su madre. Con él se instaló AD# y los dos pequeños niños.
El padre había muerto luego de una larga y penosa enfermedad, su velorio fue un escándalo protagonizado por GK#. Una expiación, seguramente, de aquella ocultada pelea cuando su padre lo echó de la casa. La escena convenció a algunos del amor del hijo por el padre, pero los que conocían la verdad de esa relación no fueron conmovidos por las lágrimas de GK#. “Maldito hipócrita de mierda”. Así pensó y dijo la abuela materna.
La madre le propuso a GK# que fueran a vivir con ella, estaba sola y la casa era grande. Él aceptó sin vacilar, pero antes de la mudanza hubo una reunión de las dos familias, las de GK# y las de AD#, para decidir qué sería de la vida de AD# una vez instalados en la casa familiar paterna. A esa reunión ella, sobre quien se iba a decidir su destino inmediato, no fue invitada, la mandaron al patio a cuidar a los niños. Obedeció porque para eso había sido educada.
DL# supo de ese aquelarre por su abuela materna quien, sin embargo, nunca le había confesado a su propia hija qué se había tratado y resuelto en esa asamblea.
Para GK#, haber llevado a su familia a vivir a la casa de su madre viuda le ahorró el alquiler de una vivienda. Y al dejar a AD# a cargo de la casa, le ahorró una mucama que sirviera a su madre. Para él era un buen arreglo.
GK# consiguió un trabajo contable a metros de la casa. Las cosas no serían ideales, pero la mudanza, el nuevo trabajo y haber decidido el destino de AD#, le daba la posibilidad de volver a interesarse en un proyecto empresarial, pero que esa vez fuera exitoso. Con el paso del tiempo el recuerdo de Rosa se desvaneció por completo. GK# parecía haber encontrado sosiego a su vida familiar y a sus ilusiones de progreso rápido a expensas de sus servicios políticos.
Corría el año 1969. En el país, un polvorín reseco estaba por estallar. En la vida familiar también estaba por ocurrir un estallido impensado. La ruptura de los órdenes establecidos, el social y el familiar, condicionaría el destino de la Argentina y de todos los integrantes de la familia de GK# y AD#. Eran tiempo de conmociones, después de ellas nada volvería a ser igual. 

XVIII 


La enfermedad 

Algo tenían en común los rostros de las trece niñas retratadas en las fotografías con el de su hermana. Las niñas, con el correr de los años, iban mutando, algo que en cada toma se revelaba. Iban cambiando su expresión, su modo de mirar y hasta de posar. Al mismo tiempo, algunas desaparecían de una toma a otra, y el grupo original fue quedando reducido a rayas, manchones y solo un único rostro visible consignado con las letras TDF.
A varias se les veló el rostro cruzando por encima dos gruesas líneas rojas que dibujaron una X siniestra. Eran niñas con cuerpos pero sin rostro.
Otras fueron ocultadas en las fotografías pintando sus figuras con tinta negra. El dibujo que las escondió era perfecto. Quien lo realizó, se tomó el trabajo de respetar el contorno de los cuerpos de manera muy sutil.
Esa misma mutación de las niñas de las fotografías la notaba en el cuerpo y el espíritu de su hermana. Tal vez ellas hayan padecido la misma metamorfosis en su espiritualidad, imposible saberlo. Para conocer, le haría falta el testimonio de las retratadas. DL# no creía que pudiera haber perdurado algún relato escrito por ellas mismas o por algún testigo de los hechos que las fotos sugerían.
Con el correr de los años, a VD#, el rostro se le fue desfigurando hasta perder sus finos rasgos originales. Para cuando se declaró su enfermedad, rescatar su imagen infantil no resultaba fácil. Su cuerpo se fue ocultando tras una oscuridad que bien podía asemejarse a una gruesa e imaginaria capa de tinta china. Lo único que en ella permanecía inalterable, era su mirada. Su mirada todo lo atravesaba.
DL# recordaba con precisión el día que VD# entró en crisis. Fue una verdadera erupción.
Bajo la piel esperan los fantasmas el momento oportuno. Laten aletargados pero vivos. Van del centro de la cosa humana, de sus víctimas hasta bajo la dermis, expectantes. Ya han disuelto los buenos sentimientos y la razón se halla trastocada porque no hay como esos fantasmas para alterar la percepción real de los fenómenos. Cuando VD# quedó a merced de ellos, bastó un pequeño acontecimiento fuera de lo normal, de lo cotidiano o ni siquiera eso, un suceso trivial para decidir a los fantasmas a emerger con toda fuerza. Gritos. Llantos. Lamentos. Golpes. Y luego sangre, sangre de par en par, de entre las piernas. Nadie quería ver esa sangre porque la sangre es siempre persistente. Se espesa hasta adquirir la dura consistencia de una desgracia.
Tanto desgarro afuera y adentro, tanto suplicio del vientre a la palabra, que todos los testigos enmudecieron de golpe y no atinaron a nada, a nada.
El aire en la casa estaba cargado de mortaja. Allí pidieron la muerte como remedio y a ella oraron hasta que llegó el médico.
DL# regresaba del colegio para almorzar. Llegó a la casa. A la puerta de la casa, una ambulancia. La puerta que daba a la calle estaba abierta de par en par, algo que nunca ocurría porque GK# había impuesto la costumbre de echar siempre llave a esa puerta. La cancel, la que estaba al final de la escalera blanca y que daba al vestíbulo, también estaba abierta.
DL# escuchó voces y también algunos gritos. Tal vez no gritos, alaridos o lamentos que se superponían hasta hacer una disonancia absoluta. No sabía qué hacer, si subir y entrar en la casa o permanecer en la vereda y mantenerse ajeno a aquella confusión que llegaba de adentro.
Alguien lo llamó por su nombre. No recordó nunca quién fue. Escuchó “¡DL#, subí y cerrá la puerta!”, y obedeció como un autómata.
Entró, cerró la puerta aunque sin echar llave, subió lentamente la escalera como si fuera al cadalso y entre temblores pasó la puerta cancel, la que también cerró y a la que echó el pestillo.
Pasó del vestíbulo al patio. Las persianas y la puerta de doble hoja de la habitación de los padres estaban abiertas de par en par. En la cama matrimonial, convulsionando, estaba su hermana. Alrededor de la cama, toda la familia. Ella se sacudía como una hoja en la tormenta y balbuceaba incoherencias, o tal vez no fueran incoherencias, pero en ese momento él no alcanzaba a comprender de qué hablaba. Los gritos que la rodeaban se hicieron más potentes, la disonancia más extraña. Palabras que empujaban palabras y que estallaban antes de pronunciarse. Ruidos de voces rotas pero también de pieles mustias. La sangre de par en par brillaba bajo la lámpara. DL# la vio sin ver, sangre roja o sangre blanca. Sangre sobre la cama.
Tan solo era un niño azorado; no estaba a su alcance comprender qué ocurría. No sabía qué hacer ni cómo comportarse.
Luego escuchó unas palabras que no conocía, que le costó memorizar y mucho más repetir. GK# se percató que el niño estaba escuchando, aunque no era esa su voluntad, la suya era la de huir, lejos, todo lo lejos que pudiera. Le gritó “¡a tu pieza!”, y DL# obedeció al momento, corrió por el patio y subió la escalera hacia su habitación todo lo rápido que sus piernas de niño le permitieron. Se encerró en la habitación, se metió en la cama y allí permaneció por horas. Unos ruidos dejaron lugar a otros. Solo los llantos permanecieron.
DL# se durmió, no pudo evitarlo, estaba extenuado. No había conocido hasta ese momento un cansancio tan singular. Era un niño, lleno de vitalidad, ágil e inquieto. Pero ese cansancio lo venció. Despertó de noche. Salió de la cama y bajó hasta la cocina comedor. Luego revisó las habitaciones. La casa estaba vacía. La familia se había marchado a un hospital a esperar que la niña muriera de un momento a otro.
DL# había escuchado claramente a su padre gritar “si también es loca, prefiero que se muera”. A la niña que no lloraba le deseaban la muerte. Esas palabras sí que se le acomodaron bajo la piel junto al tesonero llanto de su hermana. No pudo probar bocado. Permaneció en la cocina comedor en silencio, inmóvil, sentado a la mesa, esperando sin saber qué esperaba. ¿Así era la muerte? ¿Así llegaba? Él podía llorar y vaya si lo hizo.
Una o dos horas después alguien entró a la casa. DL#, a quien ya no le quedaba llanto, estaba tan asustado que no se atrevió a ver de quién se trataba.
Quien fuera hablaba solo. Repetía la palabra “estupro”, recordó que era esa la palabra que había escuchado cuando estaba frente a la habitación de los padres donde su hermana yacía en la cama. Pero DL# no conocía su significado. ¿Estupro?
Luego que pronunciaba la palabra estupro, la misma voz respondía “qué estupidez, no hay evidencia”. Entonces empezó un discurso sobre la locura de las mujeres de la familia. Justamente todas ellas repetían el mismo cuadro psiquiátrico. Histéricas. Fabuladoras. Histéricas. Fabuladoras. Un ciclo de locura que iba del útero materno al día del parto y de allí a la muerte. Mujeres locas, ¿para qué servían?
La voz dijo “simula los desmayos, y los simula para atraer la atención sobre ella”. Luego, “es un amor enfermizo”. “Esto no tiene arreglo.”
Tal vez era el momento de interrumpir al hablador y mencionar lo del cadáver que atormentaba a VD# noche tras noche. Los fantasmas son poderosos e impredecibles. No fuera que ese día hubieran comenzado su asalto y tomaron a VD# sin auténticas defensas. Pero DL# no se atrevió a presentarse a quien hablaba. Era tan solo un niño, quién prestaría atención a lo que un niño llorón y asustadizo dijera.
No escuchó cuando AD#, la madre, llegó donde él. Hubiera jurado que ella flotó de la calle a la cocina comedor y por eso no pudo sentirla a su lado. Su voz no era la que acababa de escuchar, conocía la voz materna perfectamente.
Creyó que su madre iba a abrazarlo para consolarlo, pero no fue así. Solo lo miró como se mira a una silla, a un cubierto o a un adorno y luego se marchó en dirección a la voz que se hacía cada vez más dominante. Él permaneció inmóvil tal una silla, un cubierto o un adorno. Tieso pero indefenso, absolutamente. 

XIX 


En clave de fotos 

No en vano VD# le reclamó que cuidara las fotografías familiares. Ella era lúcida en su desquicio, pero de pocas palabras. Las explicaciones la complicaban; cuando quería explicar algo terminaba por embarullar todo. Si así ocurría, solo atinaba a fumar un cigarrillo tras otro. El humo no servía para ocultar la incapacidad de comunicar lo que deseaba. Tal vez por eso se limitó a un llamado para ordenar a su hermano, sin abundar en explicaciones y sabiendo que él la obedecería, para que recogiera la caja con algunas decenas de fotografías antiguas que para él no significarían más que una colección de retratos de desconocidos.
Hasta ese momento, para DL#, todo se redujo a tomar una foto, convencerse de que los retratados le eran totalmente desconocidos, guardar la foto, tomar otra, observarla con desdén, guardarla, así, dos o tres veces más, hasta abandonar la tarea por considerarla inútil. Pero luego del reclamo de Adriana de devolver la caja con las fotografías por orden de GK#, ya no bastó revisar las fotos aleatoriamente.
DL# decidió cambiar el método de observación y buscar algún indicio que le permitiera revelar el verdadero interés de su hermana en que él se dedicara a investigar las fotografías.
Compró un panel de corcho para fijarlas. Se sintió un detective, de esos que van pegando fotos y notas en una pizarra y uniendo con flechas rostros, nombres, circunstancias, datos.
En el living comedor, sobre una pared que lindaba con el departamento vecino, colocó la placa de corcho. Allí comenzó su trabajo.
Una fotografía ocupó el centro del panel, la de GK# segundo y GK# tercero, su abuelo y su padre, envueltos en un ridículo capote o toga, posando delante de un escudo adornado con una escena griega o romana. Encima de ellas las del hombre sin rostro. El atuendo ridículo los vinculaba.
Luego de fijar esas primeras fotografías en la cartelera, contó cuántas fotografías más había en la caja. En total eran cincuenta y seis. Le pareció extraño que el número de fotografías coincidiera con la edad a la que falleció su hermana. VD# murió a los cincuenta y seis años. Las casualidades existen, pero DL# no creía en ellas y menos en sucesos en que ella estuviera involucrada.
Suponía que la coincidencia numérica tenía una razón. Casualidad y causalidad son contradictorias, eso lo sabía, pero tardaría un largo tiempo en encontrar la correspondencia entre las fotos, la edad de VD#, el número cincuenta y seis, sus submúltiplos y sus divisores.
DL# falló en la primera interpretación porque no tuvo en cuenta el sistema de progresión aritmética que su hermana pensaba regía todos los sucesos de su vida y que no se reducía a la progresión del dolor y el sufrimiento. La aritmética del dolor absoluto era un sistema con el que VD# explicaba todos lo que le había ocurrido a lo largo de su vida desde que nació. Se basaba en la teoría de la numerología, la correspondencia entre los números y el destino. Esa fue una revelación que le brindó Adriana y fue muy valiosa para ella. DL# nunca había valorado en algo la obsesión de su hermana por vincular la condición humana a la suerte de ciertos números. Alguna vez VD# le dijo que el número base que le correspondía a ella por su nacimiento era veintiocho que reducido resultaba uno y por su nombre veintidós que reducido equivalía a cuatro. Solo cuando asignó importancia a esas definiciones, lo que llevó su buen tiempo, DL# llegó a comprender el mensaje que VD# le dejó a través de las fotografías.
Luego de fijar las dos primeras fotografías, la de los GK# y el hombre sin rostro, fue revisando las otras cincuenta y cuatro. Hizo una primera selección. Apartó en las que estaban retratados adultos mayores. No le cabía duda que esos ya habían muerto y hacía largo tiempo. Eran catorce fotos.
En una segunda selección separó aquellas fotos de quienes, de seguro, ya habían fallecido, pero sin excluir a algunos que aún pudiera todavía estar con vida. Curiosamente, la suma de fotos de esa segunda selección también era de catorce.
Un tercer lote eran fotografías de quienes tendrían en ese momento mayores posibilidades de estar vivos. No podía saber si algunos de los fotografiados había ya fallecido por algún accidente o enfermedad. Este contingente sumaba también catorce fotos.
El último grupo de catorce fotos era de niños o niñas. No podía reconocer a ninguno. No encontraba relación entre fotos, niños, niñas y familia. Parecían haber sido retratados al azar, en lugares diferentes y en cada una de ellas solo estaba un niño o niña, no había adultos con ellos. DL# tuvo la sensación que eran fotos furtivas, que fueron tomadas sin que los adultos que debían acompañarlos supieran que los estaban retratando. Algo de clandestinidad tenían las fotos y el blanco y negro acentuaba esa sensación que invadió los sentidos de DL#.
Que todas las fotos fueran en blanco y negro le llamó poderosamente la atención. No tenía una explicación para ese fenómeno.
Las fotografías más antiguas solo podían lucir color si eran coloreadas a mano, una técnica de acuarela muy difundida por entonces, pero que no se aplicaba a todas las fotografías. En cambio, muchas de ellas habían sido tomadas en tiempos en que las fotos color eran comunes. No tenía dudas que el uso de la fotografía en blanco y negro como método respondía a una decisión deliberada.
La fotografía en blanco y negro tiene una belleza singular. En la sutileza del claroscuro, en la perfección de su sistema de zonas, está el misterio de su encanto. Algunas de las fotografías respondían a los estándares fotográficos más antiguos. Pero otras evocaban a la técnica de Ansel Adams, lo que hizo concluir a DL# que habían sido tomadas por alguien que manejaba con cierta pericia el arte de la fotografía.
¿Podía DL# en ese juego de luces y sombras descifrar qué le estaba diciendo su hermana desde la muerte?

En el panel distribuyó las cincuenta y seis fotografías. Las otras tres columnas de fotos eran de catorce cada una, distribuidas en dos hileras de siete. El orden de la distribución respondía a la antigüedad de las fotos. A la izquierda las más antiguas, a la derecha las más modernas. La última columna correspondía a las fotografías de niños o niñas.
De siete fotos, del total de cincuenta y seis tenía alguna referencia. Se trataba de las cinco de las trece niñas a las que se les había tachado el rostro o se las había cubierto por completo con una gruesa capa de tinta negra, en la que estaban retratados su padre y su abuelo paterno y en la del hombre sin rostro. En todas ellas, en el revés de la fotografía, alguien había consignado nombres o fechas. Eran datos relevantes.
En el dorso de siete de las otras fotos, había cierto dato escrito, nada revelador. Tres de ellas con tinta negra y otras cuatro con lápiz. Las que tenían inscripción con tinta estaban borroneadas. El agua había hecho correr la tinta y era difícil saber qué se había escrito. En algunas parecían nombres y en otras fechas, pero no se alcanzaba a leerlos.
Las que estaban escritas con lápiz eran ilegibles. Con el paso del tiempo el grafito del lápiz se había desvanecido.
Descontando las fotos que ya había seleccionado, las de las niñas y los GK#, una y tan solo una, llamó su atención. No porque no haya observado detenidamente cada una, incluso las seis primeras a las que repasó una y otra vez.
Se trataba de la foto de un niño. Su sonrisa lo cautivó. Su sonrisa era muy distintiva. Así como la mirada de VD# era subyugadora y punzante, la sonrisa del niño era angelical y cautivante. En los ojos estaba el secreto, en la sonrisa la revelación.
A los pies del niño, que no parecía ser mayor de cuatro o cinco años, había dispuesto un violín. Recordó haber visto un violín en su infancia, en las bauleras que estaban en la planta baja donde la cochera. Era un violín pequeño, o al menos así él lo recordaba. Cambió el orden de las fotos de la última columna, la de los niños desconocidos, y puso la del niño del violín arriba de todas las otras, al inicio de la serie de fotografías. Esa era la única que parecía tener un brillo particular, una iluminación diferente, aunque no podía decir si ese brillo era producto de la técnica con la que había sido tomada la instantánea o en verdad surgía del propio niño. Él brillaba y lo hacía contaminando de luz toda la escena y en especial el pequeño violín a sus pies.
Tenía entonces ocho fotos, la de GK# segundo y tercero, las cinco de las niñas, la del hombre sin rostro y la del niño del violín.
La foto del niño con el violín a sus pies tenía al dorso una sola palabra escrita “violín”.
Repasó las fotos en las que alguien había escrito nombres y fechas. En las cinco que correspondían a las niñas había escritos nombres y referencias. En la de los GK# padre e hijo, nombres y fechas, en la del hombre sin rostro solo una fecha. De la del niño con el violín se apreciaba una palabra. En las restantes, los textos eran ilegibles. En ocho se podía leer lo escrito, en siete no. Se preguntó si habría alguna relación entre las ocho fotos en las que se podía leer en su dorso lo escrito, con las otras siete cuyos textos se habían borroneado por el agua y por el paso del tiempo.
La única fotografía en el que el texto no se refería a un nombre o una fecha era la del niño.
¿Violín? ¿Violinista? ¿Música? ¿Precoz? ¿Qué podría significar? ¿Estaba pensado bien?
Violín. ¿A qué debía prestarle atención?
Trece niñas en cinco fotos, dos hombres en una, en otra un hombre sin rostro, y en la última un niño y su violín. Un acertijo que DL# no alcanzaba a comprender. 

XX 


La peor afrenta 

Pocas cosas a DL# lo habían impresionado vivamente en su infancia. Esas impresiones no fueron por asuntos felices, alegrías provocadas por un regalo inesperado, una ansiada excursión o unas vacaciones diferentes.
No sufrió privaciones, nunca le faltó nada. La madre sostuvo el hogar con sus trabajos, y arregló en más de una oportunidad las calamidades del marido por sus frustrados negocios.
Por esos tiempos de la infancia todo era puro juego el día entero. Comida, ropa, cama caliente, nunca le faltaron. Era lo necesario sin lujos. Sus preocupaciones se reducían a las tareas de la escuela, las que resolvía sin mayor entusiasmo ni complicaciones. Inteligente lector, buen cantor (integraba el coro escolar), y una condición innata para la actuación teatral. Todas las obras teatrales escolares contaban con su presencia.
No sabía de la muerte. Ni siquiera era una referencia misteriosa, algo de lo que no se hablaba pero se sabía. Solo unas tías locas le decían de cielos, limbos, infiernos, ángeles y demonios, los que no lograba conectar con ninguna realidad conocida. Cielos intensamente celestes, limbos incoloros, infiernos en llamas donde habitaban rojos demonios interesantes, con largos cuernos, colas que acababan en puntas afiladas y largas y rojas lenguas bífidas. Un encanto. Ángeles siempre desnudos, pero sin sexo, portando una nube sobre sus blondas cabelleras o agitando las plumíferas alas como si no supieran a dónde dirigirse siempre desorientados.
Había tomado la comunión luego de un altercado menor con la catequista, quien nunca le pudo explicar aquello de la divina trinidad, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
La pobre mujer nunca logró salir del dogma católico que afirma que Dios es un ser único que existe como tres personas distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por su negativa a aceptar que tres fueran uno o uno fueran tres, ni con la común didáctica de los tres fósforos y una única llama, no temió ser catalogado como un apóstata, un ácrata revoltoso, un pequeño ateo infiltrado entre las huestes de Dios. Nada de eso. Nadie le exigió que se arrepintiera y por ello, la catequista solo lo mandó a pasear y le ordenó cerrar la boca en su presencia, cosa que hizo por evaluar que no auguraba nada bueno enfurecer a esa maestra de religión que podía mandarlo al infierno sin escalas. Junto a varias decenas de impúberes, recibió el sacramento de la comunión que le pareció algo soso después de tanto poder divino y asombrosa e inexplicable trinidad.
Ya había leído “Mi planta de naranja lima”1 y “Platero y yo”2. En las noches, de manera clandestina, “Cuerpos y almas”3, un libraco que permanecía bajo siete llaves y que él había sabido robar. Con ese libro no hizo, sino dormirse a los pocos minutos de lectura.
Nada en su vida significaba padecer desgracia ni sospechar la hondura de una sepultura. La muerte nunca lo había interesado y ella no lo tenía en su lista ni entre sus amenazados.
La primera vez que vio un muerto fue en la televisión y esa imagen lo conmovió. DL# hasta ese instante no había conocido un sentimiento semejante al de la conmoción del espíritu. En un niño ese sentimiento es una total revelación de su humanidad, surge solo de sus íntimos tejidos espirituales, donde no hay todavía resaca de egoísmos y mezquindades.
DL# miraba la imagen del muerto y creyó que el muerto lo miraba; la mirada del hombre muerto era consoladora y a pesar de ser un hombre muerto sus ojos expresaban intensa vida y eso lo conmovió aún más.
No recordó nunca cuánto duró la imagen en pantalla, pero a él siempre le pareció un suceso extraordinario que duró un tiempo extraordinario. Estaba ensimismado aportando a la caricia de la mirada del muerto su emoción infantil, cuando GK# interrumpió ese estado de sorpresa en que estaba sumido frente al televisor.
—Por fin mataron a ese hijo de puta. —La voz de GK# sonó odiosa. Miró al niño, pero sin verlo realmente y luego se marchó. Escuchó mientras el padre se alejaba por el patio rumbo a la salida “por fin una buena”.
Esa imagen en la vieja televisión Philips se instaló en su cerebro definitivamente. El cuerpo muerto de Ernesto Guevara, el Che, se quedó en sus retinas y muchos años después, ya adolescente, supo de quién se trataba. También conoció una historia muy diferente sobre él a la que GK# repetía en cada oportunidad se le presentaba cuando lo llamaba “ese comunista hijo de puta” o “ese comunista de mierda”. El comunismo, para DL#, no era una aventura, ni siquiera una palabra que hubiera descubierto ni por accidente. La aventura más insolente que cometía junto a su pandilla era la del grito prohibido.
En la pandilla eran cinco amigos y con él seis. Solían reunirse en las puertas de sus casas a hablar cosas de niños, jugar a las escondidas, un picadito o al tinenti con cinco perfectos dados de mármol que habían sido prolijamente pulidos durante muchos días. Solo su madre autorizaba que los niños del barrio jugaran dentro de la casa, en el patio; las madres de los otros niños no lo permitían con diferentes argumentos.
La calle era el patio de todos, el lugar común de los niños que eran cuidados por todos los vecinos. Cuando ellos jugaban en la calle siempre un vecino estaba asomado observando su juego. Nunca hubo reproches de parte del vecindario. El sitio de preferencia para distraer la tarde era el corralón donde llevaban a los caballos por sus herraduras. Dos hombrones enormes de casi dos metros de altura, hercúleos y de manos enormes, entretenían a los pibes, haciéndolos juntar clavos y herraduras y montándolos en los pacientes caballos que soportaban a esos niños hasta con ternura.
Pero en medio de tanta tranquilidad, cada tanto, surgía en la pandilla el deseo de atreverse al desafío del grito prohibido. No recordaba quién lo propuso por primera vez, tampoco quién afirmó que por gritar ese nombre llevarían preso al que lo hiciera. ¿Preso por gritar un nombre? ¿Se podría llevar preso a un niño por gritar unas pocas palabras? ¿Cómo había que vestirse para ir preso a manos de la policía? ¿Pasaría hambre? ¿Tendría frío? ¿Y a dónde llevaban a los niños prisioneros? Todas esas preguntas no asustaban, pero no tenían respuesta.
Por entonces la imagen que DL# tenía de la policía era la de un señor subido a una garita ordenando el tránsito, con sus cubre mangas blancos y su brillante silbato. DL# estaba aún lejos de palos, gases lacrimógenos, sabotaje con vomitivos. ¿Cómo debería justificarse si se era pillado gritando el nombre prohibido? Nada de eso sabía DL# ni ninguno de sus compinches. Todo se reducía a gritar con toda la voz y de la manera más fuerte y prolongada ¡Viva Perón! Y luego correr, correr a esconderse en algún zaguán o directamente refugiarse en la propia casa, a salvo, oculto tras la madre que nunca comprendía qué gracioso podía ser aquello de gritar ¡Viva Perón! Y correr. “Si tu padre se entera, ya sabés lo que te va a pasar”. Pero DL# no lo sabía, no podía imaginarlo, ni siquiera sabía qué significa la palabra “Perón”. Solo sabía que había que gritar y correr.

Luego de la imagen del hombre muerto en la pantalla del viejo Philips, lo que más lo conmovió fue ver a su hermana enferma, en medio de una crisis que no podía comprender. Ese incidente lo cuestionó de muchas maneras y para siempre, hasta la muerte de ella.
Ya adulto reconoció que todos los actos posteriores de la vida de VD# estuvieron marcados por aquella furiosa primera crisis a la que le sucedieron otras cada vez más severas. Entre la primera y la última mediaron internaciones en sanatorios o domiciliarias, accidentes nunca aclarados, una flagelación espantosa en medio de una nunca esclarecida violación, persecuciones inenarrables de aparecidos como la de aquel muerto arrastrando una cadena por el patio de la casa, o la imposición de abortar por un embarazo del que jamás VD# reveló el nombre del hombre con el que había tenido relaciones sexuales.
La última crisis, la definitiva, que con intensidad y manifestación diferente duró tal vez dos años, que fue la que la llevó a la muerte que ella misma le anunció en el último encuentro.
De aquella primera crisis solo tenía retazos, breves impresiones de ella convulsionando, las abuelas llorando y en un grito, la madre desconsolada, el padre convocando a la muerte para su hija. “¡Que muera! ¡Qué muera!” La invocación hubiera sido oportuna al “espíritu esquelético, poderosísimo y fuerte”. Pero la Santa Muerte no respondió a la convocatoria. Ese fue un detalle que de niño no supo valorar.
En la memoria de esa crisis original solo quedaron breves impresiones como un collage de fotos también en blanco y negro, como las almacenadas en la caja por su hermana, hasta que su padre le ordenó recluirse en su habitación. Luego eran solo sonidos o silencios, nada más. Ese suceso no solo quedó en su cerebro, sino que impregnó su cuerpo y se metió bajo la piel, donde permaneció por mucho tiempo sin decidir emerger ni extinguirse.
Cuando aún VD# no había salido del hospital donde estaba recluida por su crisis, otro polvorín, uno social, estalló en Córdoba. El viejo televisor Philips se encargó de mostrar las imágenes del estallido popular, lo que provocó una furia en GK# que hizo que DL# lo viera por primera vez como un total desconocido, un odioso intruso que se había atrevido a meterse en sus vidas.
A diferencia de su actitud cuando la muerte del Che Guevara que la tomó con desprecio, pero con aparente indiferencia, a GK# la rebelión cordobesa le reclamó su atención. Al regreso del trabajo, el hombre permanecía frente al televisor observando las combativas escenas de la revuelta, farfullando maldiciones anticomunistas. Leía a la mañana el diario La Nación y a la tarde la quinta de La Razón y en esos diarios nutría su furia. GK# no dejaba de repetir que la pueblada fue la peor afrenta que sufrió el país. Adulto descubriría que esa frase su padre la había tomado de un editorial del diario La Nación.
El Cordobazo ocupó toda la atención del niño por esos días. El fuego entre los hombres, las marchas y las voces, las ocasionales banderas que en blanco y negro flameaban por oleadas. Policías huyendo sin mirar atrás, los mismos policías que podían meterlo preso por solo gritar ¡Viva Perón! Y luego los soldados marchando por las calles, sumergidos en un toque de queda que hizo la noche más noche que cualquier otra.
La llegada del hombre a la luna no produjo en él la misma impresión que los tres sucesos liminares de su joven vida que dejaron su huella para siempre. Ese viaje espectacular de la nave Apolo 11, estaba vinculado a la fantasía “intergaláctica” más cerca a “Perdidos en el espacio”1 que a un suceso real. Cuántas veces él y sus compinches habían imaginado viajes interplanetarios subidos a los árboles, viajes que, en más de una ocasión, terminaban abruptamente al caer de dos metros de altura a la vereda, sin paracaídas ni nada que amortiguara los golpes. 

XXI 

La música no miente 

Un breve mensaje en su celular. Adriana escribió: “Están las partituras de tu hermana, ¿las querés o las tiro a la basura?”
DL# vaciló. ¿Para qué querría unas cuantas partituras viejas que nadie volvería a leer? Al mismo tiempo se sintió miserable de solo pensar en arrojar las hojas pentagramadas a la basura, era como echar al basurero parte de lo que fue su hermana.
“Voy a buscarlas”, fue todo lo que respondió. Luego, Adriana, envío símbolos amorosos y una “V” de victoria. El mensaje resultaba más que expresivo que él.
Viaje tedioso en tarde tediosa. Por las calles que circulaba el colectivo intenso tránsito, imposible escapar al sopor que provocaba viajar en un colectivo que se detenía en todas las paradas para permitir el ascenso y el descenso de los pasajeros. El largo viaje lo dejó sin ningún deseo de discutir ningún asunto. Tomaría las partituras y se marcharía al instante, no toleraría que Adriana se le frote por ninguna parte de su cuerpo. Estaba decidido a no permitir que ella lograra ponerlo del peor humor.
Llegó a la casa. La tarde se acababa. Al lado que decidiera mirar veía el mismo horizonte como si el barrio estuviera contenido por dos inmensos espejos. Apenas llamó a la puerta, de varias casas se asomaron vecinos. Nadie quería perderse la presencia de alguien ajeno al barrio y que además era el hermano de la mujer muerta hacía poco tiempo. Adriana, con seguridad, se había ocupado de difundir todo lo que ocurrió desde el deceso de VD#, pasando por el rito de la cremación y luego la íntima ceremonia en una bóveda del cementerio que una vecina generosa ofreció para la guarda de las cenizas. DL# sospechaba que todos los vecinos estarían enterados con antelación de su visita, y el estado de expectación que detectaba por sus miradas y cuchicheos, era un estado natural para quienes esperan algún suceso diferente que alterara la rutina diaria. Pero DL# llegó desprovisto de todo ánimo de pelea. Frustraría a los vecinos, ni discutiría con Adriana, se limitaría a saludarla y partiría al momento con las partituras.
Adriana abrió la puerta. Le sonrió. Para sorpresa de DL# llevaba una dentadura nueva y blanca. Tal vez demasiado blanca. La prótesis le habían cambiado el semblante. Bajo las prótesis las negras encías reptarían con leves movimientos ondulantes. No podía dejar de asociar esas encías a un par de oscuras y lubricadas lombrices. Ella parecía feliz, pero DL# no lo atribuyó a su visita.
—Puntual como siempre. —Le dijo no sin sorna.
—Vengo a buscar las partituras.
—¿No vas a pasar? ¿O tenés miedo que te muerda? —La ironía fue calculada. Castañeó los dientes y soltó una recatada carcajada.
—Prefiero que me dé las partituras porque debo volver rápido a casa.
Adriana rio y desoyó el pedido.
—¡Pasá! ¡Pasá! No me voy a aprovechar de vos. Además, tengo algo que decirte y no lo voy a hablar en la vereda. ¿No ves todos los chusmas pendientes de nosotros? Seguro creen que nos vamos a poner de novios toda la noche.
DL# movió resignado su cabeza. Se había prometido no protagonizar ningún incidente y menos ante el vecindario. Accedió a entrar a la casa. Al ingresar notó cambios en ella. Desde el pequeño patio podía observarlos. El más notorio era que la casa estaba limpia, casi no se podía percibir el olor a cigarrillo y orina y mierda de la perra; y las paredes estaban pintadas de un rosa pálido. Notó que la perra no estaba.
—¿Y la perra? —preguntó como si le importara.
—Por desgracia se escapó. —Adriana mintió; no puso empeño por parecer verdadera.
—Qué oportuno.
—Tu papito la sacó a pasear y se le escapó. Justo a él que no se le escapa ni un detalle. —Suspiró suavemente—. Es que está muy viejito ya, medio sordo, algo lelo, camina chueco. Su señora no lo debería dejar solo. JO, no sé si sabés que así se llama —DL# hizo como que no escuchó el nombre—, debería cuidarlo mejor. Mucha diferencia de edad, no sé si sabías. ¿A vos quién te cuida?
DL# no pudo evitar una sonrisa.
—La Virgen María y el Niño Dios. ¿Suficiente?
—No sé, decime vos. Lo de la virgen me cuesta creerlo. ¿Qué mina quedaría virgen al lado tuyo?
DL# eludió la respuesta.
—¿Pintaron?
—Pinté, corazón. Mientras no tenga novio estoy solita. Pinté. Pinté con todo amor. Quiero que la casa de mi querida amiga se vea linda, limpia, acogedora, muy acogedora.
—FF# quiere poner en venta la casa de inmediato.
—Suponía. Tu hermano es un interesado. VD# me lo dijo muchas veces. Me decía “a ese solo le importa sacarme plata”. En cambio, de vos decía que sos generoso aunque no se te nota. Hasta ahora a mí no me diste nada, con lo poco que te pido.
—Le di todo lo que dejó mi hermana.
—¡Cierto! ¡Amor! Me disculpo, si querés te lo pago en especie.
—No es necesario.
—Vos sabrás. Pero yo te quería hablar de la casita.
Adriana invitó a DL# a pasar al pequeño comedor, DL# aceptó. La cama de VD# ya no estaba, ni su mesa y silla embadurnadas de la grasa del cigarrillo. Los vellones de pelo negro y fino de la pastora belga habían casi desaparecido por completo. El cambio era notable.
—¿Qué necesita decirme de la casa?
—¿Nunca me vas a tutear? Mirá, te lo tengo que decir. Una cosa es irse a la cama y otra tutear. Si me tuteas, no voy a acabar, te lo juro. —DL# estaba avergonzado, pero insistió en no tentar ningún debate con la mujer. Si ni siquiera tuteaba a su madre, ¡cómo iba a tutearla a ella!
—La escucho sobre la casa. —Adriana sonrió resignada
—Tu papito me pidió que me quede a vivir acá, tiene miedo que unos vagos de mierda ocupen la casa. No sé si sabés que los que arreglan las ocupaciones son los canas, los mismos que te hicieron el certificado de defunción. Así que ellos saben que VD# se murió, que vivía sola y que ustedes viven lejos, muy lejos. Algún alcahuete del barrio les debe haber dicho que ustedes se veían poco, aunque tu hermanito no venía nunca salvo a buscar guita y como VD# lo sacó carpiendo, debe hacer como dos o tres años que no se volvieron a ver. Mirá como será de desgraciado el tipo que ni vino a ver la hermana muerta.
—No estaba bien. Él tiene sus ñañas.
—¡Ñañas! ¡Qué lindo! Pero vos y yo sabemos que es mentira. Tu hermano nunca está bien si no le dan plata. —Adriana se acomodó el cabello, se acercó unos centímetros más a DL# y siguió hablando. Él podía sentirle el aliento y un suave perfume que creyó reconocer. O era una ilusión óptica o la mujer había mejorado tanto su aspecto que hasta parecía más joven.
—Te decía. Un día la cana mete a una mina con quince pendejos y entonces ustedes hacen la denuncia, porque tenés que hacer la denuncia por usurpación ¿viste? Viene la policía que ya está arreglada con un juez, le dice la juez que intervenga, y el juez dice “pobre mujer con tantos niños que no tienen donde vivir”. Hijo de puta el juez. El juez pregunta “¿La casa está desocupada?” La policía le dice “Sí! La dueña se murió y no venía nadie de la familia. Parece que los hermanos eran dos mierdas y el padre ¡tan viejito!”.
—¿Y la mujer esa que cuidaba a la enferma y que solo quiere acostarse con el menor de los hermanos? —El desgraciado del Juez pregunta, no quiere dejar cabos sueltos. Y yo vengo a ser un cabo suelto.
Un policía le dice:
—¿Esa? Esa no cuenta, la sacamos de una patada en el culo.
Entonces el juez te da por la cabeza la Ley Mércuri y no recuperás nunca más la casita. Nunca. Te la chorean. Fuiste. ¿Me entendés? Después de un par de años, o ni siquiera eso, vuelan a la mina y a todos los pendejos a la mierda y venden la casa porque “alguien”, no sé si me explico, “alguien” truchó la escritura. Adiós casita. Si te he visto no me acuerdo.
—¿Qué dice la Ley Mércuri?
—¿Querés que te explique la Ley? Me va a llevar toda la tarde, incluso la noche. Yo explico todo muy bien. ¿Por dónde querés empezar?
—No hace falta, con lo dicho me alcanza. Entiendo que para evitar que la intrusen usted se quedaría a vivir aquí.
—Por un tiempo. Un tiempo hasta que pueda resolver mi vida. Digamos, dos o tres años. Por ahí cuatro. La vida está difícil. Poco tiempo. Mirá qué linda la tengo, toda limpita, recién pintada, sin olor a pis ni a caca de perro. Además, yo no fumo. No tengo enfermedades, soy sanita. Tenelo en cuenta, hoy por hoy, ser sana no es poca cosa. Acá, las del barrio, la mitad ya están podridas y la otra mitad se va a pudrir pronto.
DL# se frotó el rostro con las dos manos. No iba a discutir, después de todo a él esa casa no le interesaba. Sabía que FF# pondría el grito en el cielo, pero también sabía que no podía hacer nada porque la propiedad estaba a nombre de la madre muerta y no se había tramitado la sucesión de la propiedad. DL# ni siquiera sabía dónde estaban los títulos de la casa.
—Bien, dame las partituras y me rajo. Después hablá con mi hermano. Yo no me voy a meter en este quilombo.
—Me tuteaste. Viste que no es tan grave. Y yo no sentí nada, ni un cosquilleo en la cosita.
DL# tomó la bolsa con las partituras. Salió a la vereda; más vecinos estaban asomados a puertas y ventanas, todos atentos a lo que ocurría en la casa donde viviera VD# y ahora viviría Adriana.
No hubo gritos, no hubo discusiones, no hubo pelea. Gran desilusión. “Por ahí este no era tan hijo de puta como decían”. Una vecina dijo en voz alta para que DL# escuchara el comentario. Todo fue pacífico, salió, saludó a la mujer, también a los vecinos, quienes no respondieron el saludo, y se dirigió a la parada del colectivo para regresar a su casa. Lo tenía decidido, esa era la última visita a esa casa, no tenía ningún interés en la propiedad. Era la última vez que confrontaría con Adriana. Le restaba escuchar los lamentos de FF# por perder la oportunidad de hacerse de un negocio inmobiliario. No todo en la vida es dinero.
—Volvé cuando quieras, ya sabés lo que te espera. Siempre hay más de lo bueno. —El barrio rio al unísono. DL# se marchó avergonzado. Para sí dijo “no puedo ser tan pelotudo”.

DL# recordó una expresión que su hermana solía repetir a menudo. “La música no miente, no sabe ni puede mentir”. La verdad merecía su rescate. Con ello justificó el viaje para salvar las partituras. Las conservaría. En el viaje de regreso imaginó que alguna de ellas hasta podrían lucir en un marco, como un cuadro original.
Llevaba en una modesta bolsa de basura un pedazo de la vida mejor de VD#. La música era de las pocas cosas que a ella no le provocaban disturbios. ¡Por el contrario! Paz en la perfección. La suma de talento y sentimiento la sacaba del conflicto permanente con su mente, con las medicaciones que le vaciaban el cerebro y la devolvían tal vez al único estado en el que ella se sentía casi completa. Casi, porque lo otro que anhelaba para completarse era tener un hijo.
Dos cosas no podían mentirle, la música y un hijo. La música no necesita fraguar sus verdades, tampoco los niños. Llegan al mundo de manera semejante, a veces de manera espontánea, inesperada, y provocan las mismas sensaciones de felicidad y admiración. DL# se conformó con su decisión, esas partituras le haría tanto bien como supieron hacerlo con VD#. Poseerlas eran un modo de extender el vínculo entre los dos hermanos que no podía ya ser alterado ni destruido.
Con FF# y el malogrado negocio inmobiliario ya se las compondría. Cierto que no era buena la relación que mantenían. Pasaban meses sin saber uno del otro, a veces un año. No era indiferencia de su parte, o tal vez la cuota de indiferencia no fuera tanto mayor que la de una instintiva necesidad de autopreservación. FF# le resultaba dañino. Para DL#, su hermano era como una araña, siempre atenta al sutil movimiento de una tela imaginaria. Apenas ella vibraba, acudía rápidamente a succionar el jugo vital de su víctima. Esquivar sus colmillos había sido difícil y solo la distancia, la prudente distancia, lo ponía a salvo del veneno. Si era atrapado, licuaría sus tripas hasta volverlas un caldo suave y cálido y haría de él un pequeño pelele inútil. Mutaría a un muñeco reseco, pendiendo de un hilo delgado listo para caer al vacío.
DL# estaba convencido de que eso fue lo que ocurrió con su madre. FF# la fue succionando lentamente, casi sin que ella pudiera advertirlo para ponerse a salvo. La amalgama de envidia, arribismo y haloperidol, lo había vuelto un ser calculador e insatisfecho.
FF# odiaba a su padre, aquella fallida huida había dejado una huella indeleble. Sin memoria del acto fallido, al tomar conocimiento por la infidencia de la abuela materna, lo abatió una sensación de frustración de la que no pudo liberarse desde entonces. ¿Habría cambiado su vida si la huida hubiera sido exitosa? ¿Habría sido Rosa (Rosa, Rosa tan maravillosa), una mejor madre o, al menos, una mejor compañía que esa mujer algo desaliñada que lo mantenía bajo su ala como si fuera tan solo un pollo incapaz de valerse por sí mismo? Interrogantes sin respuestas, “uno es uno y sus circunstancias”
Al tiempo que odiaba a su padre por hacerlo responsable de sus fracasos, lo buscaba casi de manera obsesiva. Se atraían y se rechazaban con la misma fuerza. Dos almas electrizadas que por sus semejanzas se rechazaban y por sus diferencias se atraían. Esa puja resultó nefasta para la familia, porque al tiempo que seguía siendo la esperanza por su condición de primogénito, por ella misma era repudiado sin piedad cuando fallaba.
Es que al fin de cuentas para GK#, FF# había resultado un fiasco, un muchacho de espíritu débil, un enclenque moral al que nada le venía bien y solo se interesaba en su propio bienestar. Para FF# su padre era simplemente “un hijo de puta al que hay que sacarle plata”. Algo que, por otra parte, no era sencillo, GK# nunca fue generoso. No había herencia familiar porque la mayor parte se había gastado en la enfermedad de GK# segundo y porque el sobrante había sido malgastado en negocios siempre fallidos por GK# tercero. DL# no sabía que la segunda esposa de su padre había heredado una interesante fortuna de sus tías y que eso le había permitido a GK#, especulando, cambiar el rumbo ruinoso de su economía.
DL# se abstendría de ser él quien le dijera a su hermano del destino de la casa de VD#. Después de todo, confiaba en que Adriana se ocuparía de defender la propiedad mejor que él y, además, ella tenía como aliado al propio GK# y FF# no se atrevería a desafiar lo que él había ordenado.
Ya en su hogar, DL# vació la bolsa y colocó sobre la mesa todas las partituras. Él no las entendía, no sabía qué significaban esas sucesiones casi infinitas de puntos negros y rayas que caían verticales desde ellos. Los nombres de los compositores de esas partituras no le aportaban nada. Tárrega, Joaquín Rodrigo, Heito Vila-Lobos, Fernando Sor, Emilio Pujol, y otros que ni siquiera intentó balbucear, eran para él totalmente desconocidos. No tenía ninguna intención de descubrir de quienes se trataba y estaba muy lejos de comprender por qué su hermana había seleccionado esas partituras.
VD# no le indicó que se preocupara de conservarlas, pero sí Adriana. Tal vez la mujer no fuera tan simple como él la tenía valorada. ¿Por qué Adriana estaría interesada en que él conservara las partituras? Siguiendo la lógica del gran benefactor, a quien debía haberle preguntado qué debía hacer con aquellas, era al propio GK#. Después de todo se comportó como su protector al ordenar que ella permaneciera ocupando la vivienda de VD#. A los benefactores no se les oculta nada porque ellos pueden quitarte lo que te dieron sin vacilar.
DL# sintió curiosidad por ese comportamiento de Adriana, después de todo era la única persona que conocía a VD# en su intimidad. Podía estar equivocado y su actitud no significar nada. En ese caso, las partituras irían a parar a una baulera y allí quedarían hasta que él u otro se decidiera a donarlas o tirarlas por papel viejo.
¿De cuántas partituras se trataba? Las contó sin prisa. Cincuenta y seis. El número era coincidente con el de las fotos y la edad de VD#. No tuvo dudas que las partituras no se reducían a un recuerdo.
Sospechó que Adriana estaba al tanto de la importancia de esos papeles y atribuyó a VD# la orden de entrega.
Decidió revisar una por una. Estaba seguro de que se toparía con algún dato, alguna referencia de un suceso o de una persona que VD# quería que él dedujera.
A la izquierda de la mesa acomodó las partituras a verificar, a la derecha fue depositando cada una luego de repasarlas con sumo cuidado. Todas tenían anotaciones de puño y letra de VD#. La letra no era fácil de leer, pero se trataba de una caligrafía muy similar con la que estaban escritos los dorsos de las fotos. ¿Podía ser que aquellas anotaciones no hubiesen sido realizadas por algún antepasado sino por su propia hermana? La comparación se hizo inevitable. Culminaría la revisión de las partituras y luego se enfocaría en la comparación de las caligrafías.
Al promediar la búsqueda encontró una partitura de más de diez páginas, que estaba llena de anotaciones. En ella, a diferencia de todas las anteriores, no estaba impreso el nombre de la composición ni el del autor. Era una partitura manuscrita.
En todas las páginas y en todos los pentagramas VD# había escrito impresiones sobre la música, sobre su armonía, su contrapunto, la forma de interpretar uno u otro párrafo. Pero había una peculiar dedicación por establecer analogías entre los tonos musicales y los visuales, no tanto para el pensamiento en la comprobación estética, sino como forma encriptada de hacer saber algo. La lectura era muy farragosa, la escritura no seguía un orden lineal, sino que describía curvas y contracurvas como si se tratara de círculos que se envolvían unos a otros y fueran diseñando una espiral infinita. Una espiral que, de acuerdo a cómo se dispusiera la partitura, se podía ver la curva ascendente o la inversa, descendente.
Separó esa partitura del resto. La revisión de las demás no arrojó nada igual a ese peculiar escrito musical. Todas tenían alguna anotación, pero se limitaban a cierto señalamiento sobre el modo de interpretar uno u otro pasaje musical.
Si la música no puede ni sabe mentir, era probable que en esas hojas escritas y reescritas casi demencialmente, esas oraciones que descubrían círculos concéntricos hasta apiñarse en un manchón negro del que salía nuevamente el brazo de otra espiral hacia otra zona del papel, debía estar escrita la verdad de lo que VD# quería que él supiera. DL# estaba muy lejos de sentirse un inteligente detective capaz de seguir los rumbos que VD# le proponía recurriendo a las fotografías, las partituras y su propia muerte. ¿En esa trinidad estaría la revelación? 

XXII

JO 

La salud mental de VD# pareció seguir el destino de la política argentina. Momentos de furia seguidos de una calma relativa pero engañosa. Cuando arreciaba la ira, VD# iba a dar al psiquiátrico. En otras oportunidades, la internación era precedida de una intensa paliza que GK# le propinaba a los gritos. Como VD# no podía llorar, a nadie le parecía tan grave. ¿Sin lágrimas no hay dolor? Ridículo.
Los primeros gritos eran de VD#, repetía “papito, papito, papito”, y en su boca “papito” sonaba como una pedrada. Luego lo llamaba al padre por su nombre, el que repetía sin parar, “GK#, GK#, GK#”, y por último imploraba “por favor, por favor, por favor”. Esta secuencia era inalterable, en cada crisis se repetía tres veces, “papito, GK#, por favor”.
Luego era GK# quien gritaba. También sus gritos se repetían “hablá bien, no soy G, no me llamés papito, no me llamés por mi nombre, soy tu padre, ¡PADRE!”. “¡Soy tu padre!”. “¡Dejá de inventar!”. “¡No delirés!”. “¡Tomá los remedios!”. “¡Dejate de joder!”.
AD# miraba sin intervenir, parecía ausente. La pregunta llegaba a los labios del hijo, pero no se profería, “y usted madre, ¿dónde estaba?” FF# a veces ignoraba y otras disfrutaba el escándalo. Como no había lágrimas, estaba convencido de que su hermana simulaba y así lo decía. Así que el término “simuladora” entró a la familia y sentó sus reales. “Simuladora”, “farsante”, “embustera”. ¡Qué se podía esperar de esa niña rara!
Luego de gritos y golpizas llegaba la ambulancia y en ella el médico, los enfermeros y la droga. Sujetada por los enfermeros, FF# y el padre, el médico la inyectaba y luego que la droga surtía efecto, la llevaban. DL# no olvidará jamás esas escenas. Se lo preguntó muchas veces, ¿quién estaba más enfermo?
La internación de VD# abría un tiempo de silencio que colmaba todo en la casa. Salvo él, todos parecían disfrutar la ausencia de la niña. Sin lágrimas y sin lamentos los días transcurrían sin sobresaltos. Se lo había dicho desde el mismo día del nacimiento de la niña, lo suyo había venido a alterar la buena vida. Y la abuela paterna mascullaba que si se la hubiera entregado en adopción en el primer momento, la paz reinaría en el hogar.
GK# parecía disfrutar de la ausencia de VD#. Pero su satisfacción personal no redundaba en una mejor estancia en la casa.
Es posible que fuera en aquellos momentos en que DL# reparó en la ausencia de gestos amorosos de parte de su padre y su madre, mucho más ausentes con respecto a la niña. Sin palabras afectuosas, sin caricias visibles, los días en que VD# permanecía internada transcurrían con la misma pasión que la de un osario. Fue en esa oportunidad que la relación familiar se le hizo gris como la ceniza de los huesos, un pase de sombras a otras.
GK# estaba totalmente alejado de cualquier actividad militante. Resultaba indiferente a los comentarios sobre el gobierno de aquel hombre en el que había cifrado sus esperanzas. El entonces coronel Lanusse “azul” que se volvió “violeta” ya revistaba el grado de General y se había encumbrado en el Ejército y en el gobierno. La dictadura hablaba de su retirada. Ni siquiera el mencionado posible retorno de Perón parecía preocuparle. Si Lanusse, como dijo, estaba dispuesto a tragarse un sapo que se llamaba Perón a quien finalmente proscribió, ¿por qué no habría de estarlo él quien no tenía ninguna responsabilidad política?
Fue VD# quien dio una pista sobre ese comportamiento apático del padre. Lo sintetizó en dos letras “J” y “O”. JO. Fue todo lo que dijo y lo dijo sin que GK# pudiera escucharla. Luego ridiculizó “jo, jo, jo”, confundiendo a su madre y a la abuela paterna, pero no a DL#. Ellas lo tomaron como un divague de la niña rara.
En realidad repitió “jo, jo, jo” para que DL# la escuchara. “Jo, jo, jo”. Todavía recuerda cómo sonaron esas dos letras pronunciadas primero por separado y luego juntas. “J” y “O”. “Jo, jo, jo”. Claro que la ironía de VD# no pasó inadvertida para él, pero si bien captó el tono sarcástico del “jo, jo, jo”, no supo descifrar su significado y no le atribuyó mayor importancia a esas dos letras. Tiempo después descubrió que eran las iniciales del nombre de la nueva amante de su padre. Cómo VD# supo de ella siempre fue un misterio para DL#. En cambio, él, por accidente, vio a GK# una tarde de la mano de una desconocida. La mujer era alta, tanto como su padre. Era joven y bastante más joven que GK#. “JO, JO, JO”. Entonces el sarcasmo de VD# tuvo sentido.
No pudo olvidar esa visión de su padre con otra mujer tomándole la mano, fue el mismo día en que decenas de supermercados Minimax ardieron tras el estallido de cócteles molotov.
Propiedad de David Rockefeller, los supermercados fueron el blanco de la furia popular contra la presencia de un “odiado representante del imperialismo yanqui”. Así le dijo su hermano, quien se jactó de haber participado del ataque. Pero eso a DL# no le interesó porque simplemente no le creyó. ¡Fanfarrón! Fue el calificativo que pensó, pero no se atrevió a decir. ¡Fanfarrón! FF# por entonces estaba terminando la escuela secundaria y entre esos jóvenes la palabra revolución iba de boca en boca prometiendo un cambio radical para la sociedad. Revolución, luchar armada, por uno, dos, tres Vietnam y otras consignas que DL# no comprendía por entonces.
Los Minimax ardieron y quedaron reducidos a cenizas y escombros. Mientras el fuego ardía en uno de los Minimax que se hallaba a pocas cuadras de la casa familiar, DL# los vio. ¿Esa mujer besó a su padre en los labios? ¿Su padre le manoseó los senos? ¿Si o no? Tal vez fue así, pero no quiso asegurarse de ello. Temió creer en lo que vio. ¿Se besaron? ¿Se tocaron con total descaro frente a los restos aún humeantes del supermercado?
Tal vez. O tan solo fue una confusión y supuso ver pero no vio. Puede pasar. “Jo, jo, jo”.

Se preguntó si no debía seguirlos. Pero se acobardó al momento. Surgió la pregunta inevitable, “¿debo hablar con mamá?” Tal vez eso fuera lo correcto.
Aun con la imagen de las llamas y los besos corrió hasta la casa. Tocó timbre sin detenerse, FF# abrió la puerta y lo insultó. Luego le dio dos coscorrones. No le importó ni el insulto ni los golpes. Preguntó: “¿está mamá?” FF# lo ignoró. AD# no estaba y eso era un inconveniente. Debía esperar.
Corrió por el patio y llegó a la cocina comedor. Entro a las apuradas, dudando de FF# pregunto: “¿Está mamá?” La abuela paterna estaba tejiendo, lo observó extrañada, el niño denotaba una fuerte agitación. Ella respondió:
—Fue a la carnicería. —DL# supo que tardaría.
—¿Te pasa algo? —Para un niño mentirle a su abuela no es sencillo. Pero encontró un atajo.
—¡Incendiaron el supermercado!
—¿Y vos que hacías frente al supermercado?
—Pasaba.
—¿Y a quién le pediste permiso para ir hasta el supermercado?
DL# comprendió que el asunto no sería tan fácil. Estaba en falta.
—Cuando venga tu padre le voy a decir que te fuiste solo hasta el supermercado que estaba incendiado.
No estaba preparado para esa amenaza y no podía pedir complicidad.
—¿Para qué querías a tu mamá? —DL# no podía comprender como esa “maldita vieja” sospechaba que tenía un mensaje para su madre.
—Solo para contarle que me dio miedo.
—Mirá vos. Te dio miedo ver el fuego pero no salir sin permiso. Esperemos a tu padre y veremos qué dice. —DL# sabía que estaba perdido.
GK# llegó primero. Pero no fue a la cocina, permaneció en su habitación. Al momento llegó AD#.
Apenas ella entró a la cocina, la abuela la puso al tanto de la falta de DL#. Él solo atinó a rogar “no le digas a papá”.
A pesar de ser un niño comprendió que si decía que había visto algo fuera de lo normal entre GK# y una mujer, sería tildado de embustero y acusado de inventar semejante mentira para salvarse del merecido castigo por salir sin avisar y sin pedir permiso. Se resignó.
Repitió su ruego varias veces. AD#, finalmente, accedió.
—Bueno, no le diremos nada a tu padre, pero no vuelvas a repetirlo. No podés salir sin permiso.
—Si mamá. —Fue todo lo que pudo decir y nunca más habló de lo que había visto.
Desde la distancia del supermercado en llamas, él creyó escuchar como una risa, “Jo, jo, jo”. 

XXIII 


Saber ver, saber escuchar 

Un nuevo mensaje en su celular. Adriana escribió: “Saber ver, saber escuchar. ¿Podés? Te lo dije en casa, ves, pero no sabés mirar, oís, pero no sabés escuchar. Pero no me diste pelota”. DL# no comprendió. ¿Debía llamarla? No lo deseaba, conocía el procedimiento. Si él la llamaba, ella se saldría con la suya.
Nuevo mensaje, “¿Observaste las fotos? ¿Leíste la partitura? No hay peor olvidadizo que el que no quiere recordar”.
No tuvo opción, la llamó, pero ella no respondió el llamado. Era esperable, la venganza a veces luce no por hablar sino por callar.
No sabía cómo interpretar los mensajes. Adriana sabía más de lo que él creía, seguramente se transformó en la confidente de VD# y estaba al tanto de datos a los que él nunca había accedido.
Estaba obligado a cambiar su trato con la mujer, después de todo fue ella quien la cuidó los últimos años y estaban mucho tiempo juntas. Parecía ser la única en condiciones de asistirlo en la búsqueda.
VD# manifestaba por Adriana sincero afecto, aunque él no le atribuyó mayor valor. Adriana además era provocativa y eso lo desestructuraba.
Obediente volvió a revisar las fotos que había fijado en el panel. Una por una, sin importarle cuántas veces las hubiera visto antes. ¿Pero era eso lo que Adriana le quería decir?
Cincuenta y seis fotos distribuidas en hileras de siete cada una, agrupadas en conjuntos de catorce fotos. Cincuenta y seis fotos, cincuenta y seis años, cincuenta y seis partituras. Cincuenta y seis, número compuesto, que tiene los siguientes factores propios: 1, 2, 4, 7, 8, 14 y 28.
Fotos seleccionadas, ocho, cinco de las niñas, uno de los GK#, una del hombre sin rostro y una del niño con el violín a sus pies. Ocho fotos. Intuyó que el dato no estaba solo las fotos, sino que podía estar en el número. Saber ver, para sí agregó, saber pensar. ¿Cómo se aprende a reflexionar? Sin prejuicios. Él estaba lleno de prejuicios, así lo habían educado.
Luego repasó números, fechas, datos. Asoció algunos números a sus recuerdos.
¿A qué edad su hermana comenzó a hablar del cadáver que arrastraba su cadena por el patio de la casa familiar y decía que se estacionaba junto a su cama? A los siete años. Siete años de edad, siete fotos en cada hilera. ¿El número era siete?
¿A qué edad VD# sufrió la primera crisis? A los catorce. Catorce fotos por grupo. ¿A qué edad VD# fue obligada abortar? Algo de lo que DL# se enteraría mucho tiempo después. A la edad de veintiocho años. Siete, catorce, veintiocho. ¿A qué edad murió? A los cincuenta y seis. Los números era la referencia, el marco en que VD# dejó sus mensajes. Tal vez no fueran la pista sino la referencia. ¿Cómo saberlo? Saber ver y saber escuchar. Saber pensar. Despojarse de prejuicios, lo más difícil. Las personas estamos organizadas en prejuicios, no en libertades.
DL# estaba aprendiendo. Se preguntó ¿qué no había sabido ver y qué palabras, qué conversación pasó por alto?
“No hay peor olvidadizo que el que no quiere recordar”. ¿Qué era lo que él no podía o no quería recordar? Aunque no le gustaba lo que iba a hacer, volvió a llamar a Adriana. No obtuvo respuesta. Insistió. Silencio. ¿Era un juego entre cazador y presa o la mujer realmente había cortado el vínculo con él? No se desanimó.
Recordar, esa era la acción que Adriana le sugería. Recordar qué le dijo su hermana. Le habló de sus cinco verdades. Para descubrir la cuarta y la quinta verdad debía volver a la infancia para la cuarta y volver al pasado para la quinta. Para ambas atender las fotografía. ¿Era tan complicado? La infancia podría ser la de ella misma, la de ambos, la de las trece niñas de las cinco fotografías, la del niño con el violín a sus pies. ¿Las demás fotos no contaban? ¿Cómo saberlo? Eran rostros, cuerpos, gestos, sombras que no comprendía y no siempre quien más mira más ve. Ver es atender, es comprender y también intuir. Ver a través de las oscuridades, aprender a hacerlo a través de los espejismos. 

XXIV

Es hora que hablemos 

AD# murió tiempo antes que su hija. Meses después que su madre. No fue una muerte anunciada, por lo menos no para él, no la esperaba. Fue como cortar un tallo de un solo golpe. Un vecino estaba con ella cuando se desmayó. AD# quedó tirada en el piso, boca arriba, con sus ojos abiertos mirando nada. El buen hombre llamó a emergencias médicas. La ambulancia no se tardó.
El médico le tomó el pulso, constató que AD# estaba muerta. Él la resucitó, el protocolo así lo exigía. La trasladaron al hospital más cercano. Murió en el trayecto. El médico certificó el fallecimiento, escuetamente escribió “óbito: 14:45”.
En ese momento DL# no reparó en la hora de la muerte. Tiempo después, descifrando el enigma que le dejó su hermana, descubrió que el horario de esa muerte no escapó a la regla de la progresión aritmética.
El vecino se comunicó con DL#. Avisar la muerte de un familiar no requiere demasiadas palabras. A veces porque no hay qué decir y otras porque no se sabe qué. Fue el caso; el pobre hombre llamo a DL# para ponerlo al tanto de la mala nueva, solo atinó a decir “tu mamá murió este mediodía”. Luego “se la llevaron al hospital de la zona. Mi más sentido pésame”. Eso fue todo.
DL# se ocupó de avisar a sus hermanos, sus reacciones fueron opuestas. VD# se lamentó desconsolada, FF# pareció indiferente.
—Mamá guardaba dólares en algún lugar, habría que buscarlos para que no lo roben los vecinos. Fue todo lo que FF# respondió cuando supo de la muerte de su madre. Estaba dispuesto a meter la mano hasta las tripas muertas con tal de hallar el dinero. “No te dije que era un interesado. Este no quiere a nadie”, le pareció escuchar la voz de VD# recordándole las mezquindades del hermano en común.
Un día antes de la muerte de AD#, madre e hijo se reunieron, ella quería hablar con él.
—¿Va a venir este domingo?
DL# dudó. No pensaba visitar a nadie, quería descansar.
—¿Quiere que vaya? —Respondió especulando con que su madre lo eximiría de la obligación.
—Quiero hablar con usted. —Era una orden, no una invitación.
No hubo manera de evitar el encuentro. La madre quería hablar con el hijo, cómo negarse, no cabía negarse. Y aunque él sospechara de qué quería hablar su madre, la escucharía con amor y paciencia, como correspondía.
Cada vez que la veía la notaba más frágil y eso que no era muy mayor. Ese cambio de apariencia se acentuó cuando murió su propia madre, la abuela materna que siempre había sido el sostén de la familia, por lo menos de esas parte de la familia.
Cuando el vecino le comunicó su muerte atinó a comprender que aquella imagen de fragilidad no era caprichosa.
La endeblez comenzó al tiempo que se colgó una crucecita del cuello.
—Por qué se cuelga ese crucifijo, usted no es católica madre. —Le dijo.
—Es cierto. Pero soy cristiana que es mucho mejor.
Tal vez fuera cierto que los cristianos a secas fueran mejor que los católicos.
AD# no era mujer de misa. Se justificaba diciendo que había completado sus obligaciones sacramentales siendo niña.
—De niña fui a muchas misas cuando pupila. Iba en ayunas, no como ahora que van comidos y bebidos. Dos horas de rodillas la misa en latín. ¿Sabe lo que es eso? Mis misas valen por cinco o seis de las de ahora. Ahora no es misa, es pasatiempo. Cantan, bailan, leen unas palabritas y se dan por salvos. Ingenuos, creen que Dios se conforma con tan poco. Además, ¿a qué iría ahora? ¿A confesarme? No puedo, eso sería terrible, lo que está con una en vida se va con una en la muerte. Calladita. Ya estamos todos en el infierno, por más que rece no hay cómo arreglar las cosas mal hechas empezando por su padre. No estoy en edad de reproche y pronto no estaré en edad de reclamos. El tiempo pasa demasiado pronto. Después del amor, lo que más rápido se va es el tiempo. Sépalo. No sea zonzo.
Para DL# lo de GK# era lo más sencillo de resolver, más que muchas otras cosas de la familia, por lo menos de esa parte de la familia.
—Las veces que le dije que se divorcie.
—¿Qué? —AD# exclamaba sorprendida por la sugerencia del hijo—. Eso no está permitido. ¿Por qué habría de divorciarme?
—Porque le ponía los cuernos, porque le quitaba el dinero.
—Fue un miserable. Pero eso no fue lo más grave.
—¿Qué entonces? —DL# no imaginaba que hubiera algo peor.
—¿Qué entonces?
—Cosas de pareja. Usted habla porque no tiene pareja, ya verá si se compromete, las cosas cambian.
—Usted lo apañó todo el tiempo.
—Cosa mía. ¿Me cuestiona?
—Le doy mi opinión.
—¿Yo se la pedí? —Rezongó—. De todos modos, él hizo el divorcio y se quedó con todo. Él y esa que tiene al lado. Dios lo perdone, yo no.
AD# entonces besaba su crucecita y con ello acababa la discusión, le gustara o no a DL#. Así siempre. Por ello el hijo no lo entusiasmaba la visita dominguera, siempre volvía sobre el mismo tema, él la traicionó y se quedó con todo. ¡Con todo lo que ella había soportado por él! Luego de ese diálogo sabía que venían el reproche por su apatía.
Así le decía:
—Usted debería ir y echarle las cartas a ese desgraciado. Nos quitó todo, casa, dinero, tranquilidad. Míreme, estoy vieja y achacada, he pasado mis últimos años desde que me jubilé cuidando primero del padre que murió sereno y luego de la madre que se me acaba de morir para dejarme sola, bien solita. Para otros males está su hermano que solo quiere que lo atienda como si fuera marido. Lavar la ropa, planchar la camisa, hacerle la comida que no ha de ser cualquiera. Y usted que se queda como un opa mirándome sin hacer nunca lo que le pido. Vaya y tráigame de vuelta lo que me pertenece.
—El hombre vive con otra, hace rato. Suyo no hay nada, madre. Donde él vive su vida nada le pertenece.
—Eso cree usted que habla sin saber. Ojalá se hubiera muerto. Se hubiera muerto —repitió—, y todos andaríamos mejor, más buenos y más gordos.
—Todo eso ya fue, madre, debería olvidarlo.
—¡Cómo si fuera tan fácil! ¡Olvidar! Sepa, siempre le gustaron las putas. Siempre eligió putas. Desde aquella que le quitó a mi hermano, debí dejarlo que lo mate. Dios lo tenga en su gloria. —JA había muerto hacía tiempo de un infarto brutal. Juerga todas las noches, cuarenta o cincuenta cigarrillos diarios y ginebra por litros acabaron con él a edad temprana.
—¿Sabe por qué su hermana quiere tanto a su tío JA? Porque él la quería de veras. De verdad verdadera. Él la mimaba, le daba amor. No como el otro que la miraba como si fuera una gallina antes de cogotearla. Nunca la quiso porque la niña es rara. Ser raro no es malo, es un defecto pero aceptable. Su hermana tocaba lindo la guitarra, lástima que se enfermó, si no hubiera llegado lejos.
Vaya y póngale los puntos sobre las íes y traiga a la casa lo que nos pertenece. Su hermano no sirve para eso y su hermana es enfermita desde que nació.
Así, cada vez que la visitaba, siempre la misma queja. La escuchaba con resignación y con respecto, pero la cantinela no los conducía a ningún lado.
Para llegar antes de mediodía para almorzar ese domingo de la convocatoria debía salir de la casa antes de las diez de la mañana. Esa mañana para DL# había empezado muy temprano, y eso le daba tiempo para preparar el ánimo para la monserga materna. Casi dos horas de viaje lo separaban de su casa de la de su madre.
Debería haber alguna razón por la que toda la familia vivía lejos de la ciudad. No podía ser pura casualidad. Su hermana en un sentido, su madre en otro. Cada visita era una procesión.
Visitar a la hermana después de tanto viaje era para que ella lo mandara a la mierda sin atajos. A la madre para que ella lo tratara de usted como a un extraño. No, peor aún, como un alumno de los tantos que estuvo. Usted aquí, usted allá, usted no me hace caso.
DL# nunca pudo tutear a su madre, sí a sus hermanos con quien la relación era de igual a igual, pero con la madre la situación era diferente. Ella imponía cierta distancia como quien prefiere evitar la intimidad de las confesiones.
Con GK#, DL# hacía años que no se trataba y no habría sabido cómo dirigirse a él, aunque GK# voseaba con todo el mundo, era confianzudo cuando quería y hasta simpático.
Llegó a la casa de su madre, timbreó con insistencia. AD# estaba algo sorda. Ella salió a recibirlo. Lo tomó de las manos (lo tomó por sorpresa).
—Pase, pase. No pierda el tiempo.
DL# no comprendía el apuro de su madre.
—Tome asiento. —Le señaló una silla—. Su hermano no está, se fue al río a tomar sol. Quiere estar bronceado. Vuelve a la tarde recién cuando el sol baja. Su hermano es rubio, no como su hermana que es morocha. ¿A quién habrá salido? Usted me salió mezclado.
DL# entró casi sin entusiasmo y se dirigió a la silla, obediente.
La casa era grande. La habían construido los abuelos. Tres ambientes, dos como habitaciones y el tercero un amplio living comedor precedido por un recibidor. Las habitaciones daban a un amplio patio en el que todavía lucían los rosales que cultivaba la abuela.
—Qué tanto apuro madre, qué le pasa.
—Quiero que me diga una cosa.
—Dos por el mismo precio. De qué se trata todo esto.
—¿Usted vio foto de su bisabuelo?
—No. No sé ni cómo se llamó.
—No importa el nombre. No importa. ¿Vio foto?
—No. ¿Qué importancia tiene eso?
—Las rompieron todas, las tiraron luego. ¿No vio que nadie lo nombra?
—¿Por qué me cuenta esto?
—No pregunte, escuche. No sea insolente. —DL# no tuvo opción más que callar.
—El hijo, su abuelo paterno, lo echó de la casa. Por eso anduvo como ciruja. Primero se gastó toda la fortuna andando de aquí para allá. ¿Sabe que fue bodeguero en Mendoza?
—Algo sabía.
—No hable, escuche.
—Si no hablo cómo voy a responderle.
—¡Silencio! Haga así con la cabeza, es suficiente.
AD# estaba más exigente que de costumbre.
—Escuche. Fue bodeguero y echó todo a perder. Después fue al sur, creo que a Bahía Blanca. Nadie sabe qué hizo por aquellos lados, pero estuvo tal vez dos o tres años y se fue al norte donde permaneció cuatro años hasta que regresó a la casa.
—¿Y esto qué tiene que ver conmigo, con usted?
AD# estuvo a un tanto de enfurecerse.
—¿No le dije que escuche?
—Si madre, disculpe.
—Volvió a la casa. Algunos hijos habían muerto. Antes se moría más fácil. Algunas mujeres y su abuelo sobrevivieron. De su bisabuela no recuerdo el nombre. Bueno, como le decía, muchos hijos habían muerto. Unos de tuberculosis, otros de peritonitis, y otros no sé de qué. Entonces se fue. Nadie supo ni por qué ni a dónde. Se fue y volvió recién cuando había nacido su padre, que era muy lindo de nene, y se quedó en la casa donde vivía el padre de su padre con su familia.
Su padre era un niño muy bonito. ¿Sabe que lo buscaban para las revistas de moda? ¿Las de señora?
DL# no se animó a responder.
—La bisabuela había muerto, no sé cuando, pero había muerto. Hacía tiempo, tal vez mucho o tal vez poco, pero había muerto. Un cura le dio la extremaunción y otro hizo una misa en memoria. Yo estuve. Linda misa, muy vistosa.
Un día hubo una gran pelea y el viejo terminó en la calle, de ciruja. Su abuelo paterno lo echó. ¡Hay que echar al padre a la calle! ¡Qué coraje!
Después de unos años su abuelo paterno lo encontró mendigando, roñoso, barbado, piojoso. Se compadeció de él y lo llevó al Cotolengo. Allí murió pero de viejo. Lindo entierro le hicieron las monjas. Cuando murió, su abuelo y su abuela paterna quemaron todas las fotos, no querían fotos de ese descarriado. Las cosas que hace la gente para ocultar la verdad, ¿se dio cuenta? ¿Me escuchó?
Su abuelo no se arrepintió de echar a la calle a su propio padre. A su abuela le temblaba el pulso cuando se lo nombraban. Yo creo que ni a un perro se le hace eso, salvo que el perro esté rabioso. Si es rabioso se lo mata. ¿No le parece? Pero él nunca se arrepintió y jamás habló del asunto. Hasta el día en que murió nunca nadie volvió a hablar del asunto.
DL# pidió permiso para hablar.
—¿Puedo hablar madre?
—Diga algo que importe. —¿Era importante lo que iba a decir? ¿Cómo saberlo?
—Importante para mí. Sabe que en la familia se hacían chistes, hacían bromas que yo no entendía. Decían que era un aventurero, que mi padre era físicamente igual a él, como dos gemelos. Recuerdo que alguien dijo “eran dos gotas de agua”. Y mi padre enfurecía y gritaba “ese viejo hijo de puta”.
—¿Eso es relevante? —DL# se encogió de hombros. Se sintió ridículo.
—Usted debería revisar la guía. —DL# la miró extrañado.
—¿La guía? ¿Qué guía?
—La telefónica. ¿Sabe qué es una guía telefónica?
—Cómo no voy a saber, madre. Pero yo no uso, tengo celular. ¿Para qué voy a querer leer la guía?
AD# dejó de prestar atención a su hijo. No le respondió. Miró en dirección a la cocina. Dijo:
—¿Va a comer conmigo?
DL# no pudo ni asombrarse por el abrupto cambio de su madre. Así como lo obligó a sentarse en una silla en medio del amplio comedor de la casa a escuchar una historia a la que no le hallaba sentido y lo mandó a leer la guía telefónica, sin decir agua va, decidió que era el momento de dejar de hablar y de comer.
—¿Algo más madre quiere decirme?
—No querido. Si sabe escuchar, con eso tiene bastante. 

XXV 


Perón vuelve 

Santa Evita en muchas manos. Las estampitas volvieron a ver la luz. Fueron rescatadas de los escondrijos donde se mantuvieron a resguardo. El general sobre su caballo Mancha volvía a lucir su uniforme militar como hacía dieciocho años atrás. Era el general del pueblo. ¡Perón vuelve! ¡Perón vuelve! El grito sonaba en todos lados.
Ya no se jugaba en el barrio al grito prohibido. Los niños habían crecido y eran testigos de sucesos que se volverían inolvidables.
Perón regresó a la Argentina de su exilio español en noviembre de 1972, un día de intensa lluvia. DL# miró por televisión el arribo del líder que le pareció más viejo de lo que lo imaginaba. A su lado un hombre sostenía un paraguas para protegerlo de la lluvia. A ese hombre lo asesinarían meses después en una emboscada, un crimen que sería parte de los preparativos golpistas.
Desde entonces, las reuniones familiares, escasas por cierto, terminaban en furibundas discusiones. Los más rudos contendientes eran su padre y su tío por parte de madre, JA. Le sumaban al enfrentamiento político el encono personal por el asunto de Rosa. JA nunca la mencionaba, pero en su lenguaje siempre rondaba la amenaza de hacerlo y con la mención del nombre el recuerdo de aquella fallida fuga romántica. Ese juego desquiciaba a GK# quien, a pesar de todo, sabía cómo controlar su ira.
GK# detestaba a JA, sentía por él una profunda envidia. Para decirlo de manera clara, lo odiaba. No le cabía en la cabeza como un borracho, jugador y mujeriego, pudiera ser tan bien considerado e indultado de todos sus vicios.
JA ya no pensaba en matarlo, con fastidiarlo le bastaba. Cuando se encontraban, algo que no ocurría a menudo, JA se presentaba cantando la “Marcha Peronista”, y con eso lograba provocar tal fastidio en GK# quien respondía farfullando insultos. JA no dejaba de hablar de política para hartar a su rival. Que la vuelta de Perón y que los gorilas estaban bien jodidos y que Perón iba a arreglar todo lo que los milicos habían arruinado y que Perón esto y que Perón aquello y que ¡Perón! ¡Perón! ¡Qué grandes sos! ¡Mi general cuánto valés! La velada se arruinaba en minutos y duraba lo que un perro en misa.
DL# tenía pocos recuerdos de JA, no era alguien a quien frecuentaba. Recordaba su risa franca, su manera afectuosa de tratarlo, el modo copioso de beber vino o ginebra o whisky o lo que cayera en sus manos, de fumar sin pausa. Un cigarrillo atrás de otro. Todo el tiempo rodeado de ceniceros llenos de colillas de cigarrillos. No tenía muchos más recuerdos de su tío.
Supo por su abuela materna que estuvo preso durante la gran huelga de los bancarios en el gobierno de Arturo Frondizi y que por ello GK# había prohibido mencionarlo en la casa.
AD# visitaba a su hermano a escondidas. Aprovechaba las ausencias del esposo para hacerse una escapada y saber de él. DL# siempre tuvo la sensación que a pesar de todo esos hermanos se querían. JA era sincero, aunque podía ser brutal con ella. Pero amaba a su hermana, la consideraba una pobre mujer casada con un cínico embustero. Años después, DL#, concluyó que su tío sabía bien de qué hablaba.
El embuste no es cualquier mentira, es una arropada con oropeles. Los embusteros son necesariamente cínicos, medularmente hipócritas. El embuste requiere de paciencia, y como el rencor o el odio, debe ser cultivado.
El embustero hace creer que es una cosa, pero es otra muy distinta. Cuando se descubre la verdad ya es tarde. Si AD# hubiera escuchado a su hermano, se habría librado de GK# mucho tiempo atrás. Pero ella siempre volvía sobre el mismo argumento “pero es el padre de mis hijos”. Y con eso ponía fin a toda discusión.
DL# supo por su madre que JA participó de la movilización para recibir a Perón en el aeropuerto de Ezeiza ese lluvioso día de noviembre. Estuvo entre los que cruzaron un riacho a pie sin importarles la mojadura para acercarse al lugar donde estaba su líder de regreso a la patria. Que luego fue a un Gaspar Campos donde Perón se alojaba, para vitorear al conductor, y que allí se cantaba “Lanusse, marmota, Perón vuelve cuando se le cantan las pelotas” y “Lanusse, gorilón, rajá de la Rosada que es la casa de Perón”. Estos cánticos provocaban risa y asombro a DL#.
Perón volvió a marcharse para regresar definitivamente meses después y fue electo presidente por tercera vez. Murió el 1 de julio de 1974, cuando ya eran evidentes los preparativos de un nuevo golpe de Estado. Lo sucedió su esposa, la vicepresidente María Estela Martínez de Perón, a quien derrocaron los militares en marzo de 1976. Nadie previó que ese levantamiento desembocaría en un genocidio y la instauración de la más brutal dictadura militar.
VD# entraba y salía de los psiquiátricos. A veces la internación duraba semanas, a veces meses. Cada regreso se la veía diferente. Vacía. Esa era la palabra. Vacía. Ella misma se lo dijo, “el halopidol no te deja pensar”. DL# no comprendía cómo era aquello de tener un cerebro y no poder pensar. “No se puede. Vos querés pensar, pero el halopidol te lo impide”.
El mundo real para VD# se reducía a una breve estancia en la casa familiar a otra más prolongada en el psiquiátrico de turno. Ida y vuelta, viaje en ambulancia, los ojos en blanco, reducida a una peca la pupila negra, la boca reseca, el rostro ajeno. Las manos de concertista temblando. Sus dedos largos parecían estirarse por contracciones involuntarias, buscando algo que no se sabía qué.
GK# empezó a ausentar más seguido del hogar, convivir con aquella familia le resultaba intolerable. El pretexto fue su ingreso como socio de una cooperativa. Uno de sus viejos jefes políticos lo visitó y lo invitó a incorporarse. Era un reencuentro que lo motivó. Dejó de vivir embotado por sus migrañas, mudó de vestuario, compró remeras coloridas y pantalones sport al tono, se dejó la barba y dejó el cigarrillo por cigarritos cubanos. La cooperativa le abría un horizonte que hasta entonces no vislumbraba. Con el apoyo de sus consocios podía replantearse la independencia económica, dejar ese aburrido trabajo de contable con el que no llegaría a ningún lado. Retomó el sueño de organizar su propia empresa. Pero necesitaba capital.
AD#, con mucho esfuerzo y trabajo, había acumulado una modesta fortuna, nada extraordinario, tanto como para adquirir un automóvil cero kilómetro de entonces.
No tenía en mente ninguna inversión, mucho menos la compra de un automóvil. Quería una casa propia, pero esa suma no alcanzaba para esa adquisición. Su madre le prometió ayuda si se decidía a comprar, aunque más no fuera una modesta casa en algún lugar del suburbio de Buenos Aires. O un terreno y luego con paciencia ir edificando la casita. Nada diferente a la casa en la que AD# había vivido su infancia, sin dudas sus mejores y más felices años.
GK# sabía del capital acumulado por su esposa y se lo pidió “prestado”. Le habló de un nuevo emprendimiento, pero que en esa oportunidad tendría el respaldo de los cooperativistas. ¡Qué posibilidad! ¡No podía dejarla pasar! ¡Todo iría mejor para la familia! ¡Porque somos familia!
Ella aceptó y le dio el dinero. Fueron juntos a la Caja de Ahorro y lo retiraron de una vez. GK# ni le agradeció. ¿Por qué habría de hacerlo? Lo tuyo es mío y lo mío es mío. Simple sabiduría del oportunista.
AD# mantuvo oculto este dato, pero de alguna manera su madre se enteró. La abuela materna sabía que GK# jamás le devolvería el dinero. “No puedo tener una hija tan estúpida”, dicen que bramó al saber de la entrega. El padre de AD#, quien hacía mucho tiempo se había apartado por completo de toda la familia, dijo que su hija era incorregible y que terminaría abandonada en un zanjón por ese rufián. También dijo que ella se lo tenía merecido. Si lo hubiera echado cuando lo de “aquella” (se refería a Rosa), hubiese sido una mujer feliz. ¿Feliz? El único sendero para la felicidad era el amor, AD# había desperdiciado su capacidad de amar. La felicidad no estaba en su horizonte y tampoco el amor.
La empresa que GK# tenía en mente no era con AD#, era con JO. La niña, de haber sabido del comportamiento de su madre, hubiera exclamado “¡Jo! ¡Jo! ¡Jo!”. Todos en la familia, por lo menos en una parte de la familia, habrían repetido a coro “¡Jo! ¡Jo! ¡Jo!” ¿Quién se habría negado?
Pero un canto mordaz como esa le hubiese valido una buena estancia en otro psiquiátrico. “Maldita niña rara, inventando amante a su pobre y esforzado padre”. Por esta segura acusación y condena DL# guardó silencio en aquella oportunidad en que vio a su padre besar y manosear una mujer frente a las llamadas de ese Minimax atacado con cócteles molotov.
VD# se enteró del desfalco años después. De todos modos, sabía que no había nada por entonces que pudiera alterar su destino, solo se hubiese ahorrado unos cuántos gramos de Halopidol y Lorazepam. Había nacido para ser segregada, y ser segregada no fue lo peor que le pasó en su vida. 

XXVI 


Saber ver, saber escuchar (II) 

Sonó el celular. Era Adriana. DL# podía no haber atendido, pero ante la necesidad aceptó la llamada. Después de todo, él había intentado comunicarse con ella en dos oportunidades, las dos que la mujer no le respondió. La voz de Adriana sonó más cercana que otras veces.
—¿Llamaste, amor? Sabía que no ibas a poder vivir sin mí. ¿Algún servicio?
DL# tardó en responder.
—¿Vas a hablar o permanecer mundo? ¿Para qué me llamaste dos veces? Dos veces me llamaste, debés estar muy necesitado.
—Necesitaba preguntarle algo.
—Ya te digo que sí. Cuando quieras lo que quieras.
—¿Qué quiere decirme con “Saber ver, saber escuchar”?
—No vas a tutearme por lo visto. Soy demasiado vieja para vos, ¿no? Total vos sos un pendejo.
—No se trata de eso.
—Entonces.
—Es un trato respetuoso.
—Señor trato respetuoso, le digo que no hay ningún misterio en lo que escribí. Saber ver, saber escuchar. Es simple y hasta es fácil. Pero parece que vos no sabés ver y ni escuchar. ¿Sos ciego? ¿Sos sordo? Pobrecito mi minusválido. Con vos estoy por darme por vencida, si no fuera que le prometí tenerte paciencia ya te hubiera mandado a la mierda.
—Conozco el viaje.
—Lo sé, seguido te mandaba tu hermana a ese lugar. ¿Al ver qué ves? Imágenes, imágenes, imágenes. Seguro que elegiste las de las niñas.
—Correcto.
—La de tu padre y la de tu abuelo.
—Sí.
—La del niño con el violín a los pies.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque sos tan previsible mi amor. Sos tan… básico. Transparente. Elegiste bien, pero te falta y lo más importante no es qué elegís, sino qué ves. Vos ves la impresión fotográfica, pero no la sustancia.
—Deme otra pista.
—No puedo. Esforzate. Hacete hombre, puedo ayudarte desde otra perspectiva. Pero en este asunto ya te di toda la información posible. Tenés que saber ver, tenés que descubrir qué ver. Apreciá los detalles, las sutilezas. Si no sabés, aprendé. Tu hermana era tan sutil como brutal. No tenés ni un gramo de la capacidad de observación que tenía ella. Sabía ver la esencia de los asuntos, por eso supo cuándo y cómo iba a morir. Lo tuyo es muy superficial. Lo lamento. Si me necesitás para otro servicio, disponible, cuando quieras. Soy toda tuya, mis piernas están dispuestas a abrirte camino.
DL# estaba seguro de que la mujer disfrutaba verduguearlo. Lo menoscababa sin piedad.
—Ayúdeme.
—¡Si al menos me tutearas!
—Ayudame.
—Vamos mejorando, así me gusta. Vamos entendiéndonos. Pregunta: “si no tiene ojos, ¿cómo podría verte?”
—¿Quién? —Silencio del otro lado de la línea telefónica. Se oyó un suspiro de resignación.
Luego:
—¿Observaste las fotos? ¿Leíste la partitura?
—Miré las fotos.
—Miralas de nuevo. Usá el cerebro, no te vas a morir ni tener diarrea. Pensá. ¿Nada te llama la atención?
—Miré la partitura pero no sé leer música.
—No las notas pavo, la música no. Lo que escribió tu hermana.
—¿Ese revoltijo de letras lo escribió mi hermana?
—¿Sos exquisito? Así escribía tu hermana. Además de loca era retorcida. Si te resulta difícil leer lo que ella escribió en su partitura, lee la guía telefónica. —Adriana terminó la comunicación.
DL# quedó pasmado. Le dijo claramente que leyera lo escrito por VD# en la partitura y, si no, que leyera la guía telefónica. ¡Leer la guía! Eso lo dijo su madre durante la última conversación.

No iba a volver sobre las fotos en esa oportunidad, cuanto más se mira menos se ve. Es una ley no escrita pero totalmente cierta.
Escogió investigar la guía telefónica, aunque no tenía ni idea a quién debía buscar en ella. Necesitaba encontrar a alguien que tuviera telefonía fija y fuera suscriptor de la guía telefónica.
Lo inquietaba saber a quién debía buscar en ella, qué apellido, qué nombre, para encontrar un número telefónico y un domicilio.
El encargado del edificio donde vivía le facilitó la guía telefónica del consorcio.
¿Por dónde empezar? Pensó en un nombre. El propio no le servía, porque él no figuraba en el directorio telefónico. FF# tampoco, solo tenía un celular.
¿GK#? ¿Y si no quién? Fue por el que optó. Su padre siempre figuró en guía y hasta donde él sabía no había dejado de tener teléfono fijo porque a esa línea fija llamaba su hermana cuando necesitaba comunicarse. GK# tenía a su nombre dos líneas telefónicas, una comercial, en su oficina de contable y otra familiar, en su domicilio particular.
Buscó por el apellido. Grande fue su sorpresa cuando descubrió que su apellido, el apellido paterno, era compartido por no menos de cincuenta hombres, todos desconocidos para DL#. No solo compartían el apellido, lo que ya era un hallazgo, sino el nombre, GK#. Decenas de GK# con el mismo apellido.
¿No se trataba de una familia única, lombardos emigrados a la Argentina a fines del siglo XIX, emparentados con austríacos? ¿No decía el mito familiar que su estirpe era única y que todos los que portaban el apellido pertenecían a la misma y única familia?
Recordaba perfectamente la casa familiar y el escudo de armas en el dintel por encima de la puerta de entrada fanfarroneando con el origen noble de los ancestros familiares. Alcurnia venida a menos, pero exclusiva. El directorio telefónico derribaba aquel mito aristocrático.
¿Cómo era posible entonces que ese apellido se hubiera diseminado en todo la geografía del país, en los cuatro puntos cardinales? La lista de los GK# en el directorio incluía números telefónicos de distintas provincias, fáciles de deducir por el prefijo que antecedía al número de la línea telefónica.
Había una única explicación y no había modo de equivocarse. La lista de hombres con el mismo nombre y el mismo apellido que su padre, su abuelo y su bisabuelo, no hacía más que confirmar los comentarios en voz baja que se hacían sobre las andanzas del viejo GK#. El responsable no podía ser otro más que el negado de la familia, el “simpático aventurero” GK# primero (más primero que nunca), quien deambulaba por la patria dejando hijos en todas las comarcas.
Tal vez fuera la razón del repudio de su hijo y por eso lo expulsó de la casa, como le dijo su madre en aquella última conversación. Los hijos “naturales” como se les decía (bastardos era un insulto), no eran una alegría por aquella época, o al menos no era algo para jactarse. Hablaba de relaciones furtivas, amores clandestinos o episodios libidinosos. Si los había que no se supiera, y sino, que se los ignorara socialmente; eran niños sin padre, hijos “ilegítimos”, parias. Madres solteras e hijos “bastardos”. Así las madres entraban sin más en la categoría de “mujeres de la vida”, y los hijos eran eso, hijos de la promiscuidad.
La larga lista confirmaba los comentarios familiares. El viejo arquitecto, el muy prolífico hombre de mundo, no se había privado de aparearse con cuanta mujer se le cruzara en sus viajes. Y eso debió ser considerado como una verdadera afrenta, un libertinaje insoportable que ensuciaba el aristocrático apellido ancestral.
Así que cabía la posibilidad de que no solo fue padre de una prole numerosa con la mujer con la que había contraído enlace legalmente y ante el altar (“todos en esta familia somos católicos apostólicos romanos”, diría su abuela paterna), sino que lo era de otras numerosas proles nacidas con distintas concubinas.
No había otro modo de despejar la duda sobre aquellos posibles parientes lejanos, sino llamando a cada una de ellos. Aun así no despejaría todas las dudas porque era imposible saber cuántos más portadores de apellido no figuraban en el directorio telefónico.
¿Su hermana lo hubiese aplaudido por el descubrimiento? Seguramente no. Se hubiera exasperado con su falta de perspicacia, con el lento procedimiento deductivo para encontrar una verdad que para ella hubiese sido más que evidente. Una trilogía femenina lo había asistido, madre, hermana y Adriana. A las dos primeras no debía rendirles cuenta, ya habían muerto, pero a la tercera sí. No era menor el compromiso. Predecía sus insinuaciones, sus cadencias licenciosas, sus ofertas permanentes. Debió aceptar que Adriana gozaba de su tutela, una condición que le adjudicó VD# al transformarla en su confidente. Debía resignarse, el asunto trascendente era comprender qué quería su hermana que él descubriera. 

XXVII 


El arribo de la noche 

Cuando se produjo el golpe de Estado de marzo de 1976, DL# no había entrado aún en la adolescencia; era un niño grande, pero niño al fin. Aquellos juegos de la infancia habían dejado su lugar a otras inquietudes y otros divertimentos. Los amigos del vecindario se habían marchado a otros horizontes y los que frecuentaba eran aquellos con los que compartía los días de la escuela primaria que no diferían mucho unos de otros.
En el hogar se vivía un clima de permanente zozobra. Crecían en todos los pliegues sombras que iban conquistando la arquitectura hogareña. No solo el cadáver que espantaba a VD# en las noches arrastrando su pesada cadena de condenado dominaba los sucesos misteriosos de la casa. Otros espectros diferentes iban acrecentando su dominio y no se limitaban a espantar a la pobre muchacha. DL# había optado por ignorarlos, no le cabía otra actitud, ya que no podía ni sabía cómo lidiar con ellos.
AD# estaba cada día más ausente. Trabajaba casi sin descanso para mantener el hogar. De mañana muy temprano partía de la casa en dirección al Gran Buenos Aires, donde en una de sus escuelas había logrado obtener la titularidad de los grados superiores. Regresaba a la casa pasada las dieciocho horas y comenzaba el dictado de clases particulares a numerosos estudiantes. Lengua, matemática, ciencias sociales, lo que ellos necesitaran para poder avanzar en sus estudios. Terminaba la jornada, nunca antes de las veintiuna horas y luego de cenar y darse un baño, se iba a dormir casi sin pronunciar palabra.
La promesa de GK# de mejoras económicas producto de un emprendimiento exitoso no se cumplía. Ella había invertido su pequeño capital en la nueva empresa, y aunque no reprochaba la falta de beneficios, cualquier pregunta sobre el asunto solo hallaba una respuesta malhumorada o directamente grosera de parte de GK#. Lo mejor que se escuchaba en respuesta a alguna pregunta sobre la marcha de los negocios era “hacer una empresa no es soplar y hacer botellas. Vos te pensás que es como ir a dar clases a unos pendejitos en una escuelita de morondanga y ya está. ¡Qué equivocada que estás!” Con eso daba por terminada la explicación de por qué la nueva empresa no arrojaba alguna utilidad que le permitiera a la familia vivir con cierta holgura y a AD# tomarse un descanso del exceso de trabajo más no fuera por un breve período. Entonces ella abandonaba todo nuevo intento por hablar del tema y desistía de otra pregunta harta de escuchar solo reproches.
La otra fuente de conflicto familiar era la relación cada vez más odiosa entre GK# y FF#.
GK# estaba enfurecido con las decisiones que iba tomando el primogénito. Se sentía totalmente defraudado por quien había depositado todas sus esperanzas y por quien se había fugado para ponerlo a salvo de esa, para él, mediocre familia. En alguna oportunidad se cuestionó si Rosa no habría percibido en el niño que FF# era, por entonces, su verdadero carácter y por ese temprano descubrimiento decidió abandonarlo.
Para GK#, FF# debía ser su ladero fiel, debía ser quien lo ayudara en el nuevo emprendimiento empresarial y quien debía comprenderlo en sus deseos y consolarlo en sus fracasos. FF# debía ser su continuidad pero a su imagen y semejanza.
Pero FF# rechazó vivamente el papel que le asignaba GK# para su futuro y no se subordinó a sus deseos. A GK# su rebeldía le resultaba intolerable y pensó en más de una oportunidad obligarlo a abandonar el hogar para que se sostuviera con su propio esfuerzo. Si no lo hizo fue porque sabía que AD# no lo permitiría, ella no toleraría que su hijo mayor fuera expulsado del hogar porque no satisfacía las expectativas del padre.
De los otros dos hijos, GK# no esperaba gran cosa. DL# era todavía un niño apenas preocupado por completar el enésimo álbum de figuritas de fútbol, y VD# no “servía para nada”. Ella era la “rara”, la alucinada, o la “loca” de quien solo se podía esperar una nueva crisis. Había intentado por todos los medios obligar a la niña a llorar. No se limitó a frecuentes palizas oportunas cada vez que en VD# emergía una nueva y más potente crisis. Buscó alterar su ánimo con relatos truculentos que hablaban de muertos que prometían a sus perseguidos transformarlos en insectos para luego ser aplastados hasta matarlos. Nada surtió efecto. Ni el desasosiego de la metamorfosis en una cucaracha ni los aplastamientos recitados con toda malicia. VD# se refugiaba en su mirada, la que perforaba todas las corazas, todas las cortezas con las que GK# intentaba protegerse.
Fue entonces que GK# desistió volver a mirar a los ojos de su hija, ya no la soportaba. Esa mirada llegaba a lo más íntimo de su humanidad, como un agudo escarpelo que iba desmenuzando cada fibra muscular, cada nervio, cada vaso, sometiendo su anatomía a una vivisección insoportable hasta dejarlo apenas resumido en una pasta sanguinolenta, un humus rojo que rodaba en dirección a un agujero negro que devoraba todo lo que no podía escapar a su poder gravitatorio.
Las discusiones entre FF# y GK# se hicieron cada vez más violentas. DL# no recordaba el contenido de los gritos (porque las discusiones eran a los gritos), pero sí que empezaban con acusaciones mutuas que iban creciendo palabra a palabra. GK# farfullaba sobre la estupidez, la ceguera, la soberbia y los caprichos de FF#. Era un desvergonzado desagradecido. Lo acusaba de inútil, vago, egoísta, indiferente. Su voz enronquecía, sus ojos se inyectaban de sangre, sus venas se hinchaban hasta parecer que podían reventar por cualquier circunstancia.
Su hermano no lucía mejor aspecto que el padre. También se inflamaba de ira, pero su voz se aflautaba hasta la disfonía. Le respondía al padre sin ahorrar críticas; le recriminaba ser un “gorilón” de los Comandos Civiles, un “facho” admirador de los fusiladores, un “hipócrita” y “mentiroso”. Estos últimos agravios estaban sin dudas relacionados con el comportamiento de GK# con su madre y también con la familia a la que ya no podía ocultar su amorío con una joven.
FF# sabía perfectamente que su padre tenía una amante con la que llevaba una larga relación. Seguramente lo supo después de VD# quien en las ocasiones en que presenció las peleas entre GK# y FF#, se marchaba al patio de la casa y desde allí gritaba “¡Jo! ¡Jo! ¡Jo!”, para que su padre supiera que ella conocía el nombre de la mujer con la que engañaba a AD#. GK# nunca se dio por aludido, y esa actitud indiferente, estimulaba a FF# repetir una y otra vez “hipócrita, hipócrita, hipócrita”.

Pero FF# nunca se decidió a poner al tanto a AD# de esa infidelidad, seguro de que ella no veía lo que no quería ver.
DL# supo, cuando adulto, que FF# se había convertido en un activo militante político y eso era lo que más desquiciaba a GK#. ¡Un militante político! ¡Un militante del campo popular! ¡Un zurdo de mierda! Así se decía, zurdo-de-mierrrrr-da. Alargando la “r” para que pareciera más mierda aún.
“Mierda, hijo de puta, imbécil, vago, zurdo-zurdo-zurdo, y al final, mierda”. Eso era todo.
La elección de FF# alteraba por completo a GK# quien no toleraba la conversión política de su hijo.
DL# aún recordaba el día que se consumó el golpe de Estado de marzo de 1976, fue un miércoles, y lo recordaba porque no le permitieron ir al colegio ni ese día ni los posteriores. Miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo de sones militares y el sobrevuelo de helicópteros a baja altura y rondas de patrulleros a toda sirena. Aquel juego del grito prohibido quedaba hasta ridículo viendo cómo se movilizaba la policía y el propio ejército para caer encima de cualquier que se atreviera no ya a gritar, sino a murmurar un nombre prohibido.
Retomó las clases el lunes 29 de marzo. Todos los alumnos formaron en el patio de la escuela para izar la bandera nacional, todos estaban en silencio. Se cantó el himno no como un homenaje a la bandera sino como un salvoconducto.
Fue ese lunes cuando notó que FF# ya no estaba en la casa familiar, se había fugado. Nadie hablaba del tema y ni él se animó a preguntar. En la casa dominaba un vaho espeso, una bruma visible que sofocaba a todos y cada uno. Las sombras familiares salieron de los rincones y treparon a los muebles, a las lámparas y se esparcieron por todos los ambientes. Fue cuando VD# dijo “hemos perdido el control de los demonios interiores y ellos se harán cargo de nosotros”. DL#, quien no comprendió de qué hablaba su hermana, quedó pasmado, y no olvidó jamás aquella referencia a los demonios espirituales que son los más temibles y los más difíciles de enfrentar. La noche arribó para quedarse y ella surgió de entre los muertos que empezaban a poblar el fondo de los ríos y los mares.

Salvo algunos grupos peronistas y el Partido Comunista Revolucionario, nadie se opuso al golpe de Estado de marzo de 1976. Eran una minoría y sus esfuerzos no alcanzaron para torcer el rumbo de los acontecimientos.
El veintitrés de marzo por la noche la presidenta de la Nación fue secuestrada durante el vuelo del helicóptero presidencial desde la Casa de Gobierno a la Quinta Presidencial de Olivos. Fue detenida en la Base Aérea de Morón junto al Secretario Legal y Técnico de la Presidencia. Al mismo tiempo del rapto, grupos comandos ingresaban a la Casa Rosada para ocupar la sede del gobierno federal. El único testigo, el monumento al General Belgrano, quien hubiese exclamado al ver aquel asalto de tropas militares contra el gobierno constituido ¡ay, patria mía!
GK# estaba reconfortado, el fin del gobierno peronista se había consumado. “La Yegua” estaba presa y con ella los pocos, muy pocos, que se mantuvieron fieles. GK# siguió con atención los acontecimientos de los que los cooperativistas eran informados en cenas “de camaradería” por alcahuetes políticos involucrados en la asonada militar. Eso era revivir el pasado, volver a las fuentes. El bombardeo a la Plaza de Mayo de junio de 1955, los fusilamientos de junio de 1956 serían débiles demostraciones de escarmiento ante la matanza que se abatiría sobre el pueblo a partir de ese 24 de marzo de 1976. Ahora sí que se acababa la leche de la bondad humana, la leche de la clemencia.
El 24 de marzo, al son de los acordes de “Avenida de las Camelias”, se difundió por todos los medios el Comunicado N.º 1 que decía “Se comunica a la población que, a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la junta de Comandantes Generales de las FF.AA. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento a las disposiciones y directivas que emanen de autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones”.
Fascistas reconocidos, falsos comunistas, radicales galeritas, peronistas, amancebados, rindieron honores a los usurpadores y brindaron su apoyo a la dictadura.
La Junta Militar consolidaba en todo el país su alzamiento sedicioso, y se hacía del poder y garantizaba cumplir su promesa de sumergir a la nación en un baño de sangre. El General Videla, presidente de la Junta de Comandantes, había prometido, semanas atrás, matar a todos los que hubiera que matar. Cumplió con empeño su palabra.
GK# y sus socios cooperativistas hablaban de una nueva época, un cambio sustancial en la martirizada Argentina en la que la “convergencia cívico-militar” abriría nuevos horizontes para el país.
Las reuniones a la que asistía GK# se repetían semanalmente. Todos los viernes él concurría acompañado de su amante, devenida en su pareja o novia, a una cena en la que los autodenominados “militares democráticos” comprometían a los cooperativistas a brindar su apoyo a la Junta Militar. Al tiempo, advertían de lo que ellos denominaban “el peligro pinochetista”, en alusión a otros sectores militares que se identificaban con el dictador chileno General Augusto José Ramón Pinochet Ugarte.
Eran reuniones de varias decenas de simpatizantes y GK#, el más entusiasta entre todos. Escuchaban absortos las arengas militares en las que se mezclaba la promesa del liberalismo económico encarnado en la figura del ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz, un oligarca de rancio cuño, con el nacionalismo chauvinista que anunciaba una exitosa guerra contra Chile por las islas Picton, Lenox y Nueva, en disputa desde hacía años, que se conocería como el conflicto por la soberanía por el Canal del Beagle.
El éxito llegaría luego de acabar con todos los subversivos, sus familias, sus amigos, sus simpatizantes e incluso con los distraídos que miraban con afición a aquellos sediciosos.
Luego de acabar con los “soviets” en las fábricas, en el campo, en las universidades, en las escuelas medias, como reclamaban los editorialistas del diario La Nación, el Proceso de Reorganización Nacional, pomposo nombre con el que la dictadura se autodesignaba, regresaría a la Argentina a su condición pastoril de principios del siglo XX, cuando era conocida como “el granero del mundo”.
La decisión era voltear las chimeneas que levantó Perón, para desindustrializar al país y regresarlo a su condición de proveedor de materias primas.
La desaparición de miles de personas, los tambores de guerra y la crisis económica fue el marco en el que la familia de AD# y GK# ya no pudo sostenerse. Se fracturó. Y como la delicada porcelana que no puede, sino quebrarse por las rajaduras que tiene su sustancia primordial, se rompió en varios pedazos y ya no hubo ninguna posibilidad de volver a unirlos. Tal la ruptura de un espejo en el que sus trozos dispersos reflejan cada uno a su antojo, la realidad que no puede ser abarcada en su conjunto.
FF# desapareció. Nadie sabía su paradero. VD# sufrió una internación tras otra. GK# ya no pudo ocultar a su amante. Con ella iba a esas cenas de “camaradería”, con ella asistía a fiestas y paseos.
Todos sus socios cooperativistas sabían que JO era mucho más que su socia y la celebraban. Una muchacha joven, una muchacha bonita y con dinero. Tenía la aprobación de todos los cooperativistas.
AD# se había vinculado a organismos de derechos humanos por la desaparición de compañeros de trabajo. Para GK# aquello fue determinante. Tuvo solo dos palabras cuando supo que su mujer deambulaba de aquí para allá preguntando dónde estaban los que habían sido secuestrados por unidades militares. Dijo sin medias tintas “se acabó”. Eso lo comprometía ante sus pares. ¿Qué ocurriría si los militares se enteraban de que su esposa se dedicaba a defender sindicalistas subversivos, todos zurdos peligrosos o malditos peronistas “de mierda”?
JO insistió y mucho para que se decidiera de una buena vez a terminar su matrimonio y empezar una nueva vida.
GK# se preguntó si repetiría el error que fue dejar ir a Rosa (Rosa, Rosa, tan maravillosa), y dejaría ir a JO, una joven que alegraba su vida, lo comprendía, lo atendía y lo complacía.
Se acabó. Eso fue todo lo que dijo. Se acabó. No más esposa. No más hijo primogénito. No más mantener vagos, inútiles, soberbios, caprichosos. No más padecer la mirada de esa niña traspasando la sustancia sutil de sus secretos. ¿Sería suya esa niña? ¿Era un producto de su paternidad? Lo dudaba intensamente y hasta casi se convenció de que no lo era. Y DL# no merecía ni un comentario, era apenas un niño que, de seguro, sería tan inútil como su hermano mayor y hasta más, sin dudarlo.
Una noche se marchó del hogar. Ni adiós dijo. Su madre, la abuela paterna, corrió tras él. Gritaba “¡GK#! ¡GK#! No me dejes! ¡No me dejes!” ¿No me dejes? Pero su clamor no era el de una madre, claro que no lo era. DL# quedó pasmado, absorto, sin comprender aún todo aquello que ocurría a su alrededor. Tan solo “se acabó”.
AD# parecía momificada, pálida como un papiro antiguo, sin movimiento, apenas un susurro al inhalar y exhalar el aire denso de la casa sombría. Despojada de toda humanidad, era una cáscara mustia.
La abuela paterna llorando desconsolada y repitiendo “¿cómo me va a dejar?” ¿Cómo? Llorando, el rostro cubierto por las manos rugosas, apoyados los brazos sobre la mesa de la cocina-comedor, balbuceando “cómo, cómo, cómo”.
AD# repitió “vieja de mierda e hijo de puta”. Silencio en la casa antes del precipicio. El abismo era poderoso.
Las luces se apagaron todas al mismo tiempo. Se hizo la oscuridad en toda la casa y sonó un alarido largo y viscoso. VD# tajeó sus antebrazos a la altura de las muñecas. La oscuridad goteó por los tajos. Y al fondo de la casa sonaron los eslabones de una cadena que se alejaba en dirección a un abismo novedoso.
Con la poca energía que le quedaba, AD# llamó a una ambulancia. En pocos minutos se oyó a la distancia la sirena de la misma en dirección a la casa. La abuela paterna hizo propias las dos palabras que dijo su hijo antes de darse la vuelta para marcharse, “se acabó”. Mientras la sangre goteaba de los tajos en los antebrazos de VD#, la mujer tomó su carterota y abandonó ella también la casa. Se acabó. Se acabó. Se acabó. Solos en la madrugada madre e hijos juntaban los retazos de la familia para huir sin remedio hacia adelante a donde no habría paz sino abismos.
VD# fue internada en un Hospital de la zona y de allí fue derivada al psiquiátrico. En todo ese tiempo GK# no dio señales de vida y su madre ignoró varias peticiones de algunos conocidos cercanos para que volviera a la casa familiar, por lo menos hasta que las cosas recobraran “cierta normalidad”.
Lo que no entendían esos buenos samaritanos es que no había modo de regresar al tiempo pasado en el que nunca hubo “cierta normalidad”. Falsa apariencia. Todo era falso y bien oculto; la elaborada hipocresía del que sabe que tiene que esconder su verdadera naturaleza. Como el artesano que barniza la madera podrida a sabiendas de que por fuera parecerá hermosa, pero que tarde o temprano emergerá de la pulpa esencial la pudrición interior que terminará por acabar con la falsa belleza.
No siempre todo tiempo pasado fue mejor. En ese pasado estaba el huevo de la serpiente incubándose lenta pero firmemente. El pasado aguardaba su momento para mostrarse en el presente sin máscara, sin disfraz alguno. El presente es en cierta forma una representación del pasado y un anuncio del futuro. Si quieres descifrar el porvenir debes develar el pasado.
El monstruo había nacido; el monstruo había abandonado su cómoda estancia entre las vísceras sustanciales, había abandonado su aspecto angelical y se exhibía impúdico en completa desnudez. He ahí el verdadero rostro, el rostro en el retrato familiar, en el espejo negro de los ojos de VD# quien era la única que conoció el genuino aspecto del monstruo.
Era lo que debía esperarse desde aquel viejo bisabuelo de nombre GK#, el simpático ciclista, el aventurero promiscuo rodando de cama en cama. Era lo que podía esperarse siguiendo el linaje hasta esos días. GK#, GK#, GK#, el abolengo estaba podrido hasta los tuétanos. La mugre podía, desde entonces, brotar sin reparos y cuando eso ocurre, las más de las veces o casi siempre, las personas no saben qué hacer con esas infecciones que drenan sin ambages sus inmundicias.
La familia no atravesaba una crisis producto del divorcio de los cónyuges ni por la muchacha enferma. ¡No! ¡De ninguna manera! La familia se había desintegrado como una pompa de baba contra el viento. Sus vínculos se habían esfumado, no quedaba nada. Entre ellos no había ni una pizca de amor en el que reconocerse.
Se acabó. ¿Había que volver a empezar? En el comienzo de todas las cosas está su propio final. 

XXVIII

El Coleccionista 

Luego de una semana de intenso trabajo, DL# dispuso del tiempo suficiente para dedicar a la lista de los GK# que había encontrado en el directorio telefónico. Repasó los nombres. Su sorpresa fue que el número total era de cincuenta y seis. Vaya coincidencia. El número cincuenta y seis se repetía obsesivamente. La obsesión era un rasgo de VD# que ella se había ocupado en promover.
Un número cabalístico, un enigma repetido cincuenta y seis veces, el número que reducido se condensaba en dos. VD# había nacido en el año 1956, muerto a los cincuenta y seis años, dejó cincuenta y seis fotos y cincuenta y seis partituras, y ahora tenía una lista con cincuenta seis números telefónicos y direcciones de hombres que se llamaban como su padre, su abuelo y su bisabuelo.
Puede que VD#, antes de morir, se diera el tiempo de armar esa broma o esa trampa en la que lentamente lo introducía luego de muerta. Cincuenta y seis podía ser una clave o simplemente una distracción. Ella era afecta a los acertijos, a dar pistas de algún suceso que la inquietaba o sobre lo que estaba elucubrando, pero sin dar demasiadas precisiones, para que los demás tuvieran que esmerarse realmente, para alcanzar deducciones lógicas y razonables.
DL# debía seguir esforzándose para entender qué deseaba ella que él descubriera. Solo cabía hacer los cincuenta y seis llamados sin depositar en ellos demasiadas expectativas como para no desesperar luego por el fracaso.
Para no apartarse de la regla numérica, dividió los números telefónicos en cuatro conjuntos de catorce números cada uno.
La explicación y la pregunta que preparó para hacerle a cada uno de los que respondieran su llamado fue “Mi nombre es DL#. Mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo se llaman GK#, como usted. ¿Somos parientes? ¿Usted es descendiente de alguno de ellos?” A sabiendas de que por la edad de cada uno de los que figuraban en la guía telefónica, pocos o muy pocos podían ser descendientes de su propio padre y de su abuelo. Intuía que de haber algún parentesco el linaje compartido debía iniciarse en el bisabuelo GK#, el prolífico arquitecto andariego.
Del primer cuarto de catorce doce no respondieron al llamado y dos negaron saber de qué les hablaba. Las respuestas se dieron en los llamados número cuatro y ocho.
Del segundo cuarto obtuvo siete respuestas al llamado, cuatro hombres dijeron no saber nada de sus ancestros y tres se negaron a responder la pregunta. Las respuestas positivas se dieron en los llamados número dos, cuatro, siete y ocho. Las negativas en el número uno, nueve y catorce. El resto no respondió el llamado.
En el tercer lote cuatro respondieron al llamado telefónico y en las cuatro los hombres dijeron no tener vínculos familiares con DL#. La comunicación se dio en las llamadas número uno, dos, ocho y nueve. Diez no atendieron la llamada.
La llamada catorce, correspondiente al tercer cuarto, arrojó una sorpresa. Hasta ese momento, la única que resultó importante.
Así fue el diálogo:
—Buen día. “Mi nombre es DL#? Mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo se llaman GK#, como usted. ¿Somos parientes? ¿Usted es descendiente de alguno de ellos?” —DL# se presentó como en todas las ocasiones anteriores.
Él podía escuchar la lenta respiración del hombre del otro lado de la línea. Era una respiración armónica, pausada. Imaginó al hombre entrecerrando los ojos para alcanzar un estado de relajamiento extraordinario antes de responder a su pregunta.
DL# dudó en colgar. No estaba seguro con qué tenía que ver ese silencio apenas interrumpido por la suave inhalación y exhalación del aire.
El hombre retrasaba su respuesta. Tal vez tardó segundos en responder, pero a DL# se le hizo un tiempo prolongado, exageradamente prolongado, como si el tiempo para él corriera en ese preciso instante de un modo completamente distinto que para el resto de los mortales.
—Usted debería comunicarse con “El Coleccionista”. —En ese instante fue DL# quien no podía decir palabra alguna y se limitaba a respirar, aunque su respiración era notablemente agitada.
Recobró la compostura y pregunto:
—¿El Coleccionista? ¿A quién se refiere?
—De mi vecino. Él es “El Coleccionista”. Estamos próximo uno al otro, no sé si demasiado, pero sí lo suficiente. Busque esa aproximación y lo hallará sin dificultades.
Usted debería interesarse en él, yo soy apenas un pasatiempo sin mayor importancia. No gaste su precioso tiempo en mí, no vale la pena. Seguramente con él encontrará las respuestas que está buscando si es que sabe lo que busca. ¿Sabe lo que busca?
DL# dudó. ¿Sabía realmente qué buscaba? Estaba actuando guiado por los acertijos que VD# le fue dejando desde su muerte. Aludir a la progresión aritmética del dolor, a la numerología, a la cábala del número cincuenta y seis hasta a él le pareció estúpido.

—Mi hermana murió hace un tiempo y me pidió que me pusiera en contacto con todos los parientes posibles. Revisando la guía telefónica encontré a muchos abonados que se llaman del mismo modo que mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo. Solo estoy cumpliendo con su última voluntad.
—¡Ah los muertos! ¡Cómo disfrutan mandar desde la tumba! Es el deseo de eternidad el que nos obliga a dejar algún mandato después que muramos. Es una manera de prolongar nuestra existencia a pesar de nuestra ausencia física. Pero si todo lo que usted hace es moverse por la voluntad de su hermana muerta y no por la propia, quiere decir que no sabe lo que busca y menos con qué puede encontrarse. ¿Me equivoco? Encuéntrese a sí mismo y luego vaya por otros. No basta salir a navegar, hay que saber a qué puerto dirigirse. De lo contrario, amigo, como ya fue dicho, para el que no sabe a qué puerto se dirige ningún viento es favorable.
El hombre terminó la comunicación. DL# quedó en suspenso. No estaba preparado para escuchar lo que escuchó. Lo más intrigante fue la mención de “El Coleccionista” al que llamó “mi vecino”.
¿Cómo debía continuar su investigación? ¿Respetar el orden que se había impuesto y culminar los últimos catorce llamados y luego investigar el asunto de la posible vecindad del abonado número catorce del tercer cuarto con otro? ¿O buscar un atajo?
Se decidió por confeccionar una nueva lista. A cada abonado le agregó el domicilio que figuraba en el directorio. Cuando hubo completado el nuevo listado tuvo una corazonada. ¿Era posible que el vecino del que le habló el hombre aquel, no lo fuera por la cercanía de su domicilio sino por el lugar que ocupaban en las listas de acuerdo al orden que él les había asignado?
El puesto catorce del tercer cuarto tenía como vecinos a los abonados en el puesto catorce del segundo y del último cuatro. El del puesto número catorce del segundo cuarto había respondido negativamente a sus preguntas. Con el del último cuarto aún no se había comunicado. ¿Y si comenzaba los últimos catorce llamados, pero invirtiendo el orden, empezando por el último, el catorce, y culminando con el que figuraba en el primer sitio?
No perdería nada si en esa oportunidad se dejaba guiar por su conjetura. ¿Sería ese “El Coleccionista” del que le habló el último hombre con el que se había comunicado?
No cabía esperar, no había nada que esperar. La duda lo alteraba y ese estado alterado lo hacía pensar a una velocidad inusitada pero sin ninguna claridad.
Se decidió por realizar el llamado al abonado que figuraba en el puesto catorce del último cuarto.
—¿Aló? —¿Aló? —¡Sí que le sonó extraño! La voz era de un tono grave pero armonioso.
—Hola. Soy DL#, soy… —el hombre lo interrumpió inmediatamente.
—Cuánto he estado esperando este llamado. —DL# enmudeció—. He intentado durante años reconstruir nuestro linaje, usted era quien me faltaba. He coleccionado a lo largo de los años todo aquello que manifestaba nuestra familiaridad. Debe haberse sorprendido cuando la dijeron que debía hablar con “El Coleccionista”, tómelo como una humorada, no le dé un significado que no tiene ese seudónimo. Los integrantes de nuestra familia suelen tener un sentido muy particular del humor. Nuestra sangre nos ha reunido, es un hecho formidable. ¿Dios o el diablo mediante? ¿Qué opina? ¿Qué fuerza misteriosa nos ha impulsado a encontrarnos?
—No creo que esto responda a un hecho sobrenatural, todo fue pura casualidad.
—No lo crea. Causalidad puede ser, ahora si usted prefiera la casualidad no le encuentro inconveniente. De todos modos nos iremos conociendo.
¿Agnóstico o ateo? La irreligiosidad fluye en nuestras venas. Todos nuestros ancestros repudiaron las religiones. Usted y yo tenemos en común este escepticismo. Me alegro de esta comunidad. ¿Por qué negar nuestros vínculos? Lo único que nos separa es la perspectiva, ¿me comprende? Usted aprecia la historia desde un punto de vista prejuicioso, pero es un defecto subsanable. Nuestros antepasados y nosotros mismos atribuimos más valor a la armonía concebida por los griegos y por los romanos.
DL# no asoció en ese momento a esas palabras de “El Coleccionista” con la pintura en el escudo del hombre sin rostro.
—No comprendo de qué me habla, pero me gustaría explicar el motivo de mi llamada…
—¿Explicar? No hay nada que explicar, todo está claro, al menos para mí. De una u otra forma nos íbamos a encontrar. Usted lo sabe o al menos lo intuye y yo siempre lo supe. Somos cincuenta y seis pequeños hilos de agua que recorren subterráneos largas extensiones vitales hasta reunirse y transformarse en una única materia viva. Usted llegó a nosotros sin proponérselo, pero es parte de ese torrente, aunque no se reconozca en él. Es que usted también lleva un porcentaje de AD# y no poco.
Al fluir nos transformamos y usted se transforma. No somos nunca la misma persona, mutamos. Nos renovamos sin cesar. El pasado vive en nosotros y eso nos proyecta al futuro. Lo que no se pierde, lo que no se puede olvidar son nuestras tradiciones. He ahí su esencia, aunque no la perciba, y la mía propia, la que me llevó un tiempo descubrir a pleno y disfrutarla.
En las fotos, como le dijo su hermana, está la explicación de todos nuestros pasados. Volver a la infancia y volver al pasado. Un acertijo de una mente inteligente. Le pregunto ¿observó con verdadera atención la foto de las niñas? ¿Y las otras? ¿Reparó en ellas con sabiduría?
DL# balbuceó. ¿Cómo sabía ese hombre de su hermana y de las fotos?
—Sí. Dediqué mucho tiempo a observarlas.
—¿Puedo preguntarle qué vio en ellas?
—Las tachaduras.
—¡Ah! ¡Un hombre sensible! Mujeres suprimidas por un manchón de tinta china y dos líneas rojas cruzadas sobre el rostro. Una metáfora algo grotesca pero contundente. Es usted un hombre emotivo. La foto solo es una señal entre cincuenta y seis. De la superficie a la profundidad del mensaje. Es un camino difícil de recorrer pero no solo necesario sino apetecible. Como ocurre con las fieras, que descubren su verdadera esencial cuando prueban la sangre y ya no pueden dejar de beberla. Usted debe saborear el misterio de nuestro paradigma familiar y superar la simple observación de unas viejas fotografías en blanco y negro. ¿Le gustó la foto del niño con el violín a sus pies?
DL# sintió espanto por el comentario.
—Creo que usted y yo no tenemos mucho en común.
—¿Eso piensa realmente? ¿Usted opina que sus genes son distintos a los míos? Estamos hechos de la misma pulpa original, se lo aseguro, solo que a usted le llevará más tiempo descubrirla.
—No sé de qué me habla. No sé quién es usted, ni siquiera lo conozco.
—¿Querrá visitarme?
—¿Debo?
—Debería. Le aseguro que se asombrará al verme. Dígame si lo invito o no a mi residencia.
DL# vaciló. ¿Qué debía responder?
Entre los hombres se hizo un largo silencio. Luego habló “El Coleccionista”.
—Piénselo tranquilo. No hay apuro. Después de tantos años alejados uno del otro, podemos esperar algunos días o semanas a que usted tome la decisión que crea más conveniente, la que espero, desde ya, sea la correcta. Le mando mi dirección. Deseo fervorosamente conocerlo. Más allá de lo que usted decida, he recibido con alegría su llamado. Que tenga bonito día… querido primo.
El mensaje por MSN llegó al momento. El nombre de una calle y el número de una vivienda. Y eso fue todo.
DL# tardó en recuperar el sosiego. 

XXIX 


Tengo una muñeca vestida de azul 

“Después de tantos años alejados uno del otro podemos esperar” ¿“Alejados uno del otro”? ¿Cuándo tuvieron alguna cercanía? ¿Y cómo hubiese sido esa cercanía de haberse producido? ¿Un encuentro casual, un cruce de miradas, una referencia ridícula? Nada de trato familiar, nada de afectos ni siquiera simulados. Él no tenía nada que ver con ese misterio que otro desconocido GK# llamó “El Coleccionista”.
DL# se inclinaba a creer que todo era una trampa para sacar algún provecho de él. ¿Pero cómo descifrar el engaño si lo había? ¿Debía volver a las fotografías, a las partituras, a la retorcida espiral de letras manuscritas imitando símbolos cuneiformes que le había dejado VD# para agregar otro y más extraño desafío? No tenía respuesta, ni siquiera la sospechaba. ¿Dónde y cómo la hallaría?
Y eso de “podemos” esperar. ¿Por qué el plural? ¿Quiénes podían esperar? ¿Él y quién otro? ¿DL# y quién más? ¿Él, DL# y otro GK#? ¿Quién? ¿Quiénes?
Por MSN “El Coleccionista” le envió su dirección y con el mensaje el desafío de encontrarse para conocerse. Como en un juego de ajedrez rápido hizo su movida previendo muchas otras anticipadamente mientras DL# no encontraba la respuesta correcta a ese desafío. No había tiempo para tomarse. Era un juego relámpago que terminaba sin duda en muerte súbita.
Los mensajes por celular no saben de temperancias, urgen, llegan de repente, y cuando llegan no suelen dejar mucho margen para una respuesta meditada. No hay tiempo para cavilar serenamente. Exigen una respuesta inmediata. ¡No pierdas tiempo! ¡Responde! ¡Responde! Unos cuantos caracteres y eso es más que suficiente para decidir; no pidas más, con la cantidad de caracteres elegidos se pueden escribir infinidad de buenas y malas palabras. ¡Responde de inmediato!
La inmediatez confunde todas las relaciones humanas, las hace ligeras e inconsistentes; los teléfonos celulares son el vehículo de argucias que nos someten y tentaciones que no sabemos eludir.
La conversación lo había dejado pasmado, en suspenso, fluyendo entre la duda y el tedio, entre la certeza y la desidia.
La soledad y el silencio le dieron cierta paz que menguaba la desazón que le produjo la conversación con ese GK# que lo llamó cínicamente “primo”.
Estaba seguro de que entre ellos no había ningún lazo de sangre, ningún vínculo en el linaje y que todo se tenía que deber a una extraña coincidencia. Todos los comentarios que el hombre le hizo para demostrar cuánto conocía de él y su familia eran parte de la trampa que sospechaba.
Al mensaje de “El Coleccionista” le siguió otro grabado por Adriana. Su voz sonaba otra vez distinta y eso ocurría en cada nueva oportunidad en que se comunicaban. Él podía percibir en su voz una humedad diferente, una elástica vibración no erótica sino romántica, apenas alterada por el altavoz del teléfono celular. Y al escuchar la voz renovada de Adriana se le representaba la mujer mutando a un estado insólito, a un estado fundamental de coherencia entre la voz y la metamorfosis de la anatomía.
Esa mujer lo confundía entre llamado y llamado. Sí que lo confundía.
No podía reconocer en esa versión del mensaje grabado a aquella soez y brutal frotándose contra él delante del cadáver de VD# y luego, aferrándose al brazo de su padre, insinuándosele.
El mensaje decía: “¿Fue difícil, amor? Siempre la primera vez es difícil. Si a vos te angustió, imaginate a tu hermana.”
Respondió por escrito: “No estoy para acertijos”. Quiso parecer dispuesto a poner fin al intercambio de mensajes de inmediato.
La respuesta no se hizo esperar.
—¡Uh! ¡El hombrecito no está para acertijos! ¿Para qué está, entonces?
Escribió, “no me jodas Adriana, si tenés algo que decir decilo y listo. No estoy para bromas”.
Nuevo mensaje de voz.
“No te creas tan importante. En esta historia la única víctima fue VD#. Vos la llevaste bastante bien en tu vida, por eso te tomaste el piro. Hiciste la tuya. Perfecto. VD# no te reprochó nunca nada. Pero a vos no te arrancaron un hijo”. DL# quedó estupefacto. No dudó ni un instante, llamó a Adriana, quería una explicación inmediata sobre el padecimiento al que hacía referencia la mujer. Adriana no se tardó en atender la llamada.
—Amor, ¿en qué te puedo ayudar? —La voz de la mujer, en efecto, sonaba nuevamente diferente.
—¿Qué quisiste decir con que a mi hermana le arrancaron un hijo?
Adriana se llamó a silencio, y ese silencio exasperaba a DL#. Ella sabía imprimir a la conversación las pausas correctas para que sus palabras fueran filtrando la inteligencia simple del hermano de a poco, como un disolvente.
Adriana lo provocó, le dijo:
—¿No lo sabés o te conviene pasar por ignorante? —DL# estaba enfurecido. ¿Pasar por ignorante? ¿Cuál sería el beneficio?
—¿De qué hijo hablás?
—El que hubiera sido tu sobrino.
—Nunca supe que ella haya estado embarazada. ¿Es una broma? ¿Te estás divirtiendo conmigo?
Adriana volvió a sus silencios. Por el auricular se oía suavemente el rítmico sonido de la respiración.
—¡Contestame hija de puta! ¡Contestame, querés! ¡No te quedés muda, hija de puta!
Adriana terminó la comunicación. ¿Por qué habría de soportar los insultos?
DL# la llamó una y otra vez, pero no hubo respuesta, no lo atendió, apagó el celular. Si quería saber algo sobre aquel supuesto embarazo, debería viajar hasta la casa de VD#, donde paraba Adriana desde su muerte, y hablar con ella en persona.
Cabía la posibilidad de que ella no lo recibiera. ¿Quién recibe a un fulano que llega con la boca llena de insultos? Nadie. ¿Acaso tiraría abajo la puerta? Por supuesto que no.
“Me quiere con ella, eso quiere” —así se dijo y se convenció—, “quiere obligarme a ir a la casa para frotar su entrepierna contra mi pierna, como el día que murió mi hermana, para sacarse las ganas, eso quiere”.
¿Eso quería Adriana? ¡Pobre infeliz! ¡Qué poco entiende a las mujeres! Adriana solo estaba cumpliendo con un mandato.
La odió, la odió intensamente, no cabía otra posibilidad y así se justificó. “La odio, la odio” repitió una y otra vez mientras caminaba dentro de la casa de un lado al otro, golpeando los muebles, ignorando las fotografías. Ella se volvió una yegua, una víbora, una basura, una mierda, una mentirosa, una cínica, una mal parida, una puta. Palabras todas fáciles de decir a solas. Y así siguió durante muchos minutos encontrando en su vocabulario insultos para describirla. “El Coleccionista” al lado de Adriana se había vuelto un santo varón algo cínico pero menos patético.
El nuevo mensaje lo alteró a un más.
“¿Se te pasó amorcito? Dejá de pensar en vos, por lo menos una vez. Todo lo que tenés que saber está a tu vista, delante de tus ojos. Lo que ocurre es que sos ciego de alma”.
La ceguera del alma es la peor de todas. ¿Qué era lo que no veía, qué lo que no entendía?
Aritmética, progresión, fotos, partituras, niñas, manchones, rayas rojas, violín, coleccionista, colecciones, hijo. Para él nada tenía sentido. Debió decir “me rindo, ¡hija de puta! ¡Me rindo!”, pero no estaba en sus posibilidades.
Estaba exhausto. Se tendió en la cama y se quedó dormido.
DL# despertó. ¿Cuántas horas habían pasado desde que se quedó dormido? No lo sabía. Le dolía el cuerpo. ¿Dónde estaba? No reconocía la habitación en la que había despertado ni la cama donde aún permanecía acostado. El lugar era gélido y olía a noche fría, pero él estaba sudado. Una tenue luz caía sobre la cama y hacía brillar las gotitas de transpiración que rodaban por la frente.
Adriana estaba sentada a su lado. Tenía una camisa blanca y un vestido azul. El vestido le recordó a VD# y pensó que seguramente a ella pertenecía. ¿Cómo había llegado esa mujer allí y cómo entró si él no le franqueó la entrada? Era Adriana y no era la misma.
Ninguno de nosotros es siempre el mismo, cambiamos momento a momento, pero la transformación de Adriana era notable. Se parecía a la última voz que escuchó de ella cuando discutieron por teléfono. En realidad no discutieron, él la insultó. Debía disculparse, pero aún no podía articular ninguna palabra. Tampoco sabía qué decir. ¿Cómo disculparse luego de que él la llamó yegua, víbora, basura, mierda, mentirosa, cínica, mal parida, puta? Alguien le dijo en una oportunidad que de los insultos no se puede volver. Hay lecciones que nunca se aprenden o se olvidan fácilmente.
Podía explicar que sus sentimientos habían cambiado, que había desaparecido su ira, pero todavía no estaba en condición de hablar y a ella no parecía interesarse en sus disculpas.
Adriana no hablaba ni se mostraba molesta con él, por el contrario, su actitud era contemplativa, no como quien mira a un amor sino como quien mira a una foto vieja pero agradable. Estaba calma y era la única fuente verdadera de calor en la habitación porque él estaba helado a pesar de que sudaba. Ella, con la camisa blanca y el vestido azul, hasta parecía más joven.
—La ropa era de tu hermana, teníamos la misma talla. Me dijiste que me quedara con todo lo de ella. —Adriana le habló apenas susurrando, tal vez para no alterar demasiado el silencio en la habitación.
—Cierto. —Fue lo único que pudo decir. DL# ya no se sorprendía de cómo era posible que ella supiera en qué estaba pensando.
De afuera no llegaba ningún ruido, el silencio era extraño, no aportaba paz, sino densidad, se fundía con la poca luz de la habitación y con el calor que el cuerpo de Adriana despedía.
Se incorporó de la cama. Quedó de pie del lado contrario a donde Adriana estaba sentada. Ella también se puso de pie. Alzó el índice de su mano derecha y le dijo: “escuchá”, y él escuchó.
“Tengo una muñeca vestida de azul, con su camisita y su canesú. La saqué a paseo y se me enfermó, estoy en la cama con mucho dolor.
Una mañanita me dijo el doctor, ya no está la niña, ¡ay, cuánto dolor!
Ya no tengo niña, ¿quién se la llevó? Con su camisita y con su canesú.
¿Tengo una muñeca vestida de azul?”
DL# siguió mirando en dirección a donde señalaba el dedo índice de Adriana. El cielorraso se alejaba de ellos cada vez más y cuanto más ascendía más oscuro se volvía. Desde esa altura descendía la música de la canción. Se preguntó si realmente había oído esa musiquita o solo la estaba soñando. ¿Y Adriana, señalando en dirección al techo, pero sin inmutarse, era real o también parte del mismo sueño?
Se oyeron unas notas musicales. Sol sol sol la sol mi do mi sol la sol sol sol sol la sol mi do mi sol la. Adriana cantó: “Tengo una muñeca vestida de azul, con su camisita y su canesú”. Ella impostó la voz para darle a la suya un tono aniñado que le hizo recordar a DL# cuando su hermana era pequeña y cantaba en el patio de la casona familiar mientras jugaba con su muñeca vestida de azul con su camisita y su canesú. La música sonó más fuerte, la voz de Adriana se hizo más armoniosa, pero DL# no acertaba a descubrir de dónde provenían los sonidos, porque parecían descender de la altura del cielorraso, pero al mismo tiempo envolvían los cuerpos en un movimiento espiralado que surgía de las humedades del piso.
Lo primero en que pensó al escuchar la música es que se trata de una cajita musical, pero luego imaginó un alhajero como el que tenía su madre donde guardaba sus esclavas de oro.
Probablemente, se trataba de un alhajero rojo. No hubiera podido explicar por qué asoció la música a un alhajero y por qué le asignó a este el color rojo.
Adriana le sonrió.
—Un alhajero rojo, un alhajero musical de color rojo. Muy bien. Muy bien. Si dejás a un lado tus prejuicios, seguramente todo te será más fácil de comprender. —La afirmación de ella no lo molestó, por el contrario. El modo dulce y pausado con el que le habló lo hizo reflexionar sobre el asunto de sus muchos prejuicios.
DL# sabía que tenía muchos prejuicios y que ellos lo limitaban no solo en comprender todo aquello que le estaba ocurriendo, sino que lo perjudicaban cotidianamente hasta en cosas fútiles. Las más de las veces se consideraba poco capaz, medroso y siempre lleno de peros para encarar una empresa nueva o corregir asuntos en los que evidentemente no le estaba yendo bien. Así se comportó con su familia y en especial con su hermana, a la que sin duda amaba, pero no entendía y no podía proteger. Esa sensación ambigua de no comprender hechos o sentimientos y de querer tomar distancia todo el tiempo de sus hermanos y de su propia madre, lo hacían sentirse un cobarde. Y aunque muchas veces se propuso comportarse con valentía, no lo logró ni por asomo. Prefirió siempre dejar todo como estaba y escapar, tomar distancia, alejarse de todos esos conflictos.
La musiquita volvió a sonar y Adriana cantó nuevamente “tengo una muñeca…” Sol sol sol la sol mi do.
Si DL# encontraba dónde estaba el alhajero y a quién pertenecía, tal vez podría comprender el significado de lo que estaba ocurriendo.
Reflexionó. ¿Y si lo que escuchaba era en realidad el tañido de las cuerdas de una guitarra dentro de un alhajero rojo? El sonido de las cuerdas de la guitarra lo devolvía a la infancia y allí estaba su hermana, en el patio de la casa familiar, con su muñeca vestida de azul y a su lado la pequeña guitarra que le había comprado la abuela materna.
Si miraba por detrás de la espalda de ella podía ver al cadáver de las noches arrastrando sus cadenas por el patio en dirección a la niña. Entonces el sonido del alhajero rojo cambiaba bruscamente. Dejaba el rasgueo angelical de una apreciada cajita de música por el golpe metálico de los gordos eslabones de la cadena contra las débiles cuerdas de la guitarra.
Sol sol sol la sol mi do mi sol la sol sol sol sol la sol mi do mi sol la. Eran las cuerdas de una pequeña guitarra que se desgarraba. El sonido se hacía gangoso, como si la música se hundiera en un fango oscuro, en un coágulo de barro donde quedaba estampada la musiquita y también el desgarro de las delgadas cuerdas.
En ese mismo momento DL# se vio a sí mismo pequeño, de regreso a la infancia, podía verse niño pero desde otra perspectiva. Él era al mismo tiempo el niño pequeño asustado en el patio de la casona y el adulto que observaba a su hermana aferrando a su muñeca ciega con una mano y con la otra la guitarra pequeña. El tiempo de su existencia corría en dos direcciones opuestas. DL# adulto veía al niño solo, completamente solo. Su soledad impresionaba. Estaba como vacío, una sustancia ausente corriendo por sus venas y fuera de esa habitación que hasta entonces había actuado como una cápsula de tiempo y espacio limitado. Los límites se quebraron por completo y lo que hasta entonces había sido tan simple se volvió un complejo al que no alcanzaba a razonar.
Le costó respirar tanto al niño como al adulto, se ahogaban, sus corazones se aceleraron y latieron enloquecidos como el de un colibrí de tamaño humano y otro tan pequeño que apenas si se lo percibía.
De la habitación en la que despertó no quedaba nada, se había desvanecido y otra ocupó su lugar, diferente, única, más alto el techo, el piso barroso y la luz más intensa. Adriana era apenas una apariencia memorable, un entredicho de un espejo en el que se reflejaba interminable.
¡DL# era tan pequeño! Cuando volteó para mirar al frente se alzó ante él una puerta inmensa que recordaba al ladrillo de Euler, una puerta ortoédrica de varios metros de altura.
La puerta era de madera, maciza y estaba pintada de color negro. La tocaba, pero no la reconocía, era áspera, rugosa, fría. ¿Qué a dónde conducía esa puerta? Al lugar de los secretos de familia; si decidía ver qué había detrás de ella, su vida cambiaría definitivamente. ¿Cuán cobarde o cuán valiente podían ser el niño y el adulto en que se había bifurcado DL#? La valentía y la cobardía van siempre de la mano, no exista una sin la otra. Cuando se impone la valentía nacen los héroes, cuando la cobardía, los pusilánimes que acaban en traidores. Niño y hombre eran diferentes, pero componían una única entidad. Si algo iba a ocurrir al entrar en esa habitación los dos mutarían a seres muy diferentes a los que habían sido hasta entonces. En las dos direcciones distintas en que se dirigían el niño y el hombre, Jano los observaba con una cínica sonrisa.
El niño miró la puerta. Un poco por encima de la altura de sus ojos había un pequeño orificio en ella. Para alcanzarlo tuvo que esforzarse. Se puso en puntas de pie. Se estiró todo lo que pudo. Cuando alcanzó la altura de la rendija vio por ella el desgarro de la pequeña guitarra y el de la muñeca vestida de azul. Y vio que ambas sangraban.
La sangre en la guitarra tañía las cuerdas con furia. Sol sol sol la sol mi do mi sol la sol sol sol sol la sol mi do mi sol la. Con su cadena el muerto golpeaba a la niña que no abandonaba ni a su muñeca vestida de azul ni a su pequeña guitarra.
Adriana contemplaba a DL# y él, a su vez, podía verla sublime ante el espejo. La sangre lo confundió, a través de ella brotaba la musiquita de la guitarra en un vapor rojo. Sol sol sol la sol mi do mi sol la sol sol sol sol la sol mi do mi sol la. Tengo una muñeca vestida de azul… ¿La tengo?
El desgarro se bifurcó en dos caminos muy diferentes. En una dirección, tallos de algas marinas; pequeñas laminarias entrando al alhajero rojo por el sopor de un remedio. Una laminaria, dos laminarias, tres, ¿cuántas? Las necesarias. ¡Qué se dilate! ¡Qué se dilate! El alhajero se dilató y entró la sombra con forma de herramienta. Se oyó un suspiro que no alcanzó a queja.
Así fue el desagarro en el comienzo y luego se dilató más rojo, de un rojo inmenso, en una húmeda boca a punto de un intenso hematoma violáceo. Dejó una marcha como herida, la cicatriz intensa de un rompimiento.
Cuando el segundo desgarro llegó a su destino acabó la música. El alhajero desapareció, VD# desapareció y Adriana también lo hizo. DL# quedó solo, como en la infancia, completamente solo ante la puerta gigante. El picaporte estaba a una altura imposible para el niño, así que no hubo opción, solo el DL# adulto podía abrirla y entrar a la oscuridad de lo prohibido, de aquello, de lo que no se habla y es mejor no saber. Apenas pasó la puerta, vio a la muñeca, la guitarra y el alhajero rotos. Y un hilo de sangre salía de cada uno de ellos. Vomitó sin poder evitarlo. No pudo avanzar por la oscuridad. Volvió a la cama, se recostó en ella, cerró los ojos. Surgió el último de los interrogantes. Un hombre llevaba máscara y toga. A su espalda un escudo con una pintura griega o romana. El hombre reía a carcajadas y repetía entre risotadas “primo, primo, primo. Somos de la misma naturaleza”.
El rostro oculto por la máscara y el cuerpo envuelto en la toga le sugirió un maleficio o una incógnita gótica. Ese, el último visitante llegó para evaluar el sacrificio de la niña con su muñeca y su guitarra. Tocó el borde del alhajero rojo, rozó una burbuja roja que caía de los tallos, rasgó las cuerdas hasta sangrarlas y palpó los trozos que quedaban de la muñeca vestida de azul. En una foto antigua tachó el rostro de VD# con dos gruesas líneas rojas. Se acabó la luz, no hubo más sonidos, DL# se hundió despacio en la cama hasta casi desaparecer y se durmió profundamente. 

XXX 

Que En Paz Descanse 

DL# fue indiferente a todo lo que ocurría a su alrededor durante años. Cuando la guerra de Malvinas contra Gran Bretaña no sintió más emoción que imaginar la muerte en medio de combates cuerpo a cuerpo. La patria para él no era mucho más que su reducido universo personal. Tal vez GK# había tomado posición al respecto, pero no se configuraba si su padre habría aprobado la decisión de la Junta Militar o si la había repudiado. GK# le era extraño en términos políticos. Salvo su brutal antiperonismo no recordaba mucho más de él. El año de la guerra por las Malvinas fue coincidente con el Mundial de fútbol en España. DL# no pudo comprender cómo en medio de una guerra el interés de los medios televisivos estuviera concentrado en los partidos de fútbol y no en lo que estaba ocurriendo en los archipiélagos australes. Eso lo volvió más escéptico. Todos esos actos le resultaron esquizofrénicos. País en guerra pero pendiente del resultado de uno u otro partido. Si se le preguntaba cuál había sido el resultado de aquella competencia, no hubiera podido responder la pregunta.
Su madre repudió la decisión militar, pero se limitó a breves reproches. Cuando finalizó el enfrentamiento armado solo dijo “esto se sabía cómo iba a terminar”.
Desde entonces DL# se desinteresó por completo de la política y todas sus preocupaciones se limitaron al trabajo y a algún amorío ocasional. Nada de relaciones formales, nada de largos noviazgos. ¿Casarse, tener hijos, como alguna vez le cuestionó AD#? No lo consideró jamás. No quería esposa, no quería hijos, no quería familia.
A los vínculos familiares les impuso distancia, lo hizo, así se convenció, para preservarse de la enfermedad que terminó por desmoronar a su enfermiza familia. No dejó de amar a su hermana y a su madre, descartó a su hermano por completo y desterró a su padre de todo sentimiento positivo.
Pero lo que nunca pudo quitar de su mente era aquella sospecha del cadáver arrastrando su cadena por el patio de la casa. Empezó a vincular ese suceso con la muerte, no con la propia, sino con la Muerte como resultado final de lo que llamamos vida.
Vivir es excepcional, es extraordinario, pero morir no lo es. Todo lo que nace, apenas nace, empieza a morir. Hay muertes y muertes. Heroicas, sublimes, extraordinarias, inútiles, miserables. Todos moriremos, por suerte. La eternidad sería patética para los humanos. Sería un castigo infinito, interminable.
Pero DL# no pensaba en su propia muerte, sino que lo hacía como un desvarío surgido de un hecho formidable, la presencia de un muerto en la casa familiar acosando a su hermana. Pero la muerte de su hermana vino a indicarle que su percepción de la vida era, por lo menos, estúpida, y si no estúpida, superficial por completo. Apenas pasar el tiempo, tener sexo cuando se presentara la ocasión, preocuparse por asuntos que no significarán nada para los demás. Una simplificación poco alentadora para un hombre ya maduro y que si bien no tenía por qué considerar su propia muerte de manera inmediata, por lo menos debía tenerla en cuenta para no ser sorprendido por esa amarga circunstancia.
VD# se lo advirtió y lo hizo sin dejar lugar a duda alguna. ¿Él consideró el asunto con la seriedad que merecía? No. De ninguna manera, como muchas otras cosas.
No es justo afirmar que DL# era un hombre demasiado superficial. Lo era, a qué negarlo, pero tal vez fuera como esas matrioskas en la que lo verdadero, lo que da origen a la sucesión, está al final de todo, en la última y aunque más pequeña matrioska, la más singular. Pero ¿quién se tomaría el trabajo de escarbar en DL# hasta hallar esa última matriz pura, singular, para revelar el verdadero carácter de ese hombre? ¿Adriana? No imposible pero muy difícil. Si él no había sido capaz de ver debajo de su máscara, no había distinguido la falsa apariencia de una oportunista relamiéndose en su vanidad para excitarse con el roce contra un hombre atractivo. Por qué ella dedicaría amor y tiempo a encontrar la última estación de una personalidad masculina distorsionada por una crianza opresiva. Además, nada sugería que Adriana fuera la mujer que pudiera pretender escarbar hasta hallar la sustancia definitiva de ese hombre llamado DL#. Tal vez su verdadera misión fuera otra muy distinta y él no alcanzaba a comprenderlo.
Él parecía no haber podido salir de ese estado inercial, esa protohistoria de tradiciones dichas y repetidas pero nunca asentadas en ningún documento familiar. Allí se mantuvo suspendido en muchos aspectos. Huyó del hogar, es cierto, pero no de esa fuerza centrípeta, gravitatoria que lo arrastraba siempre al seno de una familia que había acumulado secretos, para luego ocultarlos en un lugar oscuro y pestilente.
Así que cuando recibió el llamado de Adriana no estaba preparado para lo que ella estaba por decirle.
Atendió de buen ánimo, listo para alguna mentira seductora. Pensó que podría decirle: “Es una buena noche. La luna está espléndida (algo que no era cierto) y su luz ilumina con luz brillante y serena. ¿Podríamos salir a dar un paseo?”
Luego de pensarlo no dudó que Adriana se hubiera burlado de él sin contemplaciones. Habría lanzado una de sus carcajadas que parecían surgir de lo más hondo de su vientre y arrastraban el humor macilento de los intestinos.
¿Qué podía haber cambiado desde el momento que se conocieron a entonces como para convidarla a un paseo?

Ella estaba mutando y esa metamorfosis a DL# lo deslumbraba. Ya no era la achinada pringosa desdentada que solo trataba de frotar su entrepierna contra su muslo. Vestida de azul con su camisita y su canesú, había adquirido una presencia hasta entones inusitada. ¿Alcanzó a ver cómo la máscara se desvanecía? Seguramente no, pero al tiempo que el engaño se revelaba, la luminiscencia que salía del cuerpo renovado de la mujer lograba cierto encandilamiento que alteró los sentidos de DL#, confundiéndolo positivamente.
Imaginó que ella debía llamar para ponerlo a prueba. Seguramente el enfado que habría tenido por sus palabrotas se había disipado y quería hacer las paces y él estaba en ese instante muy dispuesto. El hombre se comprometió consigo mismo a ser gentil, a ser respetuoso, a mentir con elegancia. ¿Por qué no? Él era un hombre tranquilo que podía pasar por lento, pero esa solo era su apariencia. ¿Cuánto le había hablado VD# de él a Adriana? VD# tendía a exagerar todo sobre su hermano, lo veía más alto, más hermoso, más sensual aunque no más inteligente de lo que realmente era. Y en cierta forma esas exageraciones no se apartaban en un todo de la verdad. Era alto, era bien parecido, y hasta podía resultar sensual. Pero no en la medida en que hermana lo describía. Después de todo para ella era como vender un producto bien acabado y no dudaba que una buena noche entre su hermano y su cuidadora redundaría en un trato más amable y esmerado para con ella.
Atendió el llamado con la intención de parecer no más interesado que quien escucha el parte meteorológico. Sabría disimular su entusiasmo. Pero lo que escuchó lo dejó atónito.
Fueron apenas doce letras. Tres palabras. Cuando pudo procesar la noticia y volvió al fenómeno de la numerología al que adhería VD#, el número reducido que obtuvo fue tres, y tres fueron las palabras que Adriana precisó para ponerlo al tanto de la novedad. Tres. Una nueva progresión aritmética.
—Murió tu padre. —Eso fue todo. Adriana ni siquiera necesitó repetir esas tres cortas palabras.
DL# quedó pasmado. Se mantuvo en silencio. ¿Nada qué decir?
Recién había despertado y estaba empapado en sudor. ¿Qué podría decir? No sabía qué decir. ¿Tal vez lo siento? ¿Tal vez ¡ay!, qué pena? ¿Tal vez mi más sentido pésame o que en paz descanse?
De la muñeca de vestido azul a la mortaja negra de su padre. De la noche de luna llena a ese agujero propio de una autopsia realizada por un inexperto matasano, destripando a la víctima.
La de su padre era una muerte a destiempo. En eso pensó y no en otra cosa. Una muerte a destiempo, algo inoportuno como todo lo que hacía GK# tercero, con el mero ánimo de joderle la vida a sus vástagos y en especial a él, a quien más odiaba. Una huida alevosa y premeditada de la que no había manera de regresar.
¡Morirse en ese momento! Justo cuando ingresó al reducto de los secretos familiares, aunque apenas había podido dimensionar el volumen de aquella oscuridad densa, húmeda, crispada, que acabó por meterse por su garganta y bajar por el esófago al estómago para luego ser expulsada por un violento y caliente vómito.
Reaccionó. Los ojos enrojecidos y la boca pastosa. Si Adriana le hubiera visto el rostro, tal vez habría concluido que, por única vez, se había asomado a la última matroska, a la patética.

Balbuceó:
—¿Qué pasó?
Adriana, que seguía del otro lado de la línea, esperó para responder. Estaba atenta al ritmo de la respiración de DL#, jadeo que podía escuchar a través del auricular del celular con absoluta claridad.
Luego dijo impostando la voz para sonar fúnebre:
—Murió, es todo.
DL# esperó detalles, esperando reponerse de la noticia.
—¿Murió? ¿Eso es todo?
—Sí, es todo.
—Pero ¿fue un infarto? ¿Un accidente?
—¿Te importa?
DL# debió decir “no, me importa un carajo”, porque realmente no le importaba cómo había muerto. Lo que importaba era que ya no habría posibilidad alguna de confrontar con ese hombre los hallazgos en el reducto de los secretos familiares. Entonces sintió la imperiosa necesidad de putearlo.
—¡Qué pedazo de hijo de puta!
Adriana soltó una carcajada.
—Adoro tu espontaneidad.
—Siempre fue el mismo hijo de puta.
—El viejito se las traía. Siempre te cagó, ¿por qué no habría de hacerlo también al final de sus días? No niego que el viejito me gustaba, pero destilaba esa maldad viscosa que nunca entendí cómo tu hermana la soportaba. —Volvió a reír a carcajadas.
DL# sintió deseos de insultarla, pero supo contenerse. ¿Para qué ofender a la única persona que la unía con su hermana? La única, por otra parte, que conocía de aquellos secretos o por lo menos la porción de lo oculto que VD# pudiera haberle contado.
Adriana rio con más fuerza y por más tiempo. A DL# no le resultaba graciosa esa muerte. Para nada.
—¡Qué viejo hijo de re mil putas! ¡Cómo se puede ser tan hijo de puta! —A esa altura de la verdad a Adriana la queja le pareció desmedida. “Ya fue”, eso pensó luego de escuchar las puteadas de DL#.
—Ya fue. La gente muere. Yo voy a morir y vos también, a qué tanto alboroto.
Luego vaticinó:
—No hay don sin tres. Sabelo. No me lo tomaría a pecho, pero sabría que siempre, como dicen las viejas, no hay dos sin tres.
DL# dejó de lado su ira y trató de pensar en esa aseveración. “No hay dos sin tres”. ¿No decían eso justamente las viejas de la familia cada vez que se conocía una muerte? Así decían, y se santiguaban como si la señal de la cruz fuera el formidable talismán que las alejaba a ellas de la tumba.
—No hay dos sin tres, amorcito. Numerología de VD#. Uno más dos, tres. Es otra secuencia. Ya no siete, catorce, veintiocho, cincuenta y seis. Cambió a uno más dos, tres. Hay una causa y un efecto. No el más agradable, pero ante la causa uno solo puede esperar el efecto. El “dos” es la relación de la causa de la que necesariamente surge el efecto. ¿Me seguís? Es una trinidad diferente.
DL# no entendía de qué le hablaba Adriana. Se mantuvo en silencio.
—¿Lo velan?
—¡No! Ya lo cremaron.
—¿Cómo es posible?
—No es tan difícil suponerlo. Fuego, grandioso fuego que todo lo transforma en cenizas.
—Pero… tan rápido, tanto apuro.
Adriana vaciló su respuesta.
—¿Qué diferencia habría hoy o mañana? ¿Querías ver al muerto?
No se trataba de eso. Lo dijo solo porque no podía encontrar consuelo ante esa muerte inesperada y que ponía fin a una posibilidad de conocer la verdad de muchos sucesos del pasado.
—Quiero verte. —DL# no tuvo ninguna duda al decir esto.
—¡Uy! ¡Por fin! Dame un tiempo para prepararme, no sé si estoy lista. —Adriana rio con vehemencia—. Me comprenderás que tengo que contener mi libido. —DL# no reparó en esas palabras.
—Recuerdo, ahora recuerdo. —Dijo
—¡Era hora! A tu hermana le asombraba tu pobre capacidad de recordar.
—No se trató nunca del olvido.
—Claro, era más fácil huir.
—Estoy demasiado solo.
—Nadie está completamente solo. Siempre hay alguien que nos sigue la huella, siempre alguien nos observa.
DL# iba a preguntar “quién”, pero la comunicación se interrumpió. Llamó nuevamente a Adriana, pero ella no respondió. El llamado se derivó al buzón de voz. “Soy Adriana. En este momento no puedo atenderte. Dejá un mensaje y tal vez te llame. Acordate que nunca hay dos sin tres”. 

XXXI 

¿Quién es Adriana?

—Primo, mi más sentido pésame. —DL# tardó en reaccionar al escuchar las condolencias que “El Coleccionista” le envió en un mensaje por la muerte de GK#. La voz sonó pastosa, algo enfermiza, y DL# se configuró la idea de que el hombre había grabado el mensaje en las profundidades de una sepultura. No podía asegurar que quien le enviaba sus condolencias fuera el mismo con el que habló tiempo atrás, el timbre de voz era similar pero la intensidad muy diferente. Esta sonaba íntima y tutelar y aquella cínica y liviana.
No respondió como hubiera correspondido. La familiaridad con que “El Coleccionista” lo trataba lo ponía de mal humor. Adriana le había dicho que su fastidio no era producto del enojo, sino de su cobardía.
—Cada día me convenzo más que sos un cobarde. —Adriana se lo dijo con el mismo tono y la misma parsimonia de quien ofrece una redonda y jugosa manzana envenenada a una víctima que no tiene la menor sospecha de que está a punto de acabar su vida entre horribles convulsiones. DL# no recordaba en qué oportunidad lo hizo, pero sí que esas palabras fueron muy oportunas cuando la muerte de VD#.
En efecto, DL# no se molestó en responder el mensaje de “primo” por descortés, sino por cobarde. La intimidad de la muerte hace que se depongan prejuicios y eso lo amilanaba ante un ser misterioso de quien intuía la misma condición que la de un parásito pronto a succionar sus jugos vitales hasta reducirlo a una masa amorfa y exangüe.
Tal vez no era en un cobarde ciento por ciento, pero sabía que la cobardía era un gran componente de su personalidad. No podía negarlo y aunque le costó admitirlo para sí mismo, la evidencia de muchas de sus acciones lo terminó por obligarlo a aceptarlo.
Todos tenemos algo de cobardes. Hay quienes apenas un cinco por ciento de cobardía compone su personalidad. Otras un diez, un veinte o un cincuenta. Otras son inmensamente cobardes, aunque son raros los que lo son en un todo. Algo de valentía siempre se conserva, aunque no sea más que para sobrevivir de la manera más abyecta, traicionando a quien fuere necesario con total de salvar el pellejo.
¿Qué porcentaje debía atribuirse a sí mismo? Nunca se atrevió a mensurar su cobardía.
¿Débil de carácter? Era una manera elegante de reconocerse un pusilánime, pero sin usar esa palabra que lo menoscaba por completo. Débil de carácter.
Muerta VD#, Adriana le dijo en aquella oportunidad cuando llegó a la casa de su hermana luego de que el funebrero le avisara del deceso. “¿Querés que te la muestre? ¿No querés tocarla? Un último recuerdo”, le preguntó. Pero él se negó no por el dolor que le provocaba la vista del cuerpo inerme de la hermana, sino para protegerse a sí mismo.
Timorato. Debilucho. Poca cosa. Cagón. Todas estas palabras alguna vez VD# se las dijo sin contemplaciones para luego consolarlo de inmediato. VD# lo amaba. No había duda de ello. Pero muchas veces el amor no recaba en la inteligencia sino en el capricho. O en la insuficiencia. El amor de VD# por su hermano tenía un poco de cada cosa. Mucho de capricho, algo de inteligencia, no mucha porque si así hubiese sido VD# no lo hubiera podido amar ni un poco. Ella era demasiado inteligente como para no comprender que es imposible amar si no hay algo de egoísmo en ese sentimiento, algo también irracional. ¿Cuán egoísta podía ser VD# como para ultrajar a su hermano y al mismo tiempo amarlo? Lo que el halopidol le permitía cuando no le vaciaba el cerebro por completo. Era el justo momento en que ella quería pensar y no podía, y no se puede amar si el cerebro no interviene. No basta el corazón para amar como tampoco basta el cerebro. Es esa amalgama única que hace que dos personas que se repelen y saben que se rechazan, también se amen de manera incondicional. No era un amor surgido en los lazos de sangre, de ninguna manera.
Pero “somos familia”, era un recurso al que solía apelarse para justificar vilezas y traiciones; una explicación sencilla, pero singular, apropiada tanto para VD# como para DL# aunque ninguno de los dos se decidiera a decirlo con convencimiento. Incluso con el desgraciado de GK#, muchas veces VD# se dejaba llevar por ese estúpido prejuicio fundado en la consanguinidad.
También el amor de VD# por su hermano tenía algo de complicidad, de saberse el uno amarrado al otro por esa maldita cadena que el muerto noctámbulo, babeando su ácida saliva, arrastraba por las noches por el patio de la casa familiar. DL# sufría de solo pensar en ese cadáver deambulando hasta la habitación de su hermana mientras la abuela paterna simulaba dormir el mejor de los sueños para observar con el rabillo del ojo sumido en una perversa miosis que provocaba la oscuridad del muerto sobre la leve humanidad de la niña.
DL# necesitaba explicaciones sobre la repentina muerte de su padre. ¿Le interesaba? No, tal vez lo moviera el morbo por saber el modo y el momento, espera disfrutar algún detalle que descubriera el verdadero sentimiento del hombre ante su inevitable muerte. O tal vez quería cerciorarse de que efectivamente ese, para el desgraciado hombre, estuviera realmente bien muerto. O tal vez solo se trataba de escuchar una voz algo familiar que le dijese, aunque más no fuera “mi más sentido pésame”, mintiendo sin disimulo. Por eso llamó nuevamente a Adriana, esperando que fuera ella la vocera de los últimos instantes de su padre, pero ella no le atendió el teléfono y se dirigió directo al buzón de vos y volvió a oír ese ridículo mensaje, “Soy Adriana. No puedo atenderte. Dejá un mensaje y tal vez te llame. Acordate que nunca hay dos sin tres”.
Nunca hay dos sin tres. Estas palabras vinieron a ocupar el lugar que, segundos atrás, ocupaban las que “El Coleccionista” grabó para condolerse de la muerte de GK# tercero.
Tal vez resulte como Adriana dijo. ¿Quién sería el tercero en la sucesión de muertes? ¿Él? ¿«El Coleccionista”? ¿Adriana? Todos reconocen que esa sentencia solo cabe a los que están unidos por lazos de sangre. Sin consanguinidad se trata de una simple coincidencia, dado que mueren por segundos centenares de desgraciados que nada tienen que ver unos con otros.
En esto cavilaba cuando “primo” le envío un nuevo mensaje y la voz sonó peor que cuando el primero.
—Puede que sea, como dice la mujer, lo que ocurre dos veces ocurrirá, invariablemente, una tercera vez. ¿Esa circunstancia ocurriría por el simple avatar del destino? Lo dudo. No basta el destino para definir el futuro.
Primo, nadie escapa a lo que es, nadie elude su propia esencia. ¿Cuándo vendrás a visitarme? Somos familia.
DL# tembló. ¿Cómo podía saber ese hombre qué le había dicho Adriana? ¿De qué necesitaría escapar él y a dónde? ¿Qué sustancia vital podían compartir ese desconocido del que supo su existencia por los datos que obtuvo de la guía telefónica? Él, tan solo un hombre que pasaba su vida desapercibida, casi ignorado hasta que llegó la noticia de la muerte de VD#, debió reencontrarse con un padre al que detestaba y ser frotado por una mujer que no dejaba de observarlo de manera impúdica.
Nuevo mensaje:
—Somos familia —repitió “El Coleccionista”—, para qué evitar nuestra comunión. Ahora estás solo en tu pequeño universo —algo realmente cierto—. ¿Por qué no vienes? ¿Por qué no consolarnos uno al otro ahora?
DL# estaba solo en el pequeño universo de los abandonados. Llevado por esa soledad, especuló que hasta Adriana podría ser su consuelo. No “El Coleccionista”, con él no compartiría ningún alivio y por ello decidió, a partir de ese momento, ignorar los mensajes de ese entrometido. Es más, se propuso bloquearlo para que ya no pudiera volver a comunicarse. Pero cuando estaba así de hacerlo, cuando ya había entrado al menú que ofrece la deliciosa oportunidad de bloquear a un infeliz, dudó. Como siempre. Vaciló. Adriana le habría dicho “por cobarde”. Y si así le hubiera dicho habría tenido que darle la razón.

¿De qué serviría cortar el vínculo con el único pariente que le quedaba? La situación era hasta estrafalaria. DL# tenía un hermano, hermano de sangre, pero él ni lo consideraba, no lo tenía en cuenta. ¿Y qué representaba ese GK# para él? Nada, y, sin embargo, se sentía más conectado con ese desconocido que con su propio hermano.
FF# no era más que un neurótico, quien a lo único a lo que aspiraba era a quedarse con el dinero de quien estuviera a su lado. Ya había esquilmado a la pobre madre en los últimos tiempos. Antes a la abuela materna y váyase a saber a cuántos más.
Por eso hacía ya mucho que lo había descartado de sus relaciones y fue indiferente a su reaparición luego de su ostracismo y aquello de “somos familia” no significaba nada con FF#.
Tenía hermana y se murió. Y a esa muerte le sucedió la de su padre, la que no le arrancó ni una lágrima, pero que sí perturbó su buen ánimo. FF# era tan solo una mención al pasar o el nombre de un testigo escrito en una papeleta en la funeraria donde asistieron la muerte de la madre.
Por eso no pudo bloquear a “El Coleccionista”. El último vínculo con la historia familiar. Ya decidiría si lo visitaba, no era ese el momento de tomar semejante decisión.
Pero no prestaría atención a sus mensajes, en esto se mantendría firme, demostraría carácter. No sería ese ser vacilante y un tanto pusilánime que a la primera de cambio mutaba de postura por comodidad.

En lo que no vaciló fue en ir en busca de Adriana, no le quedaba otra alternativa. Insistió con sus llamados, pero no obtuvo respuesta. Siempre al buzón de voz a escuchar el mismo mensaje. No obtendría nada por ese medio.
La decisión de ir hasta la casa de su hermana donde vivía la mujer no fue un acto de valentía sino de ansiedad. Ella lo puso al tanto de la muerte de GK#, así que dedujo que solo ella podía saber más de esa muerte. No tenía seguridad de que ella quisiera darle detalles, pero al menos intentaría saber más del deceso de su padre. Era posible que disfrutara algún detalle de cómo murió. Deseaba que no haya sido rápido e indoloro, y aunque este deseo parecía morboso, en lo más íntimo, tal vez en esa última y pequeña matroska que idealmente contenía su esencia vital, sentía una decidida satisfacción por ese sentimiento de venganza.
Haría el viaje en remís; en automóvil, en algo más de treinta minutos, estaría donde la mujer. Ese tiempo era más que suficiente como para pensar en cómo encarar la conversación con esa mujer que era tan sarcástica, pero que en su alucinación, vestida de azul, había cobrado una apariencia diferente por completo. Una era cínica, fría, grotesca, provocativa, la otra era cálida, sensualmente cálida.
Desde que pidió el servicio de remís hasta que el automóvil llegó a su casa no pasaron más de diez minutos. El chofer por un mensaje de texto le avisó que lo esperaba en la puerta del edificio. Tomó su mochila y salió a la calle. Subió al automóvil y saludó al chofer con toda la amabilidad que podía tener a esa hora y en esa circunstancia.
El chofer era un adulto pero no un viejo. Cabeza cuadrada, rapado, barba mal afeitada y anchos bigotes, amplias espaldas y manos enormes. Aferrado al volante, este parecía demasiado pequeño para esas manos.
—Buenas noches. —DL# trató de sonar amable.
—Buenas noches, don. ¿A dónde lo llevo?
Le indicó al chofer a dónde se dirigían. El hombre lo observó por el espejo retrovisor sin esforzarse en disimular el fastidio que sintió cuando supo a dónde se dirigía DL#.
—¿Alguna urgencia, don?
—Sí, algo.
—¿Se le murió alguien?
—No todavía —mintió—, pero tengo un familiar que ha sufrido un ataque grave.
—Qué cagada. Los parientes se mueren en cualquier momento.
—Nadie gobierna esas cosas.
—Lo llevo porque está jodido un pariente, porque mire que es fulera esa zona, don. —El chofer conocía la zona a donde marchaban—. Debe ser alguien muy querido suyo para ir a esta hora a ese barrio.
—Sí, es mi padre, se imagina —trató de parecer preocupado—. Pero el barrio es tranquilo, no tendremos problemas, cuando nos aproximemos le indico la calle en donde está la casa a donde vamos.
—¿A qué dirección vamos?
DL# le dijo la dirección aproximada.
—Ah… Conozco la zona y no tengo buena memoria de ella. Un barrio de mierda, con perdón.
—No se preocupe, los vecinos saben quien soy y son todos laburantes. —DL# trató de darle seguridad al chofer.
—¿Laburantes? No sabía que en ese barrio había algún laburante. —DL# no sabía si esa era una ironía o una verdad. Trató de actuar como si nada le preocupara.
—Lamento lo de su padre —dijo el chofer—. El mío era un hijo de puta, así que cuando se murió no se me cayó ni una lágrima. Me daba cada viaraza cuando estaba en pedo que en más de una vez me dejó morboso.
—Lo lamento, qué difícil debió ser para usted.
—No, para nada. Golpe más, golpe menos, todos nos criamos a las piñas. ¿O a usted le hacían sana sana colita de rana? —El chofer rio con estridencia.
—No, claro que no. Alguna paliza también recibí, como todos. Pero quédese tranquilo con el barrio, los vecinos son buena gente.
—Los vecinos pueden ser todos como las carmelitas descalzas, pero a pocas cuadras está la villita. No tengo nada contra los negros, pero negros laburantes hay pocos. Todos vagos, borrachos, pendencieros. En esa villita el que no es chorro es narco.
—¿Villita? —DL# no sabía nada de una villa.
—Sí, don. Villita. Una villa que se está armando. A cinco cuadras de la dirección que me dio está la villita nueva. Toda la fauna de los descartados, ¿me entiende? Putas por cinco mangos, todas con SIDA, chabones chorros, uno que otro asesinó al padre, a la madre o al hermano, y los pibitos todos en bandita afanando al que se le cruce. ¿Oyó hablar de las pirañas?
DL# sabía de las pirañas, lo que no sabía era a qué se refería el chofer.
—Unos peces carnívoros…
El chofer no pudo contener una risotada.
—¡Qué pescado ni qué pescado!
—¿Dije una boludez, verdad? —DL# trató de disimular su ignorancia.
—Masomenos, don. Si fuera por los pescados no me calentaría porque en ese barrio lo único que hay es agua podrida de la cloaca y ahí no hay pescado que aguante. Me refiero a los pendejos que atacan a la gente como pirañas y lo dejan en pelotas, le roban todo, en el mejor de los casos.
—Roguemos que no estén en el barrio.
—Mire, con rogar no alcanza. Yo llevo mi pistola, una nueve milímetros —palpó con la mano derecha su cadera indicando que allí portaba el arma—. Esos pendejos, el único lenguaje que entienden es el de las bestias. Hay que agarrarlos sin aviso y antes que digan esta boca es mía, cagarlos a trompadas. Y si se retoban, un tiro en el bocho. Chau pichu, un drogón menos. Mejoramos la estadística, baja el consumo de esa resaca de mierda. Igual estos pendejos no van a durar mucho, en poco tiempo los mata el paco. En tres meses se quedan sin cerebro y en un par de años o son abono en el cementerio o terminan en la cárcel y solo sirven para que los sopres se los cojan todos los días. Carne barata, ¿me entiende, don? Descarte, materia sobrante.
—Esperemos que no haya necesidad de matar a nadie.
—Quédese tranquilo, don. Usted no, pero yo sí los cueteo. La cosa en estos lugares funciona así, uno los mata, los mete en una bolsa de consorcio de esas negras, grandes, lo mete en el baúl y después los tira al Reconquista. La cana ni pregunta. Si encuentran el fiambre, mutis, silencio de radio. ¿Quién va a venir a reclamar por un pendejo muerto? Si no tienen ni padre ni madre. Son como de gajo, vio. Luego viene un fiscal que no quiere saber un carajo con todo eso, mira, se hace dolobu, dice que no vio nada raro y el fiambre desaparece. Listo el asunto. Menos que cogotear una gallina pal’puchero. Nada de qué preocuparse.
DL# perdió todo ánimo para seguir conversando. No sabía de la existencia de la villita, ni de los niños pirañas y mucho menos de cómo los mataban. Dejó de hablar, se mantuvo en silencio el resto del viaje. El chofer cada tanto volvía a observarlo por el espejo retrovisor y dibujaba una sonrisa perversa.
La avenida por la que iban a regular velocidad estaba casi a oscuras. Hacía tiempo que los negocios no dejaban encendidas las luminarias. La mayoría de las lámparas que debían iluminar la avenida habían sido rotas a piedrazos. En casi todas las esquinas había grupos de muchachos bebiendo cerveza y fumando.
—¿Ve lo que le digo, don? —el chofer señaló en dirección a uno de esos grupos—. Todos al pedo, hasta la seis de la mañana. Todos borrachos, todos drogados. Cinco metros, calle adentro, cogen. Después nacen más pendejos que no sirven para nada y que serán analfabetos y drogones, chorros, soldaditos del narco del barrio o putas de algún cafisho. Lacra, todo lacra.
DL# observó hacia donde le indicaba el chofer, pero no podía ni quería hacer algún comentario.
—Este país se va a la mierda, don. A la mismísima mierda. Pero ahora ni tendremos milicos que nos salven, estamos bien jodidos.
DL# le indicó que calle tomar. Luego de marchar en línea recta por unos quinientos metros, le ordenó al chofer doblar a la izquierda. Por la que iban, se dirigían en dirección a la villita, era una calle de tierra, no asfaltada. De esa calle por la que doblaron, la casa de VD# quedaba a cuatro cuadras, unos cuatrocientos metros de aquella intersección.
El chofer comenzó a alterarse. Repetía “yo sabía que había trampa, yo sabía. ¿Quién carajo me mandó a agarrar este viaje de mierda?”. DL# no entendía el cambio de humor del conductor, menos a qué trampa se refería.
Atinó a ordenar:
—La próxima cuadra, la segunda casa desde la esquina.
El chofer aceleró bruscamente y llegando a la altura de la casa de VD# frenó intempestivamente. Los ojos desorbitados, la mirada extraviada. Observaba el frente de la casa como si se tratara del mismísimo infierno, luego gritó “¡me cago en dios! ¡La puta madre! ¡Pero si es esta casa de mierda!” DL# no sabía por qué el chofer chillaba enfurecido mientras observaba como un desquiciado la casita.
Trató de evitar un altercado con el conductor. Sacó su billetera mientras ignoraba los gritos del hombre.
—Dígame que le debo —fue todo lo que pudo decir.
—Me debes la puta madre que me parió. ¿Qué carajo venimos a hacer a esta casa?
DL# reaccionó. Se acomodó el cabello, se frotó la cara y mirando por el espejo retrospectivo puso su mirada en los ojos del otro y lo vio descontrolado.
—¿Pasa algo con la casa?
—¿Pasa algo? ¡Me estás jodiendo! ¿Si pasa algo? ¿Me preguntás en serio o me tomaste por boludo?
—¡No! Por qué iba a tomarlo por boludo si ni lo conozco. En verdad no sé qué le pasa.
—Pero si esta es la casa donde destriparon los narcos a una mina metida en el negocio. Le abrieron la panza de lado a lado y después le arrancaron las tripas. El caso fue famoso. Estaba metida hasta el culo la bonaerense y un hijo de puta famoso, un sicario ciego que le decían “Yoyo” mató a los dos tipos que destriparon a la mina, les cortó la médula con una especie de bisturí que usaba para sus crímenes. Al ciego ese después le reventaron la cabeza de un tiro en la nuca y murió por allá, a diez cuadras más o menos, a las puertas del cementerio. Nunca se supo quien lo liquidó. Hasta esa noche parecía inmortal el hijo de puta. Acá enfrente vivió la novia hasta que desapareció. Nadie supo nunca cómo se llamaron ninguno de los dos. A él se lo conoció por Yoyo y a ella por “Fulana”. —El chofer giró señalando a una casa enfrente de la de VD#.
DL# estaba por entrar en pánico. ¿Una destripada? ¿Dos tipos a los que un ciego asesino les cercenó la médula espinal? ¿Un ciego sicario? ¡Absurdo! ¡Absurdo! No podía ser real aquello. ¡Un ciego no puede ser un sicario porque no podría ver a quien matar! Seguramente sufría una alucinación producto del cansancio, de la fatiga que acumulaba desde la muerte de VD#. Intentó una respuesta.
—Mire señor, está confundido, no puede ser esta la casa. Aquí vivió mi hermana que falleció hace semanas. Ahora vive la señora que la cuidaba hasta que la casa se pueda vender.
—¡Qué voy a estar confundido! Yo, ¡yo! —dijo mientras se golpeaba el pecho con la mano derecha—, yo estuve en esa casa juntando las tripas de la mina. Yo soy de la bonaerense pendejo, y a mí me tocó el caso. Por esta mierda me pasaron a retiro. La mina era una informante y otro chabón y yo la teníamos que cuidar, pero nos agarramos un pedo tan feroz que recién al otro día nos enteramos de la carnicería. ¡Por eso me echaron a la mierda! ¡No lo puedo creer! ¡No lo puedo creer!
—Le aseguro que está equivocado, en esta zona las casas son todas muy parecidas, son las que hizo un fulano en la época de Martínez de Hoz, antes de que la tablita se fuera a la mierda.
—¡Dejate de joder! ¡Ma qué Martínez de Hoz, boludo! Vos me trajiste acá a propósito.
—De ninguna manera, señor. ¿Cómo iba a saber yo de todo ese asunto?
—No te hagás el gil, ¡no te hagás el gil!
—No me hago nada, señor, lo juro.
—¿Vos qué tenés que ver con este asunto de mierda? ¡Qué tenés que ver!
—¡Nada! ¡Nada! Se lo juro.
—Si me tomaste de boludo te hago cagar aquí de un tiro.
El chofer desenfundó su arma y apuntó a la cabeza de DL# quien, en ese momento, creyó que se orinaría del miedo. Cubrió el rostro con los brazos y gritó con todas sus fuerzas.
—¡No tengo nada que ver con eso que me acaba de relatar! ¡No sé nada! ¡Solo vengo a ver a la señora que cuidaba a mi hermana!
El automóvil estacionado frente a la casa de VD# llamó la atención de todos los muchachos que estaban a metros tomando cerveza y fumando porros. Todos, en el mismo instante, dirigieron la atención al automóvil. El chofer miró por el espejo retrovisor y supo al momento que tenía que irse de ese lugar o todo terminaría mal para él. ¿Era probable que lo hubieran reconocido? ¡Pero si debían estar todos muertos quemados por el paco! Pero ahí estaban, todos vivos y atentos, “chupando cerveza y fumando porros”, metiendo sus manos entre las ropas roñosas, seguramente buscando una arma.
¿Lo habían reconocido? Los muchachos dirían “la geta de un gorra no se olvida nunca”. Menos la de ese, “tremendo hijo de puta”. ¿Cuántos “pibes hizo cagar”? Muchos, por eso su rostro era inolvidable. Y además le estaba apuntando a la cara a un fulano que nadie conocía. Guerra entre narcos, ¿qué otra cosa podía hacer un bonaerense a la madrugada encañonando a un tipo que temblaba de miedo?
El chofer amenazó a DL#.
—Bajate puto de mierda. Si me llego a enterar de que me trajiste acá para que me hagan cagar esos pendejos te voy a buscar a tu casa y te voy a destripar como a la mina esa. Te voy a hacer tragar tu mierda.
DL# bajó tan rápido como fue capaz; no podía dejar de temblar. Estaba completamente alterado.
El automóvil salió en dirección al oeste a toda velocidad. Se oyó gritar:
—¡Gato! ¡Ya te vamos a hacer cagar, gato! ¡Cagón! ¡Vení ahora, gato! ¡Gorra hijo de puta!
Los jóvenes formaron una ronda y mientras giraban alrededor de un centro imaginario, rapearon y bailaron. Cantaban “yuta, yuta, yuta hija de puta”, así por varios minutos.
Uno gritaba “¡a matar gatos!” y los otros respondían “yuta, yuta, yuta hija de puta”.
Luego se hizo un silencio que a DL# le pareció denso, insoportable. Sus piernas no respondían a la orden de marchar hasta la casa y golpear la puerta para que Adriana le abriera. ¿Y si Adriana no respondía? ¿Si Adriana no lo dejaba entrar a la casa?
Uno de los muchachones se desprendió del grupo y se dirigió donde DL#.
Era alto, de contextura robusta. A primera vista no llevaba un arma, pero no podía asegurarse que no la tuviera escondida entre la ropa, que era demasiado grande para su talla.
Llegó hasta DL# y lo miró fijamente. DL# estaba en estado de shock.
El joven dio varias vueltas a su alrededor sin dejar de observarlo. Luego se detuvo a su espalda y sacó una pistola, una 9 mm que le habían robado a un policía no hacía demasiado tiempo. Amartilló el arma y la apoyó en su nuca.
En esa posición permanecieron largos minutos. DL# de pie, inmóvil, tratando de convencerse de que no iba a morir esa noche, de ese modo, con la cabeza destrozada por un disparo a quemarropa que le entraría por la nuca.
A pocos centímetros el muchachote que lo apuntaba dijo con voz pausada y serena:
—Si sos yuta estás muerto.
DL# solo podía mover su cabeza negativamente. Quería gritar ¡no! ¡No! No soy policía, pero su voz había desaparecido bajo la misma lengua.
—Te hice una pregunta, ¿sos yuta?
No supo cómo logró dominar el pánico que lo gobernaba. Solo pudo decir “no soy cana”. No pudo ni repetir esas tres simples palabras, “no”, “soy”, “cana”.
Sin dejar de apuntarle a la nuca, el muchacho llamó a otro. Gritó “Lengua” y Lengua salió del grupo y llegó donde lo llamaba.
—Revisalo. Si tiene una pistola o un carnete de cana lo mato acá.
No exageraba, estaba listo a disparar en esa redonda cabeza de la que caían copiosas gotas de sudor.
Lengua lo palpó prolijamente. Solo por humillarlo le pellizcó los pezones y hurgueteó el ano a través del pantalón.
Extrajo del bolsillo izquierdo del pantalón de DL# la billetera y del otro el celular. Había una buena cantidad de dinero pero ninguna credencial policial. DL# no portaba ningún arma. Lengua revisó a la ligera el celular y no encontró nada que vinculara a DL# con la policía.
—Está limpio. —DL# sintió algo de alivio.
—Eso no quiere decir que no sea gorra.
Exacto. Y no había modo de demostrarlo. Solo Adriana podría salvarlo, ella si podría decir de quien se trataba. Respiró hondo, inhaló el aire de la noche con toda la fuerza que le quedaba y dijo con una voz un poco más serena.
—Adriana les puede decir quien soy.
No esperó esa respuesta.
—¿Y quién carajos es Adriana?

Eso debió preguntarse hacía mucho tiempo, desde la primera vez que VD# le habló de ella. Cuando su hermana la describía parecía hacerlo de un ser único, algo angelical, pero tan humana que hasta debería provocar el conocerla. Hombre de pocas curiosidades, nunca aceptó el encuentro con la mujer de quien su hermana afirmaba “quiere encamarse con vos”. DL# no tenía interés en un amorío con quien cuidaba de su hermana, estaba seguro de que cualquier relación con esa mujer echaría a perder el vínculo que unía a ambas mujeres.
Quien le preguntó “¿Y quién carajos es Adriana?”, no era sino el pesado del barrio al que todos llamaban Chepi.
Chepi no era un jefe en el sentido exacto de la palabra. Era mucho más que eso. Una aparición en la noche cuando ya no quedaba ni una chispa de luz diurna, desvaneciéndose en las brumas bermellón del atardecer. El suburbio sabía tener su propio colorido, más allí donde la pobreza se volvía miseria, apenas a unos pocos cientos de metros una de la otra. La pobreza conservaba un rasgo azul y un tanto violáceo hasta la noche, pero la miseria siempre era oscura, de un marrón intenso y ese color nauseabundo que dan las aguas servidas estancadas por siempre.
Nadie sabía a ciencia cierta dónde paraba y nadie quería saberlo. El hombre que menos sabe es el que más vive. Una sentencia llena de sabiduría en lo que tenía que ver con el tal Chepi.
“En este barrio no vive ninguna Adriana”. Esa afirmación lo desconcertó. Él estuvo con ella cuando llegó el día de la muerte de VD#. Su padre reveló el nombre de esa mujer hasta ese momento, una desconocida para él. No era posible. Debía tratarse de un error, no hablaban de la misma persona.
Con el arma amartillada apoyada en la nuca, la conversación resultaba para DL# casi imposible. La fría boquita de la 9 mm le transmitía la gélida sensación de una muerte instantánea.
—Si te referís a la mina que cuidaba a la loca, está desaparecida. —Chepi miró en dirección a la banda que estaba expectante deseando que el “jefe” liquidara de una buena vez al intruso.
—¡Lengua!
—Diga, ¿qué pasa?
—¿No era la pendeja del fondo la que cuidaba a la loca?
—La loca era loca, pero la mina que la cuidaba no era muy pendeja, pero estaba buena.
La loca era VD#. No iba a contradecir al matón, después de todo, VD# era loca. Pero la mujer que él conocía no era ni por asomo un poco pendeja. Era una adulta, cuarentona, calculaba DL# la edad de la supuesta Adriana apurado por el arma en la cabeza. ¿Debía hablarle de la mujer que él conoció? Discutir con un arma apuntando a la cabeza nunca resulta fácil.
—No era muy joven de quien yo hablo.
—No importa qué era, está desaparecida hace rato. Debe haberse rajado con el viejo que solía venir a esta casa, supongo que a sacarse las ganas con la mina, una buena sobada cualquier viejo la desea.
DL# no estaba en posición de preguntar qué aspecto tenía ese viejo del que le hablaba el matón, pero suponía que era GK#, quién otro podía ser.
—Ahora andá y golpeá la puerta, si hay alguien te van a abrir, si no viniste al pedo y tu problema ahora es irte. —DL# obedeció la orden mansamente. No por ello Chepi dejó de apuntarle a la cabeza. Los pocos metros que lo separaban del arma no prometían sobre vida alguna si al tipo se le ocurría dispararle.
Golpeó, primero suavemente, luego con algo de fuerza.
—Golpeá fuerte, así no te va a escuchar nadie.
Obedeció. No golpeó una vez, sino varias, con fuerza, tratando de descargar en esos golpes algo del terror que lo embargaba. La chapa sonó débil y DL# sintió el pequeño eco dentro de la casa, eco que avisaba que allí no había nadie. Pasaron algunos minutos y ni Adriana ni ningún otro respondió a los golpes.
Chepi sonrió, Lengua lo imitó, pero su risa sonó estúpida.
—Ves que no hay nadie. Nadie. La mina desapareció con el viejo. Si viniste por un polvo, perdiste tu turno, el viejo te ganó de mano. Quedate mosca, ni se te ocurra moverte ni darte vuelta.
DL# permaneció de espaldas, obediente. No estaba seguro de que Chepi siguiera apuntando con la 9 mm a su cabeza. Dudaba de dar la vuelta y enfrentar a su posible verdugo. ¿Qué peor podía pasarla esa noche? Si lo iban a matar, ya estaba muerto y solo faltaba el aviso.
Entrecerró los ojos, lo hizo porque tal vez de ese modo la sensación de una bala penetrando el cráneo fuera menos horrible que con los ojos bien abiertos. Al entrecerrar los ojos también podía concentrarse en los sonidos que lo rodeaban y descifrar la muerte en alguno de ellos. Pero no escuchó nada. No se oían voces, no había risas, ni la respiración entrecortada de los jóvenes. Todos los sonidos desaparecieron en un instante y por eso quizás se animó a voltear para quedar enfrentado a la banda de borrachos y merqueros. Para su sorpresa no encontró a nadie. Todos habían desaparecido. No sabía si eso ameritaba el alivio o tan solo era el comienzo de un nuevo padecimiento.

Parado, a esa hora de la madrugada, frente a la puerta de la casa que fuera de VD#, parecía un idiota, un drogadicto desorientado, sin dinero ni celular.
Miraba esa puerta como si fuera la solución de todas sus dudas. Pensó si no debía cantar, tengo una muñeca vestida de azul, pero se convenció de que eso solo lo haría sentirse más estúpido. Una muñeca llamada Adriana, pero quien, según Chepi, no se llama Adriana. Dar un nombre falso no es una mentira grave, alguien con algo que ocultar o alguien a quien no le gusta su verdadero nombre.
Pero el nombre Adriana lo pronunció GK# quien tal vez era su cómplice después de todo. No sabía DL# cuál era la relación verdadera entre su padre y esa mujer. Más aún, no sabía nada de lo que ocurría en esa casa y entre VD#, GK# y la mujer. Seguiría llamándola Adriana, no le cabía cambiar de nombre porque ese cambio no conducía a nada esclarecedor.
¿Cómo explicar todo lo que le había ocurrido? Ese chofer desquiciado que le habló de una destripada, un sicario ciego y esa banda de borrachines y faloperos que gritaban ¡gato! ¡Gato! ¡Te vamos a matar!, para luego sentir una pistola en su nuca prometiendo una muerte rápida. Y Chepi diciendo “en este barrio no vive ninguna Adriana”. Ninguna Adriana. Pero él la vio, habló con ella, la sintió frotarse contra su cuerpo y hasta lucir un vestido azul y su canesú.
Toda la aritmética del dolor reducida a un suceso inexplicable a manos de un chofer y un matón y una desaparecida que se fugó con un viejo que no podía ser otro más que GK#.
¿Qué hace entonces en medio de ese alejado barrio del conurbano y de madrugada? ¿A dónde debía dirigirse? Hacia un lado el cementerio, hacia el otro la ruta. El camino hacia el cementerio no estaba iluminado, la oscuridad era completa pero no amenazante. Se convenció de que todas las amenazas ya habían sido usadas poco tiempo atrás, fuera por el chofer desquiciado, fuera por el matón de Chepi. Podía llegar a cruzarse con algún perro o algunas ratas; en la calle no había un alma.
Del cementerio salía un colectivo que llegaba al centro de la ciudad. Probaría suerte. ¿Aceptaría el chofer la historia de que fue asaltado por una banda de borrachos que le quitaron su billetera y su celular?
Se pondría dramático, podía simular un intenso dolor casi al borde de las lágrimas, se esforzaría en resultar convincente e infundir verdadera lástima. Hasta podía exagerar un tanto. Llorisquear, por ejemplo, “mi padre murió, vine por tan triste noticia y me asaltaron, apenas bajé del remís”. Explicar que el muerto ya no estaba, había partido rumbo a la funeraria y que carente del celular no podía recibir el mensaje que su hermana le enviaría con seguridad, con la dirección de la casa velatoria. Qué situación tan triste, sin lugar a dudas. Si hasta él se conmovía por su relato, no tuvo dudas que el chofer no resultaría indiferente a tal desgracia.
Hacia el cementerio encaminó sus pasos totalmente confiado en el éxito de su parodia. Siete cuadras los separaban del destino elegido.
Caminó por la calle, justo por el medio de ella. Evitó las veredas que, por otro lado, estaban muy rotas. A las veredas daban los pórticos de las casas y en alguno de ellos podía estar esperando un ladrón para atacarlo. Por qué no el propio Chepi con su 9 mm lista para apuntarle a la cabeza. No le llevó mucho tiempo llegar a la parada de colectivo. Allí estaba, apenas iluminado por dentro, el chofer fumando un cigarrillo y una mujer que lo abrazaba por la espalda.
El número de la línea de colectivo, reducido de acuerdo a las reglas de la numerología que usaba su hermana, era dos. Dos, ¿qué le hubiera dicho VD# de ese resultado? Seguramente “dos es signo de empatía, cooperación, adaptabilidad, consideración hacia los demás, sensibilidad hacia las necesidades de los demás. Símbolo del equilibrio, la unión y la receptividad”. Todo eso y nada hubiera sido cierto. Resultaba imposible identificarse tanto con el chofer como con Chepi o Lengua. Menos Lengua quien para humillarlo le pellizcó los pezones y luego le frotó el ano con un dedo a través del pantalón.
Solo adaptabilidad, porque si no hubiera logrado adaptarse a esa locura de seguro estaría muerto.
Dudó qué era conveniente, si esperar a que el chofer pusiera en marcha el colectivo y abriera la puerta para que subiera, o rogarle que abriera para que pudiera refugiarse dentro del transporte. Mientras pensaba en lo oportuno, se abrió la puerta del colectivo. Se tomó del pasamano derecho y le habló al chofer casi hasta las lágrimas. Murió mi padre, llegué en remís, me robaron la billetera y el celular, estoy aquí sin poder regresar. Luego “por favor, por favor, por favor”.
La mujer hizo como que no escuchó nada. Se mantuvo abrazada al chofer por la espalda de este. Jugaba con el lóbulo de la oreja derecha del hombre. Mascaba su chicle y hacía un globo pequeño cada tanto. El globito reventaba con un sonido apagado.
El chofer lo miró brevemente. Escuchó “murió mi padre, llegué en remís, me robaron la billetera y el celular, estoy aquí sin poder regresar”. Y luego “por favor, por favor, por favor”. Caviló unos segundo, tal vez tres o cuatro. Miró a DL# directo a los ojos y dijo “a mí qué carajo me importa”. Cerró la puerta, puso el motor en marcha y enfiló el colectivo por la calle del cementerio en dirección a la ruta.
DL# ni siquiera pudo lamentarse.

La noche pasaba en secreto. Suave como un gato discreto no predecía ningún padecimiento. ¿Qué más podía ocurrir? Toda condición asustadiza se había disipado, después de todo, ¡todo es pozo sin fondo, acción, deseo, sueño, palabra! Y más allá del hondo e inhóspito pozo en que se había vuelto el tiempo y el espacio para él, la muerte ya no le resultaba una desgracia demasiado próxima, aun estando al alcance de una mano.
Pensó que era probable que todo aquello no fuera más que el vértigo de una pesadilla que su hermana le preparó con mucha anticipación, y que a merced de esa pesadilla, todo lo visto, lo oído y sentido, no había sido más que una sucesión de alucinaciones que lo ponían a prueba mediante formas para él desconocidas del terror. Había perdido la comunión con ella, eso fue lo que realmente ocurrió, pero no podía en ese momento dimensionar cuanto de esa conexión se había perdido por su culpa.
¿Numerología? ¿Progresión aritmética del dolor? Creía en ese momento en qué ridículo parecía todo aquello luego de viajar a bordo de un automóvil con un desquiciado que dijo haber recogido las tripas de una mujer evisceradas como si se tratara del augusto trámite de devolver a cierto lugar una minúscula víscera seccionada por error. Absurdas esas pretensiones matemáticas ante el hecho de que un desconocido que se hacía llamar Chepi le apoyara un arma en su cabeza y le prometiera un único disparo mortal que disolvería su cerebro en una pasta gris y roja. Patético esfuerzo aritmético.
Algo estaba completamente dislocado, y esa noche de hospitales, de rebaños de sonidos, todo dejó de tener armonía. Las cincuenta y seis fotos, las cincuenta y seis partituras, las mujeres ocultas tras una gruesa capa de tinta china como aquellas que habían perdido el rostro desfigurado tras dos gruesas líneas coloreadas con un lujurioso rojo; el misterioso primo que emergió capcioso entre los repetidos nombres de una guía telefónica para proponerse como la única versión cierta, pasada y presente, de la genealogía familiar. Y dedujo que en realidad todo lo arrastraba a su padre, y este a su abuelo y este a su bisabuelo. El hilo que lo conducía de la temerosa infancia a esa adultez inútil era la presencia y la ausencia de GK#. En él estaba la explicación. A GK#, y al hombre sin rostro, afiebrados, vociferantes, en medio de una bacanal griega o romana, que al cabo ni importaba. Pederastas con su capote inmenso lleno de tentaciones y torturas. Niñas que perdían su encanto infantil, acechándolas el martirio desde el nacimiento para saciar con sus gineceos los ardores pútridos de esos varones.
Lo amargó la desaparición de Adriana. Goteaba su imagen, una sombra jugosa en su interior, la sentía en el pecho. El vestidito azul y el canesú lo habían cautivado erróneamente. Esa vaga sensualidad que la figura renovada de la mujer le hizo sentir era tan solo inercia de la confusión inicial.
Caminó sin tregua. Tal vez vio a esas viejas que juntaban botellitas para vender por vidrio blanco, marrón o verde, viejas que repetían su presencia con cierta frecuencia y que nunca repararon en él porque no las interesó ese hombre disminuido, abombado, que parecía dispuesto al sollozo tanto como a la risotada. Las viejas empujaban siempre el mismo carro cargado de bártulos inútiles y esa inutilidad era lo único en común entre ellas y DL#.
Aunque él no lo notara, algunos perros los seguían a prudente distancia y los pocos gatos que pasaban de la terraza de una casa a la de otra, maullaban en secreto, avisando de aquella extraña presencia.
La madrugada no necesitaba más palabras, estaba llena de las más sutiles a las más crueles. ¿Cuántas horas le llevó regresar a su casa? No lo sabía, no lo supo nunca. Caminó como un autómata. 

XXXII 


Tan solo señales 

Por esas distracciones de los matones salvó las llaves de la casa. Llegar a su departamento no fue arribar a un lugar seguro. Se sentía desprotegido. Esa sensación de abandono lo hizo pensar que llegar podía no significar otra cosa que deber seguir en cualquier dirección. Estaba en casa, pero no era el destino final, sino el momento de un nuevo reinicio. Tal vez había entendido mal el mensaje de VD#.
La reiteración del número cincuenta y seis podía tener otro significado y no el que él hasta entonces le había adjudicado.
Cincuenta y seis era el año del nacimiento de su hermana, la edad en que murió, el número de fotos que le dejó en una caja de zapatos, y el de las partituras. El múltiplo de cincuenta por cuatro arrojaba la cifra de 224. Siguiendo la lógica de VD#, la reducción del número resultaba ocho y la progresión de ocho lo devolvía al número cincuenta y seis.
Ya no solo era dos, cuatro, seis y así hasta cincuenta y seis, ni siete, catorce, veintiocho y cincuenta y seis. Ahora el camino comenzaba en ocho y la ruta seguía por dieciséis, veinticuatro, treinta y dos, cuarenta, cuarenta y ocho, cincuenta y seis.
Pensó en cuál número de línea de colectivo que lo dejó de a pie a las puertas del cementerio. Ciento veintiocho, número que reducido era dos y por la progresión del número dos podía alcanzar el número cincuenta y seis.
¿Y la fecha de la muerte de VD#? Primero de febrero de 2012. Sumó los números del día, el mes y el año y el resultado fue ocho. Nuevamente, un punto de partida hacia el número cincuenta y seis.
Todo en lo que pensaba lo conducía a ese número y no a otro. El número telefónico de VD#, las siete letras que componen el nombre Adriana, el número de la dirección de la casa de su hermana, su propio número telefónico. Sospechó la metáfora. Cincuenta y seis era una constante, algo siempre presente. Todo lleva al mismo destino que es, a su vez, nuevo punto de partida. Una vez arribado, los posibles caminos se bifurcarían.
VD# eligió un número, pero podía haber elegido una palabra, un color, un sonido. Su mensaje fue “todo conduce al mismo lugar”. ¿Y qué sitio podía ser ese sino el oscuro reducto de los secretos de familia?

Tres secos golpes en la puerta de su departamento lo sacaron de sus divagaciones. Tardó en reaccionar. No pensó en abrir. ¿Quién podía ser? La pregunta que se hizo fue la correcta y esa lo llevó a la única respuesta posible, estaba solo, completamente solo. Puerto de llegada, la soledad, la misma que padeció VD# durante años.
Repasó sus muertos. Sus cuatro abuelos habían muerto hacía ya tiempo. También su madre, su hermana y hasta su padre, aunque esta muerte le resultara, hasta entonces, indiferente. FF# no sabía dónde él vivía. No se veían hacía ya mucho tiempo, desde que él regresó de su exilio. Su estado era el de la soledad. Era un ser solitario, pero no por la formalidad de las presencias o ausencias físicas, sino en la sustancia definitoria de la soledad. Solitario de amor, solitario en la zozobra, solitario en la perspectiva. Imaginaba el futuro y estaba solo, nada ni nadie a su alrededor. Ese descubrimiento lo dejó indefenso. Estaba solo y en esa condición debía dirigirse a un lugar desconocido a descubrir quizá la verdad más reveladora.
Fue entonces que volvió a los tres secos golpes en la puerta de su departamento y decidió abrir para saber quién estaba llamando a la puerta.
No le había echado llave. Abrió y del otro lado no había nadie, pero sobre el tapete de la entrada estaba depositado su celular, el que Chepi y Lengua le habían robado. El teléfono comenzó a sonar. DL# no se decidía a responder, su embotamiento no le permitía pensar con claridad. Pero ¿qué opción le quedaba más que la de atender el llamado? Recogió el teléfono y atendió.
—¡Primo! —escuchó que del otro lado de la línea la voz pastosa de ese GK# que lo llamaba con un afecto apócrifo.
—¿Primo? —preguntó estúpidamente.
—Sí, yo, por su puesto.
—Pero…
—No, no me agradezcas. —DL# no iba a agradecerle—. Recuperar tu celular fue todo un trámite.
DL# solo volvió a balbucear “pero…”
—Nada, nada. No importa cómo se logró. Somos familia y es un deber acudir al otro si nos necesitan. Me disculpo por no haber podido evitarte tan lamentable situación allí donde la prima. Pero a veces hay que llegar al infierno para saber dónde está el cielo. O también podría decir “para llegar al día hay que atravesar la noche”. Y deduzco que estás empezando a comprender las cosas como quien ve la primera luz de la mañana. El alba no siempre se presenta de la misma manera y es visto por todas las personas del mismo modo. Hay quienes lo ven blanco, impoluto, quienes lo ven rosa, quienes violeta. Todos ven algo verdadero en ese nacimiento pero, por cierto, no toda la verdad de ese nuevo comienzo. Vemos con el cristal con que deseamos.
Números, palabras, colores, ¿qué diferencia a unos de otros? A través de los números correctos, de las palabras adecuadas, de las sensaciones acordes, se puede llegar al destino esperado. Lo que importa a los hombres es el puerto al que debemos arribar.
Primo, yo soy parte de tu destino, tu soledad es la mía, tu dolor yo lo comprendo. ¿Por qué seguir dilatando lo que es obvio va a ocurrir?
Primo, en un mensaje te mandé mi dirección hace ya unos días, te espero. 

XXXIII 


Cordero de Dios 

DL# respondió ese mensaje con una sola palabra “mañana”. “El Coleccionista”, no le contestó. Hombre paciente y cínico, esperaría más precisiones de parte de su “primo”.
Para “El Coleccionista” el mañana estaba demasiado lejos. Puede no parecer, pero las horas que separaban la noche de la mañana no eran, para él, tan solo modestas unidades de tiempo medible en horas, minutos o segundos.
Entre segundo y segundo se abren infinitas porciones de tiempo y espacio en las que la vida de una persona puede cambiar de manera extraordinaria. Alzar los ojos al cielo puede ocurrir en una infinitesimal de tiempo y parece ser un hecho trivial, pero nunca lo es, es trascendente, definitorio. Allí puede hallarse una respuesta que se buscó hasta con denuedo, o la explicación de un acto de amor o de desamor, o un destello vital que parecía ya agotado.
“El Coleccionista”, si DL# no fuera quien era, se lo explicaría, pero estaba completamente seguro que aunque se lo explicara con detalles y palabras sencillas, no lo comprendería. GK# se lo había advertido, “es un hombre limitado, carece de los atributos familiares esenciales”.
Para “El Coleccionista”, DL# respondió “mañana” como si mañana fuese lo mismo que decir ahora o cuando pueda. Razonaba de este modo: “Sabés que ha muerto tu hermana, te dicen que ha muerto tu padre, fuiste en busca de la mujer que cuidaba de tu hermana y te enterás de que ha desaparecido, te amenazan, te roban, te humillan, y todo lo que se te ocurre es esperar a “mañana”. ¡Qué decepción!”
Para cumplir con su cometido con DL#, “El Coleccionista” había hecho ejercicio de paciencia y también comportado como un verdadero hipócrita para parecer amable esperando las decisiones de “primo”.
Sin haberlo tratado en persona, sabía más de él de lo que cualquier otro, y la opinión que tenía de DL#, y esto era así, prescindiendo de todo lo mal que GK# le habló de su hijo, era muy mala.
“El Coleccionista” sabía todo lo que debía saber sobre DL#. De la infancia compartida con VD#, hablando de esa aparición nocturna arrastrando su cadena por el patio de la casona familiar en dirección a la cama donde dormía la niña. De la complicidad de la abuela paterna, odiosa y venenosa vieja, desamorada abuela que propuso regalar a la niña que no sabía llorar a la primera que la aceptara. Sabía que la vieja lo dijo sin pelos en la lengua “¡Para qué quiere la familia una niña que no sabe llorar!”
Del día en que la locura tomó por asalto el cerebro de VD#, que fue el mismo día en que GK# mandó a su hijo a su habitación, como se le exige a un intruso que se retire de un lugar al que no pertenece. Y luego su madre, sin consuelos para él, pequeño llorón acurrucado en la cocina comedor procurando un sentimiento que no le sería concedido.
Todo lo que siguió en la vida de DL# y de VD# lo sabía ese “primo” aparecido de una lista de la guía telefónica de cincuenta y seis nombres iguales, y DL# hubiera quedado pasmado de enterarse hasta con qué detalle ese desconocido conocía de él. Y lo más importante para ese momento, sabía de su último encuentro con el padre, de lo mucho que los asqueó el libidinoso frote de Adriana contra su cuerpo (una frotación con premeditación y alevosía), como del modo que cambió su percepción de ella cuando la sintió etérea y hasta sensual, vestida de azul, con su camisita y su canesú.
Las cosas mutan, la metamorfosis de los seres vivos es constante y no todos se transforman como Gregorio Samsa en un angustiado insecto que, muerto de hambre, acabará desechado su existencia en el tacho de la basura. DL# no se transformaría en un insecto. Lejos de Kafka, para “El Coleccionista”, “primo” no tendría ni siquiera ese consuelo patético. Hasta el más insignificante insecto cumple su papel en la naturaleza. Bellas mariposas, multicolores escarabajos, hembras larvidas de platerodilus, maravillan el mundo con su existencia. Pero DL# no era admirado por nadie. No significaba en la naturaleza lo que un insecto.
Para “El Coleccionista”, apreciar la realidad en sus múltiples aspectos no era una virtud de DL#. Estaba seguro de que nunca lo había sido, probablemente limitado por la poca educación esencial que recibió de padre y madre, y eso no le permitía percibir los cambios en el mundo que lo rodeaba. Todo era un monótono suceso que se repetía día tras día, sin anoticiarse de nuevos colores, perfumes, la trascendencia de la acción humana, ni del goce supremo de la pulpa carnosa de una niña que sus antecesores compartieron. En definitiva, para “El Coleccionista”, DL#, abigarrado de prejuicios, estaba privado de interpretar la realidad familiar de los varones en su sentido más intrínseco. Eso solo ponía de manifiesto su chatura intelectual y su endeblez espiritual. “Seré monje y tocaré la campana”, era todo lo que transmitía con su comportamiento, el mismo de aquellos que recurrían al claustro monacal para esconder su mediocridad.
GK# padre lo había resumido de un modo cruel, su hijo era o un ingenuo incorregible o un completo imbécil. Un hijo idiota y estaba todo dicho.
“El Coleccionista” aún no se había decidido por cómo considerar a “primo” pero su juicio también estaba entre esas dos posibilidades. O era un ingenuo, un candoroso varón quien en realidad nunca había salido de su adolescencia víctima del desamor patriarcal, o un perpetuo imbécil producto de la sobre protección maternal.

“El Coleccionista” estaba convencido de que DL# no estaba capacitado para comprender la esencia de los asuntos en los que había quedado involucrado. Era un actor de reparto, alguien quien, por su incompleta inserción en la historia familiar, había sido atrapado por cincuenta y seis fotos y cincuenta y seis partituras mamarracheadas, documentos que nunca se molestó en verificar su autenticidad y que fueron preparados para embargarlo en una empresa que lo llevaría al destino final.
Aunque se le explicase el real significado de las fotos de las niñas que iban siendo suprimidas de la instantánea de manera periódica y sistemática, su respuesta no hubiese sido la adecuada. Más aún, los sentimientos que le hubieran provocado esas revelaciones habrían sido completamente inadecuados. Todo lo que quedaba por hacer era sacrificarlo.
El sacrificio podía ser su último aporte al linaje familiar. Eso lo reivindicaría en algo ante las generaciones futuras. Carecería de la picardía promiscua de GK# primero, de la indulgencia melosa de GK# segundo, y de la ira incendiaria de GK# tercero, pero sería un ejemplo al sacrificarse por el futuro. Casi un apóstol, un mártir, como aquellos que se dejaban devorar por la leonada ante el delirio de un pueblo amante del derramamiento de sangre ajena. El futuro estaba decidido, el holocausto de DL# redimiría a los hombres de la familia. Solo restaba esperar a la mañana.

Adriana no compartía el escepticismo de “El Coleccionista” sobre las aptitudes espirituales y mentales de DL# aunque sí la necesidad de sacrificarlo. Proponer la muerte de una persona no siempre implica su desprecio y esto era lo que diferenciaba a la mujer de su socio. GK# urgía por el sacrificio porque carecía de la paciencia de “El Coleccionista” y el hedonismo de Adriana.
Su impaciencia estaba impregnada de todos los sucesos familiares pasados, algo que ni Adriana ni “El Coleccionista” habían vivido. GK# odiaba a su hijo, pero “El Coleccionista” lo despreciaba, y entre el odio y el desprecio hay muchos abismos conceptuales. Adriana tenía otros sentimientos hacia DL#, nunca lo disimuló y usó a VD# para hacérselo saber en más de una oportunidad, a pesar de que DL# nunca respondió a sus invitaciones.
No era que se había enamorado de él, si apenas lo había saboreado. Amar es un descubrimiento desolador, aparece cuando se siente que ya no queda nada que esperar de uno mismo. Surge de improviso y deshace prejuicios y las hormonas danzan a su albedrío. Y eso hasta entonces no había ocurrido en la mujer.
Pero en Adriana su percepción de las cualidades de ese hombre era bastante diferente. Por esto había litigado en más de una oportunidad con GK#; el padre no podía controlar su ira cuando le mencionaban a su hijo y ninguna de las explicaciones de Adriana alcanzaban para torcer sus opiniones.
Adriana no discutía ese asunto con VD# porque con ella no se podía discutir. Para VD# su hermano era lo poco rescatable que había en la familia y eso estaba fuera de toda discusión. Era un resguardo, a pesar de todo, alguien confiable.
Su padre era un ser maligno, su hermano mayor un interesado, su madre una hipócrita indiferente que la abandonó a su suerte el mismo día de su nacimiento. De los abuelos prefería ni hablar, salvo de la materna, la única que transmitía algo piadoso hacia ella. “Una familia de mierda”, aunque luego se dejaba vencer por el dogma de “somos familia, compartimos la sangre” con el que dejaba de lado cualquier rebeldía y acababa subordinándose a los designios familiares.
VD# fue quedando cada vez más prisionera de ese raro capullo tejido con fármacos recetados por no se sabía quien y cuyas dosis su padre manejaba a voluntad; inducida por Adriana, desvarió con la historia de la progresión aritmética del dolor y le atribuyó a la conjura de los números todo lo infausto de su destino,
Entonces no fue difícil para Adriana llevar a VD# a resumir su desgracia en cinco verdades. Las tres primeras nacidas de la intimidad de la enferma, las dos últimas de la sutil conveniencia de su cuidadora.
La muerte de VD# llegó al poco tiempo de esas verdades. DL# nunca se cuestionó cómo murió su hermana, no hubo autopsia, y por sugerencia de Adriana se pactó con la policía un informe médico, un certificado de defunción y los servicios de una cochería que procedió a la incineración del cadáver de forma urgente. La amenaza necrófila de Adriana (“No tenés idea de lo que le hacen a las muertas esos hijos de puta de la morgue judicial”), surtió efecto en DL#.
Pero VD# le exigió a su hermano en una de las últimas conversaciones y no dejó lugar a dudas de su voluntad, que no quería que la incineraran. Le dijo: “No quiero que me cremen, odio el fuego. ¿Entendiste lo que te dije?” Tal vez VD# sospechaba que su cremación no era un acto nacido en la comodidad, sino la mejor manera de alcanzar la impunidad total. Nadie mejor que ella podía saber cómo se iba deteriorando toma a toma de los medicamentos que siempre aumentaban de cantidad y variaban de forma. La introspección de VD#, sus reiteradas irritaciones, eran el resultado del embotamiento que los fármacos le provocaban. Química y prejuicios la fueron encapsulando progresivamente hasta formar una rara corteza que la oprimía dentro de la cual se desintegraba su personalidad.

“No quiero que me cremen, odio el fuego”. DL# no comprendió la importancia de ese reclamo y lo ignoró por completo, en su negligencia penetró la sugerencia de Adriana como la semilla entra en la tierra. Al quemar el cadáver se quemaba toda evidencia, pero DL# ni por asomo pensó en estas circunstancias. Lo haría en el último suspiro, algo totalmente inútil.
Adriana creía que DL# no era limitado, sino triste, de una tristeza medular, esas tristezas que están enquistadas, aferradas a cada neurona y rigen todos los pensamientos y todas las acciones, aunque la persona no pueda ni sospecharlo. Su hermana no podía llorar y él no podía alegrarse. Triste hombre. Tristísimo. Era un patético Pantriste pero sin un despertar sangriento. Era bonito, era musculoso, era caliente, pero nunca había podido completarse, ser él mismo y no una proyección del padre, la madre o la hermana. Un ser incompleto, una evolución interrumpida.

Aprovecharse de la enfermedad de VD# y la candidez de DL# no fue planeado por esa mujer, todo lo maquinó GK# para preservar el pasado y preservarse él mismo. También fue su venganza. Ella solo ayudó a mejorar detalles, a establecer delicadezas que confundieran aún más a las víctimas.
A medida que se agravó la enfermedad mental de VD#, ella dejó de ser una preocupación, lo que ella revelara sería producto de su delirio psicótico. GK# estaba a salvo, la familia lo estaba. El objeto de venganza para GK# pasó a ser DL#. Con él tenía cuentas que ajustar.
Adriana siempre cuestionó ese juego del mal, le pareció exagerado y muy rebuscado, pero eso era propio de la personalidad de GK#. Para él era una satisfacción embrollar a su hijo con mentiras, verdades a medias y sucesos manipulados a voluntad. Lo había hecho con VD# y todo había salido a pedir de boca. Por otra parte, sabía que AD# nunca revelaría secretos de familia. Que los insinuaría, estaba seguro, pero que no los revelaría por ninguna razón. GK# valoraba que ella era tan responsable de todo aquello como él, nunca había demostrado amor por la niña y fue indiferente a lo que ocurría con ella, y su adoración por FF# llevó a este a ser un completo inútil. DL# era un accidente, un yerro de una copulación irresponsable. Calenturas, lavativas con vinagre, cremas milagrosas, abortos reiterados, no podían tener otro final que la fecundación de un óvulo por un espermatozoide y como resultado ese tercer hijo.
Toda la prole que el viejo bisabuelo GK# dispersó por la geografía del país AD# no se abstendría de hacerlo saber a sus hijos. Contaba con ello. Pocos de esa progenie sabían de la verdadera historia familiar y a muchos de esos, la mayoría por cierto, no les interesó cuando GK# recorrió la larga lista de abonados telefónicos y les habló de ella. Solo cabía encontrar al descendiente adecuado, ese que portara en sus genes el mismo ADN que dio origen al linaje. Finalmente, GK# dio con ese, quien se refirió a sí mismo como “El Coleccionista”. GK# quedó pasmado cuando supo de la colección de ese descendiente y que él mismo ayudó a enriquecer. “Asombroso”, dijo y eso que asombrar a GK# no era una empresa fácil.
Se encontraron una tarde. GK# concurrió a la pequeña mansión de “El Coleccionista”. Se alegró de encontrarse con aquel caserón.
La sorpresa de GK# fue mayor cuando comprobó el parecido físico que tenían ambos. La diferencia de edad entre uno y otro creaba la ilusión de estar viendo al mismo hombre en dos tiempos físicos, reales y opuestos. Uno joven y el otro envejecido. Adriana quedó maravillada al verlos juntos. Para ella fue como ver el pasado y el futuro del mismo hombre encarnado en dos seres diferentes, como si uno hubiera viajado del pasado al presente y el otro del presente al pasado. El paso del tiempo hizo que las similitudes se pronunciaran no solo en el parecido físico. La interacción de ambos los fue modificando, adquiriendo el joven, los modales del viejo, sus modos de hablar, la manera de pararse, de balancear el cuerpo. La identidad de uno con el otro fue fabulosa. La edad no fue un obstáculo porque GK# nunca tuvo como objetivo su reemplazo sino su proyección. La propuesta de venganza que GK# describió a su pariente, tentó al joven tanto o más que al viejo.
Todo lo que GK# planeaba era corregir la historia no desde sus raíces, algo que no estaba en sus posibilidades, pero sí en sus consecuencias.
Hacerle creer a su hijo que había muerto fue una frivolidad. GK# estaba seguro de que lo que se le dijera, lo creería. El mensaje de Adriana anunciando la muerte del repudiado padre no provocó en DL# ninguna sospecha, por el contrario, provocó su ira. La ira vuelve al hombre como un gato ciego que trata de cazar un ratón muerto.
Luego la repetición de “no hay dos sin tres”, como advertencia y como duda, fue el estímulo suficiente para obligarlo a deambular en su búsqueda en plena madrugada por una barriada en la que las noches estaban pobladas de personajes de un submundo del que un pequeñoburgués como su hijo no tenía ni la menor sospecha. Adriana cuestionó en algo esa maquinación, le dijo “el riesgo es muy alto, ¿es necesario?”. Y GK# se encogió de hombres. Lo que para Adriana era un riesgo innecesario, para GK# era un divertimento.

No hay forma de evitar que el mañana llegue. Mientras “El Coleccionista” pasó la madrugada expectante, DL# pasó esas horas estremecido. En cambio, GK# durmió plácidamente. No tenía de qué preocuparse, el plan marchaba todo lo bien que él esperaba.
Para GK# aquello que estaba por ocurrir era una ceremonia anhelada. Podía vivir algunos años más, o no, la vejez no promete seguridades, y se le hacía urgente ceder el centro a un merecido heredero. Para eso había que despejar el camino. VD# ya había muerto, FF# no era un problema, estaba encerrado en un asilo por propia voluntad y a pesar de su juventud. De todos modos, con el primogénito siempre podía llegar a algún entendimiento. Los años habían cambiado en algo la perspectiva que tenía de ese hijo.
DL# era el único cabo suelto, hasta entonces. Por eso, cuando sonó el timbre de la casa anunciando su llegada, una intensa electricidad recorrió su cuerpo. Los procesos químicos en las células nerviosas que dan lugar a esa particular energía eléctrica humana se intensificaron. Los miles de millones de impulsos nerviosos que viajan por todo el cerebro humano y el sistema nervioso, se agitaron hasta el agotamiento.
GK# debía respetar lo convenido con su emparentado, solo aparecería ante su hijo en el momento final, el último suspiro, para que fuera su imagen y ninguna otra la que quedara impresa en la retina de la víctima en el momento previo exacto de la muerte. Él respetaría lo pactado, no echaría a perder el momento precipitando el encuentro.
A DL# no le costó encontrar la dirección. Conocía ese barrio de clase media alta y burgueses ricos porque la agencia de publicidad en la que trabajaba estaba en esa misma zona. La propiedad era una vieja casa que en su época de esplendor fue un verdadero palacete.
Llegó a media mañana para el encuentro con “primo”, como estaba convenido. Pensar en la palabra “primo” lo estremecía. Estaba por llamar a la puerta y dudó. ¿No resultaba todo aquello un absurdo? ¿Qué podía aportar a su vida tratar con un desconocido que se hacía llamar y lo llamaba “primo”, un fulano que ostentaba el mismo nombre que su padre, su abuelo y su bisabuelo, pero de quien no sabía nada?
Lo pensó varias veces; listo para timbrear, no dejaba de dudar y estuvo a punto de pegar la vuelta y olvidarse de todo eso. Pero estaba solo. La soledad no da nunca buenos consejos, intimida al ingenuo y lo aproxima al abismo creyendo que en sus fondos no hay piedra y tierra dura sino un lecho de rozas.
Si la noche pasada hubiera encontrado a Adriana, tal vez habría evitado ese encuentro, se habría quedado con ella; su desaparición fue un estímulo inesperado, un suceso que lo impulsó a decidirse por el encuentro más por desesperación que por convicción. Así fue previsto por el propio GK#.
Después de todo, ese desconocido apodado “El Coleccionista”, era un posible y novedoso vínculo familiar; podía tratarse de alguien que uniera su presente al linaje familiar que decía repudiar, pero que ejercía sobre él su efecto centrípeto.
Pulsó brevemente el timbre, con timidez. El timbre sonó un delicado tintín, como el choque angelical de dos copas. Hubo un eco redondo que volvió a DL# y acarició sus oídos. Eso lo predispuso positivamente para el encuentro.
“El Coleccionista” escuchó con alegría ese sonido para él bien conocido. Era la hora, era la visita que esperaba. Por fin llegaba el momento de conocer a “primo”. Descontaba que GK# no cometería la estupidez de irrumpir violando el plan establecido con minuciosidad. Estaba en su habitación, en el piso superior en el que había numerosas habitaciones.
La casa se dividía en dos alas, al centro entre esas dos alas, un hall muy amplio en el que había una escalera que llevaba al piso superior. A izquierda y derecha de la escalera, dos salones de la misma dimensión, uno dispuesto para los agasajos, mesa y sillas de roble blanco para doce comensales, y el otro con tres amplios sillones tapizados en terciopelo, frente a una mesa ratona también de roble blanco donde beber buen cognac y fumar amables cigarros cubanos. El hall y los salones se iluminaba gracias a decenas de lamparillas dispuestas en artesanales arañas de doce brazos del mejor bronce.
“El Coleccionista” descendió por la escalera sin precipitar sus pasos, con calculada lentitud. Se dirigió a la puerta de entrada, antes se detuvo frente a un espejo para corroborar su buena presencia. Acomodó su cabello, repasó el cuello de la camisa y tanteó la hebilla del cinturón y el cierre de su bragueta, una manía que le costaba mucho controlar.
Abrió la puerta lentamente, con teatralidad; una boba emoción lo embargó al ver a DL#. En cambio, DL# quedó perplejo al verlo. Sacudió su cabeza tratando de disipar esa aparición irreal que frente a él lo saludaba afectuosamente. “El Coleccionista” era el vivo retrato de su padre cuando promediaba los cuarenta años de edad.
Su cerebro trataba de procesar esa visión de la manera más racional posible y lo hacía a una velocidad inusitada. Pero no estaba en condiciones de comprender el fenómeno gemelar que estaba presenciando. Dijo para sí “estoy soñando”. Una alucinación, un delirio, eso era todo.
“El Coleccionista” comprendió lo que ocurría en la mente de DL#.
—Sorprendido —dijo tratando de consolar al visitante—. Comprensible. Fenómenos de la naturaleza. Mi aspecto confirma que somos parientes. No me atreví a adelantarte sobre mi apariencia, seguro de que hubieras creído que te estaba engañando. Hay cosas que es preferible verlas con los propios ojos que conocerlas por el relato de un tercero. Pero ¡entrá, primo! ¡Entrá! ¡Esta es tu casa! Abrazó a DL# con fuerza, procurando transmitir fraternidad con ese abrazo. DL# lo sintió fuerte y al mismo tiempo de quien aferra un cadáver querido, y se dejó llevar hacia adentro. Entró como quien lo hace a una caverna, a un sarcófago. “El Coleccionista” le pareció un cenobita. La luz y el perfume que lo trascendía le dio esa sensación. Presintió estar frente a un enemigo conocido. Quiso liberar su mente de ese pensamiento, pero no pudo, en el aire estaba en suspenso el retumbante roce de una cadena de hierro contra las baldosas del patio de la infancia.

El dueño de casa invitó a DL# al amplio salón de estar. Eligió sentarse en el sillón que daba al norte, “El Coleccionista” lo hizo en el opuesto.
—¿Por qué te dicen el coleccionista?
—Cosa por cosa, primo. Primero a tomar un buen café. —El hombre se puso de pie—. ¿Qué te puedo ofrecer para acompañarlo? ¿Tostadas? ¿Galletitas de agua? ¿Algún dulce? Lo que quieras, suelo tener un buen surtido para el desayuno, mi paladar es amplio y suelo variar de gusto muy a menudo. Variar de gusto es la única forma de educar un paladar exigente. Esto es así en todos los órdenes de mi vida, y mucho más para mi colección, la que después podrás apreciar. ¿Entonces?
—Café solo.
—Ya vuelvo. No impacientes. —Salió del salón por una puerta que lo comunicaba con una amplia cocina.
Desde que DL# había entrado en la casa de “El Coleccionista”, un perfume, apenas unos átomos de él para ser exactos, le hacían recordar un lugar y seguramente a una persona, una mujer, pero no lograba unir ese suave olor a alguien en particular. No era un perfume extraño, no había nada de sofisticado en él, pero era único. En solo una oportunidad lo había sentido y de eso estaba seguro.
Esa percepción que no alcanzaba a constituirse en recuerdo no lo angustiaba, pero era sugerente. Luego el olor al café recién hecho invadió el amplio salón y su nariz dejó de percibir el perfume. Algo de él quedó alojado en sus cornetes, pero sometido al intenso aroma del café italiano.
DL# no era experto en cafés, pero podía distinguir al italiano de cualquier otro.
—Doppio caffè italiano —dijo DL# sin dudar.
“El Coleccionista” lo felicitó por el descubrimiento.
—¿Hablás italiano?
DL# se encogió de hombros. ¿No nos enseñaron que nuestra familia es originaria de la Lombardía?
—Cierto. Lombardos, de origen germánico. ¿Conocés la historia de Rosamunda?
DL# sorbió un trago de café y disfrutó el sabor. Movió su cabeza negando.
—Ni idea.
—Tal vez encontremos algún tiempo para hablar de historia, en esta ¡o en otra vida! —“El Coleccionista” volvió la mirada a su taza de café—. Este café es Lavazza, para mí el mejor, mezcla de Arabica procedente de Brasil y de Robusta, procedente de África. Solo para oportunidades únicas, como esta. Este encuentro familiar lo merecía.
Los hombres, cada uno sentado en su sillón, bebieron el café de a sorbos cortos, disfrutando su intenso sabor.
En ese momento DL# se sintió relajado, libre de angustias, un estado de ánimo que no disfrutaba desde hacía tiempo. Desde la muerte de VD# no se sentía en paz como en ese instante.
“El Coleccionista” dejó su pocillo sobre la mesa ratona, apoyó su espalda sobre el respaldo del sillón y puso su mirada en el visitante.
Sobre la mesa de roble blanco lució intensa la decoración de la taza y llamó la atención de DL#. Sabía que había visto un juego de tazas similar en lo de su padre. También él dejó su taza sobre la pequeña mesa.
Mientras era observado por “El Coleccionista” dijo:
—Estas tazas me recuerdan a las de mi bisabuela paterna. Estaban en una vitrina en la casa de mi infancia y luego se las llevó mi padre tiempo después que nos abandonó. Supe por mi hermana que él las tenía en una vitrina que compró para guardarlas junto a alguna cristalería que también se llevó luego del divorcio. Era un mito familiar las costosas y finas que eran esas tazas que habrían traído de la Lombardía los primeros parientes en llegar al país. Luego JO, la esposa de mi padre, según mi hermana, no dejaba que ella las tocara temiendo que pudiera romper alguna. Seguramente pensaba que una muchacha como ella no sabría cuidar una fina taza de porcelana inglesa.
“El Coleccionista” sonrió.
—Tal vez la mujer seguía las órdenes que le dio tu padre. O tal vez no temía a la locura de tu hermana sino a su torpeza. Las medicaciones psiquiátricas vuelven torpe a quienes las consumen. En el caso de tu hermana, el efecto parkinsoniano que le provocaba el haloperidol lo contrarrestaban con Akineton Retard. Esa mezcla de medicaciones volvía torpe a la muchacha. No era su culpa. La lucha entre VD# y JO se estableció en esas nimiedades, cuidar las viejas tazas, comer con lentitud y masticar la comida despaciosamente, no meterse los dedos en la nariz, ese tipo de asuntos.
DL# no pudo disimular la sorpresa que le provocó el comentario sobre VD# y la esposa de su padre, JO. Se puso de pie y dio un par de pasos en dirección al anfitrión.
—¿Cómo sabés del vínculo entre mi hermana y JO? ¿Cómo sabés qué medicaciones tomaba mi hermana?
“El Coleccionista” pareció sorprenderse por la pregunta.
—Era mi prima. Somos familia, somos la misma sangre. Es lógico que sepa algunos detalles de ustedes.
—¿Lógico?
—Sí, lógico.
—Ella nunca me habló de vos.
—Porque nunca supo de mí.
—¿Entonces?

“El Coleccionista” no se mostraba alterado por la conversación, en cambio, DL# si lo estaba.
—Que alguien desconozca algo no significa que es así para todos. Ella no sabía de mí, pero yo sabía de ella, así como supe de vos desde hace tiempo. ¿Sabés por qué las tazas estas te recuerdan a las de tu bisabuela?
—¿Por qué?
—Porque son las mismas.
DL# creyó que el hombre lo estaba timando.
—¿Y cómo vos tendrías las tazas de mi bisabuela?
—Porque me las dio tu padre.
—Me estás jodiendo.
—No, de ninguna manera. Por él supe de tu hermana, de tu hermano y de vos. Somos familia. Tu desconcierto es producto de no comprender hasta dónde se extienden y cuán importante son los vínculos de una familia.
—Para mí sos un desconocido.
—¡Por supuesto! Hace algo menos de una hora que nos conocimos en persona. Hasta tu llamado telefónico vos no sabías de mi existencia, pero yo sabía de la tuya. Te confieso que esperé mucho tiempo tu llamado. Cuando murió tu padre casi me di por vencido, pensé que no vendrías. Supe muchas cosas de ustedes y no solo por tu padre, sino también por Adriana, quien solía hablar de vos hasta con excitación. Siempre que hablaba de vos no podía ocultar su libido. ¿No te decía tu hermana que todo lo que quería Adriana era encamarse con vos? Le hubieras dado el gusto. Si hubieras recordado el consejo de Moria, lo hubieras hecho por solidaridad.
Al mencionar el nombre de Adriana, DL# supo a quién la recordaba esas moléculas de perfume que sintió al rato de llegar a la casa de “El Coleccionista”.
—¿Adriana estuvo aquí?
—Estuvo y en más de una oportunidad.
DL# sintió cierta angustia. Su voz sonó pálida.
—¿Ahora está aquí, en la casa?
“El Coleccionista” sonrió despreocupado. “No, solo su recuerdo”, fue su respuesta.
—Qué pena, me hubiese gustado verla. Fui en su búsqueda anoche y por eso casi no la cuento.
—No fue prudente ese paseo.
—Los matones me dijeron que ella no se llamaba Adriana y que hacía tiempo había desaparecido.
—¿Vas a darle valor a la palabra de unos pendejos drogadictos?
—Lo dijeron con mucha seguridad.
—Te prometo que podrás volver a ver a Adriana.
—¿En verdad podré verla?
—Seguro, eso lo puedo prometer. Otras cosas no, pero ese deseo tuyo se puede cumplir.
—Qué bueno. Me alegra. —DL# se sintió algo aliviado.

Descartar a Adriana no fue difícil. El verbo era descartar. “Yo descarto, tú descartas”. Ni “El Coleccionista” ni GK# usaban otra palabra que no fuera “descartar”. No suena lo mismo descartar que eliminar. No son sinónimos. Cuando se trata de la muerte, los sinónimos suenan ridículos. Morir. Fenecer. Expirar. No se aproximan ni un poco a descartar. El descarte está justificado. “Descartamos que luego llueva” y por ello “descarto llevar paraguas”.
“El Coleccionista” se justificó cuando dijo sobre Adriana “en realidad ya estaba muerta hacía mucho tiempo”. Muertos vivientes. Ella una muerta viva, un cadáver resucito que GK# recogió de la calle y presentó a su hija y ella adoptó con sincero amor.
Ni siquiera se llamaba Adriana, su verdadero nombre era desconocido. No tenía familia, tampoco amigos. Su única amistad fue VD# y VD# había muerto. Adriana fue el instrumento para esa muerte. Ella repetía para sí todo el tiempo “yo no le hago daño a VD#, yo no le hago daño a VD#”, pero sabía que estaba matando a su amiga día a día cuando le suministraba las pastillas que GK# le preparaba en un primoroso pastillero rosa Lleno de florcitas, ¡un primor! ¡Cuántas pastillas! Rosas, azules, verdes, blancas. La muerte puede venir multicolor. Una, dos, tres, cuatro, cinco, ¿cuántas? Todos los días de la semana, todas las semanas, todos los meses.
Adriana no le asignaba mayor importancia las pastillas, las suministraba tal y como estaba indicado en el primoroso pastillero rosa que semana tras semanas GK# preparaba para VD#; nunca se interesó en saber qué medicamentos eran aquellos.
¿Se trataba de cuántas pastillas? No podía decirlo, no las contaba, eran variopintos acertijos bajo una grácil película de polímero. Tampoco contaba los días o las semanas, para ella el tiempo no transcurría, se había detenido, se trataba de un déjà vu, la memoria de un sueño olvidado que se repetía de manera incesante, tiempo cíclico, el eterno retorno al punto de partida. De ese modo, VD# no moría y ella no era su verdugo.
No era difícil ver qué efecto tenían sobre VD# esas medicaciones, Adriana negaba lo que era evidente, la decadencia de VD# cada día se pronunciaba más.
El cerebro de la enferma se vaciaba progresivamente y a ese ritmo iban descendiendo las funciones vitales y una noche, en soledad, el corazón de VD# se detuvo. Cuando eso ocurrió, Adriana estaba presente. Un minúsculo sonido a muerte salió de la boca de la mujer y Adriana lo oyó y supo al instante qué significaba. Se acercó a la cama y palpó el cuello de VD# y no sintió la sangre vibrar la arteria a su paso. Luego llamó a GK# y le dijo “pobrecita murió”. Dos palabras, catorce letras; sin proponérselo, el número dos volvía a presentarse para culminar la aritmética del dolor absoluto que fue la propia muerte. Las catorce letras confirmaban el acertijo matemático. Dos palabras y catorce letras que no parecían comprometerla en nada. Lo que no comprendió, fue que en el instante mismo de la muerte de su custodiada, se aproximaba su propia muerte. Un destino estaba atado al otro.
—Pobrecita, murió. —Adriana trató de parecer acongojada, pero resultó poco creíble para GK#.
—¿Pobrecita? Tu cinismo es patético. —Adriana no se atrevió a responder—. Dejala así hasta mañana. Como habíamos quedado llamá al sepulturero y que el tipo le avise a mi hijo. —Así fue.

Adriana tuvo mucho que ver en la teoría numérica del destino de VD#, ella la convenció de que la fatalidad se representaba en dos números que se repetían, cinco y seis que juntos formaban el número cincuenta y seis que reducido se transformaban en dos, desde el cual se podía construir la arquitectura de la progresión aritmética del dolor. A VD# la subyugó esa idea, un dolor que se sometía a las leyes de la matemática y cuyo aumento era sostenido pero gradual. Esa noción la aproximaba a su propia concepción musical para la que el tiempo era bipolar y pujaba en dos direcciones opuestas, y a partir de esa bifurcación se desplegaba en una posibilidad nueva en cada progresión. En el dolor, la substancia que trajo al nacer y en la que las lágrimas no fueron parte, y en la música el dominio de lo sublime de la melodía, la armonía y el ritmo entre las cuerdas de una guitarra española.
El dolor llegaba en pequeñas cuotas, así como la belleza se presentaba con el tamaño de la lágrima, lo que fue su aproximación más verídica, el llanto verdadero.
Podía tratarse de pequeños traumas representados en el número dos, o saltos mayores representados por el número siete. Siete pecados, catorce posibles redes de Bravais, veintiocho perfectos primos de Mersenne, cincuenta y seis prácticos, tetraédicos, oblongo. Cincuenta y seis fue un número mágico para VD# (Paul Erdös se lo dijo al oído y Alan Woods lo juró por el propio Pitágoras).
Adriana, como pudo, alimentó esa ficción. Esa fantasía terminó por dominar la mente de DL#.
Luego no fue difícil seleccionar cincuenta y seis fotos y menos aún cincuenta y seis partituras. GK# escogió las fotos, él mismo se las entregó a su hija. Adriana exageró la importancia y el valor de esas fotografías. Les atribuyó un don mágico, una revelación extraordinaria que convenció por completo a VD# y ella hizo propios esos misterios. Todas ellas eran en sí mismas un mensaje, una clave inusual, pero real, una advertencia que VD# no estaba en condiciones de comprender. Esa tarea quedó para el hermano, “el hijo idiota”, según GK#.
¿Qué hubiese ocurrido si “el hijo idiota” descubría la trampa desde un primer momento? GK# dijo “imposible, ese idiota no puede descubrir nada”. Según él, DL# estaba dominado por la historia varonil de la familia y por ello no estaba dotado ni de la inteligencia ni de la malicia necesaria para deducir semejante mecanismo de muerte.
Las partituras las seleccionó Adriana, pero fue la misma VD# quien le dio las pautas para esa selección.
“El Coleccionista” no tuvo otra posibilidad más que la de aceptar el rumbo que GK# le impuso a los acontecimientos que involucraron a sus dos hijos y a Adriana y terminó por considerar aceptable el modo de culminar la empresa. Tenía sus propios planes, pero la paciencia y la prudencia eran sus virtudes.
La muerte de VD# fue un final inevitable y necesario y el descarte de Adriana otro. ¿Nunca sospechó ella cómo terminaría sus días? Si lo sospechó nunca lo dijo, tal vez por aquello de que se sabía muerta desde hacía mucho tiempo y solo faltaba poner en orden la definitiva sepultura, el único lugar donde desaparecen penas y dudas y reina la absoluta certeza de que nada puede ser peor.

—¿Otro café? —“El Coleccionista” lo ofreció seguro que DL# no aceptaría.
—Para mí es suficiente.
El hombre sonrió sin disimulo. DL# sintió cierta vergüenza por esa mueca de burla de su anfitrión.
—Sabía que no ibas a aceptarlo.
—¿Y cómo lo supiste?
—Hombre de gustos medidos. Un tanto así de café, un tanto así de cerveza, un tanto así de comida, un tanto así de sexo. “Todo en su medida y armoniosamente”. Quiero ser gracioso, sos un verdadero león herbívoro.
DL# sonrió por el comentario.
—Es cierto, no tengo excesos, no los necesito.
—Vos no compartís el disfrute del exceso que ha sido y es el signo masculino de muchos, no todos es cierto, de la familia. Eso te diferencia de muchos de los varones entre los que me incluyo. Hubo otros como vos, pero fueron los menos y han sido olvidados, entre ellos tu abuelo paterno. Supongo que sabrás cuáles son los pecados del exceso.
DL# se encogió de hombros y movió su cabeza negativamente.
—No lo sé, aunque sospecho cuáles.
“El Coleccionista” aspiró llenando sus pulmones del suave aire de la sala y espiró con fuerza. Un pálido gemido salió de su boca.
—Gula, avaricia y lujuria. Pecados bíblicos, pecados capitales. Pura concupiscencia.
“El Coleccionista” le pidió que lo acompañara al otro salón, el comedor, donde la mesa y las doce sillas de roble blanco. DL# sintió alguna flojera en sus piernas, pero atribuyó a ese leve malestar al estado nervioso en que se hallaba.
Los dos hombres ingresaron al recinto. En primer lugar, “El Coleccionista”, quien encendió una luz que iluminó un enorme cuadro. DL# no supo disimular su sorpresa cuando vio colgado en una de las paredes un enorme cuadro con un marco enchapado en oro en el que estaban retratados tres hombres delante de una pintura griega o romana. Esa pintura representaba el mismo paisaje que él había visto en dos de las fotografías que le heredó su hermana. La diferencia entre la pintura y las fotos era que en el óleo había tres hombres y dos en una foto, y en la otra uno solo. La imagen griega o romana era, sin lugar a dudas, la misma.
No fue difícil para DL# reconocer quienes eran los retratados. Sin dudarlo supo que se trataba de su bisabuelo, su abuelo y su padre. El parecido de los tres con “El Coleccionista” era extraordinario.
—Entre las fotos que me dejó mi hermana…
DL# quiso explicar, pero “El Coleccionista” lo interrumpió bruscamente.
—Esa foto es falsa. —Dijo. Su voz dejó de ser pálida y sonó desencajada.
—¿Falsa?
—Por completo. Fue modificada por un artista. —Recuperó su tono suave y melodioso—. Trabajo complejo para entonces, pero los buenos fotógrafos que eran verdaderos artistas podían hacerlo sin que se notara demasiado. Suprimió de la foto a uno de los hombres y mantuvo la escena tal y como fue impresa en su momento pero con solo dos protagonistas.
—Hay otra foto con la misma escenografía, pero en ella hay un solo hombre al que la borraron el rostro. Por cierto lo llamaste “El hombre sin rostro”, ¿me equivoco?
—No.
—La orden de borrar su rostro la dio tu abuela paterna. Ella estaba muy disgustada con tu bisabuelo. Luego ordenó destruir todas las fotos que había de él. Quedó esa, sin rostro. Una manera de negarle esa peculiar forma de la eternidad que proporciona una impresión fotográfica. Estaría allí, donde siempre, pero nadie podría reconocerlo. Sin identidad no hay pasado, presente ni futuro. ¿Qué podía inspirar un hombre sin rostro en un ridículo escenario cubierto su cuerpo de un capote negro y bajo la representación del amorío entre un eraste y su erómeno disfrutando el instante de esa singular invención del erotismo de los esclavistas? Así tu abuela se propuso resolver aquel trauma de la infancia de tu padre.
DL# no pudo disimular su bochorno. “El Coleccionista” sonrió con malicia.
—No sos tan estúpido como para no comprender de qué estamos hablando.
—Soy algo estúpido, pero desde hace un momento he comenzado a sentirme como un completo idiota.
—No te lo tomés tan a pecho, no te subestimés. Ocurre que la historia familiar está viciada de errores y tergiversaciones. Acá estamos para devolverte ese pasado en sus formas reales, puras, sin prejuicios y partir de ese conocimiento comprender el futuro que al cabo es lo que nos interesa.
DL# sintió que su vista se nublaba y que flotaba en una nube noctilucente, en la misma cúspide de una atmósfera mortífera que al tiempo que lo helaba iba asfixiándolo.
“El Coleccionista” agregó:
—Ese acto que cometió el bisabuelo contra tu padre, fue un exceso, algo que no debió ocurrir y alteró en cierto modo y hasta cierto punto el futuro de la familia.
DL#, a pesar de su embotamiento, recuperó en su memoria el momento en que vio por primera vez la foto del hombre sin rostro. Recordó que había en la imagen del retratado tanto de misoginia como de pederastia, y que él así había interpretado la imagen, en el mismo sentido que ella parecía sugerir a quien lo observaba tras la nebulosa que ocultaba un rostro.
“Esto soy, esto somos” insinuaba desde la extravagancia inexpresiva del rostro ausente de ese hombre envuelto en lo que asemejaba una negra toga litúrgica.
—¿Tiene que ver con las fotos de las niñas que fueron suprimiendo con rayones rojos y parches de tinta china? —DL# preguntó ya sintiéndose con pocas fuerzas.
“El Coleccionista” no respondió esa pregunta. Volvió la vista al enorme óleo y señaló a GK# Primero.
—El viejo se excedió, ese fue el problema. Por ello tu abuelo lo echó de la casa familiar y terminó como un ciruja. Luego su hijo, tu abuelo, lo encontró hecho un despojo humano y lo internó en el Cotolengo. Allí murió.
Tu madre, AD# lo supo desde el primer día de noviazgo, tu padre se lo dijo en un extraño arrebato de sinceridad. Comprensible, porque en definitiva ella era la esposa y podía tener la capacidad de la misericordia, del amor conyugal, del que comprender la desventura del ser amado. Pero cuando huyo con la prostituta no tuvo peor idea que confiarla a la puta su secreto. ¡A una puta! La muy desgraciada lo abandonó al momento y no solo eso, lo humilló perversamente. Eso fue devastador.
En tu padre las dudas sobre su virilidad lo debilitaban, lo hacían frágil, vulnerable. Entonces, para combatir ese estado, tus abuelos alimentaron el odio para que ese menoscabo se fuera consumiendo en el fuego de la ira.
DL# observaba por entre la nebulosa que lo envolvía y escuchó a “El Coleccionista” abundar en su explicación.
—No fue un hecho premeditado. No toda maldad se planifica. Tu bisabuelo era una verdadera flor del mal, fascinante, lujuriosa. No se trató de un ovillo de víboras lanzadas a morder una carne núbil. Para nada. Ocurrió, como ocurren tantas cosas en la vida de las personas. Un accidente inesperado, el desborde de momento. Incontinencia. Esa es la palabra.
El viejo GK#, el primero, todo lo había probado. Era un aventurero, hombre bien parecido, atlético, un profesional en épocas en que solo los hijos de los adinerados podían darse el lujo de cursar estudios universitarios. Un hombre ardiendo siempre en el deseo sexual. No había mujer que se le resistiera. Unas, de buen pasar como él, solo querían disfrutar el sexo. Las otras, las pobres, especulaban que ese vínculo las elevaría en su condición social, dejando atrás para siempre la pobreza.
Con las primeras no hubo conflictos y hasta contrajo matrimonio con una de ellas y tuvo más de una docena de hijos. Ese es tu linaje —mintió— y el mío.
En su vagar por el país tuvo relaciones con decenas de mujeres y de todas ellas también tuvo numerosos hijos. Esos no entran en el árbol genealógico, son malezas que crecen alrededor del gran tronco, pero que debieron ser eliminadas para que no echaran a perder la buena cosecha. Ocurre como con todas las siembras que a su par crece la mala hierba, los yuyos que resultan a la larga verdaderos parásitos consumiendo el alimento esencial, reproduciéndose sin fin hasta degenerar la especie.
Tu padre era un niño realmente hermoso. Tenía una hermosura angelical. Sabés que las revistas de moda para señoras pitucas querían su foto para promocionar productos de todo tipo. Aunque esos productos fueran completamente inútiles y las señoras lo supieran, los compraban en tributo a la belleza de ese niño. Sublime. Sus ojos celestiales, su cabello enrulado cayendo del centro de una cabeza redonda y perfecta hasta casi las cejas, una nariz pequeña y delicadamente respingada, labios que ni una niña podía lucir. Un niño bello. ¿Se entiende el concepto de bello? Como las esculturas de Miguel Ángel, “La Piedad”, “Moisés”, “David” o “La modestia con velo” de Corradini. ¡Perfección! De eso hablamos. Tu padre era un niño bello a la perfección y era el orgullo de sus padres. Ellos no lo amaban, lo admiraban como si se tratara de un querubín que descendió de los cielos. Un regalo de Dios.
De vuelta de uno de sus viajes, abuelo y nieto quedaron a solas y ocurrió el exceso.
Eso fue aniquilador para el padre y para el hijo. GK# Primero había faltado a la ley más básica de la familia. No era una ley escrita, no era la ley de Grecia o de la Roma antigua donde la pederastia era una relación social aprobada. La ley familiar, la de nuestra familia, no dejaba lugar a dudas, con los varones ¡no! Con los varones ¡nunca!
Las mujeres estaban y están para eso. En todas las sociedades los varones abusan de sus mujeres y eso no les vale condena. En el último tiempo tratan de disimular, sancionan leyes, hablan de derechos, y los que lo hacen son en su mayoría patrocinadores y usufructuarios de burdeles en todos lados. Pura hipocresía.
Pero en la familia estaba establecido que entre sus varones el sexo estaba prohibido. Ningún varón de la familia debía pervertir a otro. Menos en un niño hermoso como era tu padre.
Ese abuso provocó en él que sus sentimientos se bifurcaran en dos sentidos completamente opuestos, cada uno jalando en dirección contraria hasta que desgarraron su alma. La expiación no podía llegar sino por caminos extraordinarios. ¿Cómo curar al enfermo? ¿Cómo asistirlo en su desgracia? Se precisaba “un cordero de Dios”, el que quita los pecados, el que alivia el sufrimiento.
Nació VD#, una rareza desde el momento que salió del vientre. ¿Regalarla? Las monjas no aceptaron la oferta. Ellas ofrecieron criarla, pero apenas los ojos de la niña se posaron en los suyos, huyeron. La niña hizo de su miraba el instrumento de la condena. Verla, para GK#, se volvió insoportable. De ese conflicto surgió la sanación. La noche, la oscuridad, donde los ojos no podían penetrar hasta la médula donde yacía el oprobio, sería el sagrado momento de la expiación. Tu hermana fue el cordero de Dios que quitó los sufrimientos del hombre.
DL# sintió una intensa náusea. Vomitó el café. “El Coleccionista” se mantuvo indiferente. Se apartó unos pasos y siguió si explicación.
—El problema surgió cuando tu hermana decidió hacerte saber su historia. ¿Qué se podía hacer para evitarlo? Eso hubiera destruido a la familia a destiempo. La familia estaba destruida y tu padre fue sin duda el instrumento principal. Pero tratábamos con el futuro, que es lo que nos interesaba preservar. Necesitábamos una destrucción pero adecuada, regulada, no un cataclismo.
Si durante años ocultamos el desgraciado suceso de la violación de tu padre por su abuelo, cómo íbamos a permitir que tu hermana ventilara lo que noche tras noche ocurría entre ella y el padre.
Vos te alejaste por años de la familia y eso fue muy bueno, excelente. Ella quedó sola. ¿Quién iba a escuchar a una loca que ni siquiera podía llorar? Estaba dicho desde el día que nació, era solo una niña rara, una adolescente rara, una mujer rara. Las personas “raras” son despreciadas, no importan las razones, lo diferente espanta. ¿No llora? Dijo tu abuela. ¿Para qué la queremos? ¡Regalémosla!
¡Ni las monjas la habían querido!
Pero regresaste a ella porque los lazos familiares son como una fuerza centrípeta que arrastran hacia su interior a todos los que de una manera u otra están vinculados. La familia es como un agujero negro con una tal fuerza gravitacional que nadie escapa a su succión. Así, en el último tiempo, ella te fue arrastrando a su lado, tratando de que te dieras por enterado o, al menos, fueras reconociendo lo que sabías pero preferías ignorar. Vos elegiste desechar todos sus mensajes, esas señales confusas pero reales. Eso se llama instinto de conservación. Adriana con su siempre amenazante libido ayudó y mucho a espantarte. Y se lo agradecimos, cómo no íbamos a hacerlo. Mientras fue útil nos ocupamos de sus necesidades. Pero eso ya acabó también. Puedo concederte el deseo de ver por última vez a la mujer que se hacía llamar Adriana, pero no creo que en realidad sea quien vos buscaste, incluso anoche mismo. Verás su rostro, pero no lo reconocerás. Una máscara mortuoria roja oculta las deformidades que la muerte violenta le deparó. Una final apropiado.
DL# se puso de pie. Ya no veía ni a centímetros. La figura de “El Coleccionista” había quedado reducida al episodio de una intersección crepuscular de dos rectas en cruz. Intentó dar un paso al frente y se desplomó inconsciente. 

XXXIV 


La colección

—¿Por qué llora? —GK# preguntó irritado. El copioso llanto de DL# no era para él más que la patética demostración del comportamiento miserable de su hijo. El hombre estaba a un metro de distancia de DL#, a sus espaldas, y él, obnubilado todavía por la droga, no podía reconocer esa voz.
—Ni intenta defenderse, solo llora como una mujer. Maricón, siempre fue un maricón. Nunca entendí por qué mi mujer se negó a abortar de nuevo.
—Ninguna mujer se toma un aborto a la ligera. —“El Coleccionista” pareció más contemplativo.
—Hizo dos, podía haber hecho tres.
“El Coleccionista” se encogió de hombros.
—Puede ser el efecto de la droga, la dosis que le suministré fue un tanto grande. Suele provocar alucinaciones o comportamientos extraños, que llore de ese modo hasta me cae simpático. Por lo menos este puede llorar, no como tu hija.
GK# pareció irritarse por el comentario, pero supo moderar su reacción.
—Un fenómeno y un estúpido.
DL# estaba amarrado a una silla de ruedas que “El Coleccionista” empujaba muy lentamente por el amplio sótano. Sus brazos y piernas estaban sujetos a la estructura metálica de la silla por varias vueltas de una cinta adhesiva metálica de cinco centímetros de ancho, muy resistente. Varias vueltas de esa misma cinta lo mantenían aferrado al respaldo de la silla y sus piernas al asiento a la altura de los muslos. DL# no intentaba liberarse. No tenía fuerzas ni para intentarlo.
Se veía a sí mismo alejarse muy lentamente de su cuerpo en dirección a un agujero. Podía verse a sí mismo atado a una silla de ruedas en un salón que no parecía tener fin y que nunca antes había conocido. La sensación que lo embargaba no era de paz pero tampoco de miedo.
Estaba en una dimensión desconocida de tiempo y espacio. Flotaba describiendo una onda senoidal. Dentro de ese agujero, llamó su atención un espectro que se movía en dirección contraria a él, creyó que se trataba de Adriana, aunque no podía ver su rostro, pero llevaba un vestido azul. Balbuceó unas palabras que ni “El Coleccionista” ni GK# entendieron. La pastosa boca de DL# apenas se abría y su lengua reptaba dentro de ella lentamente. Aunque sus captores no alcanzaban a comprender qué repetía DL#, el espectro de la mujer, sí. Ella comenzó a cantar con él “Run, girl, run away from the sun”, estos versos los repitieron muchas veces.
Luego de unos segundos la voz de DL# se hizo más fuerte y más clara. El espectro de Adriana se llamó a silencio y permaneció expectante, su voz ya no se volvió a oír. DL# repitió “Run, girl, run away from the sun” y luego gritó “Napalm burns so close to your body” y no dejó de repetir “Napalm burns so close to your body” hasta que se desmayó.
GK# estaba decepcionado. Había esperado ese momento durante años y estaba frente a un hombre que parecía un lisiado, balbuceando incoherencias, desmayado, al que solo sus ataduras impedían caer el piso con la consistencia de una masa viscosa.
—¿Va a estar así de idiota todo el tiempo? —Preguntó casi a los gritos.
“El Coleccionista” lo llamó a silencio.
—¿Cuántos años esperaste este momento? ¿Diez? ¿Veinte? ¿Treinta?
—No los he contado.
—¿Qué apuro tenés ahora? Tiempo al tiempo. De acá no va a salir.
Aunque no estaba en condiciones de incorporarse ni de abrir los ojos, esas últimas cinco palabras sí las oyó DL#.“De acá no va a salir”. No le pareció extraño que así afirmara “El Coleccionista”: Pensó que el agujero en el que estaba zambullido era muy profundo y denso, que lo succionaba hacia las profundidades y lo mantenía comprimido en ese interior. Presentía que el espectro de Adriana también permanecía allí, boca arriba, estampado en la negritud como una mosca contra una campana de vidrio.
“El Coleccionista” continuaba empujando la silla por el sótano seguido a breve distancia por GK#.
Ese era el primer subsuelo, a ese le seguía otro, mucho más profundo. A ese primer sótano se llegaba por una escalera que estaba en la amplia cocina comedor. Era espacioso y estaba muy bien arreglado e iluminado con una luz cálida. Ocupaba unos seis metros de largo por cuatro de ancho y no menos de tres metros de altura. Estaba ubicado del lado derecho de la propiedad. Sus paredes estaban inmaculadas, pintadas de un color violeta tenue, imitando el color de la flor del Alhelí. Al centro de las dos paredes laterales de seis metros colgaban sendos paneles con fotografías. Todas esas fotografías eran en blanco y negro y todas ellas eran de muchachas, algunas tachadas con una “X” de trazo grueso y color rojo intenso y otras ocultadas tras una prolija capa de tinta china.
El piso era de parquet de roble blanco. “El Coleccionista” le dijo a DL# mientras empujaba la silla de ruedas por el sótano “el roble blanco es mi obsesión. Sirve para los barcos, para las instalaciones ferroviarias, se pueden hacer muebles y también pisos”. ¿Debió agregar ataúdes? Lo pensó, pero temió exagerar. Él no tenía en cuenta los ataúdes.
A diferencia de GK# él detestaba la exageración. Repetía cínico en cuanta oportunidad se le presentaba “todo en su medida y armoniosamente”.

Detuvo su andar frente a uno de los paneles. GK# avanzó hasta quedar detrás de él desde donde podía apreciar sin impedimentos las fotografías.
“El Coleccionista”, con sus dos manos, levantó la cabeza de DL# para enfrentarlo con aquel collage. DL# abrió sus ojos torpemente. En el pozo en que permanecía se abrió un espacio de luz y por esa abertura captó algo del panel de fotografías. Vio las líneas rojas atravesando los rostros de unas muchachas y vio los manchones de tinta negra sobre otras. Pero ni los gruesos trazos rojos ni la negrura de la tinta lo conmovieron. En ese momento estaba privado de todo sentimiento, la presión del agujero seguía comprimiéndolo y le impedía respirar con facilidad.
“El Coleccionista” comenzó a hablarle.
—Esta es mi colección. ¿O debería decir nuestra? —GK# movió su cabeza afirmativamente sin poder disimular un sentimiento de conformidad—. En esta pared y la otra —apenas giró para señalar el panel que colgaba en la pared que estaba a sus espaldas—, está reunida la historia del linaje. Sí, sí, del linaje masculino, es cierto. Pero es el que cuenta, el que siempre importó.
Me tomé el atrevimiento de ordenar las fotos siguiendo el patrón de la progresión aritmética del dolor que imaginó la prima, tu hermana. Esa idea estaba llena de poesía. La poesía se halla en lo mortal y no en lo vital. Las voces del verdadero poeta nos llevan a la muerte sin concesiones.
El dolor progresando lenta e inexorablemente. La progresión aritmética del dolor fue toda una revelación para mí, una genialidad. Esa manera de describir su sufrimiento me cautivó. Poesía en su sentido más revelador.
En cierta forma, cuando supe de esa formulación, sentí que hasta podía escuchar las cuerdas de su guitarra interpretando “Recuerdos de la Alhambra” que ella ejecutaba con eximia calidad y conmovedor sentimiento, por lo que se me ha referido. Detesto no haberla escuchado. Oigo esa melodía, ¿no la escuchás primo querido? —“El Coleccionista” sostenía la cabeza de DL# quien, sin embargo, no podía escuchar con claridad. Solo parecía consciente de la luz que entraba por el agujero, pero no de la voz que llegaba desde muy lejos a sus oídos.
—Matemática y música. ¡Qué pena que ella no hubiese podido aceptar el destino familiar y alcanzar la cumbre de su arte y de su verdadero amor! El error estuvo en su prejuicio. El amor no tiene reglas. La contemporaneidad de los amores a veces hecha a perder las pasiones más prometedoras. En tiempos antiguos nada de lo que ocurrió hubiera perturbado a la familia. Deberíamos recuperar algunos fragmentos del pasado para recobrar el entusiasmo que la modernidad nos fue aniquilando.
La muerte de VD# fue una enorme pérdida. Siempre le dije a tu padre que la intoxicación con los medicamentos atentaría contra el arte, contra la pureza de su música. Pero tu padre no ama el arte. —GK# esbozó una sonrisa malvada—. Tu padre no tiene vínculo con ninguna forma del arte, es un componente ausente de su más íntima morfología. Él solo se apasiona con el fuego y la transgresión a ciertas prohibiciones ancestrales. Es algo animal lo que lo posee.
“El Coleccionista” volvió a la vista al panel de fotografía.
—No me fue fácil lograr reunir todas las fotos. Nada fácil. No todas las ramas masculinas tuvieron la inteligencia de guardar estos documentos para la posteridad. Así que algunas tuve que inventarlas, lo reconozco. Mi reconstrucción no alteró ni un ápice la verdad, se trató de tomar un fragmento de una foto, otro de otra, respetando edades y tamaños. Pero la arquitectura es bastante fiel. Y eso no es todo. Logré para esta ocasión extraordinaria que cada panel tenga cincuenta y seis fotos y que el número de niñas también fuera el producto de la progresión aritmética del dolor tal y como VD# lo imaginó.
¡Ciento doce niñas! Un tesoro de la masculinidad familiar incalculable. Al centro de este panel que enfrentamos, primo, VD# dando un concierto. Una magnífica toma, ella con su pequeña guitarra en sus pequeñas manos. Muchas veces vengo aquí solo a contemplar esa foto, esa y no otra. Recorro la forma del instrumento, la posición de una pierna sobre la otra, los largos y finos dedos sobre el encordado y es entonces que descubro al cordero de Dios que quita los sufrimientos del mundo.
Como te expliqué, fue el modo en que tu padre exorcizó su propio demonio. Todo lo que se había intentado, todo otro exorcismo resultó inútil, hasta que VD# fue el objeto del sacrificio. VD# fue para GK# lo que Isaac para Abraham. Dios así lo quiso, no vamos a reprochar al hombre lo que es obra de Dios.

Fue entonces que me pregunté ¿y si ese holocausto, o mejor dicho, esta versión del holocausto bíblico se diera a conocer, cómo lo entenderían el común de las personas y la propia familia? Toda la ciencia moderna se nos vendría encima con sus prejuicios, preconceptos, alcahuetería cientificista.
Se lo pregunté a tu padre muchas veces, pero él todo lo quería enmendar con un bidón de nafta y una caja de fósforos. No se puede andar por ahí quemando gente y menos a la propia hija sin que se padezcan consecuencias. Así que pensamos en este mecanismo silencioso. La familia no debe ser expuesta al bochorno y menos por una niña que ni siquiera podía llorar. Qué rareza, ¿no? ¿Por qué la naturaleza privó a tu hermana del don de la lágrima?
Surgió una justificada duda, ¿quién se haría cargo del ejercicio diario de la muerte? GK# encontró a Adriana. Su nombre no era Adriana, pero eso no tiene la menor importancia. Hay siempre alguien dispuesto por alguna razón a convertirse en mercenario. Ella fue una buena mercenaria, hizo su trabajo y recibió su paga. No sé si la que esperaba, pero pocos son los Judas que consiguen treinta monedas verdaderas.
Como te decía, obtener sus favores no fue para nada difícil. Vos sospecharás que fue por dinero. Bueno, algo de dinero hubo, pero no fue el motivo principal. Quienes llevan una semilla de maldad necesitan que esta germine para no sentirse por siempre incompletos. Es como si una parte de espíritu y carne nunca se hubieran realizado.
Adriana tenía esa condición dual de ángel y demonio. Ángel y demonio confluyeron en una, aunque debieron enfrentarse y combatirse. Eso la hizo inusitadamente perversa. Todo lo que es perverso en algún momento se torna descartable, de lo contrario, la perversidad crece hasta devorar a sus propias crías y a sí misma. Una antropofagia singular que empieza por una pizca de carne y acaba con toda la sustancia humana.
Por ello Adriana resultó descartable. Su dualidad, como te dije, le dio esa condición. Sin nombre, sin apellido, sin documentos, sin familia, sin sacramentos. Le dimos casa y comida y un primoroso pastillero rosa. ¡No sabés qué lindo pastillero! Llenos de florcitas, ¡un primor! Ella, hora tras hora, día tras día durante semanas, meses y años, intoxicó a tu hermana sin el menor remordimiento. Lo único que no obtuvo porque no estaba en nuestras manos concederlo fue, como te dijo VD# en más de una oportunidad, “encamarse con vos”. Le dijimos que tu elitismo era un obstáculo insalvable, que la verías fea, desdentada, babeante, olorosa, y que jamás apreciarías el íntimo perfume de su libido. Después de conocerte dudé que lo tuyo fuera elitismo y me incliné más por cierta condición asexuada.
Algo que siempre nos llamó la atención fue tu capacidad para negar lo que veías. No quiero decir “indiferencia”, eso te hace demasiado egoísta. Preferí llamar a tu actitud “una baja capacidad de comprender el medio que lo rodea y los sucesos que ocurren a su vista”. ¿Cómo no veías que tu hermana se estaba consumiendo entre fármacos psiquiátricos? Vos podrías responder a esta pregunta que el que huye solo puede mirar hacia adelante, por donde corre y a donde se dirige. Tal vez eso explica tu particular ceguera. Pero ya no importa. Dice sabiamente el refrán que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Esas palabras sí las comprendió DL# y por ello volvió a llorar. GK# quiso abalanzarse sobre él para golpearlo hasta matarlo, pero “El Coleccionista” no se lo permitió. Dijo “nada de violencia”, y GK# se contuvo no sin esfuerzo.
—Merezco morir —apenas pudo decir con pálida voz DL#, pero “El Coleccionista” lo escuchó perfectamente.
—¡Exacto! Me gusta cómo nos entendemos. Pero morir no es trascendente, ni siquiera es algo extraordinario. Clamar por la muerte es fácil y hasta morir lo es. Ahora mismo podríamos terminar esto con un disparo, una cuerda para asfixiarte, un corte preciso en una arteria. Pero detesto los disparos, el olor a pólvora es tedioso. Los gorgoteos de los que mueren por asfixia son insolentes, la sangre derramada arruinando este hermoso parquet de roble blanco me resultaría insoportable. Querido primo, lo que da temor no es la muerte cuando llega y acaba con nosotros, sino saberse morir a diario, hora a hora, minuto a minuto, lentamente. No permitiré que mueras a destiempo, detesto las cosas que ocurren fuera del tiempo que les fue asignado. Antes quiero que disfrutes mi colección, que sepas apreciar la belleza de cada trazo rojo, de cada mancha negra. Debajo de ellos hay rostros de niñas, porque siempre la carne debe ser nueva, virgen si es posible. Somos de alguna manera antropófagos. Comemos carne humana, saboreamos sus humores, disfrutamos sus excreciones. Nada tiene el sabor de la carne humana. Niñas que la vida demostró no importaron a nadie, no tuvieron ni el valor de una transacción comercial, una mercancía que se compra y se vende como se compra y se vende una esclava. ¿Qué lugar en el mundo puede ocupar una niña por la que nadie se preocupa, por la que nadie se interesa? No el de la vida cotidiana con sus rutinas insoportables. Solo en un mundo ideal donde fluyen tanto la pasión de la sabiduría como el del goce físico. Allí pueden existir hasta desvanecerse como cualquier perfume. Ese sitio es nuestro Elis. El de tu bisabuelo, el de tu padre, el mío. Donde llega la proyección histórica de Elis, su elucubrada pederastia en las formas renovadas de Eroménos y Erastés sin atenernos a los caprichos grecorromanos sino a la propia voluntad de los placeres. Carne y familia, esa es la síntesis.
Todas las fotografías las ordené para vos, para este momento sublime. Y si te fijás bien, hay una copia de la que tuviste en tus manos, me refiero a la foto de las trece niñas. Recuerdo los nombres, puedo decirlos sin miedo a equivocarme porque los he memorizado para vos. Enriqueta, Emérita, Eloísa, Elisea, Emilia, Emilse, Edubijes, Eulalia. Etelvina, Emma, Eustaquia, Elena, y TDF. ¿Alguna vez pensaste quién era TDF? Mejor expresado, ¿alguna vez te preocupaste quien pudo haber sido TDF? No, claro que no. De las muertas y las descartadas era fácil saber de quienes se trataba, pero TDF era un acertijo interesante. Si vos tuvieses la mitad de la inteligencia que tuvo VD# lo hubieras deducido fácilmente. Pero convengamos que eres algo haragán y un poco medroso, dudando siempre, vacilando siempre, y aquí le doy la derecha a tu padre. Eres un cobarde, un cobardón nada extraordinario, pero sí patético, no sé si estúpido como él afirma, tal vez ingenuo como prefería Adriana. Tal vez en este instante en tu mente ronde la pregunta ¿quién fue TDF? Te quedará la duda como un símbolo de tus últimos instantes. Es bueno dedicarse a morir conservando una duda. Nada como morir a su tiempo sin poder deducir una simple adivinanza. Será la intriga que corroa como una rata hambrienta tus tripas.

Pero ahora, en este preciso momento de nada te serviría saber quién era o es TDF, ese tiempo ha pasado y corrobora aquello de que todo tiempo pasado fue mejor. Fue algo tan sencillo de comprender como saber del hermoso pastillero y su carga multicolor de droga diaria.
Te ofrecimos dos atajos a tu vida mediocre, dilucidar quien eran TDF y quien el niño del violín. Dos seres humanos, primo, no dos fotos, no tres letras, no un instrumento de cuerdas a los pies de un niño sin nombre. No pensaste nunca en TDF, tampoco en el niño con el violín a sus pies. Era hermoso ese niño, ¿verdad? Aun así, drogado podés reconocer lo bello de lo que no lo es. Un niño hermoso con un violín a sus pies no puede ser cualquier niño, debe de tener algo especial o representar a algo en particular. ¿Un hijo negado? ¿Un hijo pródigo? ¿Un pariente nuestro, tuyo y mío olvidado? ¿Y sus padres? ¿Habrá tenido hermanos, hermanas, primos, primas? La foto del niño del violín la he conservado en un lugar muy especial, el último escalón, allí donde Adriana espera tu presencia cuerpo a cuerpo, no como ella hubiera querido, pero no siempre las cosas resultan como uno espera.

II

GK# perdía la paciencia. ¿Cuándo “El Coleccionista” permitiría que se presente ante el hijo? Ya estaba harto de caminar por detrás de los hombres siguiendo a la silla de ruedas donde estaba amarrado su odiado hijo. Cuando pareció que DL# salía del sopor de la droga, “primo” volvió a inyectarlo dopándolo en segundos. GK# estaba a punto de estallar de ira. Miró con furia al otro listo para insultarlo. ¿Cómo se había atrevido a ello?
“El Coleccionista” le clavó la mirada.
—Nada de histeria —le dijo al viejo y lo señaló amenazador.
GK# controló su rabia.
—¡Lo habíamos convenido!
“El Coleccionista” se encogió de hombros.
—No quiero que la venganza empañe estos momentos. Tu brutalidad no me conforma.
La brutalidad malentendida altera el cometido de la legítima venganza. Se vuelve razón en sí misma, se es brutal porque solo en la brutalidad se halla consuelo. Es una violencia que se legitima solo por el acto violento. No me interesa ese comportamiento. Después de todo lo que nos interesa es proteger la empresa y no dar lugar a las pasiones que cada uno de nosotros tiene y ha sabido domesticar oportunamente. Todos somos Hyde y Jekyll, nadie escapa a ese estado contradictorio y violento. Pero ahora nos importa lo que viene y no lo que fue. VD# murió, Adriana espera en la profundidad de la oscuridad y ahora este despojo acabará del mismo modo. ¿Se puede lograr algo mejor?
La estirpe está tocando a su fin. Yo no tengo descendencia, DL# tampoco, VD# no la tuvo. Como nuestro ancestro deberías estar más preocupado de ello que de aparecerte a los ojos de un drogado que ya está muerto aunque aún respire y que tal vez ni pueda reconocerte. No estamos en la época de los Comandos Civiles quemando cabecitas negras, ni adorando los grupos de tareas. ¡Los tiempos cambiaron! ¡Estamos en democracia, hombre! ¿JO no te lo explicó? Un error, un exabrupto, y tendremos tras de nosotros a todas esas mojigatas gritando ¡Asesinos! ¡Violadores! El porvenir es lo que nos debe interesar.

GK# permaneció en silencio, maldiciendo, pero no se animó a actuar contrariando a “El Coleccionista”. Reconoció que de alguna manera ese hombre tenía razón en lo que estaba expresando.
—Nuestro trabajo ahora es bajar a este hombrecito al segundo subsuelo, allí termina su historia.
A GK# la propuesta lo complació y cambió su estado de ánimo.
No fue menor el esfuerzo que debieron hacer para descender el cuerpo inerme de DL# hasta ese segundo subsuelo.
Ese sótano estaba varios metros por debajo del primero. Era sólido pero húmedo y oscuro. Sus paredes eran muy gruesas y contribuían a mantener el frío y la humedad. Respondían al viejo estilo arquitectónico con paredes de más de cuarenta centímetros de grosor pintadas de un color oscuro. El piso era de tierra compactada y el techo estaba recubierto con una gruesa capa aislante que impedía que la humedad pasara el primer subsuelo y echara a perder el hermoso parquet de roble blanco. Tal vez cuando el palacete fue construido se trató de una bodega para la maduración de los buenos vinos que el viejo GK# traía de sus viajes a Cuyo. Pero desde que “El Coleccionista” se hizo cargo de la propiedad, ese subsuelo estuvo vacío y fue él quien se apercibió que en varios lugares y siguiendo un orden, la tierra había sido removida. No tuvo dudas que allí se habían cavado por lo menos seis tumbas. Fue por ello que se decidió a remover toda la tierra de una de las posibles sepulturas. Cavó durante muchos días. Fue un esfuerzo enorme. Recién a los seis metros de profundidad, donde era muy difícil respirar porque el oxígeno no abundaba, descubrió lo que eran restos humanos, pequeños y minúsculos huesitos, que no vaciló en atribuirlos a alguna niña muerta. Luego devolvió la tierra a la fosa. Consideró apropiado el destino de ese sótano, un pequeño, pero seguro cementerio, a donde nadie, salvo él, podía acceder.
No había luz eléctrica y GK# y “El Coleccionista” se valían de dos faroles muy potentes que funcionaban a base de baterías. Antes de descender con el cuerpo de DL#, “El Coleccionista” bajó al sótano y dejó un farol a la salida de la escalera que lo vinculaba con el primer subsuelo, y el otro en el extremo que miraba al norte, donde había cavado una fosa amplia de dos metros de largo por uno de ancho y a seis metros de profundidad. En el fondo de la fosa yacía el cuerpo de Adriana. Parecía muerta, pero no podía afirmarse que lo estuviera, la luz no llegaba a iluminar el cuerpo y a esa profundidad no se podía distinguir algún movimiento de su pecho; el silencio era tan opresivo que ningún sonido que ella hiciera al respirar podía escapar a su dominio.
Los dos hombres llevaron el cuerpo de DL# hasta el borde de la fosa.
—Te cedo el privilegio de la despedida. —“El Coleccionista” se apartó tal vez un metro. La luz del farol iluminaba el cuerpo de DL# y proyectaba la sombra de GK# hacia el otro extremo del sótano.
GK# vaciló, no era lo que esperaba. ¿Qué podría decirle a un hombre que yacía casi moribundo dopado por una potente droga? Nada de lo que él dijera el otro lo escucharía. Su corazón latía con fuerza, rápido, estimulado por un odio que se bifurcaba contra su hijo, pero también contra el otro hombre que lo estaba privando de su esperada venganza.
—Si prefirieren los dejo solos, tal vez tengan algo que confesarse el uno al otro. —Una risita sádica sonó más fuerte de lo que era en ese silencio sepulcral.
La humorada le cayó muy mal a GK#. Se contuvo. “No tengo nada que decir”.
—De acuerdo, entonces mandemos al hombrecito a intimar con Adriana.
“El Coleccionista” se acercó donde estaba DL# y el viejo GK#. Lanzaron el cuerpo al fondo de la fosa. DL# cayó pesadamente sobre el cuerpo de Adriana y luego quedó a un costado de ella. Los hombres quedaron contemplando la escena. Al cabo de unos segundos “El Coleccionista” retrocedió unos pasos para disfrutar de otra perspectiva del suceso, en cambio, GK# permaneció al borde de la fosa apreciando el momento mortal de la pareja.
Sin voltearse, GK# dijo con voz clara y potente “sé que te ves con mi mujer a solas, pero yo he tomado mis recaudos”.
Con total calma, “El Coleccionista” respondió “qué estupidez”. No precisó “El Coleccionista” un empujón demasiado fuerte para mandar al viejo también al fondo de la fosa. GK# cayó sobre el cuerpo inerme de Adriana y con el impacto de su cuerpo contra el de la mujer, el sonido de huesos rotos alteró levemente el oprobioso sonido. Seguramente uno de esos ruidos de huesos quebrados provenía de una costilla rota que perforó uno de los viejos pulmones. Un vertiginoso neumotórax le privó al hombre del aire suficiente como para gritar, incluso para hablar. “El Coleccionista” permaneció al borde de la fosa observando los tres cuerpos. En ese momento pensó que no bastaba con el descarte, sino que había que considerar cómo retomar la tradición familiar. “La empresa” como comenzó a llamarla desde hacía algún tiempo porque le pareció más adecuado ese nombre a los tiempos que transcurrían. Una empresa próspera y renovada. Ya no se trataba de reproducir una prole numerosa y aprovecharse de las hijas para disfrutarlas en bacanales restringidas a la propia familia. El incesto era un mal negocio en tiempos en que la compra y venta de personas se había transformado en un interesante y redituable negocio. La esclavitud moderna tenía varios rostros. Había que acabar con el pasado. GK# era una amenaza permanente, divagando sobre cadáveres arrastrando sus inmundicias por el amplio patio de una casona familiar, repitiendo sus viejas furias antiperonistas a bordo de una Triumph Tiger a cien kilómetros por hora.
El último descendiente de esa porción de la dinastía era FF# y él no sería un problema. Encerrado en su asilo y sin familia, no había nadie que pudiera rescatarlo del encierro. ¿Iría a conocerlo? ¿Iría a visitarlo? Lo consideraría. Tal vez en FF# encontraría algún gesto familiar que lo reconfortara.
Materia pendiente.
Salió del subsuelo y subió hasta la casa. En su escritorio buscó dos fotos, la de las trece niñas y el hermoso niño con el violín a sus pies, era copias de las que DL# obtuvo por la herencia de su hermana. Volvió donde los cuerpos. Se asombró de su propia serenidad.
GK# perdía sangre por la boca. El colapso de los pulmones era inminente, así que “El Coleccionista” apuró el trámite. Arrojó sobre los cuerpos primero la foto de las muchachas, luego la del niño y el violín.
La foto de las niñas quedó sobre el cuerpo de Adriana, la del niño sobre el de GK#.
—Este círculo de la historia familiar se ha cerrado. De algunas de las niñas que el viejo GK# violó disfrazado de esclavista nacimos varios de nosotros. Por lo menos sabemos de dos. Uno, el primo que le sugirió a DL# buscarme, el otro soy yo. Él es un hombre modesto y no quiso conocer a nadie de tu progenie. Estuvo siempre dispuesto a ceder en mi persona sus propias angustias. Lo comprendí siempre. Lo consolé siempre. No somos hermanos, pero deberíamos haberlo sido.
El niño con el violín era mi padre, a quien vos, querido GK#, sometiste cuando apenas tenía cinco años. Tu abuso no justifica el de él. Nunca validé este argumento. Lo que hago en este momento es devolverle a la historia familiar un sentido lógico.
Todo vuelve al punto de partida. Nacer, vivir, morir. La muerte de VD# no fue mi responsabilidad, contra ella no tuve nada. No podía salvarla y no debía hacerlo. La muerte de Adriana era inevitable, solo había que encontrar la forma de completarla. La de “primo” una circunstancia desgraciada. No lo merecía, pero él no supo descubrir los límites a tiempo y no cuidó los detalles. El diablo se esconde siempre en los detalles y esta sí que es una verdad indiscutible.
No era tan complicada la pista a seguir. Una, tres letras, TDF, la otra, un niño con el violín. Si él se hubiese ocupado de esos dos asuntos, hoy estaríamos compartiendo el mejor cognac y fumando el mejor puro. Ahora estoy muy cansado. Mañana acabaré de sepultarlos. Morir, dormir, tal vez soñar.
El hombre apagó las luces de los reflectores, subió por las escaleras hasta la cocina comedor y luego hasta el piso superior donde lo aguardaba una amplia y muy confortable cama. 

XXXV 


JO JO JO 

El día que GK# fue asesinado, JO no fue a misa para establecer una coartada, no la necesitaba. Está segura que cuando se notara la ausencia de su esposo, ella estaría a muchos cientos de kilómetros de distancia con otra identidad y con toda la fortuna marital. Por ello no necesitaba coartada alguna.
Fue a misa porque su recato espiritual le exigía estar presente en el acto más importante de la Iglesia católica, incluso ese día tan extraordinario.
Para ella, ir a misa era sostener ese íntimo vínculo que la ligaba con fuerza a Dios padre todopoderoso y la forma apropiada de aproximarse un tanto al cielo. Siempre que entraba a la iglesia sentía que lo hacía a la antesala del cielo. Después de ese largo pasillo que desembocaba en un altar sobre el que se erigía una inmensa cruz, no podía seguir otra cosa más que el cielo. No tenía por qué dudar de ello. Después de todo, ¿alguien sabía cómo era realmente el Reino de los Cielos? Algunos poetas lo intentaron pero sin mucho éxito. Nadie podía decir “yo sé con certeza como es el cielo”. Se podía decir del infierno, porque Dante Alighieri lo describió con precisión círculo por círculo. Pero la arquitectura del Reino celestial de Dios era un misterio. La ignorancia estaba de su parte.
Estaba segura de que de alguna manera Dios fue siempre su cómplice, desde niña cuando la protegió de la brutalidad paterna enviándole una pócima fatal que resultó muy efectiva. Muerto el padre, la madre no fue un problema, escapó con un fulano de quien JO sospechaba, era el amante de ella desde hacía tiempo. Esa muerte las benefició a ambas. No volvió a relacionarse con su madre, salvo en una oportunidad en que la mujer le hizo llegar una nota en la que hablaba del amor de esposa y otras divagaciones que a JO le parecieron absurdas.
Huérfana fue a vivir con unas tías locas que nunca la privaron de favores y que al morir le dejaron cierta fortuna.
La complicidad divina determinó muchas de sus decisiones. ¿Quién, sino el mismísimo Dios fue quien la unió a GK# cuando la soltería la amenazaba con la soledad? Solo Dios pudo lograr el milagro. Él era un hombre apuesto y viril y ella, una joven con deseos que lo sedujo al momento. Solo la intervención de Dios logró que ese fanático de rasgos angelicales y ojos del color del cielo, sintiera interés por una rubia longilínea a la que espantaba la soledad y buscaba un fiel esposo con quien compartir una buena vida. Pasaron años juntos. ¿Se amaron? JO evitaba siempre una definición. ¿Qué es el amor? Otro misterio.
GK# era bastante mayor que ella y el paso del tiempo evidenció dramáticamente esa diferencia de edad. Ella se mantenía atractiva, pero él, tal vez consumido por su propia ira, envejeció de manera violenta. Hacía tiempo que GK# solo se preocupaba de poner en orden el pasado familiar para poner al presente de cara al futuro. No prestaba atención a ningún otro asunto. Eso lo consumió, seguramente. Para entonces, lo que quedaba de él no era gran cosa, Alejado de cualquier actividad política, estaba achacado, caminaba con dificultad y bastante sordo. Lo único que se mantuvo inalterable a lo largo de los años fue su ira, que en el último tiempo estaba dirigida por completo a DL#.
JO tuvo en cuenta desde que se unió a él ese resentimiento que padecía el hombre hasta enloquecerlo. Siempre le pareció exagerado el odio que profesaba contra su hijo menor cuando quien había abusado de él era su propio abuelo y debió ser el merecido destinatario de su furia.
Apenas JO sugería algo de esto, GK# estallaba violentamente. El linaje no podía ser cuestionado. “¿Y tu hijo no es tu linaje?” Se atrevió a preguntar en cierta oportunidad. Un lacónico y enérgico “no”, acabó aquella conversación. Luego GK# rompió casi toda la vajilla en una ataque de furia. Eso le hizo temer a JO las peores cosas.
JO estaba segura de que Dios no quería que a ella le pasara nada malo. Era su cómplice. ¿De qué serviría un cómplice si cuando lo necesitás te abandona? Dios nunca abandona a su rebaño.
La complicidad de Dios la puso a salvo muchas veces. Si ella no lo estuviera, Él le habría advertido que había llegado el momento de escapar. Dios advierte, pero no impide, por aquello de que los humanos somos dueños de nuestro propio destino, ya que nos habría otorgado la facultad del libre albedrío.
De estar en peligro inminente le hubiera enviado un claro mensaje del modo que Dios suele hacerlo. Una tormenta temible, una luz surgida en la nada, el paso de un animal desconocido bajo la luz de una luna roja, una tarde de invierno. O la receta de otra pócima como la que preparó para el violento padre.
La presencia de JO alteraba el ánimo de los sacerdotes. No era su figura, su cuerpo, sus voluptuosos senos ni su modo de menear las caderas. Nada de eso. Ella tenía una manera extraña de involucrarse en la religión y muchas de sus afirmaciones provocaban hasta escándalo en la curia. La vida, la muerte, el amor, el sexo, todo lo explicaba desde una muy particular perspectiva religiosa, casi pagana. Por sus argumentos nunca quedaba claro qué era el Bien y qué era el Mal. Apenas los confesores sabían de su presencia, comenzaban disputas por evitar tomar contacto con la feligresa.
Pero, al fin y al cabo, todos merecemos la misericordia del Señor y todos o casi todos seremos salvos el día del Juicio Final, y esto era algo que ningún sacerdote se animaba a contradecir. ¿Qué mujer no es una hija amorosa a los ojos de Dios? ¿Quién le negaría a una hija de Dios el sacramento de la confesión y el de la sagrada eucaristía porque sus razonamientos sonaran algo extravagantes?
La misa fue en ese momento un combustible que necesitaba para aquellas circunstancias definitorias. No se confesó ni comulgó porque le pareció exagerado e innecesario. Solo precisaba la calma que la penumbra de la iglesia le proporcionaba, penumbra apenas rota por la luz de una velas que una vieja se obstinaba en encender a los pies de la estatua de un santo que portaba su báculo en una mano y con la otra acariciaba la cabeza de una niña o niño. Resultaba imposible definir por cuál sexo se había inclinado el escultor cuando produjo la estatua de la niña/niño.
De una manera desprejuiciada, a sus ojos, la imagen del santo, el báculo y la niña/niño impresionaban como si se tratara del mismo GK# y la niña/niño no fueran otros que VD# o DL# cuando infantes, o un mejunje de ambos, lo que hacía que la estatua acabara andrógina. La androginia era una condición que ponía de muy mal humor a GK#. Todo aquello que no se manifestara plenamente como varón o como mujer, provocaba en él hasta reacciones violentas, desmesuradas.
Disfrutando esa calma litúrgica, miró su reloj pulsera. Por la hora dedujo que DL# debería estar muerto o agonizando en una tumba a seis metros de profundidad. Ella no era parte de su muerte, no tenía nada contra él, pero tampoco hizo nada por impedirla.
Junto al cuerpo de DL# reposaba también el cadáver de Adriana. Esa fue una muerte que le provocó sentimientos encontrados, pero que “El Coleccionista” se ocupó en explicar con palabras simples y amables. Le habló de lo inevitable, del destino, de la fuerza del destino, algo que estaba muy emparentado con la cuestión religiosa.
VD# ya había muerto hacía un tiempo, aunque ella no recordaba si habían pasado días, meses o años de esa muerte. Para JO siempre estuvo muerta. Por la muchacha sentía tanto repulsa como miedo. VD# podía ser cruel con apenas unas simples palabras, destruir a quien fuera con su brutal mirada. Detestaba a la esposa de su padre y no hacía ningún esfuerzo por disimularlo.
Muertos VD#, DL# y Adriana, la duda era si “El Coleccionista” había culminado su trabajo.
JO sabía que había empresas que no se podían confiar a los hombres y esa era una de ellas. No le quedó más remedio que aceptar que las cosas siguieran el curso que “El Coleccionista” había decidido y eso la mantenía expectante.

JO consideraba que los hombres son volubles, que gobernados por cuotas de testosterona rinden a la estupidez sus servicios creyendo que están llevando adelante la mejor de las empresas. No saben apreciar la realidad en su esencia porque solo tienen ojos para la apariencia. A pesar de ello lo invitó a compartir la fuga. Después de todo, el hombre era la imagen de su esposo cuando lo conoció, eran físicamente idénticos y este no tenía los arrebatos de furia de GK#. Si algo salía mal, ya pensaría cómo deshacerse de él si surgía la necesidad.
Pero “El Coleccionista” rechazó la invitación. Él no confiaba en ella y no es que no tuviera sobradas razones. Envenenó a su padre, fue cómplice de la lenta ejecución de VD#, supo de los planes para asesinar a DL#, fundamentó por qué era una necesidad eliminar a GK#. En la muerte de Adriana no participó y hasta podía haberse opuesto. Era lo único a su favor que encontraba “El Coleccionista”.
Los crímenes de JO no lo intimidaban. Las varias sepulturas en el segundo subsuelo del palacete que habitaba, bastaban para explicar su falta de temor de la mujer. Para él permanecer en dominio de la situación, en especial de la propiedad y todos sus secretos, era más importante que cualquier otro asunto. Tampoco estaba solo, había muchos otros descendientes del viejo GK#, el primero, que habían acumulado fortuna y gozaban de alta consideración social y política. Ellos lo protegían. La pederastia no solo era un placer, sino también un magnífico negocio del que los primos sabían extraer jugosas ganancias. Bromeaba con ellos sobre a cuánto cotizaba la carne de niñas o niños de acuerdo a la edad, color de piel, aspecto y comprador.
Pero para JO las cosas eran bien diferentes. Era una mujer madura, vital y muy atractiva. Alta, de largos cabellos negros, dueña de cierta voluptuosidad, no pasaba desapercibida ni para hombres ni para mujeres. Era inteligente y sabía expresarse en distintos idiomas. Pero estaba harta de GK#. El hartazgo es una condición de la que se sale de una única manera, acabándolo a como dé lugar. Es lo que había decidido casi al mismo momento que “El Coleccionista” le pidió verla a solas para conocerse sin la intermediación de su esposo. Él intuía por comentarios del viejo que ella estaba apartada de él desde hacía tiempo, y que esperaba saldar las cuentas pendientes de su historia pasada para resolver la disolución del matrimonio en los mejores términos posibles. Eso se traducía en una suma de dinero aceptable para GK#. JO nunca fue como Rosa, tan maravillosa, pero fue amable y astuta y eso había llenado su vida todos esos años pasados. Buscaría el mejor arreglo posible y que no arruinara su vejez.

Cuando JO y “El Coleccionista” se conocieron hablaron sin tapujos. La situación no se prestaba a andar con medias palabras. Los dos necesitaban terminar con el pasado, aunque por muy distintas razones. Ella ya no soportaba la vida junto a aquel hombre y él esperaba amasar una gran fortuna con los vicios familiares. Para eso había que poner orden en la gran familia todo lo que no lo estaba. Eran caminos que se juntaban en ese preciso momento y para ese único fin, pero que luego debían separarse definitivamente.
JO y “El Coleccionista” habían acordado una forma de comunicarse el día del asesinato de GK# que no los vinculara directamente. Era un procedimiento bastante sencillo pero eficaz. Él, desde un locutorio, debía llamar a un teléfono celular que no estaba registrado a nombre de la mujer; ella no sabía ni debía saber quién era el propietario de esa línea telefónica. La consigna era dejar sonar tres veces y cortar repitiendo el procedimiento tres veces. Eso significaba que las cosas habían salido bien. Si “El Coleccionista” dejaba sonar cinco veces y repetía el recurso cinco veces, significaba que las cosas no habían resultado como lo planeado. Si las cosas salían bien, JO se iría ese mismo día de su casa a refugiarse donde una amiga, luego partiría desde Ezeiza en un vuelo a España con su nueva identidad. Llegaría a la costa española del Mediterráneo y allí acabaría su rastro. Fue el mismo Coleccionista quien le facilitó a JO los contactos para adquirir la documentación falsa.
“El Coleccionista” se dedicaría a relanzar el negocio sin dejar de disfrutar sus placeres. La propuesta de incorporar a la empresa el tráfico de órganos lo tentó, pero provocó en él serias dudas. No hay otro modo mejor de transportar un órgano que en el cuerpo al que pertenece. La pederastia no es posible sin tráfico de niñas y niños, pero el tráfico de personas para la ablación de sus órganos requiere de una red mucho más compleja y extendida; las protecciones políticas y policiales de la familia no alcanzaban para garantizar impunidad. Poderosas redes se dedicaban a ese negocio y solían estar involucradas agencias extranjeras que vinculaban el negocio de la prostitución infantil, la trata de mujeres, para la esclavitud sexual, con el tráfico de órganos, de armas y drogas. No había región del mundo donde ese negocio no se realizara, es la etapa superior de Sodoma y Gomorra. “El Coleccionista” sabía que al lado de esas redes, su colección de fotos de niñas solo hubiera movido a risas a esos mercenarios.
Le dijo a JO y ella no lo entendió “soy apenas un vicioso de cabotaje”. En un país situado al fin del mundo, donde abundaban los mandamases de todas las potencias, encarar esa empresa debía resultar simplemente suicida, condición de la que el hombre estaba en las antípodas. “Quiero vivir y mucho”. Esa era una de sus más sinceras ambiciones.
JO recibió los llamados, pero no fueron tres ni cinco, fueron cuatro. Su reacción fue de estupor. ¿Qué significaba eso? Nunca habían tratado esa consigna. Las cosas habían resultado bien o no, bien o mal, era todo, sin intermedios posibles. No hay intermedios posibles cuando se trata de un homicidio.
Cuatro timbres repetidos cuatro veces podían significar cualquier cosa. A JO se le planteó no solo una duda con ese suceso inesperado. Repitió para sí “los hombres no son confiables”, pero no iba a ponerse llorisquear repitiendo “yo sabía que esto podía pasar”.
Esos cuatro timbrazos repetidos cuatro veces le daban la razón a su natural escepticismo contra los hombres. ¿Qué debía hacer? Llamar por teléfono no podía, así estaba pactado y no sería ella quien quebrara las reglas previamente acordadas. No lo quedaban muchas opciones. Renunciar a la empresa y actuar como si no estuviera enterada de nada y agasajar a GK# apenas traspasara la puerta de la casa, esperar nuevos timbrazos que informaran que todo salió bien o lo contrario, ir donde estaba “El Coleccionista”. Tres opciones, no podía imaginar otra posible.
No lo pensó demasiado, iría a la casa de su cómplice. ¿Eso no quebraba las reglas? Por completo, pero hay oportunidades en la vida en las que solo rompiendo las reglas es que se puede alcanzar cierto éxito. Esa era una de esas ocasiones.
Todos los planes luego de su fuga estaban a punto de fracasar si “El Coleccionista” había fallado en la empresa. ¿Qué haría ella entonces? Suicidarse no era una opción, era un acto antirreligioso que no procuraría. ¿Someterse a los designios de GK# sabiendo que él ya no la soportaba y que solo permanecían juntos tanto por rutina como porque el hombre esperaba acabar su venganza para luego divorciarse de ella en los mejores términos? ¿Quedar prisionera de la enfermedad de esa familia? La opción más posible era hacerse presente donde debían haberse resuelto los crímenes. Estaba dispuesta a asumir los riesgos que esa decisión implicaba.

No iba a ir en busca de su cómplice vestida de entrecasa. Le llevó algún tiempo cambiar su ropa, tiempo en el que esperó nuevas llamadas que nunca se produjeron. Dejó todo listo para ir donde su amiga y luego a Ezeiza. Nada podría alterar esa decisión.
Tomó un taxi. De Villa Luro a la casa de “El Coleccionista” había un largo trecho. Esos largos minutos de viaje le sirvieron para imponerse cierta calma. No actuaba llevada por la ira, tantos años había visto a su marido comportarse rabioso, desencajado porque recibía esta o aquella noticia de su hijo, siempre malhumorado, que ella había decidido apartar todos esos sentimientos de su personalidad. En la calma hallaría la solución a todo lo que se le presentara.
Arribó a su destino. Indicó al taxi que se detuviera a una cuadra de distancia de la casa de “El Coleccionista”, justo frente a un costoso negocio de ropa. Esa sí era una coartada. Entró al negocio, saludó con amabilidad y consultó los precios de unos vestidos que se exhibían en la vidriera. Tardó tal vez quince minutos en la consulta. Se despidió de la empleada a la que le prometió volver por alguna de esas prendas.
Caminó hasta otra casa de alta costura y allí también hizo varias consultas. Consideró que ya había podido establecer una buena coartada por cualquier contingencia. “Una nunca sabe qué le puede pasar a una mujer indefensa”. Con esa seguridad se dirigió donde “El Coleccionista”.
Presionó el pulsador. El peculiar tintín del timbre sonó más límpido que nunca. El hombre abrió la puerta. Su rostro no demostró ningún sentimiento, ni ira, ni sorpresa, ni alegría. Ese comportamiento confundió a JO. La invitó a pasar, no sin dudar.
—¿A qué debo tu visita? ¿Qué te motivó a venir? —Debió agregar “no era lo convenido”, pero prefirió ahorrarse palabras. La mujer estaba dentro de su casa y toda explicación sonaría a pretexto.
—¿No lo sabés?
—No. Estaba por salir a hacer las tres llamadas como concertamos.
JO dio unos pasos hacia el interior de la casa mirando a un lado y otro del salón.
—¡Qué extraño! —exclamó—. Recibí cuatro llamadas. Mi celular sonó una, dos, tres y cuatro veces y eso se repitió en cuatro oportunidades. ¿Podrás explicarme?
—No, no puedo, porque no hice esas llamadas.
—¿Entonces?
“El Coleccionista” se quedó cerca de la puerta de entrada. Observaba a la mujer desde ese lugar y optó por imponer alguna distancia entre ellos. Sabía que JO desconfiaba de los hombres, pero él siempre desconfió de ella. Los dos sabían de los sentimientos que se profesaban.
—Un error, una confusión, ¿qué otra cosa pudo ocurrir?
—Qué extraño. —JO giró y quedó de frente a “El Coleccionista”—. Entonces ibas a realizar tres llamadas, doy por hecho que todo salió bien.
—Así es.
—¿Y cómo puedo estar segura?
—Podés verlo por tus propios ojos. Solo te tomaría unos minutos llegar hasta el segundo subsuelo y observar la fosa abierta. Todo depende de la voluntad de ver a tu esposo. ¿Habrá muerto o estará aún agonizando? ¿Alguna vez especulaste con la posibilidad de ser testigo de su cruel agonía?
JO jamás consideró tal posibilidad, pero ¿tenía opción? Si el trabajo estaba consumado, ella se iría para no regresar jamás. El acuerdo entre ellos incluía que todos los bienes de la maldita familia quedarían en manos de “El Coleccionista”. Ella, con la fortuna que acumuló en los últimos años y en parte gracias a GK#, podría vivir holgadamente durante un buen tiempo. Ese dinero ya estaba invertido en una empresa fantasma, en un paraíso fiscal que el propio GK# se ocupó en inscribir en una isla del caribe. Nada más seguro para el dinero sucio que un paraíso fiscal.
“El Coleccionista” avanzó hacia JO y la invitó a seguirlo. Pasaron a la amplia cocina comedor desde donde descendía la escalera al primer subsuelo. Los paneles con fotos de niñas no impresionaron a JO, ella no estaba allí para ningún arrebato moralista. No lo había tenido sabiendo los gustos pervertidos de los varones de la familia de su esposo y él mismo, así que no iba a tenerlo en ese momento. De todos modos se detuvo a observar cada fotografía. “El Coleccionista” disfrutó la vista. Gozaba sabiendo que ella estaba repasando cada niña que había sido esclavizada por la familia, algunas de las cuales habían padecido a su marido.
—Este lugar es muy cómodo. ¿El segundo subsuelo también está así acondicionado?
—Mejor comprobalo por vos misma. —Señaló donde la segunda escalera—. Es por ahí. Bajo primero para abrir la puerta del sótano. De ese modo no tenés que temer que te empuje y te encierre aquí abajo. Llevá esta linterna, es muy potente, vas a poder ver sin dificultad. Yo llevo mi linterna militar.

JO entró en pánico. Lo que acabó por desquiciarla fue que recordó que la empresa fantasma en una paradisíaca isla del caribe fue organizada por el propio GK# y dio por seguro que “ese maldito viejo» había traspasado el paquete accionario a FF#. Fue el momento en que ella comprendió que su esposo había planificado todo sin siquiera sospecharlo. Ese “maldito idiota» de FF# se quedaría con toda la fortuna y libre, completamente libre de todos los parientes.
“El Coleccionista” optó por no repetirle a JO las últimas palabras de GK#, ella, con seguridad, estallaría de furia. Decidió sentarse cerca de una de las paredes e invitó a JO hacer lo mismo. Ella aceptó como el autómata que responde a una orden preestablecida.
¿Cuánto tiempo duraría la agonía? Sin comer, sin beber, en ese ambiente húmedo y oscuro, con tres cadáveres que pronto empezarían a heder, ¿cinco días? ¿Tal vez seis? ¿Cómo saberlo si nunca antes había muerto por inanición, por deshidratación y padeciendo la podredumbre de tres cadáveres?
JO se puso de pie y volvió a gritar, no dejó de hacerlo por varios minutos.
Ya le había explicado lo inútil que era desgañitarse, pero ella no le prestaba atención, gritaba y gritaba “¡socorro!” “¡socorro!” “¡sáquennos de aquí!”
“El Coleccionista” no pudo más que reír. JO gritaba y él reía. Su risa se hizo carcajada. Optó por ponerse él también de pie. JO siguió gritando y cada vez con mayor fuerza. La mujer se le había vuelto insoportable. Mientras él reía a carcajadas fue que decidió golpearla. Con todas sus fuerzas estrelló la cabeza de JO contra la gruesa pared de concreto. Ella cayó desmayada. “El Coleccionista” iluminó el cuerpo de la mujer. Vio que brotaba sangre de una profunda herida en la cabeza y le pareció, no se preocupó de verificar, que el cráneo se había hundido donde el golpe.
Se sentó junto a ella que aún respiraba pero con alguna dificultad. Apagó las linternas, el claroscuro desapareció, la oscuridad se impuso pesadamente.
Para “El Coleccionista” era un momento de profunda paz. El silencio, la oscuridad, la peculiar densidad del aire lo invitó a relajarse. Recordó que era el día siete, del mes siete, que el catorce JO viajaría a España, que había pactado una fiesta familiar el día veintiocho y que el número total de parientes invitados era exactamente cincuenta y seis. Una progresión aritmética impensada. Seguramente la venganza de VD# quien desde su muerte demostró que los imbéciles habían acabado por ser todos ellos, los que creían haberla embaucado y asesinado. Supo sacar provecho de que todos la subestimaran y despreciaran. VD# sabía que iba a morir y no le disgustó, porque era la única forma en que podía liberarse de sus desgracias. ¿VD# quería la muerte de su hermano? No, pero no podía evitarla.
El triunfo de la progresión aritmética del dolor absoluto era la muerte de todos ellos.
El hombre cerró los ojos y trató de pensar en algo agradable, pero no lo logró, solo le quedaba resignarse y esperar la muerte.

***
(FF# desapareció del asilo. Como era un hombre adulto en pleno ejercicio de sus facultades mentales, nadie se preocupó por ello. Mucamas, enfermeros, propietarios, esperaban que aquel hombre de rostro sereno, ojos celestiales, modales cuidados y vasta cultura, encontrará la felicidad que nunca había disfrutado).

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