El extraño caso de la desaparición en la Cava Baja

El extraño caso de la desaparición en la Cava Baja

Estoy sentado en la mesa del que ha sido mi despacho durante los últimos años con las muletas apoyadas sobre mis piernas, mientras me invade una oleada de nostalgia. Antes o después tendré que levantarme con esfuerzo y dejar atrás más de cincuenta años de profesión periodística. Frente a mí, se encuentra el reloj que me ha acompañado durante las interminables jornadas de trabajo, y que ahora marca las doce del mediodía.

A través de las paredes de cristal observo la redacción del periódico bullendo de actividad en un movimiento continuo, casi musical, de cuerpos que parecen sentarse y levantarse siguiendo las órdenes de un metrónomo imaginario. Por las rendijas de la puerta se filtra un olor típico mezcla de humo, sudor, tinta y de las diferentes comidas que los redactores suben para engullir sobre la marcha. Se oyen risas, conversaciones, alguna que otra disputa y el incesante ruido de fondo de las teclas de las máquinas de escribir impactando sobre los folios, mientras se van creando apresuradamente los artículos que nutrirán a los periódicos en las próximas horas. En la mayoría de los casos todo este trabajo se va a desvanecer sin dejar ningún recuerdo, a no ser que en los próximos años alguien se empeñe en rescatar algún artículo buceando en las hemerotecas. Espero que aunque ya no siga en activo, no me jubile de la pasión por contar historias.

Paso la mano lentamente por la superficie barnizada llena de marcas, arañazos y quemaduras de cigarrillos mientras comienzo a viajar al pasado. No siempre estuve aquí. Durante diecisiete años, hasta su cierre, trabajé en otro diario importante de Madrid. Allí viví de primera mano uno de los hechos más impactantes que llenaron la portada de los diarios madrileños en el verano de 1916.

Recuerdo muy bien lo joven que era. Me acababa de incorporar como cronista a la redacción del Imparcial. Era mi oportunidad y tenía ganas de comerme el mundo. Cuando llegaba a la redacción, no me importaba las horas que tuviese que permanecer allí aporreando la máquina de escribir sobre la mesa que me habían asignado. Pateaba las calles de Madrid desde los Juzgados hasta el Ministerio de la Gobernación, y desde allí hasta las diferentes comisarías del centro. Siempre estaba atento, en cuanto saltaba una noticia de interés que podía ocupar las primeras páginas, para ser el primero en llegar a la redacción del diario que estaba situada en la Plaza de Tirso de Molina.

El viernes nueve de junio me levante temprano y salí del cuarto que tenía alquilado en un edificio de la Calle Mayor. En el cielo no se divisaba ni una nube y hacía bastante calor. Me dirigí como todas las mañanas al desayuno que me esperaba en el Café Oriental de la Puerta del Sol, uno de los más famosos y mejor decorados de la Capital y que en ese momento hervía de gente. Logré acomodarme en la barra con bastante esfuerzo y no hizo falta que pidiese nada. El camarero que respondía al nombre de José soltó su habitual- ¿Lo de siempre, don Francisco?-, y sin esperar respuesta me plantó delante un café con leche y un plato de churros.

  • – Muchas gracias, José. Hace días que no te veo. ¿Qué tal todo? ¿Y la familia?
  • – Es que he estado con un poco de catarro, pero ya estoy bien. Mi suegra es la única que está un poco pachucha, como siempre. Ni caso. Estoy seguro de que nos va a enterrar a todos. Por cierto que mañana voy con la parienta a la inauguración del Teatro Reina Victoria. Ponen “El capricho de las Damas”. Estoy deseando.
  • – Pasadlo bien. Dale recuerdos a tu mujer.

Me dejé caer por la comisaria que estaba al lado del café, y saludé a unos cuantos policías del Servicio de Vigilancia. Había un agente al que no conocía. Era moreno, de mediana estatura; nada especial, pero me llamaron la atención sus ojos. Unos ojos negros de mirada inteligente, penetrante. El también fijó su mirada en mí. Desvié inmediatamente la vista, un poco molesto por haber sido sorprendido. Me pudo la curiosidad y me acerqué al policía más veterano. En ese momento estaba sudando profusamente, tal y como dejaban constancia las indiscretas marcas en su uniforme por debajo de las axilas, y le pregunté:

  • – Oye, ¿ese es nuevo, no?
  • – Si, se llama Federico. Federico García Gómez para más señas. Llegó ayer. De los que acaban de aprobar la oposición. Le pillé diciendo a otro compañero que le encantaría ser de la secreta. Ya ves, el último en llegar. Muchas ínfulas tiene el pollo. Además parece un poco raspa.
  • – ¿Tenéis tarea hoy? ¿Algo recién salido del horno?
  • – Si hubiese algo, seguro que no te lo iba a contar. No quiero líos.

Como no había conseguido sacar nada, me dirigí hacia los Juzgados. Al llegar vi salir por la puerta a un hombre de gran barba castaña entrecana que cojeaba ostensiblemente y que se apoyaba en un elegante bastón. Se notaba, por la expresión de su cara, que estaba bastante preocupado. Enseguida se dispararon las alarmas. Mi olfato periodístico me avisó de que quizás allí podría haber una noticia. Antonio, uno de los conserjes del juzgado, era mi confidente. Se empapaba bien de los comentarios que los funcionarios judiciales hacían sobre las denuncias que se presentaban, y luego previa invitación a un café o una copa de coñac y gracias a una asombrosa memoria, desgranaba todos los datos con precisión. La verdad es que salía barato. Entré en el juzgado y me acerqué a él.

  • – Hola, Antonio. ¿Ha pasado algo?
  • – No sé. Ha venido un señor a realizar una denuncia. Seguro que te lo has cruzado.
  • – Si, el señor con barba y bastón.
  • – Pues ese. Ha venido a denunciar la desaparición de un conocido. Además, por lo visto, es su administrador. Está preocupado porque hace días que no se ha vuelto a saber nada.
  • – Venga, desembucha.

En diez minutos aproximadamente estuve al cabo de la calle de todos los detalles. El caballero que había presentado la denuncia se llamaba don Nilo Aurelio Sainz de Miguel, residente en Madrid, en la calle Preciados número cincuenta y dos. El amigo desaparecido se llamaba don Manuel Ferrero Gallego, vecino de Pozuelo de Tábara en Zamora y un hombre de posibles. Había venido a Madrid para hacer efectiva la compra de un molino en su pueblo, por lo que había traído gran cantidad de dinero, más de diez mil duros. Don Nilo además hacía de intermediario en la operación, ya que era representante del Sindicato de Maquinaria Agrícola, dueño del edificio del molino. Don Manuel había llegado a Madrid el sábado tres de junio y se había alojado en la pensión “El León de Oro” situado en la Cava Baja número doce. El martes seis salió por la mañana y no se había vuelto a saber nada más de él. Don Nilo declaró que la última vez que vio a don Manuel fue precisamente el martes a las tres de la tarde en el Café Oriental. No notó nada raro. Quedaron para verse en ese mismo lugar a la mañana siguiente y ya no apareció. Me faltó tiempo para salir disparado hacia la Cava Baja. Llegue al “León de Oro” y llamé a la puerta. Salió a abrirme una señora de mediana edad con una tripa enorme y un delantal blanco un poco sucio.

  • – Buenos días. ¿Qué desea? No tenemos sitio.
  • – No es por eso, es que me gustaría hacerle unas preguntas, dije mientras le introducía en el bolsillo unas monedas.
  • – ¿Es usted policía? Lo digo por lo del soborno. No está bien.
  • – Soy periodista. Busco información sobre un señor llamado Don Manuel Ferrero que por lo visto se alojó aquí hace unos días.
  • – ¡A ver si ahora me va a comprometer! Ese señor se alojó aquí el sábado y salió el martes por la mañana. No volvió más. No ocurrió nada raro el tiempo que estuvo aquí. Era un señor correcto y agradable. Ayer vinieron a preguntar unos familiares de la calle Mira el Sol y también vino un cuñado suyo recién llegado del pueblo .Yo solamente le vi hablando con un señor con una gran barba que cojeaba. Pero según me dijo el cuñado es el administrador.

Salí presuroso hacia la redacción del diario. Metí el papel en la máquina de escribir y teclee deprisa. Llamé a la puerta del despacho del director y le presenté el escrito con el relato de mis pesquisas. Corrimos hacia la rotativa. A las pocas horas los voceadores de prensa cantaba por las calles: ¡Extra! ¡Extra! ¡Misteriosa desaparición en la posada «El León de Oro» en la Cava Baja! ¡Terrateniente de Zamora no vuelve desde el martes seis! ¡Llevaba encima una gran suma de dinero!

Fue la noticia del verano. No solamente el Imparcial publicó la noticia. Todos los diarios de la capital se hicieron eco. El suceso ocupaba numerosas columnas y se formulaban diferentes teorías sobre lo que podía haber pasado. Desde que había sido asaltado para robarle y habían arrojado el cuerpo en cualquier lugar; que había sufrido alguna especie de ataque y se había desorientado, o que había desaparecido de manera voluntaria. Pasaba muchas veces por la comisaria del Servicio de Vigilancia y no sabían nada. Habían rastreado ya todos los hospitales.

El sábado diecinueve de agosto las calles de Madrid bullían de animación. Esa semana se estaba celebrando las fiestas de la Paloma y pasé a eso de las ocho de la tarde por mi café preferido. Luego pensaba pasarme por la verbena. Estuve charlando un rato en la barra y al salir tropecé con un hombre vestido con un mono azul y gran bigote que andaba bastante deprisa. Yo me disculpé, él se disculpó y me miró durante unos segundos.

Me quedé helado. Esos eran los ojos del joven policía del Servicio de Vigilancia. El tal Federico, pero no lograba acordarme de los apellidos. ¿Qué demonios hacía vestido de mecánico ya que llevaba, además del mono azul, una caja de herramientas típica del oficio? Si se fijaba uno bien se notaba que el bigote era de pega. Le seguí con la mirada. Se dirigió al tranvía número cuatro que estaba estacionado enfrente del Hotel de París. No podía perder la oportunidad. Se sentó en la parte delantera y yo me acomodé disimuladamente en la parte de atrás. El destino final del tranvía era Ventas, un suburbio poco poblado.

Después de bastante rato llegamos a un sitio desconocido para mí, ya que no solía moverme por el extrarradio excepto en raras ocasiones, y el policía se bajó del vehículo. Yo hice lo propio y le seguí. En una placa en la esquina se leía: Plaza de Manuel Becerra. La noche era bastante clara ya que había luna llena. A lo lejos se podía oir bullicio de las Fiestas. El policía se dirigió a una calle tranquila llena de hotelitos. Comprobé que se trataba de la calle Lanuza. Se paró enfrente del número dieciocho y miró hacia todos los lados. ¿Pero qué diablos estaba haciendo? ¿Es que era un delincuente en sus horas libres? El corazón me latía deprisa.

El hotelito frente al que se detuvo tenía dos pisos y una pequeña tapia que el policía esquivó de un salto. Mi inquietud fue aumentando porque no sabía exactamente lo que estaba sucediendo. Vi como encendía una linterna y sacaba una pistola de la caja de herramientas. Forzó la puerta y entró. Me acerqué sigilosamente a la verja. No se oía absolutamente nada desde la casa. Solamente veía la luz de la linterna desplazándose por todas las ventanas hasta que se quedó fija durante bastante rato. No me atrevía a moverme ni tampoco a entrar en la casa.

Tras aproximadamente una hora, que a mí se me hizo un siglo, Federico salió a toda prisa de la casa. Sacó un silbato del bolsillo, y comenzó a hacerlo sonar de manera insistente, hasta que se acercó una patrulla de a pie que se quedó un poco parada por ver a un mecánico tocando el pito, de aquella manera, a tan altas horas de la noche. Pero el mecánico alzó la voz y dijo con autoridad sacando la placa que escondía debajo del mono: soy Federico García Gómez, del Servicio de Vigilancia. Necesito refuerzos.

SINOPSIS

En el verano del año 1916 se produjo en el corazón de Madrid una inquietante desaparición que fue recogida de manera exhaustiva por los diarios de la época, y que mantuvo en vilo a la opinión pública.

Don Manuel Ferrero Gallego vecino de Pozuelo de Tábara en Zamora, había llegado a Madrid para hacer efectiva la compra de un molino en su pueblo, por lo que llevaba encima una gran cantidad de dinero. Se había alojado en la pensión “El León de Oro” situada en la Cava Baja número doce. Salió el martes seis de junio por la mañana para encontrarse con su amigo y administrador don Nilo Aurelio Sainz de Miguel y no se volvió a saber nada de él.

El caso fue resuelto por Federico García Gómez, un joven policía recién incorporado a una de las comisarias del centro de Madrid. Con los años llegó a ser Comisario Jefe y se jubiló tras cuarenta y cinco años de servicio.

La sociedad quedó impactada por los hechos, tanto por el sorprendente desenlace, como por la personalidad de los implicados. También se produjo una movilización de diferentes estamentos de la sociedad de la época que en aquel momento fue novedosa.

A pesar de haber transcurrido más de un siglo, la historia sigue sorprendiendo por ser el reflejo de la insondable e inexplicable oscuridad del alma humana.

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