LA FAROLA DE TRES BRAZOS

Un galgo desamparado se rascaba su sarna eterna al resguardado de la penumbra de los soportales. Solo la farola de tres brazos y el cielo frio de un incipiente amanecer empezaban a aclarar las sombras de la plaza. Las ventanas de la planta baja del cuartelillo de repente se iluminaron, como en un espectáculo de sombras chinas, las figuras de varios hombres iban de un lado para otro.

Un ruido metálico descompuso el silencio de la madrugada. El galgo dejó de rascarse y se puso en alerta. Los goznes portón del cuartelillo chirriaron y las hojasse fueron abriendo, recorriendo los cercos gravados en el pavimento, de tantosaños de abrir y cerrar. La luz que se proyectaba desde interior esbozaba sobre el empedrado una sombra alargada y difusa de dos figuras humanas, una era alta y delgada, la otra robusta y de menor estatura. Con las camisas caquis remangadas, desordenadas y manchadas de sudor, dos guardias civiles salían del cuartelillo, arrastraban un cuerpo inerte. Cada uno tiraba de un brazo.

El invierno ya era inaplazable, el musgo empezaba a verdear en las piedras de la iglesia. Por la noche el aguanieve había jarreado con fuerza. La bandera del ayuntamiento no ondeaba, estaba fría y mojada, era un trapo pétreo, descolorido, que se confundía con el gris carcomido de la fachada. Los guardias civiles se dirigían a la farola de los tres brazos. En un punto del recorrido, el muerto perdió una bota; pero no pararon, debieron de pensar que qué más daba que este tipo de muerto fuera calzado con una bota o con dos y, sin ningún pudor, continuaron arrastrando el cuerpo con su pie desnudo y ensangrentado. La bota del maqui quedó solitaria en la plaza, en mitad de la nada, una bota que sirvió para andar por el monte, que dio calor, que amortiguo el filo de las aristas de las rocas y evitó que el agua mojara. Y ahora era una bota sin dueño y sin cordones, ¿qué sentido tenía una bota sin un pie que proteger?

─Para un momento, que se me están cayendo los pantalones─. Dijo el más alto.

Soltaron sin cuidado cadáver, al caer su cabeza golpeó el suelo. Sus brazos y sus piernas quedaron abiertos dibujando una equis macabra. El hombre robusto aprovechó para rebuscar en sus bolsillos un paquete de tabaco. El paquete, por pasar la vigilia nocturna en el bolsillo del guardia, estaba muy arrugado. Extrajo un cigarro curvado y aplastado, lo estiró con dos dedos varias veces, hasta que casi recupero su aspecto original, se lo puso en un lado de la comisura de los labios con pose varonil y lo encendió. El alto se subía los pantalones y a la vez se remetía la camisa. Tardó un tiempo en encontrar en el cinturón el agujero deformado donde siempre encajaba la hebilla.

─Tienes sangre de este cabrón en la nariz─ le dijo el alto al número que fumaba

─¡Joder!─ exclamó, mientras se limpiaba con asco la cara con el dorso de la mano.

El viento se movía libre, sin ninguna resistencia, traía olor a monte. Continuaron arrastrando el cuerpo, el número que llevaba el cigarro en la boca no paraba de hacer muecas, el humo le estaba llegando a los ojos, intentaba frotarse, pero como las manos las tenía ocupadas, lo intentaba con los antebrazos y no llegaba. Lo único que conseguía era un balanceo del cadáver incómodo para su compañero.

─No puedes esperarte a fumar, vaya puto vicio que tienes─. Le interpelo el más alto.

Pararon, soltó el brazo del muerto farfullando maldiciones y con dos dedos tiró el cigarro a lo lejos. La colilla cayó en un charco y la yesca se apagó con un leve suspiro.

Llegaron a la farola y quisieron dejar el cadáver con el torso apoyado en la peana, como si estuviese sentado. Pero quedó arrumbado, en la postura del sueño involuntario de un borracho o la de un títere sin hilos. La cabeza quedó ladeada sobre su hombro, le colocaron las manos unidas encima de su sexo en una actitud pudorosa, tapándose las vergüenzas, como si la muerte le hubiese sorprendido desnudo. Los guardias civiles escupieron al unísono sobre el cuerpo, dando por terminado el trabajo.

─Mamón, tú ya no vas a dar más guerra─, comento el más robusto.

La plaza estaba yerma a la espera de los carros, de los mulos, de las mujeres con sus manojos de acelgas y de los niños jugando a correr detrás de un enemigo imaginario. En la Casa Grande, aún permanecían los ventanales sellados con sus contraventanas verde botella. Devuelta al cuartelillo, los guardas civiles caminaban en paralelo, casi al mismo paso.

─Ahora mismo me almorzaba un par de huevos fritos. ─ le comentó el guardia civil alto al otro, mientras le echaba el brazo por los hombros.

A uno de los guardias le llamó la atención la bota abandonada, comenzó a correr hacia ella y con una pose muy futbolística le dio una patada, la bota viajó por el aire y acabó chocando con la fachada del ayuntamiento. Ambos gritaron y saltaron abrazados, celebrando un gol imaginario, un gol que seguro que había valido una victoria. En el umbral del portón apareció la figura del Capitán Recio. Los guardias recuperaron la marcialidad en cuanto lo vieron.Era el jefe de la casa cuartel, vestía el uniforme reglamentario. Portaba un cartel en la mano.

─A sus órdenes mi capitán─ saludaron los números al unísono como si fueran una sola voz.

El Capitán Recio entró en la plaza con andar pausado y marcial, miraba de un lado a otro con gran dignidad, imaginando los balcones llenos de vecinos aclamándole ya las bellas mujeres arrojándole ramos de flores como a un torero después de una gran faena. Los tacones de sus botas golpeaban en el adoquinado con la cadencia de un desfile, los ecos rebotaban en las paredes al ritmo de un redoble lento de tambor. Llego hasta la peana de la farola, se quedó mirando a los ojos del maqui unos segundos y esbozó una sonrisa de satisfacción. En su colmillo de oro se reflejó la luz de la farola. Intentó dejar el cartel con una flexión de cintura, pero su abultado abdomen no le permitió llegar hasta el cuerpo del muerto. Entonces, se quitó un guante, sacó un pañuelo blanco del bolsillo del pantalón, lo tiró al suelo, se puso de nuevo el guante e hincó su rodilla. Con una mano se sujetó el tricornio y con la otra colocó entre las manos del muerto el trozo de cartón que traía. Con el trazo grueso de un carboncillo y en letras mayúsculas, se podía leer: MAQUI.

Se incorporó con cierta dificultad. El pañuelo con sus iniciales quedó en el suelo, sin preocuparle que alguien lo relacionase con el muerto. Con la misma parsimonia se dirigió de nuevo a la casa cuartel y detrás de él se cerró el portón.

En el empedrado de la plaza se reflejaban los primeros rayos de un sol tímido, el primer canto del gallo voló entre los edificios, anunciando que un nuevo día había llegado al pueblo.

El cadáver de la farola de los tres brazos amaneció rodeado de comadres. Aquel muerto era un acontecimiento que a un buen número de vecinas las sacaría de su rutina: la compra sin presupuesto, el marido bebedor y del hijo pequeño que no acaba de dar el estirón. Aunque una muerte, por entonces, no era un suceso tan extraordinario, la parca cabalgaba por la comarca desde hacía ya tiempo, sin mirar edades ni condición.

Las vecinas se preguntaban unas a otras: ¿será el sinvergüenza de Bernardo, él que dejó preñada a Juana, “la tres tetas” y se escapó con la domadora de serpientes del circo?, ¿o quizás sea el hijo del Talabartero, que se fue con los anarquistas y que no apareció ni en el entierro de su madre?, ¿o será Martín “el alemán”? ….

Una viuda, que los años de luto le habían dejado sin cintura y el pelo cano, rastreaba con la mirada las gotas secas de sangre que en la madrugada habían quedado en el pavimento, «seguro que este ha salido del cuartelillo», le susurro a su contertulia. En otro grupo, en el que había tres mujeres, se escuchó, «he visto una bota en el muro del ayuntamiento, seguro que es de este pájaro». Una comadre solitaria, que llevaba cada zapatilla de un color, con disimulo se agachó, recogió el pañuelo del capitán del suelo y se lo metió en la talega del pan que llevaba vacía.

Muchos vecinos atravesaban la plaza sin hacer visible su sorpresa, como si fuera un día de diario sin muerto y sin comadres alborotadas. Miraban de soslayo hacia el muerto, sin cambiar el paso, sin querer mostrar curiosidad, como si no quisiesen mirar. Alguno llegó a negar con la cabeza. Los críos corrían entorno a la farola, con gran alborozo, poniendo caras de ajusticiados, simulando fusilamientos espontáneos, llevándose unos a otros como si fueran carceleros y prisioneros. Los más pequeños se hacían los cojos.

Ensimismada, Elena estaba en el pajar amontonando hierba, haciendo parvas, mientras el pueblo estaba convulsionado con el suceso del día. El invierno estaba pidiendo paso con las primeras escarchas y el forraje para los animales tenía que estar listo antes de que apareciera la nieve. Su padre, Anselmo, había subido con las vacas al monte. Por los ventanucos del pajar se proyectaban haces de luces cargados de diminutas motas de polvo. Olía a prado, el silencio del monte permitía percibir el ruido suave de la paja al caer en la parva, la horca se clavaba, subía y bajaba con un ritmo ancestral, como una prolongación del joven cuerpo de Elena.

Elena estaba acostumbrada al trabajo de huertos y corrales, la muerte de su madre la cogió siendo una criatura. Sus suaves manos de niña se tuvieron que acostumbrar al campo, a hacer las tareas a las que Anselmo no llegaba. Cambió los lapiceros por la horca, la escuela se convirtió en una quimera. Con el sol de primavera se escapaba, de cuando en cuando, de la tarea, se sentaba en un banco de piedra, en el muro de la escuela, y escuchaba la letanía de la tabla de multiplicar que se escurría por las ventanas. A Elena le hubiese gustado aprender a leer.

Las voces de su tía Aurora sacaron a Elena de su absorto trabajo. Aurora repetía su nombre desde la puerta del pajar: «Elena… Elena, ven, corre». Aurora era la hermana mayor de su padre.

Elena tiró la horca al suelo y se apresuró hacia la puerta. La urgencia de la llamada de su tía la sorprendió; no barruntaba nada bueno.

­­­­­­─¡Han dejado a un guerrillero muerto en la plaza­!─ le gritaba Aurora mientras tiraba del brazo para que empezara a andar.

El miedo bloqueó a Elena y no supo hacer otra cosa que abrazar a su tía. Sus ojos negros se llenaron de congoja, el corazón se le salía del pecho y sus manos se quedaron frías,

─¡Qué no sea Ismael, tía, que no sea Ismael!─ imploró.

─¿A qué esperas?, venga, vete a ver─. Su tía le dio un pequeño empujón,

Se recolocó el pañuelo azul marino con que recogía su hermosa melena negra y Elena comenzó a andar, se fue sacudiendo los restos de hierba que tenía en la falda y en las perneras de los pantalones que llevaba debajo, hasta que llegó al camino que llevaba al centro del pueblo, allí apretó el paso. Su ansiedad le decía: «¡corre Elena, corre!», pero ella no quería airear su angustia a la vista de todos. Aunque en el pueblo sabían que Ismael, su novio, estaba en el monte.

La mañana era fría, en las esquinas de las callejuelas las corrientes helaban el aliento, Elena se arrebujaba en su vieja rebeca de la lana negra. Caminaba a buen paso, con pasos de varón, las botas chapoteaban en el barro. Zancadas largas y la mirada en el suelo, como si algún objeto querido se le hubiese extraviado, no quería que nadie la parase. Se cruzó con varias mujeres que le dieron los buenos días, esos buenos días que realmente quieren decir: ¿te has enterado de…? Pero Elena no quería perder un segundo, contestaba a los buenos días sin mirar, sin pararse, ciñendo su rebeca al pecho como si quisiera sujetar su alma.

Al ver el cuartelillo a través del arco de la calle de la iglesia aminoró el paso. «Entraré en la plaza como si fuera a comprar aceite o velas», pensó, sin que se dejará entrever su desazón, ningún gesto revelaría su angustia. Mostraría la apariencia de una curiosa más. Dejaría ver la tranquilidad de la comadre que no se juega nada, la comadre que todas las noches tiene a su marido y a sus hijos durmiendo en sus camas. Nadie debía notar que se moría por llegar a la maldita farola.Según se acercaba empezó a notar cierto mareo, su corazón repartía latidos con ritmos sin compás, le dio pánico la posibilidad de caer desmayada, «qué no sea Ismael, qué no sea Ismael», se decía. Cuando estuvo casi al pie de la farola dos comadres, que cuchicheaban frente al muerto, le impedían ver su cara, se le paso por la cabeza darles un empujón para que cayeran encima del muerto y gritarles:

─¿Lo habéis visto bien o estáis esperando a que salgan los gusanos?

Se puso de puntillas y Elena pudo ver entre los corpachones enlutados de las vecinas la cara del guerrillero. El rostro estaba abotargado, deformado, tenía la cara de un personaje de una atracción de feria, un pómulo fracturado, una ceja rota, la nariz hinchada, azul y los labios amoratados. ¿Como se podía imaginar cual fue el rostro original del maqui?, pero Elena con el pequeño instante que lo vio no tardo en tener claro que el muerto no era Ismael, no tenía ese pelo castaño ensortijado, que tanto le gustaba desenredar cuando estaba tumbada a su lado después de bañarse en el río, ni tenía esas orejas pequeñas, con esos lóbulos diminutos que tanto le gustaba morder. El resto del rostro estaba tan deformado que podría ser de Ismael o de cualquiera.

Salió de la plaza y comenzó a llorar en silencio, una lágrima llegó hasta la comisura de la boca, «no es Ismael…no es Ismael» se repetía mientras se limpiaba la cara con el puño de su rebeca de lana.

Caminando por las callejas de vuelta a su casa, la alegría desembocó en rabia, rabia por sufrir tanto por un hombre, por un hombre que se fue sin ella, que la besó en un atardecer cálido lleno de futuro y que al llegar el nuevo día todo se quedó vacío. Sin una nota, sin una flor; como si ella no contara nada, como si ella no pudiera entender la vida, como si estuviera fuera de lo real. No sabe si volverá a verlo, si algún día una vecina le dirá que Ismael apareció muerto en un cruce de caminos o que está tirado en la farola de los tres brazos.

Pero la rabia no borra los recuerdos, momentos que se grabaron a fuego en la memoria, como el roce del brazo de Ismael en su cintura o el primer beso en la fiesta de San Nicolás o la sonrisa apacible que compartieron el día que juntaron sus cuerpos.

A la entrada de la casa estaba esperando la tía Aurora. Se abrazaron. «…No era Ismael, tía…No era Ismael», repetía Elena, rezando un rosario de emoción.

La tía le remetía los cabellos sueltos por dentro del pañuelo y le secaba las lágrimas a besos. Entraron en el pajar, Elena tenía que seguir con sus parvas, y la tía Aurora la dijo:

─ Niña mía, los hombres se pierden por las ideas o por demostrar su hombría. Así que a nosotras solo nos queda el luto en nuestra ropa, sacar adelante a los críos y pagar las deudas.


SINOPSIS

La novela lleva por titulo “Las cartas de Ismael”.

La trama de la novela tiene un contexto temporal que se desarrolla en los primeros años de la década de los cuarenta del siglo pasado; en un pueblo de España, pero sin concretar el lugar. La guerra civil estaba recién concluida y los grupos de maquis ocupaban algunas sierras de España.

Elena, el personaje protagonista de la novela, no sabe leer. Y entorno a esta circunstancia circulará la trama.

Elena es una muchacha joven que tiene a su novio Ismael en la sierra. La guardia civil sospecha que su padre Anselmo está en contacto con los guerrilleros a los que quieren persigen, y para esto idean un plan: tener vigilado al padre de Elena.

El plan consiste en que un falso guerrillero se presente ante Elena como un compañero de Ismael. Fermín, que es el falso guerrillero, se ganará la confianza de Elena leyéndole cartas falsas de su novio. Él sabe que Elena no sabe leer.

Ismael fue torturado hasta la muerte por Fermín, de modo, que este conoce suficientes detalles de la vida de Elena y de su relación con Ismael como para dar veracidad a sus cartas inventadas.

Elena se encontrará aislada. Su tía Aurora quiere convencerla de que de por perdido a su novio. Anselmo, su padre, con su hermetismo trata de protegerla. Y el capitán Recio, jefe de la guardia civil de la comarca, trata de cortejarla.

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