Rosario, septiembre 2007

Pasó años temiendo la noticia, fantaseando con tener al menos un changüí de dos, tres, cinco años, antes de que todo saltara a la luz. Solía tener miedo de mirar noticieros o escucharlos por radio. Su vida y su libertad dependían de que el oscuro secreto permaneciese oscuro, tan oscuro como el fondo de aquel lago; que no trascendiera, que se perdiera para siempre, que simplemente no fuera. Por eso aquellos primeros días, semanas, meses, habían sido imposibles, vividos al borde del colapso mental, del estallido de nervios. Fueron tiempos en que su proverbial frialdad yació en el olvido de un pasado lejano, tanto que parecía haber existido en otra vida. En aquellos días de sangre y locura se había sentido otro, alguien completamente distinto, no el Facha Salvatierra, el tipo que no tenía miedo.

Hasta que un día dejó de temer. Pasó el tiempo, los meses se fueron sin novedad, los años se sucedieron apacibles, cansinos casi, y su existencia transcurrió tal y como la había anhelado doce años antes, en pleno delirio mientras moría entre charcos de sangre y estertores de dolor y El Lancha intentaba arrancar a cuchillazos las dos balas alojadas en su cuerpo y tapaba los huecos por donde su vida se derramaba hacia la nada. No, “tal y como” no; mejor, mucho mejor. No más miedo, no más muertes, no más sobresaltos, no más yuta acechando y vaticinios de un disparo en la oscuridad que le destrozase el cráneo sin piedad y por sorpresa.

Había nacido de nuevo después de aquella tremenda noche en que juntos, agotados hasta el límite de toda resistencia física, su colega y él terminaron de empujar la camioneta al agua, las ropas todavía empapadas de sangre ajena mientras sus pulmones demandaban aire entre jadeos en una noche oscura y fría. Y luego el disparo impensado, la sorpresa inicial, el shock y el dolor, la sangre, las ganas de irse allí mientras miraba sin realmente mirar y sin pensar la sangre que se le escapaba, los gritos de aliento de Barreiro, el cuchillo buscando proyectiles y sus pulmones pidiendo aire aunque el solo acto de respirar le dolía, y su cerebro rezándole lentamente, torpemente, a la Virgen, convencido de que se moría allí, en la casa oculta por el bosque y frente al lago donde acababan de desaparecer la camioneta y los cuerpos de sus enemigos.

Sí, había nacido de nuevo a una vida normal, común y corriente, sin sobresaltos, segura. Hasta ese día. Ahora, en aquella mañana de septiembre, en el televisor del living la pantalla del noticiero le devolvía la imagen tan temida, esa que durante meses y hasta el primer año o dos había imaginado de mil maneras. Y allí estaba, de pie ante el aparato, absorto, o mejor dicho paralizado, confundido sobre qué hacer.

Salió de su estado semi catatónico casi sin darse cuenta, puro reflejo. Sin pensarlo levantó el teléfono y marcó el número largo y lejano, pero nadie le contestó. “Lancha de mierda, ¡levantá el tubo, carajo!”. Intentó otra vez y nada, sin suerte. Debía estar afuera, supuso, revisando los tomates, boludeando con los perros, o arreglando el auto. “¡Dale viejo, atendé!”.

…avisaron ayer a la policía local cerca de las cinco de la tarde, pero la distancia y la inminente caída del sol, sumado a que el destacamento no contaba con los medios necesarios obligaron a requerir asistencia distrital, por lo que recién hoy comenzaron los trabajos del rescate…

Salvatierra trataba de seguir el relato del periodista enviado al lugar mientras probaba por tercera vez con la casa de su antiguo compinche. Contuvo la respiración mientras la pantalla mostraba dos buzos emergiendo y haciendo señas con sus pulgares para arriba, indicando que algo importante estaba por suceder. Miraba todo como en una película, con el teléfono en la mano y el repiqueteo del llamado sin suerte sonándole en la oreja. Había decenas de personas, no todas policías: bomberos, un par de jetones que parecían funcionarios, juez y secretario probablemente, el guardaparques, y varios curiosos, colados de último momento que, insólitamente, la policía no se había preocupado por alejar. Y periodistas, por supuesto, aunque sólo el Trece y un canal local tenían cámaras en el lugar.

Las cámaras se centraron en la grúa, no la había visto hasta ese momento, fuera del
foco principal de la escena y recién entonces Salvatierra entendió lo de los buzos. Volvió marcar el número del Lancha, maldiciendo una y otra vez mientras la grúa comenzaba a moverse, la cadena gruesa, enorme, enganchada en la parte trasera tensándose a medida que la máquina se movía hacia adelante. Se escuchaban voces de mando, de precaución, órdenes agitadas dirigidas al chofer, a los curiosos, a los bomberos.

—Hola—La voz de Barreiro, seca y profunda como siempre, lo sacó de su ensimismamiento hipnótico con la pantalla.

—Barreiro —Después de tantos años volvió al tratamiento formal— Soy Salvatierra…tanto tiempo —La sorpresa del otro lado se hizo evidente en el silencio. Podía casi escuchar el jadeo de la respiración lenta de su interlocutor sobre el micrófono del teléfono. Quiso cortar la pausa incómoda de inmediato, necesitaba ponerlo en alerta, pero el hombre lo interrumpió

—Salvatierra, ¿es usted? —El tono era de incredulidad. Hacía tres, cuatro años desde la última vez que habían hablado —¡Qué sorpresa, hombre! ¿Cómo anda, amigo?

—Bien, Barreiro, bien. Disculpe que lo llame así, casi de sopetón, pero es importante…

Hizo una pausa, no sabiendo exactamente cómo largarle el tema. Del otro lado Barreiro, hombre sabedor de silencios premonitorios de malas noticias, se arrimó una de las sillas de la cocina y se sentó. “Nada bueno, seguro”, alcanzó a pensar justo en el momento en que retomaban la conversación

—¿Vio las noticias?Ponga el noticiero, ponga Canal Trece… —Barreiro no lo dejó seguir.

—¿La televisión? —dijo con una carcajada corta apenas silenciada— Amigo, usted sabe que soy hombre de radio. Tengo el televisor lejos, en mi habitación. Apenas veo alguna película, cosas así. Dejé de mirar el noticiero, antes era costumbre necesaria, ¿se acuerda? ¿Pasa algo?

Salvatierra no respondió, todavía atento a la imagen. Como en cámara lenta, la grúa comenzaba a develar un secreto de doce años. En vivo y en directo, de a poco y ante el asombro de los presentes en la escena, iba emergiendo despacio de las aguas del lago primero la trompa y luego la carrocería entera de la Traffic en la que, en una fría noche de febrero del 95 él y Barreiro metieron cuatro cuerpos inertes y los sumergieron en aquellas aguas. Era una escena de película: a medida que emergía, como un animal marino de un cuento de terror, una catarata de agua amarronada y probablemente hedionda brotaba de las cuatro ventanillas, abiertas a propósito doce años antes para que se llenara de agua lo más rápido posible y se hundiera, vaciando el vehículo que había permanecido en el fangoso fondo del lago. A la distancia, en la imagen que tomaba la cámara fija, podían verse las cuatro siluetas de lo que quedaba de aquellos tipos, las cabezas por encima de las ventanillas aún abiertas, en posiciones grotescas, cuerpos medianamente conservados gracias al frío de las aguas; aunque así, en la pantalla y tomados de lejos, se veían completamente negros.

Se le cruzó en ese momento el flash de un recuerdo. Le había sugerido a su amigo quemar el vehículo con los cuerpos adentro antes de empujarlos al lago. Barreiro descartó la idea, el fuego en la noche podía llamar la atención de algún guardaparques o, peor, podía iniciar un incendio en medio de tanto bosque.

“Yo tenía razón, Lancha. No hubiera quedado nada para identificar de aquellos cuerpos. Ahora, quién sabe…”, pensó antes de contestar.

—La camioneta, Barreiro, encontraron la camioneta. La están sacando del lago en este momento.

Un silencio prolongado del otro lado. Salvatierra sabía que su viejo amigo era hombre de pocas palabras.

—¡Mierda! —La pausa de su interlocutor a Salvatierra le pareció una eternidad—. ¡Puta madre! Me deja sin palabras…No sé, déjeme pensar. ¿A usted se le ocurre algo? —Salvatierra alcanzó a balbucear un no—. Llámeme más tarde. No, mejor mañana…No sé qué decirle en este momento —Fue todo lo que dijo y cortó.

Salvatierra se quedó con el teléfono en la mano durante unos segundos, pensativo. “Yo tampoco sé qué mierda hacer, Lancha. O si hacer. Por ahí hacer nada sea lo mejor, o no. De todos modos, la cosa ya se jodió”

…tal como denunciaron los muchachos que practicaban buceo en el lago dos días atrás, aparentemente hay varios cuerpos humanos dentro del vehículo…nos vamos a acercar lo más posible, si la policía nos deja, para tener un panorama más claro y poder mostrarles a nuestros televidentes algún detalle de esta noticia de último momento que sacude la tranquilidad de este lugar y plantea un misterio….

Apagó la televisión con una puteada. No necesitaba ver más, conocía el resto, conocía la historia, él la había escrito. Los noticieros del día, de la semana, se llenarían de ella en los días por venir. Se llenarían de conjeturas y teorías, de decenas de charlatanes que opinarían sesudamente y de testimonios de policías, lugareños, los pibes que de pedo habían descubierto el auto buceando en el lago (“de todos los putos lugares del enorme lago, ¿justo en ese tenían que bajar?”), de cualquiera que llenara minutos y horas, espacios pagos de publicidad, tratando de adivinar, de descubrir, qué cuernos encerraba el Misterio del Lago Traful, como ya lo empezaba a llamar el periodista del Trece.

Su día había cambiado completamente y sólo entonces se le ocurrió que probablemente su vida también. Pensó en el miedo, otra vez el miedo, otra vez los cinco sentidos alertas, otra vez las acechanzas. Pensó y pensó, no podía parar. Ya antes de la catarata frenética de ideas e imágenes que se le vino encima mirando la pantalla, una migraña había empezado a taladrarle la cabeza.

¿Podrían conectarlo con ellos después de tantos años? “Pensá, Facha. ¿Quedó alguno?” Repasó una y otra vez, tratando de recordar los detalles, los hechos de ese día y de los anteriores: el frenesí de aquellos días previos, la reunión en el bar La Biela, el golpe en la costa y los planes encarajinados, los hermanos muertos, la cacería, el viaje de locos desde la costa hasta ese paraíso casi al pie de la cordillera, la otra matanza. No dejaron rastros, ni huellas, ni marcas, ni siquiera vainas. Estaba seguro, convencido. Se tomaron el tiempo de recoger todas las vainas, de limpiar las huellas en la casa, las de los dedos y las de su sangre. La suerte estuvo de su lado, una vez más, la lluvia se encargó de borrar las huellas del corto periplo de la camioneta al lago y Barreiro la suya dentro de la casa. Y después, recién después de tomar todos los recaudos que creyeron imprescindibles, desaparecieron, se esfumaron, se retiraron del mundo conocido. Si algún socio, algún ladero que ellos no conocían, algún amigo del Viejo hizo preguntas, ellos no se enteraron. Si los buscaron, tampoco. Literalmente, se hicieron invisibles, durante meses y luego años.

De una cosa estaba seguro, ninguno recurrió a la policía para averiguar. Todos eran delincuentes, con el culo sucio por operaciones de todo tipo: droga, contrabando, trata, y con muertes en su haber. ¿Quién carajo iba a tocarle la puerta al comisario de turno para avivarlo? Claro, algún cana, o muchos, debían estar prendidos en la joda del Viejo, seguro. Operar como operaba él era imposible sin estar arreglado con la policía o con otra fuerza, y con algún jetón de la política que nunca falta. El mismo Viejo se los dejaba entrever cada tanto, nunca supo si para impresionarlos o para acercarles algo de tranquilidad por si algo se jodía. Si, probablemente hubo preguntas, búsqueda, alerta. Pero aparentemente a nadie le importó demasiado. Y la verdad, ¿para qué? No es que El Viejo fuera un tipo amado en el medio, todo lo contrario. Le sobraban enemigos, incluso entre sus amigos. El negocio es pura mierda, alguno te lo quita o te hereda. O, simplemente, se queda con él inesperadamente. Alguien se hizo cargo del negocio, se quedó con la casa, con la tela que tendría guardada en algún lado. Salvo la grosa, por supuesto, la que se quedaron ellos, él y Barreiro.

Un par de años después se animó a hacer averiguaciones. Un tal Mario – ni perdió el tiempo en averiguar el apellido- asumió el mando. Duró poco, alguien le cobró una deuda con dos tiros en la cabeza. Después de eso, El Facha ni se asomó por el viejo barrio, ni siquiera volvió a Buenos Aires, pero llamó a la vieja pensión del Lancha y tuvo que fingir la voz para que Matilde no lo reconociera.

—No señor, don Barreiro se fue, hace tiempo, no supe más nada. Dicen que falleció en el sur, algo así escuché de un par de tipos que vinieron a hacer preguntas —Las palabras de la gorda lo llenaron de alivio. Supuso que se había corrido la voz de que Lancha había muerto, que Don Julio se había encargado de él. Quizás, con suerte, supusieron que de él también.

Pasó el tiempo, meses, años. Nadie preguntó más, al parecer. Y ellos, separados por un juramento de supervivencia, entraron al paraíso de sus vidas nuevas sin mirar atrás, sin dudas; sus miedos se fueron diluyendo, año tras año. Supieron el uno del otro por alguna breve comunicación, por llamadas o mensajes que se fueron espaciando con el correr del tiempo. No hizo falta, aunque Salvatierra extrañaba al amigo. Demasiado habían vivido en tan corto tiempo. Barreiro le había salvado la vida y eso no se olvida. Pero se habían juramentado desaparecer, no tener más contacto. Si la yuta, o algún vengador del Viejo los agarraba, no podrían dar señales del otro, aunque quisieran. Eso también era la nueva vida. Ese era el precio por descansar, por poder cumplir cada sueño que borrase la memoria de lo terrible de las vidas de cada uno: la prisión, los dolores, las muertes, la certeza de un disparo por la espalda que terminaría con todo. Todo borrado, erradicado, terminado.

Fue hasta el bar de madera, un hermoso mueble antiguo comprado en Buenos Aires y hecho traer hasta allí en un camión de mudanzas, y se dispuso a comenzar la jornada con un whisky. Lo necesitaba. Sonrió en medio de tanta incertidumbre y preocupación cuando sacó la botella y empezó a servirse. “Jameson, ¡qué lo parió!”. Doce años atrás ni sabía que existía, Criadores era el summum. Hoy era un experto. ¡Cómo había cambiado su vida! Y ahora…

Se sentó en uno de los sillones que miraba al jardín, moviendo el vaso ancho para que el hielo enfriara el alcohol lo más rápido posible, más como un gesto de callado nerviosismo que otra cosa. Los que saben toman sin hielo, recordó. Mierda, necesitaba frío para su cerebro que ardía.

Mil cosas se le vinieron a la cabeza. Qué hacer o qué no hacer. ¿Habrá que desaparecer de nuevo, mimetizarse, cambiar de identidad, de lugar, de vida? Hacía rato que no huía, ni siquiera andaba armado, ya. Conservó, sí, un revólver calibre 32 en la casa, por las dudas. Pero eso de andar calzado por la vida, nunca más. A la vieja Beretta, compañera de tantos trabajos y tantos sobresaltos, la hizo desaparecer unos meses después de las matanzas, para borrar todo rastro. Recordó haber sentido algo parecido a la tristeza mientras la rompía en varios pedazos con una maza. Uno por uno, los fue tirando en alcantarillas de calles, en plena noche, en alguna de las ciudades por donde pasó fugazmente, una semana o dos a lo sumo, en el largo periplo por confundir a potenciales seguidores y antes de hacer desaparecer a Pedro Salvatierra para siempre para convertirse en Alejandro Quinteros, vecino de la ciudad de Rosario.

Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, y no pudo evitar que su mente, ahora febrilmente despierta, lo transportara al comienzo de aquella historia. O, mejor dicho, al final de la vida que supo tener hasta los cuarenta y dos años.

SINOPSIS

Dos sicarios, Pedro Salvatierra, (a) El Facha, y Domingo Barreiro, (a) Lancha, son contratados en Buenos Aires, para asesinar a dos hermanos traficantes de droga de apellido Weiss, en la ciudad de Necochea, a 500 km al sur de la capital, un conocido resort de veraneo a orillas del Atlántico. Ambos sicarios trabajan regularmente para un mafioso de Buenos Aires, conocido como El Viejo o Don Julio. Sus contratantes son otros dos hermanos, competidores de los Weiss, los Inchausti.

La historia es en realidad un largo viaje personal para ambos sicarios, que se enfrentan a condiciones que comprometen su trabajo los llevan a modificar conductas y sentimientos a lo largo de la semana y media que dura el nudo del relato.

Desde el momento en que llegan a Necochea, las cosas se complican. No todo parece ser como se los habían contado cuando los contrataron. Salvatierra enferma, a Barreiro lo vuelve a acechar un viejo fantasma del pasado, pesado y doloroso. La demora en cumplir con el contrato enfrenta a los sicarios ahonda la mala relación entre las partes. Los contratantes se ponen violentos y amenazadores. Barreiro descubre una trama de mentiras y de traición que compromete su vida y la de su amigo.

La trama escala en una noche de sangre y violencia en el lugar y los lleva desde aquella playa en la costa este al otro extremo del país, en un paisaje paradisíaco al pie de la cordillera de los Andes donde el desenlace es también de muerte y dolor. Nace ahí el secreto que menciona el comienzo de la novela en la introducción, y una historia que se desarrolla apenas en poco menos de un mes, pero que tendrá consecuencias prolongadas en el tiempo para todos sus protagonistas.

Veinte años más tarde, ya nada ni nadie será igual.

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