Terminé de comer y un trueno hizo retumbar mis huesos. La lluvia se colaba por la puerta como se meten las moscas cuando no hay alambrera. Hasta mis pies estaban mojados. Suspiré. Los mágicos olores arremolinados en los pequeños murmullos del viento eran lo adecuado para acompañar mi llanto. Me habían atravesado y no sabía cómo consolar a la herida.

Un hombre levantó la antorcha, aventándola contra el muro de piedras y estopa que unos niños habían hecho para divertirse. La estopa ardió, la piedra también. Los niños, aterrorizados, se quejaban, gritaban y suplicaban que no la quemaran, que no la hicieran arder, pero la herida seguía sin saber cómo ser consolada, así que solo me quedé ahí, de alguna forma entendiendo que las lágrimas, ante el calor, se evaporan sin alcanzar siquiera a salar los labios.

Un anciano se había levantado, miserable, a acompañarme en mi dolor. Creo que ahí fue cuando el fuego ya no quemó. Todo se silenció, todo había cambiado. Flotaba, los niños reían alrededor de piedras coloridas y estopa. El anciano y su mujer los contemplaban, participando de la gloria de los niños porque la herida ya no estaba. Se había ido, lejos, muy lejos, a una parte que, estoy segura, no pertenece a este lugar.

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