CAPÍTULO 1


0. CALA MARGARIDA

Les daba igual el viento. No les influía el clima porque estaban siempre alegres. El pueblo, al estar en frente del mar y tener bonitas playas, mutaba con el cambio de estación. Se llenaba de bañistas que llegaban desde el norte y cuya única aspiración era tumbarse al sol, y no hacer nada durante una semana que tenían de vacaciones.

Después de la Virgen de agosto, como el fin de semana solía ser agotador, el grupo de amigos decidió coger coche y motos e irse a la sierra, a uno de sus rincones preferidos para desconectar: Cala Margarida.

Rubi conducía. Néstor, con las manos apoyadas en el asiento de atrás de la moto cross, dejaba que el aire le alborotara los mechones morenos en la frente. Unos cuantos subieron al coche de Román, y, Enda y Vien iban en un pequeño ciclomotor viejo, el del abuelo de Vien.

El camino de tierra, hostil y escarpado, tampoco les quitaba la sonrisa de la cara, más bien al contrario: se reían en cada bache y en cada curva. Y entre giro y giro de las colinas, percibían los cambios del verde de los arbustos al azul del mar.

Aparcaron a mediodía junto a una pineda. Benet salió escopeteado del coche de Román como si se tratara de una necesidad vital. Los veinte minutos que duraba el trayecto eran demasiados para un joven tan activo y nervioso.

Unos a otros, se cogían por la cintura. Dieron saltos de alegría tras elegir su lugar para montar el campamento, y se pasaron los trastos del maletero lanzándolos por el aire. Todo era divertido. Unos cuantos comenzaron a correr hacia la orilla desprovistos de ropa para meterse en el agua.

Después comieron y se tumbaron a dormir unos, otros jugaban a las cartas, y otros conversaban. Marian no lo dijo con mala intención: «Queridos, todavía tenéis que aprender a disfrutar de la vida un poquito más». Bueno, no lo dijo así al principio, sino con una pregunta: «¿Nunca habéis salido de este pueblo?». Y después se le escapó una cara de desaprobación.

A Rubi, serio, que permanecía recostado sobre una roca en la sombra, haciendo que descansaba, con los ojos entornados pero atendiendo a la conversación, le vinieron a la cabeza unas cuantas cosas más, aparte de que el tiempo pasa rápido y que el mundo es muy grande.

Sobre todo pensó en Marian. Finalmente, estaba resultando especial conocerla, más de lo que le había parecido al principio.

Cuando la vio por primera vez en el bar del Morgan no le prestó mucha atención.

«Hola, os presento a Marian, va a pasar el verano aquí. ¡La conocí el domingo en la playa!», había dicho Benet al presentarla a los demás.

Pero, en los siguientes encuentros, a partir de ciertos detalles, Marian le estaba despertando una tímida admiración que, a veces, se convertía en respeto y, otras, en atracción física.

Aquel día en la playa no paraba de buscarla con la mirada y, si ella miraba, se ponía nervioso y se hacía el despistado.

1. PODER HABLAR CON NÉSTOR

El día que por fin pudo hablar con su amigo, había ido al pueblo por motivos puramente prácticos. Había estado vaciando el piso toda la tarde y al día siguiente salía hacia Barcelona.

Ahora el casco antiguo atardecía con niebla. Miró por la ventana mientras se abrochaba la chaqueta. La luz verde de un taxi se movió para perderse al fondo del paseo. No quería pasar la noche solo. Había demasiado silencio. Pero, lo que menos deseaba era pasar la noche solo entre esas cuatro paredes llenas de recuerdos. Estaba demasiado triste, muy desesperado. Había decidido dar una vuelta por las callejuelas antes que seguir un minuto más dentro de ese apartamento, porque, si no, sabía que algo iba a pasar, y nada bueno.

Su teléfono sonó al girar la primera esquina, no pudo decir que no.

-Ahora voy para allá.

-Corre, no tardaré mucho en irme-, le contestó Néstor, con la voz entrecortada de haber bebido.

En la Plaza de los Leones vio otro taxi. Ya se alejaba. Podía esperarse a que llegara el siguiente, pero el minutero no dejaba de girar. Néstor lo esperaba en la zona de hoteles, en el café Montecarlo, entre las ondas en blanco de los cigarrillos de las madammes y el olor a humedad y el ruido resobado de la orquesta Singapur. Era todo un privilegio tenerlo allí sentado, en una mesa circular, en la oscuridad del bar, solo, fumándose un cigarrillo, esperándolo. Pero, no iba a esperar mucho más. Tenía que llegar cuanto antes.

El taxi lo dejó justo en la puerta. Finalmente, había tenido suerte y había aparecido uno antes de que lo diera todo por perdido.

Al pasar por la Alameda, mirando por la ventanilla sentía que esa amistad podía volver a ser lo que era. Le gustaba sentirlo así. Y era la primera vez que así lo hacía. Cuánta literatura podía llegar inyectarle a la vida, a veces pensaba que demasiada.

El bar del Morgan, como lo llamaban los clientes habituales que conocían a su dueño, estaba hoy atiborrado de gente mayor, de vividores bien vividos. Y olía a humedad. En el luminoso de fuera, que era rosa y verde, la luz parpadeaba dando la bienvenida, y a Rubi le hacía sentir tranquilo. Ese luminoso siempre había ido acompañado de un agradable olor a mar, y además le recordaba horas bastante felices.

Sonrió al taxista dejándole propina, y le deseó buena noche. Llevaba sus botas y su abrigo, se sentía atractivo, y estaba ilusionado. Hacía tanto que tenían esto pendiente… Como cuando salían los dos solos en la época del instituto. Pero no encontraba a Néstor por ningún lado. Tal vez se había marchado ya. Lo curioso es que tampoco le importaba profundamente, pues se estaba poniendo contento con el olor del humo mezclado con alcohol.

Rubi se sentía distinto siempre que iba al bar del Morgan, se sentía ligero sin dar cuentas a nadie. Más libre. Capaz de sorprenderse. Capaz de vivir sin ataduras externas. Era una sensación irreal que al día siguiente desaparecía. Pero, por la noche se dejaba engañar y disfrutaba.

Por eso solo iba de vez en cuando.

-«Muchas veces, las personas que más nos quieren también nos destrozan…¿Dónde se ha metido?», pensó.

En aquella época, casi siempre que sucedía cualquier altercado diferente, por ínfimo que fuera, que le hiciera verse un poco autónomo y aventurero, se ponía contento.

Empezó a fijarse en los sitios que quedaban libres, a Néstor ya lo daba casi por perdido. Había una mesa, justo al final de la barra, que estaba vacía. Así que se acercó, ya que era la única que quedaba en la zona de fumadores. Dejó su abrigo, y fue a pedir.

Nicola le atendió con su desparpajo habitual. Lo había reconocido enseguida, y eso que ya hacía meses que no pasaba por allí.

-¿Qué haces por aquí un lunes, perdido?-, preguntó con su acento extranjero al tiempo que vertía el ron en el vaso.

-Me he citado con un amigo, pero creo que he llegado tarde. No lo veo por ningún lado.

-Está muy lleno esta noche. ¿Cómo es?

-Un chico alto, moreno, con cara simpática.

-No… Es que no vi a nadie joven esta noche. Hay muchas patas de gallo bien operadas. Es entre semana tío, pero bueno, tampoco hace mucho que entré en barra. Estuve la mayor parte de la noche en el despacho con el Sr. Ricardo.

-Gracias, Nicola- Rubi cogió su copa-. Supongo que ya se habrá ido, he llegado un poco tarde. Oye, si entra Ricardo dile que ando por aquí. Me gustaría verlo.

Se levantó y, antes de ir para la mesa, decidió ir al baño, pues luego pensaba pasarse largo rato bebiendo y fumando sin parar. Así que se dirigió a las escaleras desvencijadas que llevaban a los baños.

Había que subir al piso de arriba por unas escaleras de caracol infernales, porque eran muy estrechas y los escalones muy altos. Y, además, cuando llegabas arriba, las puertas de los baños siempre estaban cerradas. El café Montecarlo era la casa de la coca en el pueblo, y todos lo sabían. Detrás de las puertas se oían las voces y las risas. Lo que daba ganas de entrar y mear mientras se hacían sus rayas.

Rubi comenzó a dar golpes en la puerta donde ponía «Gentlemen».

-Ya va, ya va – le pareció oír a un hombre dentro, aunque con la música tampoco se distinguía bien.

También se oían unos ligeros golpes, constantes. Pero, no le abría.

Decidió empujar la puerta. Muchas veces había que hacerlo. O se ponía pesado o podía pasar la noche entera mirando la puerta y escuchando las risas y las voces.

No sabía, sin embargo, que el pestillo no estaba echado y con su ligero empujón la puerta se abrió de par en par.

-¡Hostia!- exclamó Rubi.

-Ey, Rubi- Néstor sin pantalones lo miró con cara desencajada.

Y, una mujer, sobre él escondió la cara en el cuello de Néstor.

Este, ante la comicidad de la escena, empezó a reír con risa nerviosa; no hacía otra cosa.

-Te espero abajo- musitó Rubi.

Al llegar a la mesa, Néstor no dijo nada. Rubi miró a su amigo, como si por primera vez en mucho tiempo lo necesitara de verdad, como si le hubiera tocado justo el botón que lo hizo explotar. Ya no aguantaba más todo aquel teatro.

-Cuéntamelo todo, cabrón.

-Joder nenes, ¿vais a tardar mucho en iros?- gritó Nicola desde la barra. Estamos cerrando…

El balanceo de la bota de Rubi sobre la espinilla de Néstor no evitó que este continuara ausente, pensando en cómo expresarse.

Y Nicola esquivó la mirada de Néstor que le estaba pidiendo, por un momento, que detuviera el tiempo.

2. EL PUENTE DE LOS TRENES

…Los trenes, de noche, mueven la melancolía por el mundo.

-Diario de K, Karmelo C. Iribarren-

Por suerte Rubi vivía en un barrio bastante agradable. Barcelona era grande y te podían tocar zonas ruidosas y estresantes. La empresa le había destinado a esa zona. No lo había elegido él. Por eso era suerte.

Donde todo se solucionaba en aquella época era en el puente de los trenes. Le encantaba pasearse por allí una y otra vez. Detenerse sobre el vacío. Contemplar los trenes en movimiento. También los que estaban quietos.

Hojas en el suelo. Carteles medio despegados en las vallas metálicas de las obras. Al otro lado del puente luces parpadeantes, un arco montado para la Navidad, y ya se oía el ruido de los trenes, sus gemidos de animales milenarios. A la derecha vértigo, la amplitud de la ciudad, a su izquierda las montañas con lucecitas que marcaban el camino a la cima.

Grafitis en los trenes. Alguna torre de iglesia románica y gótica a lo lejos. La maquinista (el centro comercial) y sus luces rojas le recordaba a Berlín y por un momento se sintió solo, frío, en cualquier ciudad del norte de Europa. Coches, luces, luces y más luces. El Pont de Palomar. Gente que venía de trabajar a comprarse cualquier nimiedad. Gente vestida de colores fluorescentes para el footing. A la vuelta, a la izquierda, la cúpula de Sant Andreu.

Lugares, rincones, que advertían peligros a los que no solía entrar, pero que conocía. Los bancos en la oscuridad del parque donde quedaban los jóvenes con sus camellos, que también eran jóvenes. El parking con las prostitutas apoyadas entre los coches. Lugares y rincones a los que no solía acercarse, pero que le transmitían información privilegiada del barrio. Y, poco a poco, todos esos rostros y siluetas se reconocían en las fincas verdes, donde vivían sus familias y donde también Rubi había conseguido alquilar una habitación bastante barata. Así que esos camellos, esos jovencitos y esas prostitutas eran sus vecinos y cuando se cruzaban en la escalera lo saludaban con fraternidad.

La primera noche en Barcelona la pasó con Néstor. Éste había ido por trabajo y de paso ayudaría a Rubi con la mudanza. Cuando volvían del centro de tomarse unas cañas, Néstor bajó al metro y se situó al borde, al mismísimo borde del andén. Rubi por un momento temió que cayera. Pero, lo peor es que le gustaba ese riesgo con el que Néstor siempre jugaba en la vida, ese acercarse hasta el punto concreto del peligro, de precipitarse casi hacia el abismo, de notar sin distancia la posibilidad de la caída en primera persona.

El olor a leña del Carrer de Servet. Un currela yendo a trabajar en bicicleta con chaleco y botas de seguridad, sin manos, silbando. Eso es la vida, pensó Rubi. Los compañeros de la oficina no tenían ni puta idea. Esta calle también se la había hecho cientos de veces este año. La subía y la bajaba una y otra vez, como un loco, se cruzaba con gente que iba o venía de (o a) algún lado. Le gustaba porque tenía arbolitos a ambos lados de la calle, y la iluminación era agradable, fresca con las sombras de las copas de los árboles sobre el suelo. Y sonaban los talones de sus botas pijas que sólo se ponía para ir a trabajar. Y que siempre eran las mismas. Y la música de los auriculares y el olor a leña. Y cruzarse con gente mayor que llevaba allí toda la vida, como si formaran parte de un cuadro de museo, permanente, intocable, terminado; vivían allí desde que el barrio aún no era el barrio sino el municipio independiente de Sant Andreu.

Siguió caminando y llegó al final de la calle, que era arriba del todo. Se topó con el local de hacer llaves, donde tenían expuestos mil tipos. De todos los colores y tamaños. Llaves para abrir puertas, o para cerrarlas. Quizás, pensó Rubi, una era la de la felicidad. Las llaves le transmitían esperanza. Como el puente de las vías del tren, cuyas luces abajo se movían, y partían hacia lugares inciertos. Perdiéndose en la distancia. Todos esos trenes dibujaban posibilidades de escapada. Reencuentros o despedidas. Historias depositadas en vagones sin principio y sin final. Tramas entrelazadas en los raíles, que venían y que se iban, lanzando intermitentemente vidas anónimas hacia ninguna parte. Se trazaban las líneas de lo posible, de lo que todavía estaba por acontecer o por contar.

Esperanza también les transmitió la peli, que vieron Marian y él un día de lluvia que fueron al cine allá en la nacional, junto al pueblo, que la película no era para tanto, pero «queda esperanza» dijo Marian. Y a Rubi le gustó que dijera precisamente eso.

Mientras pensaba esto, aparecieron las casitas con jardín de enfrente de la tienda de llaves, con ventanas viejas, destartaladas, de una oscuridad que nunca tienen las cosas nuevas. Esa belleza oscura, profunda, que no destella como lo nuevo. Lo nuevo muchas veces es contaminante y caprichoso. Y con el subidón del tema en los auriculares cruzó la calle desafiando a un coche y se acercó al jardín del casal Basconia.

Esta vez, a este rincón, sí que entró. Hacía meses que imaginaba entrar al pequeño parque privado del casal Basconia. Se inmiscuyó, se apoyó en un árbol, respiró, y participó por un instante en el trazo de la belleza calmada de aquel jardín distribuido con gusto. ¿Estaba en Barcelona para recordar?, se preguntó, ¿O para vivir cosas nuevas?


SINOPSIS


Marian vive en Estocolmo. Está trabajando allí durante un año. Pronto Néstor y ella van a casarse. Pero esta pareja es especial. Viven mucho tiempo separados. Ya que el trabajo de él requiere muchos viajes de un lado a otro del mundo.

Y, lo tienen hablado, a veces tienen historias con otras personas sin que esto influya en su compromiso. Siempre han funcionado bien así.

Pero, ahora, Marian tiene dudas sobre la boda. Una mañana abre el buzón y encuentra una carta de Rubi, un antiguo e importante amor de su juventud. Esta carta la desestabiliza. Rubi confiesa ciertos detalles que a Marian la transportan a uno de los instantes más felices de su vida: el verano del 2007, en el pueblo, cuando la ferviente juventud podía con todo lo que se le plantara por delante. Y no importaba nada más en el mundo que estar vivos.

Aunque Marian dice que no le afectan las palabras de Rubi, con ellas se replantea su madurez, sus proyectos, su futuro, su vida.

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