¿Dónde se oculta la Luna?

¿Dónde se oculta la Luna?


Capítulo 1.


Ananké, así nombraban los griegos al destino, indiferente a los actos humanos, indiferente, por tanto, a que yo hubiera o no estado allí, con Ella.

¿Qué me queda de Ella?

Me queda lo inefable. El calorcito de su piel en cada punto cardinal de nuestra cama; el sabor del café, amargo de despedida pero endulzado por el tacto de su mano en la mía, en el rinconcito del bistró que supimos hacer tan nuestro.

Me queda la niña y me queda el libro que voy a leer esta noche aunque se reabra la herida: las palabras que le presté a Aurora para que contara nuestra historia.

¿Cómo comenzaba?

‘Nunca he sabido esperar.

Y ahora…

La última señal de llamada y una vez más solo el eco.

–Soy Alicia. Ahora no puedo atenderte. Deja tu mensaje y te llamaré.

–Llámame…dime que estás viva.

Un susurro inaudible ¿Se ha grabado?

…no tengo fuerzas para más.

Es el olor del miedo…desde esta mañana: cubre, impregna, llena: mi piel, mi ropa, mi habitación; mi VIDA: un pingajo colgado de una secuencia de números, de una serie de promesas, rotas por la burla del eco, que no disipa el olor del miedo a no oír NUNCA su voz.’

A pesar del tiempo, las palabras de Aurora me suenan en carne viva. El olor del miedo: la niña que sintió la punzada, ventral, de aventura recién estrenada, pero no conocía las palabras: no sabía contar a qué olía el miedo; ha resucitado en el silencio y la soledad de mi noche insomne; del desgarro de haberme vuelto a vestir la piel de Aurora, ha resucitado el recuerdo de dos niñas cogidas de la mano –la mía dolorosamente estrujada en la de Ella–, en mi piel el temblor de la huida y a nuestra espalda, en la espesa capa de polvo, el rastro paralelo de nuestras pisadas desde la puerta de entrada abierta al sol hasta la del sótano de par en par supurando miedo. En los ojos de Alicia veo el mío reflejado, antes de que baje, tirando de mí, el primer escalón.

Por suerte te tengo a ti. Mi Luna. Mi confidente. Mientras leía te has asomado por el ventanal, y al levantar los ojos del papel te veo y apago la luz para que vengas a mi lado y me arranques del negro cieno en el que me estoy hundiendo. Te cuelas en mi dormitorio, como acostumbras, sin pedir permiso. Pícara, descarada, me miras, la sonrisa sostenida entre las manos, los codos apoyados en el cobertor, al pie de mi cama.

–Cariño, ¿Por qué estás triste?

Pero aparto tu pregunta porque necesito preguntar, a ti que sabes hasta mi último rincón.

–¿Sentiste alguna vez el vacío de una ausencia? –con el delicioso acento que te he soñado, me respondes.

–Pero, nibbles, ¿Olvidas que yo solo soy una ausencia? Tú me evocas para que llene el vacío que te dejé.

Al irte. Tú también.

Al dejar tan sola a la niña que no conocía las palabras, que solo sentía el arrullo de tu voz…

…‘Go to sleep, little one…Think of puppies and kittens’…

nibbles, mordisquitos, en la boca el dulce, cálido y blanco derramarse de tu pecho, y en tu claro de Luna, la que fue la niña se sueña tu mohín regañón al verme fumar, tu caricia unánime. Los atesoro, recordados, o soñados para que no me los robe el tiempo, como tantos gestos, tactos, olores que fueron tuyos y han huido de mí y me he inventado para poder sentir que me arropas de mi dolor, de mi soledad. Que no vas a permitir que Alicia me arrastre al sótano.

–¿Por qué no me lees lo que te ha puesto tan triste?

Y en el otoño, incongruente de hojas blancas, desparramado sobre mi cama, vuelvo a las palabras que, hace tal vez una eternidad, puse en boca de Aurora.

Gritas (me llama, y yo grito, y no me oye) el temblor de tus manos (buscan las mías que no la encuentran) y a mi piel le falta el beso del aire que se aparta celoso cuando me abraza. SIEMPRE yo sola en el espejo.

Solo por inercia marco de nuevo…

…y gota sobre gota –no son las primeras– una vez más, me estrello contra el muro de cuatro frases, de doce palabras grabadas.

Nunca…Siempre.

No está pasando.

Solo es una pesadilla. Sí, eso estaría bien, porque las pesadillas terminan y se olvidan.

Al abrir los ojos.

Los cierro y estás pintando…un halo de tonos cálidos circuye su pelo (se enreda en él) su cara: la boquita entreabierta en el paréntesis de dos cuartos de luna y el entrecejo fruncido. Concentrada. Muerde la punta del pincel y me estremezco con el roce de tus labios, húmedos del rocío que tu lengua, aplicada y distraída, ha dejado en ellos; delicados y carnales, dueños de los míos. Deja el pincel sobre un trapo multicolor de manchas de pintura, como la camisa que desnuda casi todo su cuerpo (quemándose en el borde del cenicero, un cigarro) desde su punta un hilo de humo, estrecho en la base, se ensancha, se ondula, se riza, hasta formar la imagen invertida y en negativo de su pelo negro, que tiembla con el aire (se estira, las manos entrelazadas sobre la cabeza) y se destapa la sonrisa de su coñito y huelo su sabor, saboreo su fragancia, su sazón de fruta que, madurada en caricias, se abre para dejarme ver su dulce pulpa sonrosada y el roce, sutil, de la camisa en la piel desnuda de tus muslos y la pereza voluptuosa, en la que todo mi cuerpo se sumerge, acariciado de sol. ¡Qué gusto estirarse como Jerry! Un par de giros bruscos de cabeza y la nuca se libera del dolor: hora sobre hora parada, el mundo resumido en dos dimensiones…Nunca he pintado a Jerry. Podría pintarla estirándose como yo ahora…Los puños tocándose tras la nuca; el cuerpo retorcido como el de una gata (nuestra Jerry) en plena caída. Los músculos se aflojan poco a poco y los brazos caen inertes y la tela cubre primero las laderas (apacibles) ahora las cimas (rotundas) de su culito y exploro la barranca, profunda de terciopelo oscuro, para palpar el epicentro del grito en qué te derramas; quiero oírlo, ver brotar, en piel, sudor y jadeos, la lava que llevas dentro; y te tengo conmigo otra vez, tu cara nueva y entera, llena de risas.

Gota sobre gota, horadando, otro martillazo contra el espejo –su imagen me mira– sobre el clavo –muerta– y cada esquirla de tu imagen rasga mi costado –triza mi carne, tan suya.

Mientras no abras los ojos habrá un hoy.

Y aquí, en Alma Square, el Día de Reyes amanecerá en un cielo de algodón sucio. Desperezándose, la luz de plata sin pulir fuerza (o lo intenta) a los colores a retomar su ser diurno y, con la que cae del techo trenza una cuadrícula de irrealidad difusa…y en esa tierra de nadie, deshabitada de conciencia estuve yo (he estado, hace apenas unas horas) amodorrada entre el sueño que no quiere quedarse en la cama y la última copa de anoche…Ronroneando, la cafetera goteará a borbotones sobre el aroma moreno…Anoche fue todo tan increíble: yo el centro de la celebración. ¡Lo había conseguido! Sí, Martha, ya sé que sabías que lo iba a lograr, pero a tu sobrina aún le cuesta creérselo…A trompicones, el aroma moreno escalará el cristal de la jarra…y ahí, tía Martha, estaban mis personajes, sus vidas en negro sobre blanco, su pequeño mundo. ¡YO lo he creado! y cualquiera puede asomarse a él…La retiraré cuando calcule que hay suficiente café para llenar una taza y el agua goteará en el vacío (y una gota hirviente en el empeine de mi pie desnudo)…y ahí estaba yo, Rose, besando el aire junto a mejillas de rostros borrosos, a derecha e izquierda estrechando manos desconocidas, oliendo pieles indiferentes. Paladear las alabanzas sin atragantarse ¿verdad abuelita? Orgullosa, intimidada, eufórica. Tienes razón, tu nieta debió rechazar la última copa.

Y ahora…

Surcos de sal (gota sobre gota) y las manos tintas y pegajosas (temblor a temblor) arrancan del costado cada esquirla de cristal, cada rasgo de su rostro: MUERTO.

Estás perdiendo el control, me digo, tienes que tranquilizarte y el dolor del costado se me ríe en la cara.

Vuelve a marcar.

Piensa en otra cosa.

No abras los ojos y habrá un mañana.

Con la segunda taza abrí los ojos a la duda –qué pronto certeza– del silencio de la noche hecho añicos, remecidos jirones de sueño reposados en la almohada cuando por fin se calló el teléfono.

Esta mañana, al otro lado de la eternidad (¿se sonreirá mi Luna cuando lo lea?) la punta del clavo, gélida e incandescente, rasguñaba apenas una realidad que no quería admitir, que no puedo negar; por eso ahora el café es hiel y estoy despierta, despejada por el bofetón de remordimiento; por el pálpito que es mi sombra desde que huí de Alicia.

No recibí la descarga eléctrica que temía (al acercar el dedo al botón del contestador: solo la voz, metálica de bronce o sangre) tiene cinco mensajes; no había brillo de plata sin pulir, solo fría luz de realidad y un destello de pánico: un clavo que horada la frente…

“Feúcha, llámame, por favor, ayúdame…no puedes dejarme sola…me ha encontrado…no dejes que me haga daño otra vez…¡Feúcha!…¡estoy tan sola!…tengo tanto miedo”

Y en esa orilla de la mañana rota (para mí la eternidad, aunque sonrías condescendiente) marqué su número por primera vez.

…temiendo ya lo hondo y ancho del vacío en el espejo…un martillo golpea sobre el clavo que horada.

No saber si estás viva.’

Te has sonreído, cómo temía Aurora. Sonríete, pero así de eternas se me hicieron aquellas horas –te recrimino tu condescendencia, tu sonrisa, aunque reconozco que tiene gracia que yo te hable a ti de eternidad.

Me preguntas por Aurora y tus preguntas me hacen sentir viva…Sí, la hice escritora como yo, para sentirla cercana. Y la nombré Aurora porque cabe en Rosaura, el nombre que tú me diste. Sí, supongo que de aquella aurora brotó esta rosa dorada, aunque sí encuentras su brillo un tanto mustio es solo culpa mía.

Por un momento me olvido de la niña que no conocía las palabras para describir el mal, la viscosidad maligna que se restriega contra la piel de sus piernas mientras cruzamos el sótano. Pero, yo sí sé, demasiado bien, lo que se ocultaba bajo la trampilla. Y quise conjurarlo, juntar las palabras y dárselas a Aurora para que contase lo que sentí

‘…ante la trampilla del sótano (yo soy) lo único que te separa de la insania y de la muerte…

No la abras.

No bajes.

…ante la trampilla del sótano (yo soy) incapaz de mantenerla cerrada.

No bajes. Te busca a ti.

Y no puedo hacer nada, sino mirar cómo te me escapas en esa música que tanto te gusta escuchar cuando estás triste, ver cómo te hundes, más y más, en la melancolía negra de noche sin bordes que nos aplasta, poco a poco, el horror se cuela entre las tablas mal ajustadas, trepa por la espalda, atenaza los hombros con un calambre de beso al rojo vivo, hiela y seca cada rincón del alma…No, cariño, no dejaré que salga…el salto brusco de la aguja sobre un vinilo (mi cabeza) desplazada de su centro y tú, mientras, las ves: a tus manos, cada vez menos tuyas, limpiar los pinceles…No tiembles, cariño, no dejaré que te lleve con él…tú las ves (tus manos, con el torpor de gorriones que no se han sacudido aún el relente de la madrugada) verter bourbon en una copa…Sí, cariño, ya están limpias ¿Dónde? No, yo no veo ninguna mancha…pero el licor no basta para derretir la escarcha de los huesos…Funestos…Sí, cariño, los oigo…Secos latidos sobre piel muerta, retumban separados por anchos silencios, lejanos, audibles apenas…Cariño, el filo por el que caminas es demasiado angosto para las dos y no puedo espantártelos…y se han comido los silencios, hasta llenarnos de una cadencia frenética el vacío entre las sienes. Y gritas (¿he gritado?) el sonido de la voz propia es el único asidero de realidad a mano: aférrate a él con todas tus fuerzas por improbables que sean y el temblor (ahora continuo) crece al ritmo de los latidos, y un largo quejido de madera contra madera (la trampilla) un crujido chirriante que desde el eco de cada rincón cae sobre ti (abierta) metralla de realidad rota y el retumbo de pánico de la butaca contra el suelo (en mi cabeza) y abalanzar medio cuerpo fuera (la ventana, inevitable) aspirar con ansia de vida una gran bocanada de aire y la tensión de la piel en la cara crispada y el dolor de los dedos engarfiados sobre el cristal de la copa y el tufo rancio (sangre y semen) el escalpelo de aliento que saja la carne de la nuca y el frío viscoso de la mano sobre el hombro y la caricia (dolorosa y obscena) en los pezones y la catarata dorada entre tus piernas y la baba que baja hacia el vientre y aprietas los muslos empapados porque sabes (no necesitas volverte) que está contigo y el estupor te clava en el hueco y luchas con el pasmo y la pulsión de dejarse ir sin retorno (en solo un salto) y sacudes el asco de tu hombro y huyes en un alarido lejos del vacío y de la sonrisa cruel y odiada y te sigue y se recrea en tu angustia y eyacula sobre ti su desprecio y su bestialidad y su odio prepotentes (sobre el viejo banco de trabajo entre polvo de ceniza y estruendo de loza rota y pinceles derramados) la impronta de las arrugas de la madera en la piel (sucia y ajada y violada) y llega la OSCURIDAD al primer retortijón de la náusea una mano aprieta el dolor la otra detiene la arcada el vaso cae rueda choca contra el cristal el líquido forma un charco ámbar sobre la tarima TEMBLOR la mano aplasta el cigarrillo contra el cenicero derriba el búcaro los pinceles se derraman sobre las tablas un jadeo ansioso en busca de aire las manos aferradas al borde del banco ahora sujetan los temblores abrazadas al cuerpo DOLOR cuchilladas de miedo rasgan el estómago desde dentro la ventana huir escapar ACABAR.’

Nibbles, ¿Te encuentras bien?

–Sí…si continúas interrumpiéndome no vamos a acabar nunca.

‘Estertores…(tierra)…pitidos: crecen desde el suelo… (Salada, embarrada en sangre: cruje entre los dientes, usurpa el lugar del aire que me falta)…sacúdete el frío de la piel (un sudario helado y húmedo)…¡apártate de la ventana! (un pie roza la copa vacía), así, la espalda contra la pared (los brazos son de plomo) los pies apoyados con firmeza en el suelo, para que no se mueva…¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!…abre los ojos, estás en Londres tiritando y lucho por el aire de mi apartamento, recoge el pitido que crece desde el suelo y hago que se calle…¿Aurora?, ¿Estás bien?…cierra la ventanala mancha…tendría que buscar una bayeta húmeda…¿Aurora?…Si Mildred, no te preocupes…ha sido solo una pesadilla…Solo la he matado. Ríete (le sienta bien reír) aunque sea absurdo, pero no separes la espalda de la pared, no levantes los pies del suelo hasta que deje de temblar.

La sangre se limpia mal. No debería dejar que se seque.

Una pesadilla termina.

Se olvida.

Pero yo no puedo olvidar…

Temblabas.

“…¿Cómo explicártelo? ¿Comprenderías? ¿Podrías hacerte una idea, siquiera aproximada, de lo que era convivir con Él? De la soledad. Del temor a su regreso. Del pánico al oír la puerta de casa cerrarse y su voz anunciando su llegada: ‘cariño, ya ha llegado papá’. De lo inútil de esconderme, temblando, arañando la pared, en un rincón, llorando, suplicando.”

¡Tengo que abrazarte! hacer míos tus temblores.

…al oído…

“…Me mataría antes de dejar que me atrape otra vez.”

…tu voz filo de navaja barbera, aguja infinita y cruel (clavada hondo cada una) tus palabras. Y mi vida suspensa de ellas, cómo el pincel en tu mano.’

No puedo seguir leyendo.

–¿Crees en el destino? ¿En ese Ananké que mencionaste?

–Creer ayuda a veces a seguir viva.

–Pero, entonces, ¿por qué te culpas?

Sangre. Cubriendo, impregnando, llenando: mi piel, mi ropa, mi vida Su sangre.

–Porque no estuve allí. Y además…

–¿Sí…?

–…y además no conseguí que me contara…

No supe hacerlo. No pude. O peor, ¿quería saber?

–¿Tanto te duele Ella todavía?


SINOPSIS


La muerte de Rose, abuela de Rosaura y suegra de Andrés hace que hija y padre se reúnan. La noche anterior, ella en Seattle y él volando a su encuentro, leen el borrador del libro donde Rosaura contó su bajada al infierno de Alicia y a las otras vidas enredadas en la de su amante y amiga: “Como esas estúpidas polillas que se abrasan en la llama de una vela.”

Tras el olor de una piel, cada personaje resbala por unas realidades aparentes, por unas apariencias falsas, y cada uno con su esqueleto de mentiras y culpa y renuncias, oculto en su maleta. Pero solo uno, Andrés, sabe ¿DONDE SE OCULTA LA LUNA?

Y, cuando todo está claro, a la vista, la vida da una voltereta y nos saluda con una reverencia burlona.

Lo siento, el final tendrás que escribirlo tú.


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