El muerto de la calle del medio

El muerto de la calle del medio

Hardboiled

El muerto de la Calle del Medio

En la avenida en dirección al Cementerio y al ferrocarril, Urquiza flotaba en el aire un olor dulce, a caramelo. Por ella caminaban Don Modesto y una niña que se podría suponer era su nieta. No fue el muerto lo que los distrajo, sino su desestima.
La amplia avenida por la que caminaban hedía a vieja roña atesorada. Roña de arroyos embutidos que emergía por las alcantarillas.
Del bajo al cementerio de la Chacarita iban por la vereda contraria al parque Los Andes. A Don Modesto no le gustaba esa plaza. A la niña, en cambio, la atraía. Él la llevó hasta ahí como a un barrilete. Los dos se detuvieron de golpe frente al muerto. Salieron de lo de Tía Mau como disparados.
Nada brillaba. O en verdad sí, había una luminiscencia nacarada; brillaban las uñas del muerto. Raro fenómeno estético en un hombrón de algo más de cincuenta años. La mortecina iridiscencia de esas uñas agregaba al paisaje un toque desolador.
“Esta mañana vimos una nueva víctima”. Así repasó Don Modesto el inventario de muertos de los últimos tiempos y se encogió levemente de hombres. La niña reparó en esas palabras, pero esperó para dirigir su mirada al cadáver. Modesto aferraba con más fuerza la mano de la niña como si ello pudiera protegerla de un peligro inminente. La niña, así sujetada, entregaba una imagen ambigua de incomodidad y su pequeña sombra lo hacía aún más.
“El Interrogador” también vio el cadáver. El sicario venía de un horizonte desconocido y del que está vedado hablar.
El hombre estaba, en línea recta, a unos metros del muerto. La misma distancia lo separaba de Don Modesto y la niña. A él lo escuchó comentar el hecho a un vecino que esperaba el colectivo para dirigirse al trabajo. El hombre hacía largos minutos que esperaba el colectivo. Era algo mayor pero no un anciano.
El barbijo escondía su rostro, disimulaba gesticulaciones. Algunos movimientos de sus cejas y ojos decían de sus morisquetas. No podía asegurarse que realmente supiera quién era ese caballero de nombre Modesto que sujetaba la mano de una niña y que le hablaba de la presencia de un cadáver en la calle.
Don Modesto le habló con voz serena, de manera pausada y perfectamente audible sobre el crimen. Pero sus explicaciones eran puras elucubraciones. No había visto nada. Hablaba por hablar. Fantaseaba hasta donde podía.
El hombre lo escuchó sin expresar sentimiento alguno, como si oyera llover en una dimensión diferente a la que compartían los tres. Tal vez no le creyera ni media palabra.
Como “El Interrogador” permanecía a prudente distancia, el hombre no reparó en su presencia.
Era evidente que no estaba interesado en la conversación que le proponía Modesto. Después de todo, ¿qué podría tener de novedoso un muerto en aquella geografía de la ciudad a metros del Cementerio? Hasta podría suponerse que al hombre de la parada de colectivo le parecía bastante sensato que hubiese un muerto casi a las puertas del cementerio de la Chacarita. Razonable. Comprensible. Económico. De la calle al ataúd y de ahí a la fosa en el fondo de las veinte hectáreas del cementerio.
El hombre de la parada de colectivo se mostraba muy desinteresado en la muerte y en la conversación sobre el muerto. Estaba dicho que la muerte había perdido todo su atractivo desde que la pandemia se llevaba a cientos de infelices por día. La muerte se tornó rutinaria hasta el hartazgo y sobrevino una aparente indiferencia social que no era tal.
Cuando llegó el colectivo el hombre le indicó que se detuviera, sin despedirse ascendió al bus y se marchó. Don Modesto no pareció darse cuenta de su partida y siguió hablando. En cambio, la niña siguió con su mirada la marcha del colectivo como quien sigue a su presa hasta donde puede observarla.
El discurso sereno de Don Modesto y la abulia del vecino no impresionó a “El Interrogador”. Pero la simbiosis del comportamiento de ambos le resultó una apreciable curiosidad. En cambio, la actitud de la niña le resultó realmente diferente y atractiva.
La indiferencia ante un comentario y la serenidad en el modo de hablar, en algunas personas despierta recelos cuando no ira. Pero a “El Interrogador” solo le provocó curiosidad.
La indiferencia era patrimonio suyo. Sabía bien de ella y podía manejarla con total calma.
Pero la desesperación no era un estado de ánimo que “El Interrogador” conociera salvo por referencias. Sabía esperar sin desesperar. Era un hombre paciente, una condición necesaria para su condición de sicario.
En cambio, en la niña, la indiferencia y luego la partida del hombre que subió al colectivo, parecieron alimentar algún sentimiento que no alcanzaba a manifestarse. Tal vez se tratara de una angustia o de una forma de la angustia que distorsionaba su rostro. Tal vez no significara nada. Penetrar la conciencia de una niña parece un asunto simple, pero no lo es.
Don modesto le habló a la niña sin mirarla.
—Esta mañana vimos una nueva víctima. –Así dijo sin darle emoción a su voz.
Luego, Modesto repitió el comentario como si eso impresionar a la niña.
“Esta mañana vimos una nueva víctima.” En efecto, se trataba de una nueva víctima en una mañana ajada por el viento.
“El Interrogador” se cuestionó: ¿Esta víctima merecía su atención? ¿Era acaso diferente a muchas otras? Para nada. Pero discurrir sobre muertes y muertos no era oportuno en ese momento.
No era el tiempo de responder preguntas. Era el tiempo de disfrutar de su condición de simple espectador, disfrutar del suceso de un asesinado y aquello que a su alrededor suscitaba la permanencia del cadáver en la calle. Estaba ahí para apreciar y no para hablar.
Quería saber quién era el muerto porque eso le permitiría saber quien fue su asesino. Podía reconocer la acción de otro sicario, aunque no encontraba el rasgo distintivo del homicida como para deducir quién había ejecutado al infeliz.
En ese mismo instante podría haber pedido al Sindicato esa información, pero se contuvo. También cierto disfrute está permitido hasta para el más siniestro de los asesinos por encargo.
Para algunas informaciones hay que saber tener paciencia. Mucha paciencia para alcanzar ciertos conocimientos. Así que prefirió tomarse el asunto con tranquilidad y esperar los acontecimientos que, de eso estaba seguro, se producirían en breve.
“El Interrogador” recordó un cuento que habla de Mount Hope. Quiso darle a ese muerto y al del cuento cierta proximidad. Una manera de intimidad en la muerte de dos hombres muertos a miles de kilómetros de distancia.
Pero Mount Hope no se parece a Buenos Aires. Mount Hope en Buenos Aires es un arbitrio literario, un capricho de escritor. Hay que decirlo para no caer en el vulgar error de las alucinaciones del poeta o el novelista.
Mount Hope bien podría tomarse como una humorada sobre el “Cementerio del Oeste”. “Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza”. En ese caso debería decirse “campo de esperanza” y se trataría de Churchyard. Desinteligencias de una traducción inesperada. Daba lo mismo Monte o Campo de esperanzas, aunque en rigor debería decirse “Without hope”. Sin esperanzas. Ninguna.
Monte o campo, no viene al caso, hay que decir que cada ciudad tiene su propia geografía de falsas esperanzas donde con cierto intervalo aparecen cadáveres a la deriva. Los de ellos, los propios, los ajenos.
Cadáveres. Cadáveres. Cadáveres.

Los cadáveres pueden resultar amuletos poderosos. En Argentina a los muertos venerables no se les permite morir. Viven. Siempre viven. Perón vive. Evita vive. El Che vive. Viven a pesar de sus muertes. La mitología en Buenos Aires tiene ribetes fabulosos. Olimpo en dos por cuatro bajo la cubierta de un bandoneón troilesco entre las brumas de unas interminables líneas blancas. Polvo de estrellas para ver la eternidad desde una perspectiva de la introspección escuchando al Polaco cantar María desde la cuarta dimensión del tango.
Los cadáveres, también, se transforman de manera diferente en dinero. Con ellos llega alguna forma del dinero. Todo es mercancía. Valor de cambio. Dime cuanto pesas y te diré tu precio.
Dinero. Dinero. Dinero.
Cadáveres. Cadáveres. Cadáveres.
Nutrientes para el suelo, mosca para el negocio de la muerte.
Ataúdes. Lápidas. Sepulturas.
Cierto jolgorio a la hora de la despedida. Todo un presupuesto para el rito funerario.
“El Interrogador” especuló con que los muertos en cada lugar lucen de manera diferente. Pero lucen de una manera muy singular si aparecen en las inmediaciones de un cúmulo que se pretende monte o campo al que se le une, irónicamente, la palabra esperanza.
Aquí mismo, donde se están escribiendo estas líneas, al alcance de la vista, hay uno que puede apreciarse sin dificultad, aunque su esperanza no es ni tanta ni tan considerable. Es un monte pequeño, producto de cierta ingeniería, de la altura de un hombre que padece enanismo.
Está cerca del límite de los asuntos racionales donde hurga el viento el horizonte con un dedo largo de bruma.
Si uno permanece estático, el monte parece agrandarse. Pero al caminar hacia él, se aleja en dirección “Este” hasta confundirse con algunas viejas construcciones del barrio de la Chacarita.
“El Interrogador” solía detenerse algunos minutos frente al pequeño promontorio de la pequeña esperanza para apreciar esa formación de colores pasteles que le hacía olvidar del próximo muerto y de todos los anteriores, para qué negarlo.
Los muertos para él eran solo sustancia del pasado. Eran el combustible del olvido. Asunto de lo que fue y no volverá a ser bajo ninguna circunstancia. El olvido aleja la venganza como motor del sicariato. El deseo de venganza está prohibido en el sicariato. Descarría. Confunde. Lo pasado olvidado.
Y aquello de que quien controla el pasado controla el futuro y quien el presente el pasado, no lo confundía en lo que correspondía a sus muertos, sus “descartes” –como prefería decirles–, muertos que estaban sumergidos en el olvidado pasado y no había forma de que se entrevieran con el presente o el futuro. Se consideraba totalmente a salvo de ellos.
Había un lugar preciso donde él se aventuraba a apreciar ese horizonte y distraerse un tanto de su rutina. Nunca reveló dónde quedaba el lugar donde se refugiaba cuando ya no toleraba la presencia de ninguna persona. En ese horizonte estaba su refugio.
Tampoco los horizontes se parecen unos a otros. Nunca. El citadino es cementoso y huele a orines. Ningún otro horizonte se asemeja ni un tanto al de las ciudades populosas, llenas de mugre, de basura, de seres díscolos dispuestos a matarse unos a otros porque uno no esperó que el semáforo pasara de rojo a verde, otro cruzó la calle sin prestar atención al tránsito o alguien se detuvo en medio de la avenida porque sonó un mensaje por su WhatsApp.
Para “El Interrogador” las grandes ciudades cosmopolitas eran una reorganización de los desechos humanos, en especial los del espíritu. Mezclaban asfalto con saliva, murciélagos y orgasmos, ratas y sermones en un caldero en el que las entrañas de la ciudad bullían para producir una sustancia andrajosa que se inyecta en el flujo sanguíneo y acaba por dejar insensible a la mayoría de sus habitantes que se comportan como ovejas que balan de aquí para allá alejándose cada vez más del rebaño humano. Ovejas carnívoras. Lobos herbívoros. Hipogrifos esteparios. Arpías cocidas en los calderos de Urartu.

La insensibilidad era uno de los estados de ánimo que más entusiasmaba a “El Interrogador” para cumplir con eficacia sus encomiendas. Había hasta provocado con su reveladora presencia su intención homicida, pero eso no resultaba para nada conmovedor o convincente para esos insensibles testigos que apreciaban los momentos previos al crimen e incluso el asesinato mismo como si apenas se tratara de una representación teatral. Una Tragedia del ditirambo al drama.
Los ojos de los indiferentes se vaciaban de emoción, tornaban grises y apagados, y su expresión era propia de quien tan solo ve pastar una vaca o defecar un perro.
Alucinados, ensimismados, cuando eran convocados por jueces y fiscales jamás testificaban en su contra porque juraban que nunca vieron lo que vieron y lo que vieron no fue sino el producto de una alucinación de difícil explicación científica. Alguna droga, el alcohol puro inundando el cerebro, una genuina intoxicación.
Para ellos solo había ocurrido un episodio formidable, una fabulación esotérica de una manera miserable, inexplicable y misteriosa.
En la calle había un muerto, era evidente hasta para el más negado de los testigos. Esa relativa cantidad de carne, hueso y coágulo sugería que en algún momento se trató de una persona viva. Alcanzaban a conjeturar que los varios y visibles orificios que se distribuían de manera más o menos armónica en el vientre, el pecho y la frente, eran el resultado de balas que había atravesado sin ninguna dificultad su anatomía. (Los apuñalamientos eran más pomposos y sus salpicaduras eran motivo de largas disquisiciones entre los expertos en patrones de manchas de sangre).
Había un muerto, hasta podían comprenderlo, pero no había asesino y podían jurarlo sin temor a contradecirse.
Entonces la policía practicaba su parodia de interrogatorio “a fin de esclarecer los hechos”. Pamplinas. A la policía le importaba un bledo cómo y por qué había muerto el fulano.
Los asesinatos por encargo siempre se sumergen en el laberinto del sistema policial-judicial y se van desintegrando como los vapores de la madrugada ante los primeros rayos del sol de la mañana. A los muertos los esperaba la putrefacción, a los testigos la amnesia y a los homicidas el anonimato. La policía volvía distendida a su haraganería habitual y jueces y fiscales a sus parodias.
Si el buen juicio de los ocasionales testigos fallaba, ahí estaba “El Sindicato” para poner orden al desorden y silencio, a las ansias de hablar de más.

2
La pandemia de la Covid 19 se extendía en el tiempo. Don Modesto y la niña lucían sus barbijos colorinches. Eso les daba cierta condición de emboscados. El cadáver no tenía mascarilla, se le podía ver el rostro macilento.
Ni Don Modesto ni la niña pertenecían a ese grupo anárquico de palurdos que desafiaban la pandemia con consignas ridículas. Los mal llamados “Libertarios” que esparcían la peste a donde iban.
Don Modesto era alto, o medianamente alto. Sus ojos se achinaban y daban a entender que el hombre sonreía bajo el barbijo. Su sonrisa no se debía a nada en particular. Mucho menos al hecho de estar frente al cadáver de un hombre adulto. Simplemente, sonreía casi como de costumbre.
La niña era pequeña pero no desnutrida. Solo pequeña. Y aunque no se podía apreciar su boca por el barbijo, la expresión en la parte superior de su rostro (ojos y frente), sugería que no sonreía.
Don Modesto hizo lo que estuvo a su alcance para que la muchachita no mirara directo a los ojos del muerto.
Mirar directo a los ojos de los muertos no es de buena ni de mala suerte. Produce cierta angustia porque de alguna manera uno ve en ellos algo de lo que nos está pasando a cada instante. Cada uno de nosotros muere en pequeñas porciones a cada instante; algo de muerte se acumula en nuestros tejidos momento a momento hasta que la muerte supera a la vida. Allí termina todo. Pero es bueno reconocer que desde que nacemos empezamos a morir.
A ese muerto lo diferente que le había ocurrido fue que la muerte le llegó toda junta, de un único y magnífico golpe. Llegó en esos disparos que dejaron su marca en el abdomen, en el pecho y en la frente. Un manchón en el vientre, una umbría escarapela en el pecho, un túnel negro sobre las cejas tiesas que parecían pintadas.
A “El interrogador” le pareció poco inteligente pretender impedir que una niña no apreciara el color de los ojos del cadáver. Del color al fondo de ojos se va como por un túnel, levitando dentro de la última visión del muerto.
Todas las personas deberían saber reconocer la muerte ajena. Por lo menos aprender a entenderla. Es un notable ejercicio que obliga al equilibrio entre la observación aguda y la indiferencia. Los porcentajes correctos hacen al buen observador.
A todas las personas se les debería obligar a reconocer al menos un cadáver en su vida. Sería por ley. Si fueran dos cadáveres, mucho mejor, eso alejaría –al menos en ese breve instante de la confrontación–, las fruslerías de las reencarnaciones y devaneos religiosos salidos de las cabezas feudales de los sacerdotes de la Iglesia Católica Apostólica Romana. El que muere muerto está y cuando el corazón cesa y el cerebro se apaga, todo termina.
“El Interrogador” creía que no solo había que obligar a las personas a estar frente a un cadáver y mirar directo a sus ojos. Si lo de los ojos resultaba escabroso, entonces que la vista fuera directo a las heridas.
Todas las personas al llegar a cierta edad deberían tener la habilidad de distinguir por la anatomía de una herida qué arma se había utilizado para despachar al infeliz. ¿Podría tener alguna importancia ese conocimiento? Sonrió por toda respuesta. Había un decálogo no revelado de códigos que los sicarios practicaban rigurosamente. Tal vez la ciencia de las heridas mortales formara parte de esos mandamientos. Pero de ello “El Interrogador” nunca comentaba.
Insistía. Quienes más empeño deberían poner en reconocer cadáveres y heridas debían ser las niñas, porque ellas son el blanco preferido de los pervertidos que andan sueltos.
Todas las niñas deberían apreciar de cerca un cadáver, aprender de sus señales, indicios a veces manifiestos, otras encriptados bajo el pellejo cuando vira al azul mórbido de los occisos. Las tonalidades de la muerte pueden ser sumamente reveladoras de cuáles fueron los verdaderos comportamientos del occiso antes de ser despachado. Y también del comportamiento de sus asesinos.
Reconocer cadáveres y armas no las pondría a salvo de emboscadas en los callejones a la caída de la tarde, ni de revólveres y puñales que drogadictos y degenerados usan para descartarlas después de violarlas como animales. Pero les permitiría apreciar la violencia desde otra perspectiva, una muy superadora. La primera condición para dominar la violencia es reconocerla. Todas las niñas deberían hacer un esfuerzo en este sentido. La violencia acabaría por ser su patrimonio y entonces era probable que el mundo cambie definitivamente por el impulso femenino. “El Interrogador” apostaba que el gran gineceo a la larga terminaría dominando el mundo, un gran regreso al momento primordial cuando la Madre originó todas las secuencias de los genomas de todas las especies.

“El Interrogador” miró al cadáver con cierta malicia. Era difícil descifrar sus gestos.
Frío de nieve se instaló en su ánimo. El frío de nieve brotaba del cadáver. Volvió al cuento de Mount Hope. Entonces la nieve se hizo agua. El agua, humor viscoso.
Lo impresionó esa extraña e inexplicable sensación del derretir de la nieve en los ojos del muerto de la que hablaba el cuento de Mount Hope. Le recordaba esa sensación a esos muertos. Dixi le habló de ellos, de la historia que le fue contada por un dominicano exiliado en Nueva York.
Se preguntó: “¿De Mount Hope?” Tal vez. Tal vez. Tal vez. Pero aquello era Chacarita.
Alucinaciones.
Luego trató de explicarse cómo era posible que el agüita helada podía correr entre la pupila y la córnea de los ojos de un cadáver para luego rodar hasta la mugre de la calle emplastada de barro.
Cerró los ojos. Frotó sus párpados con delicadeza como si tratara de retirar una nieve imaginaria de sus ojos. Un helado velo de cristales de aguas.
Córnea y pupila se manifestaron en la yema de sus dedos.
Primero frotó el ojo derecho con su mano izquierda. Luego el izquierdo con su mano derecha. No era un recurso cabalístico. Palpaba los ojos porque eso le devolvía la seguridad de su tacto y diferenciaba sus ojos de los del muerto.
La delicadez de los ojos se proyectaba en la de la yema de los dedos hacia el cerebro. Se trataba de una particular simbiosis de terminaciones nerviosas.
De ese extraño modo “El Interrogador” no solo apreciaba la vitalidad de sus ojos, sino que apreciaba el tacto fino que aún conservaba a pesar de su edad. No se trataba del simple estímulo nervioso que iba de las yemas de los dedos al cerebro. Era un estadio en el que la sagacidad se refugia debajo de las uñas y en los particulares surcos de las huellas dactilares. Una sensibilidad inaudita que los ojos captaban plenamente.
Lo que para otros podía pasar por una actividad intrascendente, para él era el modo de medir cuánta delicadeza conservaba en cada mano y en cada dedo para jalar del gatillo del modo suave y seguro que exigía el arte de matar usando un arma corta de grueso calibre. Esa delicadeza al jalar el gatillo determinaba la eficacia del descarte.
“El Interrogador” reconocía esa virtud como el dato preciso de su misteriosa génesis. En su sensibilidad nerviosa residía en parte el secreto de su eficiencia.
Se trataba de jalar el gatillo para que este, a través de una púa acerada y poderosa, percutiera la bala con el menor roce posible. Casi un paso de danza clásica. “Avant, en” y balance. Exactitud.
Las armas son exigentes, aunque su dureza llame a engaño. Un roce equivocado y por el cañón la bala sale a toda velocidad. Si la presión es la correcta y la firmeza justa y necesaria, al producirse el disparo la bala se desplaza girando sobre sí misma hasta golpear la cabeza del desgraciado, quien dejará escapar por el orificio una cantidad relativa de masa cerebral, sangre y hueso, para luego caer redondo al piso.
Pero “El Interrogador” no encontró modo alguno de imaginar esa sensación del derretir de una gota de nieve cayendo de los ojos como una lágrima blanca. Mount Hope era irreproducible en la rica pampa argentina. Además, en Buenos Aires nevaba una vez cada cien años. La nieve apenas era un recuerdo más o menos lejano y una argucia de un clima desconocido.
Sintió cierto regodeo cuando dedujo que el viento licuó la bruma matinal, dejando entrever las heridas más íntimas. Esa era toda una revelación. La intimidad de las heridas merecía un Tratado. Pero uno que no escatimara ejemplos de esa intimidad. Porque la intimidad de las heridas era para el sicario el néctar de la revelación. Al mirar una herida podía ver su imagen reflejada en ella y hasta algo de la sustancia humana de quien fuera en vida, ese que yacía boquiabierto sobre el asfalto ya rojo de sangre.
En el borde chamuscado de la carne, en el reflejo bermellón de esa sangre antes de su punto de coagulación completa y en el coágulo mismo, se exponía una imagen que lo hacía rememorar a las deformaciones del otro yo de Dorian Gray. A su manera, algo pútrido y deforme se almacenaba en algún desván de su existencia, descubriendo la verdadera esencia de su alma reflejada en un patético rostro ulcerado. Nunca buscó consuelo frente al espejo de su alma. Era lo que era, tan hermoso y horrible como Dorian Gray.

3
Antes de que Don Modesto y la niña salieran de la casa con rumbo desconocido, Tía Mau lo predijo. No se trató de una adivinanza, sino que fue un acto de pura sabiduría.
—No chillen cuando lo encuentren. –Fue todo lo que dijo sin más explicaciones.
Ni el hombre ni la niña supieron de qué hablaba la mujer. Tía Mau hablaba de la muerte, aunque ellos no lo supieran.
La muerte rondaba desde hacía días el vecindario. Se la podía palpar. A unos la Covid 19 los despachaba ulcerando sus pulmones hasta dejarlos como una masa amorfa. A otros los esperaba la brutalidad de una puñalada al corazón. Y había quienes sucumbían a la furia de una bala calibre 38 especial.
Tía Mau sabía mucho de ese asunto. Sabía de la muerte y de matar. Morir es un asunto de todos los mortales, matar solo de algunos. Matar es tratar con la muerte de manera muy personal. Cierta intimidad con la muerte brinda una rara condición emocional.
Abandonó su hogar luego de prender fuego a la casilla de madera donde vivió su desamparo. Nada quedó de ese sucucho. Adentro murió calcinado aquel viejo que la había violado desde que era pequeña. Tal vez cuando redujo al viejo a un montón de cenizas impúdicas adquirió esa rara capacidad de conversar con la muerte con familiaridad. Mucho de esa virtud se la debía a la desidia de los bomberos. Su tardanza le dio tiempo al fuego a hacerse poderoso hasta arder con esplendor. Pero ese es un asunto del que conviene hablar más adelante.
Era un tanto alcohólica. ¿Quién no lo sería si quien decía ser tu abuelo te violara todas las noches sin que nadie viniera en tu socorro?
“Nena, nena… vení con el abuelito”. Esa voz y esas palabras eran inolvidables para Tía Mau. Como aquella tarde en que la tomó desde atrás y le apretó los insipientes senos y su vulva. Con fuerza, hasta casi asfixiarla. Luego lo tuvo adentro mientras ella vomitaba.
Tía Mau nunca pudo sacarse de encima el olor de la baba del viejo sobre su cuerpo. Y lo que no pudo nunca fue aplacar el ardor de ese esperma ácido y esmerilante en su vagina.
Baba y esperma eran una verdadera maldición. Y eso que se bañaba todo lo que podía, las veces que podía durante el día, por dentro y por fuera. ¡Agua bendita! ¡Bendita agua! ¡Lavativas tibias! ¡Lavativas calientes! A la madrugada, a la mañana, al mediodía, a la tarde, a la noche. Agua y jabón. Jabón y agua. Agua y gotas de vinagre. Vinagre y gotas de agua. Luego, frota y frota y nada. Baba y baba, semen y semen, igual que a aquella muchachita hija de un militar desquiciado con sus babas de diablo rojas, negras, blancas.
Aguas benditas: Insuficiente remedio, siempre insuficiente para lavar la persistente baba y el quemante semen, aquellos que caían de su pecho hasta su ingle y subía de su vagina al corazón mismo.
Tal vez por eso bebiera más de la cuenta.
Su ingle se hizo roja y, desde entonces, destiló unas pequeñas gotas de sangre por la que sus ovarios drenaron los invisibles óvulos de la vida. El minúsculo goteo la secó por dentro. Para ella, la infertilidad fue una bendición. ¿A qué traer hijas a este mundo? ¿A que fueran carne de algún otro degenerado? ¿Cuántos fuegos tendrían que arder para que las mujeres de la familia hallaran algo de paz en sus sufridas vidas? Pero las matronas pretendieron salvar su fertilidad a toda costa. Cosas de comadres. Ser violada era una desgracia, pero ser estéril una maldición.
Había perdido la cuenta de cuántas viejas le aconsejaron remedios para salir de la esterilidad como si a Tía Mau le importara algo su condición de yerma.
Remedios. Menjunjes. Cataplasmas. Gualichos. Pero nada dio resultado. Sus ovarios resistieron todo lo que pudieron la fertilidad y no tuvo descendencia. Ovarios sabios. ¡A qué traer niñas al mundo!
No se sorprendió cuando las matronas le confesaron que todas las mujeres fueron de una u otra manera violadas en alguna oportunidad. “Los hombres toman lo que quieren”, le dijeron. Y lo toman a como dé lugar. Solo eligen a la desgraciada. Si gorda, si flaca, si furiosa, si asustadiza. Eligen como se elige el ganado antes de carnear.
Eso le decían las viejas para consolarla o para que comprendiera que ella no era la excepción a nada.

Tía Mau no se consideraba una rareza. Para nada. Aceptó ese consuelo porque de no haberlo se hubiera vuelto una yerma comadre malhumorada. Ella no era malhumorada. Las comadres cascarrabias eran el blanco de la burla de los niños que, siempre crueles, descubrían las debilidades de los adultos, tal como el que encuentra los tesoros mejor escondidos.
Tía Mau, por el contrario, era bastante alegre cuando podía. Tanta miseria no ayudaba mucho. Cuando bebía creía olvidar la infancia y solía bailar en soledad unos boleros que ¡madre mía! Disfrutaba sin desmayo. ¡Cómo disfrutaba esos boleros! ¡Cómo bailaba aferrada a sí misma!
Luego llegó la peste. La pandemia puso todo patas para arriba.
¡La peste! ¡La peste! Con la peste llegaron los palurdos “Libertarios” rondando las calles con sus salivas a flor de labios listos a escupir a quien tomaran desprevenidos.
¡A contagiarse! ¡A contagiarse! La posibilidad del contagio la espantaba verdaderamente. Fue lo que más temió de aquel viejo pervertido, que le pegara una venérea y la dejada infectada y sin remedio. La peste, de la que se trate, se te pega para siempre, deja su llaga en algún tejido íntimo. Se propaga por la sangre a los recuerdos y uno se pudre en vida como una fruta equivocada. La peste la espantaba.
Los palurdos “Libertarios” que propagaban la nueva peste eran niños bien que se consideraban a salvo de todos los males solo porque sus billeteras rebosaban de dineros mal habidos. Pero para los pobres la cosa era bien distinta. Muy distinta. Mal comidos, mal dormidos, ateridos de frío, sin pan y sin trabajo, la enfermedad se llevaba a los pobres como el viento lleva las amarilladas hojas resecas en invierno. Tía Mau detestaba a los palurdos “Libertarios”.
“Hijos de puta” Para Tía Mau los palurdos “Libertarios” eran “hijos de puta”, incluso “tremendos hijos de puta”, no muy diferentes a ese viejo de porquería que la violó durante años. Es que hay tantas maneras de joderle la vida al prójimo, que nunca se sabe.

Don Modesto y la niña abandonaron la casa y salieron desprevenidos a la calle. Una cosa es hablar de la muerte y otra encontrarse con un cadáver. Si hubieran prestado atención a las palabras de Tía Mau podrían haber evitado el encuentro. Pero fueron llevados por el apuro de un asunto del que ni ellos tenían la menor idea.
Era hora de saber el nombre de la niña que acompañaba a Don Modesto en su enigmático paseo matinal bordeando el Parque Los Andes y que los iba a enfrentar con el muerto. No fue fácil saber su nombre, fue ocultado como un verdadero misterio. Hasta que pudo conocerse el nombre de la niña, hubo que conformarse con la descripción de su menuda apariencia.
La niña era pequeña pero no desnutrida. Solo pequeña. Esto era sabido y ya fue dicho. Pero era luminosa. Ardía como un girasol en medio del fuego azul de la mañana. Su cromatismo era significativo. Contrastaba con Don Modesto que lucía opaco. Llevada de la mano por el hombre era un enigma cromático luciendo visos y colores arcoirisados.
Ella venía del abandono al que la sometió la madre. De la madre de la niña no hay nada que decir. ¿»El Interrogador» querría ocuparse de ese asunto? No había razones de peso para ello, pero de no haber asesinado a Dixi era seguro que Dixi se lo habría reclamado.
La muerte de Dixi descompensó el porvenir de manera definitiva. Así que el asunto del abandono de la niña por su madre no sería revelado de inmediato. Hay asunto por los que hay que saber esperar.
Modesto fue convocado para atender a la niña. De allí provino su convicción de que fue la Esperanza la que promovió el encuentro con la pequeña.
Don Modesto aceptó hacerse cargo de la niña a condición de que la Tía Mau fuera como su madre, pero nunca la consultó al respecto. Tía Mau la recibió porque nunca se abandona a una niña.
Tía Mau podía ser muchas cosas pero no madre. Estaba segura de que con la ruptura de su pequeño himen se perdió su condición maternal. Tal vez nunca la tuvo y eso fue lo que el viejo percibió de ella para aprovecharse. Así pensaba Tía Mau cuando desvariaba a la tardecita antes de que la noche se impusiera con sus oscuridades.
Pero Don Modesto insistió con eso de “amar al prójimo como a ti mismo”. Tía Mau le dijo que se dejara de zonceras.
—¿Quieres que ama a ese viejo de mierda?
No pensaba en ello Don Modesto cuando recurrió a la versión bíblica del Nuevo Testamento de las palabras de Cristo.
Eso provocó en Tía Mau una incredulidad mayor.
“Pavadas”. Repitió elevando la voz:
—Pavadas.
Don Modesto habría agregado de no haberse acobardado:
“¿Cuál es el gran mandamiento de la ley? El Maestro dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el gran y primer mandamiento. Y el segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas”.
Fue prudente en no recitar el Mateo, tía Mau lo hubiera aporreado. Tenía siempre un golpe listo a lanzar contra quien la contradijera apelando a la Biblia. Le brotaba de la boca “curas de mierda”. Y también “monjas de mierda”.
Por ello el hombre optó por insistir sin recurrir a Mateo. Insistió e insistió hasta que él se autoconvenció que eso daría esperanza a la muchacha. Creyó hallar la palabra correcta, “esperanza”, la que había inspirado el encuentro entre él y la pequeña. Y repitió “esperanza, esperanza” varias veces para impresionar tanto a Tía Mau como a la niña, que observaba como si se tratara de una observadora neutral.
Se sintió gravemente decepcionado cuando la Tía Mau, primero y la niña luego, le dijeron “¿y qué de la esperanza?”
Para ambas la esperanza no pasaba de ser un subterfugio de los predicadores de las iglesias evangélicas que merodeaban a las viejas y a las niñas vaya a saberse con qué intenciones.
No esperaba ese reproche, pero tuvo que acostumbrarse a esas cinco palabras como quien debe caminar por la vida con una piedra en el zapato.
—Nada de esperanza –dijo la Tía Mau. No había más que agregar. La niña asintió–. La esperanza está en el fondo de las cosas humanas. Es su destilado final. ¿Se trata de esperanza? Rasca el fondo de una ánfora y hallarás todos los males. Así funciona la esperanza; te sumerges en el lodo de todas las desgracias y esperas que Dios te venga a salvar. ¿Dónde estuvo Dios cuando el viejo me violaba? Nunca estuvo. No hubo esperanzas. ¡A joder a otro lado con eso de la esperanza!
Modesto no supo qué responder. No podía explicar la ausencia de Dios en esas circunstancias. Si hubiese dicho aquello de que “los caminos del señor son inescrutables”, de seguro Tía Mau lo habría tomado a golpes.
Nada de “esperanza”. Estaba todo dicho.
Era difícil discutir con una tía nunca dispuesta a transigir.
Tía Mau agregó:
—Después de todo, querido Modesto, ¿y qué de la esperanza? ¿Es dinero? ¿Es maná del cielo? ¡Bah!
Don Modesto podría haber mencionado las tres virtudes teologales, pero eligió el silencio. Tía Mau detestaba todas las virtudes teologales y lo habría hecho callar de mala manera.
La conversación terminó ahí. Don Modesto y la niña salieron de la casa bajo la severa mirada de la Tía Mau.

Caminaron en dirección al muerto. ¿El muerto los esperaba? Los muertos tienen sus propias habilidades.
Lo hallaron envuelto en una húmeda bruma gris. El vaho del asfalto pasaba a través de la ropa del muerto y hasta daba la impresión que lo hacía a través de los tejidos.
El brillo de las uñas pintadas tuvo un efecto notable en ambos. A Don Modesto le resultó algo desagradable. Un afeminamiento que le provocaba un severo rechazo, aunque hizo un esfuerzo porque no se le notara su condición homofóbica. En cambio, a la niña le provocó curiosidad.
Uñas pintadas. Boquitas pintadas. Párpados pintados. La masculinidad no significaba nada para ella. Era una rémora de vidas pasadas. Lo que no le gustó fue el color de la pintura. Negro. Las uñas pintadas de negro en un muerto no sientan bien. Aumenta su desconsuelo. Los muertos deberían siempre lucir colores alegres. Deberían ser vestidos con ropas multicolores y no con esas mortajas blancas y fantasmales.
No era el primer muerto que veía la niña. Don Modesto estaba al tanto de ello. La visión del muerto por la pequeña no lo preocupaba, sí que mirara directo a los ojos del difunto.
¿Qué importancia tendría eso?
Escuchar con los ojos al muerto y escuchar su mirada doblegaba la voluntad de las personas, ni imaginar su efecto en una niña pequeña. Don Modesto temía que la muchacha quedara prisionera del cadáver en la calle asfaltada. Sin embargo, la niña se sintió libre de interpretar esa muerte. Repasó con esmero la trayectoria letal de los tres proyectiles.
Don Modesto todavía lidiaba con el asunto de las uñas pintadas y reducía el cadáver a ese fenómeno farandulesco. La niña, en cambio, deducía la muerte en los detalles.
El cadáver mostraba tres heridas de bala. Una en el abdomen que le habría pulverizado parte del intestino. Otra en el pecho en medio de las dos tetillas. Con seguridad había roto su corazón. Otra en medio de la frente entre las cejas. Esa tercera bala disolvió el cerebro transformándolo en una pasta sanguinolenta.
“El Interrogador” también observó el orden de las heridas, aunque con otro ánimo. Las tres conservaban el mismo eje vertical y hasta podría afirmar que la misma distancia separaba a un orificio del otro. Una manía por la simetría mortal. Una exquisitez.
A pesar de la distancia entre que lo separaba del muerto, pudo también apreciar con claridad que la herida en la frente no mostraba el tatuaje que se imprime por un disparo a una breve distancia. El tirador, especuló “El Interrogador”, no solo era muy bueno, sino que debió colocarse en un lugar bien reparado desde donde pudo hacer un blanco perfecto sin ser visto por los posibles acompañantes del finado o por ocasionales curiosos.
¿El arma usada se trató de la versión civil del ORSIS T-5000? Estaba convencido de que solo con un arma de esas características pudo hacerse un trabajo tan bien hecho. Las heridas así se lo sugerían.
“¡Qué belleza!” Exclamó para sí y un ademán de enamoramiento recorrió su rostro. El amor que sienten los sicarios por las armas no se asemeja a ningún otro.
El rostro del cadáver mostraba una barba bien rasurada y un corte de cabello moderno. Estaba peinado con gel y lucía unos mechones teñidos de rubio siendo su cabello oscuro.
Llevaba traje. Tela de la mejor. Una anciana al paso dijo casi a la carrera “ese traje es de la lana súper 150. O más”. Así lucía. “El Interrogador” sabía de qué hablaba la vieja. Gustaba de lucir buena ropa, pero nunca para un encargo, eso era pura petulancia. La jactancia era la entrada a la tumba del sicario. Solo la humildad en el proceder hacía del esbirro una herramienta eficaz a la hora de resolver problemas o, por lo menos, quitarlos del medio.
La apariencia del muerto, bien peinado, bien rasurado, bien vestido y bien calzado, decía de su condición pudiente. ¿Un palurdo “Libertario” muerto en una reyerta entre los vándalos de la peste? No. Los “Libertarios” no se matan entre ellos, solo enferman y apestan a los pobres.
Un asunto mafioso era la más probable.

4
La policía de la ciudad había cerrado la calle en ambas direcciones. El cadáver estaba en el centro de las vallas que interrumpían el tránsito. Las vallas distaban cada una a unos diez metros del muerto.
El personal policial estaba dos o tres metros detrás de las vallas, muy alejados del cadáver. Sin embargo, hubo un intenso debate acerca de la capacidad de contagio del finado.
Un policía, quien parecía estar a cargo del operativo, preguntó:
—¿El muerto puede contagiarnos el bicho?
La respuesta de los otros policías fue unánime, “sí”. Para ellos se trataba de un giro biológico incomprensible del mítico Alien, el octavo pasajero.
Por ello ordenó alejar las vallas a mayor distancia. Más vale prevenir que curar. Eso nos lo repitieron todas las abuelas y las madres muchas veces. Los policías alejaron del muerto las vallas otros tres metros aproximadamente. ¿Esa distancia sería suficiente?
Cuando el oficial a cargo así preguntó, uno de los policías dijo a viva voz “no”. Y por si no lo había oído gritó ¡No! “El bicho puede volar”.
¿Volar? ¿Fugar? ¿Escapar de su capullo muerto?
—¿Volar? Preguntó el oficial. Movió la cabeza negando–. No, no, no, no. Flotar –lo corrigió. Hizo con su mano un ademán para mostrar cómo podía flotar “el bicho” del cadáver hasta ellos. Casi el asalto del Alien homicida a la aterrada tripulación del Nostromo.
Volar-flotar-fluctuar. Flotar. Ir de aquí para allá. ¿Cuál es más posible acción del “bicho”?
¿Salir por una de las tres heridas de bala y penetrar por los ojos, las fosas nasales, la boca, los conductos auditivos, la uretra, el recto, por donde quisiera y atacar la carne hasta matarlos?
¿Y qué será las familias? ¿No cabía protegerlas?
Esa duda angustiaba a todo el personal policial. “La familia es lo primero”. En eso estuvieron todos de acuerdo.
Cuanto más pensaban en esos asuntos, mayor distancia del finado tomaban los policías. Estaban tan alejados del muerto que incluso podría hasta llegar a creerse que el cadáver empezaba a desvanecerse entre las tenues sombras de las grandes arboledas.
Volar-flotar-fluctuar. Desvanecer la muerte. Evaporar al muerto.
El jefe, o quien parecía ser el jefe del operativo, volvió de ese inusual estado de somnolencia y, recapacitando a prudente distancia, reclamó la presencia del SAME.
Un policía llamó y llamó. El 911 ya había recibido la noticia de la aparición de un cadáver por un exaltado vecino. Fue a la mañana muy temprano.
—El SAME no contesta –informó el uniformado que parecía el más nervioso.
—Espere –le ordenó el mandamás.
La operadora del SAME luego de un buen tiempo, respondió. Dijo que tardarían en llegar donde “el occiso”.
El policía detalló:
—Un masculino, adulto, tres disparos de calibre no determinado, muerto. De lejos parece que el rigor mortis ya está presente, así que el tipo lleva entre tres y cuatro horas de muerto por lo menos.
La telefonista del SAME aprobó el comentario. Pero repitió varias veces que los médicos del SAME no estaban disponibles.
—Está muerto –dijo la operadora–, ya no le puede pasar nada peor. –Una verdad incuestionable–. Si el rigor de muerte ya está presente, no podrá ir a ningún lado. Pata dura.
Hubo una pequeña asamblea entre los policías para discutir si el comentario de la operadora era solo una broma o un manifiesto mefistofélico. No llegaron a ninguna conclusión. Pero decidieron marcharse. Todos de regreso a la comisaría. Todos menos uno.
Las vallas impedirían el paso de los automóviles, por lo que el cadáver no corría peligro de ser atropellado por los exaltados conductores.
Los vecinos no se arrimarían porque el miedo nunca es zonzo y el bicho era de temer.
No se quedarían allí velando al muerto hasta que el SAME dispusiera el envío de un médico para certificar que el fulano “óbito” sin contemplaciones, como debe saber morirse un fusilado en plena calle porteña.
Por otra parte, el personal policial era escaso porque muchos ya se habían contagiado “el bicho” y la peste hacía estragos en la fuerza. Muchos otros habían encontrado justificativos increíbles para acceder a licencias médicas. Los desbordes psiquiátricos estaban al tope de los justificativos. ¿Quién puede cuestionar la locura? Hasta Erasmo de Róterdam le dedicó su Stultitiae Laus. Si Erasmo pudo, ¿por qué habría de poder un oficial de la policía?
El hombre ordenó que una mujer policía quedara de consigna. ¿Por qué la mujer? “Porque es un misógino de mierda”, así dijo la que quedó de guardia cuidando al muerto con menos ánimo que el finado. “Machista de mierda”. Agregó por si quedaba alguna duda.
No bastaba el pantalón marcando los glúteos. Los jefes esperaban otros favores. La mujer policía ya les había dicho que solo iba a la cama con quien quería. Entonces a cuidar el muerto en medio de la calle hasta que llegue el SAME.

5
Don Modesto volvió sobre las cinco palabras que Tía Mau y la niña dijeron. La frase fue “¿Y qué de la esperanza?” Tía Mau la pronunció con más energía, la niña suavizó su entonación, pero no tanto como para alterar la sustancia de lo que se quería decir. ¿Y-que-de-la-esperanza? Dicha así sonaba como a un vidrio roto. Un cristal humano perdido en una revolcada.
Solía volver sobre asuntos pasados para interpretarlos desde otra perspectiva. No pensaba en el muerto. El muerto bien yacía donde yacía. Boca arriba, ojos al cielo, la mancha de sangre escurriéndose en dirección a una alcantarilla, los tres orificios de bala resecando sus bordes, las uñas pintadas de negro brillando como un error en la inflexión de la luz en la media mañana.
Pensaba en esas cinco palabras.
La había ocurrido en cierta oportunidad. Hacía mucho tiempo, cuando era pequeño. Recordaba que corría en dirección a su hogar. Corría, pero el hogar siempre se alejaba cuando él creía estar cerca. Más corría, más se alejaba. El aire empezaba a faltarle. Pequeños pulmones incapaces de oxigenar la sangre en su necesaria medida. Pero finalmente llegaba hasta la puerta del hogar. La puerta no podía abrirse, estaba sellada. Una gran placa no le permitía el paso. Primero era una placa, luego una oscuridad, luego una pared. La pared era de piedras, las piedras eran de sangre. La sangre era espesa, hacía un mortero rojo y adquiría mayor dureza cuanto más las golpeaba con sus pequeñas manos.
En algún instante de esa visión, una fuerza superior lo estampó de manera inesperada e insoportable contra la pared de piedras de sangre. Lo apretó contra ella, una fuerza que él no podía vencer. Estaba cada vez más apretado contra las piedras y entonces respirar se volvió difícil, muy difícil.
La asfixia empezó a hacerse sentir. Respiraba con dificultad, inhalar era todo un esfuerzo porque estaba su pecho tan comprimido contra la empalizada que no alcanzaba a dilatarlo lo suficiente.
Segundos más y moriría por asfixia. Fue cuando una voz salida del otro lado de la pared le dijo “¡No hay esperanza!”
No hay esperanza. Eso fue todo. Despertó. ¿Despertó?
Recuerda que abrió los ojos en la oscuridad y se palpó la entrepierna. Se había orinado. No recordaba que algo similar le hubiese pasado antes, pero ese incidente no era atribuible a una paz interior. Por el contrario, era el resultado de un íntimo temor.
En ese preciso instante tomó conciencia de sucesos de la infancia que no podía o no sabía cómo recordar.
El recuerdo de aquella alucinación lo ayudó a repensar en esas cinco palabras. Tal vez su interpretación de las cinco palabras de Tía Mau y de la niña era errónea. No se trataba de una pregunta sino de una aseveración tan intensa como aquella que una voz sin rostro lanzó detrás de la pared de piedras de sangre. Tomó coraje y lo intentó:
—¡Y qué de la esperanza! –repitió– ¡Y qué de la esperanza!
Sonó muy diferente.
Comprendió que él, alucinando, debió responder a la voz que surgía detrás de la pared de piedras de sangre “¡Y qué de la esperanza!” Entonces el tormento hubiera adquirido su verdadero sentido y encontrado la verdadera causa de aquella asfixia y de la pérdida de toda esperanza.
No hay esperanza, esa fue la verdadera conclusión. No hay esperanza, ninguna. Entonces: “Al entrar aquí abandonad toda esperanza”. ¡Por su puesto!
La asfixia finalmente se impondrá a la persona. La estrujará hasta impedir que ni una gota de oxígeno llegue a sus pulmones. El cerebro palpitará al ritmo de las convulsiones pulmonares, los alvéolos estallarán como pequeñas granadas rojas, los bronquios se arquearan hasta doblarse por completo y la pleura se abrirá como una tela podrida. No hay esperanza. Ese era el significado exacto de lo que Tía Mau y la niña le dijeron antes de salir de la casa para encontrarse con un muerto a quien no conocía.

6
De un lado Don Modesto, del otro el muerto. A un costado la mujer policía. Detrás de las vayas se asomaban algunos curiosos que al ver el rostro del muerto que comenzaba a hincharse se alejaron sin volver la vista atrás.
La niña permanecía aferrada a la mano del hombre. “El Interrogador” apreciaba con sorna la escena. Sus siluetas inspiraban cierta ternura.
Estaría por llegar la morguera. Por el handy policial una voz de corneta le avisó a la mujer policía de su próximo arribo.
¿Qué de esos gorriones que se le animaban al cadáver, primero con timidez y luego desfachatadamente? No le picaba los ojos. Solo tomaban conciencia de las dimensiones del muerto. Se posaban sobre el muerto, tocaban el cadáver con sus picos y se echaban a volar hasta unos árboles inmensos que se alzaban en el centro de la plaza.
Tal vez estuvieran midiendo el banquete. Bajo un volquete lleno de escombros, unos ojitos rojos se dejaban ver aunque intentaban pasar desapercibidos.
Se oyó la sirena de la morguera. La niña volteó al oír el agudo estrépito de una corneta que se asomaba por una lateral del camión. El color de la morguera era azul, casi negro.
De la morguera descendió un policía. Llevaba barbijo y máscara. También llevaba calzado unos guantes de látex. Se dirigió a la mujer policía. La saludo alzando una mano hasta su sien.
—¿Los de la científica?
—Acá no vino nadie. Me dejaron sola.
—Más vale sola que mal acompañada. –La mujer policía sonrió por compromiso. En realidad deseaba putear al oficial.
—¿Quiere que llame para saber si van a venir?
—Es al pedo –respondió el hombre–, los de la científica no quieren ni aparecer. ¡Si ya está muerto! ¡Qué van a venir a hacer! ¿A resucitarlo?
La mujer policía resopló. Se la notaba muy disgustada.
—¿Con el muerto que hacemos? –preguntó con rabia.
—Llevátelo a casa y ponelo en la cama.
—Para un choto muerto ya tengo el de mi dorima.
El policía de la morguera reparó en la presencia de Don Modesto y la niña.
—¿Este viejo y la pendeja que miran? –el oficial dirigió su mirada a donde estaban los dos atentos espectadores.
La mujer policía se encogió de hombros.
—¡Qué van a mirar! –exclamó–. Al fiambre que empieza a hincharse.
Giró en dirección a Modesto y la muchachita.
—¿Pasa algo, Don?
Don Modesto no supo qué responder.
—¿Por qué no se va a su casa a mirar algo más lindo? –Modesto asintió con un leve movimiento de su cabeza. Intentó ponerse en marcha, pero la niña no se movió.
—¿Se lo van a llevar? –La niña les preguntó al oficial y la mujer policía.
—No, lo vamos a dejar acá para que lo cenen las lauchas.
Esa era una afirmación que escapa a la comprensión de la pequeña. Se preguntó si eso era posible. Y si era posible, si nadie lo impediría.
“El Interrogador” le hubiese respondido que las ratas ya debían estar alertadas por el peculiar olor de los muertos. No dudaba que un ejército de ellas esperaba la oportunidad para lanzarse con voracidad sobre el cadáver. Pero no estaba en esos días en los que hablar de asuntos desagradables puede ser entretenido.
El oficial se desentendió de Don Modesto y la pequeña entrometida. Volvió la vista donde la mujer policía.
—Si querés algo caliente y duro acá hoy muchos voluntarios.
La mujer habló por el handy policial sin mirar al oficial que la hostigaba.
—Central, central. Quiero saber si no había un hombre que mandaron un mandril manejando la morguera.
—Hacete la estrecha.
La mujer volvió a comunicarse.
—¿Pregunta el mandril a cargo de la morguera que cuándo van a venir los de científica?
Pero nadie le respondió.
El oficial soltó una carcajada.
—No te dije. Esta noche la pasás con el finado. Avisá si te hace falta algo. Aunque tenés un humor de mierda, estoy dispuesto a hacerte gozar.
—Por qué no te vas un poco a carajo.
La conversación terminó así.
El oficial volvió donde la morguera, subió y se acomodó en la cabina. El camión se puso en movimiento, giró en dirección a la avenida Corrientes y se marchó a toda velocidad.
Era algo más que el mediodía y a pesar de que era invierno, el sol calentaba como en primavera.
La mujer balbuceó un insulto, pero nadie escuchó qué dijo.

7
“El Interrogador” sentía verdadera curiosidad por saber quién era el muerto, quién era Don Modesto y quién la niña. En ese orden.
En el acta policial se escribió sobre el muerto:
Masculino. Entre cuarenta y cincuenta años. Vestido. Ropa de calidad. Tres disparos. Uno en el vientre. Uno en el pecho. Uno en la frente. No se encontraron vainas. Se cree que el homicida usó un arma de precisión. Un fusil o un semi fusil. (“El Interrogador” estaba convencido DE que se trató de un fusil ruso, el ORSIS T-5000, en la versión civil).
El homicida no actuó solo. Alguien recogió las vainas y no puede haber sido quien disparó el arma.
Por el aspecto del occiso debe haber muerto en la madrugada. Llevará hasta ahora unas seis horas de muerto. (Eran aproximadamente las nueve de la mañana cuando se redactó el informe).
El cadáver viste ropa elegante. Saco y pantalón. Camisa de seda de tono rosado. Zapatos charolados. Medias de seda. No lleva joyas, ni cadena al cuello, ni anillos. Tampoco reloj pulsera.
El oficial XXX (el nombre estaba tapado con “liquid paper”), revisó los bolsillos del saco y del pantalón. Encontró un portadocumento con un DNI.
El DNI estaba destruido. No se podía identificar al occiso.
(En el acta no figuró que encontraron en el bolsillo derecho del saco una buena suma de dinero en dólares estadounidenses y en el bolsillo interior del saco dos tarjetas de crédito, una MasterCard Gold y otra Visa Gold. “El Interrogador” vio cuando se apropiaban del dinero y las tarjetas. Para él, algo ritual e intrascendente).
Señas exteriores particulares: aspecto degenerativo. (Difícil saber a qué se refería el oficial sumariante). Uñas pintadas de color negro. Se sospecha de un ajuste de cuentas. No hay testigo. Al momento de los disparos no había nadie en las inmediaciones por las restricciones que impone la cuarentena.
Eso era todo.
“El Interrogador” recibió por WhatsApp el PDF del acta. Siempre hay que tener amigos en el cuerpo policial.
Movía a risa el informe. Pero “El Interrogador” era un verdadero agélaste, consumado, agélaste, incapaz de la menor sonrisa. Pocas cosas lo hacían sonreír. Una buena partida de ajedrez, un oportuno Partagás, un whisky de calidad. Nada de carcajadas, apenas risa.
Se jactaba de no haber escuchado nunca la risa de Dios y ni siquiera haberlo deseado. Los agélaste son peligrosos por su naturaleza y él lo sabía mejor que nadie.
El espectáculo cada vez más despertaba su interés. El muerto, el viejo y la niña, la iracunda mujer policía, los gorriones lanzándose en picada sobre el cadáver, el destello sordo de unos ojitos rojos bajo el volquete. Y la jocosa lectura del informe policial.
Podía haber consultado al Sindicato sobre el muerto. Pero ese día estaba distendido y disponía de tiempo suficiente para ver cómo se resolvía el asunto del muerto en La Calle del Medio. La cuarentena había obligado a mermar los trabajos y la gente no estaba apurada en contratar sus servicios. Muchos se ilusionaban que a quienes deseaban eliminar murieran por efecto de la Covid 19. Eso les hubiera significado un ahorro muy significativo.
No tenía dudas que el finado había sido ajusticiado. Tampoco que la policía no estaba muy preocupada por retirar al muerto y mandarlo embolsado para que en la Morgue Judicial se le practicara la autopsia. Por otra parte, la Morgue trabaja con el mínimo de personal disponible. Había muchos cadáveres en espera y ese no entregaba motivos para el apuro.

Ni el SAME, ni los de Científica, ni la morguera. Nadie apareció para ocuparse del cadáver. Solos “El Interrogador”, Don Modesto, la niña y la mujer policía. También la fauna citadina, pero esos eran por entonces actores de reparto.
No había voluntad de alzar al muerto que yacía en la calle desde hacía ya más de doce horas. Solo las vallas ponían distancia a los posibles curiosos que, por otra parte, brillaban por su ausencia. La gente huía del “bicho” y mucho más rápido del finado, al que le atribuían la patética capacidad de transmitirles no solo la Covid sino otras pestes mortales.
Donde el muerto, Don Modesto, la niña y “El Interrogador”. Los tres pasaban desapercibidos para la mujer policía que atendía sus mensajes de WhatsApp con total esmero.
El muerto podía no ser un capo mafioso. Ninguna organización criminal se había adjudicado el asesinato. Si se hubiese tratado de un capo-capo, “El Interrogador” ya habría sido informado.
Tal vez se tratara de un personaje de segunda línea. Las más de las veces eran los segundones quienes más se exhibían para simular un poder mayor del que realmente tenían. Llevaban grandes anillos de oro, doradas pulseras, cadenas de oro macizo al cuello. Vestían atuendos muy costos y olían a perfumes importados.
Los capos-capos no eran exhibicionistas, eludían la sobre actuación y sabían esconderse entre la multitud, pasar desapercibidos vistiendo ropas comunes y viajando en autos usados no muy costosos. Los lujos eran muros adentro de sus escondidas mansiones construidas muchas veces entre las sierras mediterráneas o en zonas del delta donde abundaban islas a las que no era fácil acceder.
¿Podía tratarse de un muerto en una disputa por el control de territorios para la venta de drogas? ¿Por qué no? Pero los alcahuetes policiales no daban cuenta de ninguna información que así hiciera creer. La pandemia había condicionado la compra y venta de estupefacientes, así que las bandas narcos se habían visto obligadas a pactar una tregua hasta que el mal amainara. Nadie intentaba incursionar en el territorio del otro porque no los corrían sus oponentes, sino el pánico a pescarse la Covid; una pax justa y necesaria dominó durante un período el dominio de los tránsfugas del narcotráfico.
¿Un desafortunado proxeneta? “El Interrogador” hubiera apostado que no lo era. Detalles apenas visibles le indicaban que ese hombre no pertenecía al submundo de la prostitución.
Época de pandemia, los hombres huían de las prostitutas por miedo a contagiarse. Y aunque las mujeres estaban dispuestas a brindar sus servicios envueltas en papel celofán de pies a cabeza, a llenarse de condones hasta del modo más extravagante, la clientela disminuyó drásticamente. Entre las prostitutas cundió la hambruna y la enfermedad se ensañó con particular esmero.
Los hombres permanecían en sus casas, fieles, acobardados y cubiertos los rostros con barbijos, las manos sumidas en alcohol luego de haberlas lavado una y diez veces con jabón blanco durante interminables minutos. Y sus esposas llenaban el aire hogareño con desinfectantes que prometían matar hasta las más sofisticadas bacterias.
Se consumía más alcohol. Cerveza, whisky, ginebra y vino, en ese orden. La pasión etílica creció y con ella crecieron las ventas que en otros rubros eran exiguas.
¿Podía tratarse de un tramposo del juego? El juego clandestino estaba en bancarrota. No había oportunidad de organizar una buena partida de póquer. “El Interrogador” lo descartó de plano.
¿El amante de una mujer infiel? Tal vez, aunque en verdad, su aspecto no era donjuanesco. No podía decirse que en vida había sido mal parecido, pero no era el tipo de hombres que haría que una mujer fuera infiel en medio de la pandemia y que un marido celoso echara a perder su vida matando al que le puso los cuernos. Más bien hubiera ido a hisoparse temeroso de haberse contagiado el virus.
Era solo un cadáver abandonado. Y mientras el tiempo pasaba, las bandadas de curiosos gorriones crecía a intervalos regulares, las moscas empezaban a llenar el aire con sus zumbidos y los ojitos rojos bajo el volquete, brillaban cada vez con mayor intensidad. Pronto empezarían la jornada las cucarachas que gordas y lustrosas estarían aprestando sus móviles bocas listas a sentir el sabor y el olor de la carne muerta.

Solo la niña sentía alguna preocupación por el hombre muerto. Don Modesto parecía abstraído buscando penetrar por los orificios de bala para sumergirse en la pulpa íntima del cadáver. “El Interrogador” estaba totalmente indiferente al destino de ese cuerpo. Solo estaba interesado en saber de quién se trataba. Pura curiosidad profesional.
Hizo un llamado por su celular. Tal vez no fue un llamado, fue un mensaje de voz por WhatsApp que era más económico. Minutos después recibió una larga respuesta. Pero no era sobre el muerto, era sobre la niña.

La niña se llamaba Taga. Parecía más pequeña de lo que era. Porque era menuda, delgada, no enfermiza. Solo pequeña. Estaba entrando en la pubertad, aunque era posible que ya hubiera menstruado por primera vez. La menarca cambia a la mujer definitivamente. La menarquia es un día de metamorfosis y algunos aspectos exteriores del cuerpo de la niña sugerían que ese cambio estaba en pleno desarrollo.
Su madre se llamaba Maura. La niña resultó de una violación. Al menos eso se decía en el pueblo donde había nacido.
Un viejo había violado a la mujer. Un viejo. Siempre hay un viejo dispuesto a violar una adolescente. No hay pueblo que no conozca de estas historias.
Maura no quería a la niña producto de la violación y por eso la abandonó. El día que abandonó a la niña dijo antes de irse para no volver “Voy al correo y vuelvo”. Pero no volvió.
La niña quedó al cuidado de su abuela, Julia, quien detestaba a Taga tanto más que a Maura.
El informante la dijo a “El Interrogador” que la vieja quiso vender a la niña a un pedófilo, pero no pudo hacer la transacción. Murió de un infarto masivo cuando descubrió que la niña había desaparecido del rancho en el que vivían. La desaparición de la niña no fue lo más grave para la vieja, sino que con la niña desapareció el dinero que un hombre había pagado para quedarse con ella. Según decían las chismosas del pueblo, cuando Julia comprobó que le habían robado el dinero (nadie sabía a ciencia cierta de qué suma se trató), la vieja explotó de la ira. Por el dinero se mata y se muere.
¿El nombre de ese comprador? Marciano. Tal como suena, Marciano.
Pero Marciano no era un pedófilo. Era un enamorado de Maura y, por pedido de ella, se llevó a la niña y el dinero.
Según pudo saber el informante, Maura no solo encomendó a su enamorado recuperar a la niña, sino que asesinara al hombre que la había violado cuando ella era una niña. Como testimonio de la venganza, Maura exigió que Marciano le amputara el pene al viejo.
Marciano cumplió los pedidos. Colgó al viejo del tirante del techo a dos aguas y luego le cortó el pene, el que guardó para demostrar que había cumplido con todo lo que su amor le había pedido. Por amor se pueden acometer las empresas más fascinantes y cometer los crímenes más horripilantes. Aunque, después de todo, el viejo, algún castigo se merecía y Marciano, para muchos, solo hizo justicia.
Maura, Marciano y Taga se reunieron en un paraje en dirección al norte.
Maura mató a Marciano de un disparo en la nuca mientras este cocinaba. Lo mató delante de su hija. La niña fue testigo privilegiado del crimen.
Se llevó todo el dinero y abandonó a la niña una vez más. Los servicios sociales la recogieron en una estación de tren abandonada de la Línea del Belgrano. Fue a dar a un Hogar para niños.
Taga era doblemente huérfana. O por partida triple, si se cuentan los tiempos de crianza de su abuela Julia, muerta por un infarto.
Faltaba saber por qué Taga había quedado al cuidado de Don Modesto y de la Tía Mau. Sobre ese asunto el informante no obtuvo ninguna información.
Hizo lo posible por recabar algún dato. “El Interrogador” sabía que Ladilla, la gran proxeneta de la zona oeste, era la única capaz de conseguir algún testimonio sobre la relación de Modesto con la niña porque ella siempre obtenía la información que se le pedía. Pero Ladilla había muerto brutalmente asesinada hacía algún tiempo.
La información sobre la niña le resultó interesante. Esperaba algún dato sobre Don Modesto. Pero su curiosidad estaba concentrada en la verdadera historia del hombre muerto.

8
Si le hubieran preguntado a Tía Mau por qué estaba con Don Modesto y Taga, lo habría dicho sin inconvenientes. No era mujer de guardarse nada. Todos conocían su historia.
Se fue del pueblo como un olvido. Anochecía. Las llamas se alzaban por encima de los pequeños árboles que rodeaban la casilla. Adentro ardía el odio como ninguno. El viejo se abrazó como un madero reseco.
Los bomberos llegaron cuando no quedaba nada más que brazas y unas chispas rojas ascendían oliendo a carne quemada.
Tía Mau no volteó para mirar ni se detuvo hasta la ruta. Desde ahí podía oír algunas personas que gritaban.
Un camionero la recogió en la ruta y la llevó hasta Buenos Aires. Era joven pero parecía vieja.
No tenía ni qué ponerse en Buenos Aires. Pasó hambre y frío. La pasó fulera. Ella bien pudo haber cantado
También fui mugre, mishiadura y pena;

escolaso, cafúa y desencanto;

todas mancadas para curda y llanto

que se dan en la mala y en la buena.
Salió adelante trabajando como sirvienta en casa de pudientes. Vivió muchos años en una pensión de la calle Combate de los Pozos. Tardó años en saber por qué a la calle la habían bautizado con ese nombre.
Por esas cosas de la soledad se hizo devota de la Virgen del Rosario. Rezaba cuando el cansancio no la desmayaba e iba a la iglesia cada tanto.
No tuvo novios ni los quiso. No quería que se le acercara un hombre.
Conoció a Don Modesto por accidente. En la Feria, comprando para la patrona, para una de sus patronas, una vieja copetuda que no sabía ni cómo cocer un huevo.
Hizo amistad con Modesto. De entrada le pareció un buen hombre, algo ingenuo, desprovisto de toda actitud sexual. Un ángel, diría Taga, un ángel en el más completo sentido de la palabra.
Luego de muchos meses se mudó uno cerca del otro. Tal vez fue Tía Mau, así se presentó a Modesto, quien nunca supo su verdadero nombre, o fue Don Modesto que se mudó para estar cerca de su amiga. Lo cierto e importante es que estaban cerca uno del otro. Se acompañaron.
Corridos por la crisis económica se fueron a vivir juntos. Cada uno en su pieza y cada uno en su cama. Tía Mau cuidaba de Modesto como quien cuida de un hermano o un hijo algo lelo. Ella lo quería. Hasta la llegada de Taga, fue la única persona a la que realmente quería.
Lavaba su ropa, le hacía la comida, compartía las mateadas, jugaba al chinchón y a veces lo invitaba con unas copitas de anís.
De cómo llegó Taga a la casa, Tía Mau nunca hablaba. Llegó y punto. Eso era todo. ¿Quién quería saber más? Y lo más importante, ¿para qué?
Taga fue la luz en la oscuridad. Cuando uno está inmerso en la oscuridad, no hay ninguna luz por ningún lado. Pero apareció Taga y Tía Mau se iluminó.
Llegó por Modesto, él apareció cierta tarde con la muchacha de la mano.
Tía Mau no se animó a preguntar. ¿Qué iba a decir? Le hizo una seña a la niña para que se acercara.
Taga se aproximó sin desconfianza. Las dos mujeres, la adulta y la niña, se aceptaron sin inconvenientes. No se abrazaron ni se hicieron caricias. Ni Taga ni Tía Mau estaban en condiciones de hacerlo. El afecto era una sensación que iba de un cuerpo al otro como una descarga eléctrica, una pequeña y entusiasta onda de choque.
Don Modesto se dio por conforme con el encuentro. Tía Mau nunca habló sobre Taga con él. La niña tampoco se interesó en conocer más de lo que ya sabía de esos dos adultos que pasaron a ser su familia. Nunca, ninguno dijo aquello de “me voy al correo y vuelvo”. Y eso era más suficiente para ella.

9
Don Modesto llegó de lejos. Nadie sabía de donde. De aquí o de allá, daba lo mismo. Él no hablaba de su pasado. Cuando se encontró con Tía Mau lo suyo fue entenderse de inmediato.
Fue trabajador ferroviario, aunque nunca dijo en qué sección. Talleres, vía y obra, administración. No se sabía.
Su apariencia hacía creer que había sido obrero ferroviario, de esos que supieron reparar trenes durante años.
Pero no hablaba de ello. Estaba jubilado. Así que tenía más de 65 años. Pero nadie arriesgaba un número. Los morochos engañan hasta al mejor observador.
Su tez oscura escondía la pulpa de su luz. El barbijo le cubría la boca y la nariz y por ello era imposible descubrir su sonrisa, pero siempre sonreía. Si por algo se conocía a Modesto era por su sonrisa. Era un misterio de la genética, su completa y bella dentadura blanca.
Nunca alzaba la voz. No se lo había oído gritar nunca. Jamás un insulto salió de su boca.
Amaba la música. Cantaba tango y recitaba poesía. Fumaba cigarritos. Toscanos pequeños de olor insoportable. Por el perfume de su cigarrito se lo conocía tanto como por sus poemas.
Iba a tomar su café al bar de los gallegos “Los tres hermanos”. El café estaba a unos cincuenta metros de donde yacía el muerto. Sus entradas daban una a La Calle del Medio y la otra a la avenida.
Con la pandemia el bar entró en quiebra y los tres gallegos no volvieron a abrir el boliche. De todos modos, el olor del café “Cinco Hispanos” se deja sentir desde las veredas. Algo de sus notas de caramelo, chocolate, frutos y canela pasaba las gruesas telas de los barbijos y ofrecía un disfrute a los transeúntes que hacía placentero el paseo.
Todavía el perfume de la muerte no había vencido al del café. Y tal vez fuera eso lo que sostenía a Don Modesto observando el cadáver como quien aprecia una pintura de Quinquela.
Su encuentro con Tía Mau fue casual. Él compraba algunos comestibles en la Feria y ella para su patrona. Apenas cruzaron mirada supieron que debían entenderse y así lo hicieron.
La patrona controlaba a Tía Mau de cerca. No quería que la mujer se enamorara de ese ferroviario del que supo por comentarios de otras comadres. La patrona quería que Tía Mau la siguiera sirviendo. Era buena en su trabajo y era honesta.
Eso de enamorarse no podía ocurrir porque a Tía Mau no le sentaba eso del enamoramiento. Pero el ferroviario era tan galante, que podía con su estado angelical conquistar a Tía Mau, y eso la patrona no estaba dispuesta a consentir.
De todos modos, Don Modesto y Tía Mau se conocieron y trataron y la patrona no perdió a su empleada doméstica.
Ellos se entendían con pocas palabras. A veces por señas. Bastaba un gesto, leve, más en los ojos que en el rostro, para saber de qué se trataba. Eso les daba una gran ventaja sobre las demás personas que debían hablar horas para entenderse. En cambio, ellos se comprendían al momento. Y cuando Taga llegó a sus vidas no se produjo ninguna alteración en esos modos de interpretarse.
Hasta era posible afirmar que la propia niña poseía la misma habilidad de comunicarse con señas casi imperceptibles. Eso los hacía muy unidos.
La comida preferida de Don Modesto era el minestrone. La receta de Doña Petrona era su preferida. Tía Mau lo comía, pero no la apasionaba. Taga lo detestaba, pero sabía ahorrarse las quejas.

No era que la vida transcurría sin sobresaltos. Taga sospechaba que algún día Maura volvería con su pequeño y lustroso revolver (el tesoro tan preciado), dentro de la lata oxidada de leche en polvo, y le pediría que cambie los cartuchos con munición de sal por los de munición de acero.
La cosa entonces se pondría difícil porque Maura era impredecible.
La rescató y mató a su salvador. Se llevó el arma y el dinero y la dejó abandonada en la vieja estación de tren. Ella no estaba segura de si amaba a la madre. Sí que no la odiaba, ni siquiera la repudiaba. No la entendió nunca y no pretendía entenderla.
Amaba a Tía Mau y también a Don Modesto, aunque le fastidiaba que él la llevara siempre de la mano como si fuera un tontita que se iría a perder al primer descuido. Pero toleraba esa exageración de Modesto.
Don Modesto no era de exagerar, pero en cuanto al cuidado de Taga no admitía límites. A las niñas había que cuidarlas y mucho. En eso Modesto creía firmemente. ¿No bastaba la triste vida de Tía Mau, atormentada por un pedófilo durante su infancia? Tía Mau decía siempre que a ella no le dieron la oportunidad de ser niña, que no tuvo niñez. Que pasó de una remota niñez que apenas recordaba a una sórdida y prematura adultez en una sola violencia, la del viejo, aquel que decía ser su abuelo y la sometía noche tras noche. ¿Sería realmente su abuelo? No lo creía.
De todos modos no haría nada porque se volviese sobre la historia del incendio y el hombre muerto en la casucha de madera.
Por lo que Don Modesto pudo aprender de las vidas de Tía Mau y de Taga es que la venganza no tiene demasiadas sofisticaciones.
Una soga pendiendo del travesaño del techo, una buena navaja para la amputación del miembro, una lata con kerosene y unos cuantos fósforos fragata. Eso bastó para hacer justicia. Si dedujo que la venganza, un sentimiento que él no podía comprender en su dimensión, era pertinaz, obcecada y necesaria.

La venganza le habló mientras miraba al cadáver. Le mostró su rostro. Estaba impreso en los tres orificios de bala que habían acabado con al vida de aquel desconocido.
Ni la buena ropa, ni los zapatos de charol, ni el perfume francés, fueron corazas contra tres certeros disparos.
Don Modesto adquirió la seguridad de que aquello había sido una venganza. Tal vez por ello la mujer policía resultaba tan indiferente ante el muerto, recibiendo y mandando WhatsApp, quizás a su esposo, o su novio, o su amante. ¿Por qué la mujer se comprometería con un fulano que mereció una venganza?
Seguramente eso hacía que la mujer ya no se preocupara para nada del muerto abandonado en La Calle del Medio.
“El Interrogador”, sin saber en qué pensaba Modesto, ya había descartado el móvil de la venganza. La venganza es un néctar encantador. No se satisface con unos disparos realizados a mucha distancia. Requiere rito, dedicación como la meditación religiosa. Planifica con ingenio para someter al desgraciado a los más variados tormentos, para ofrendarle dolor y sufrimiento en necesarias gotas.
Pequeñas gotas de dolor. Pequeñas pero constantes. Una gota seguida de otra, traspasando la piel, cortando el músculo, astillando el hueso, lentamente. Dolor cronometrado, en cantidad suficiente, sin exageraciones.
La adoración de Némesis debía ser meticulosa y en exactas proporciones.
Lo que se veía del muerto era una ejecución brutal. Apenas el lapso de tiempo entre un disparo y otro para disfrutar la muerte.
El primer disparo a la altura del vientre debió poner de rodillas al hombre sobre el asfalto. El segundo disparo le rompió el corazón y el tercero, mientras caía hacia atrás, le pulverizó el cerebro. Por el orificio de salida a la altura de la nuca, una pasta de seso, sangre y hueso, dibujó una silueta fatídica en el asfalto. Contra el negro alquitranado del pavimento, un óleo vital de tejido mustio y sangre fresca.

10
Apenas la tarde enfiló al occidente, aparecieron las primeras cucarachas. Curiosas iban y venían asumiendo el riesgo que representaba la bandada de gorriones hambrientos. Algunas de ellas fueron atrapadas por las aves. Cuando esto ocurría, el pájaro se elevaba muchos metros por encima de los árboles y volaba en dirección a su nido, en el parque, a degustar la cena con los pichones.
Bajo el volquete los ojitos rojos se multiplicaban de a pares. Dos, cuatro, ocho, diez, doce. El frágil destello que cada uno lanzaba invitaba a otros ojitos rojos a sumarse a la vela. Apenas el sol se echara tras los edificios que se elevaban después de la curva de La Calle del Medio en dirección norte, las ratas dominarían la escena con su presencia. Una invencible legión de dientes y pezuñas.
Don Modesto y Taga decidieron marcharse. El ambiente no invitaba a permanecer allí como dos tontos espectadores. Se alejaron con apuro en dirección a la casa.
“El Interrogador” los imitó, se marchó por la avenida.
La mujer policía permanecía absorta, sumergida en su WhatsApp que no cesaba de emitir mensajes. Ni se dio cuenta de que había quedado sola con el muerto.
Por el handy policial se escuchaban risotadas e insultos, pero ella parecía no escuchar esas voces.
El viejo y la niña llegaron donde Tía Mau los esperaba ansiosa. Esa noche no habría minestrone. Era una buena noticia para Taga. Don Modesto se resignó ante el guiso de lentejas que Tía Mau preparó para la cena. Había pan tostado para acompañar la comida. Antes de la cena tomarían su té. Los tres amaban el té negro. No se habló del muerto porque Tía Mau así lo exigió. Suficiente con los visto y con lo hablado. Taga estuvo de acuerdo con esa censura. Don Modesto hubiera hablado del tema hasta el cansancio, pero no era de contradecir los pedidos de Tía Mau.
“El Interrogador” caminó en dirección al centro por Corrientes. Había decidido visitar a un informante que solía estar al tanto de la vida de todos los sicarios. Un viejo asesino a sueldo ya retirado, que a veces era consultado por algún asunto del pasado. También solía de hacer de paño de lágrimas cuando un sicario sufría mal de amores y ese tipo de desconsuelos.
Él sospechaba que el muerto era alguien vinculado a ese reservado grupo de asesinos profesionales. Su refinada intuición, más el profundo conocimiento que tenía de ese submundo conocido como el Sindicato, lo convenció de que la ausencia de noticias sobre el fulano muerto no era el resultado de que el tipo fuera alguien insignificante. Tanto “silencio de radio” sobre ese crimen, tanto negar que no estaba comprometido ningún sicario en esa muerte, le hizo creer a “El Interrogador” que el tipo sí tenía que ver con el Sindicato. Cuanto más se niega algo entre los asesinos a sueldo, es cuanto más tiene que ver con ellos.
La noche se fue derramando lentamente. La oscuridad adquirió cierta intensidad y la mujer policía por primera vez en horas dejó de mirar la pantalla de su celular. Los mensajes de WhatsApp seguían llegando, pero ella dejó de atenderlos.
¿Qué hacía ahí, velando a un muerto del que nadie se preocupaba? Llamó a la central. Dijo quien era, donde estaba y su tarea. Luego preguntó sin mayor esperanza:
—¿Los de Científica? –No hubo respuesta.– ¿Los del SAME? –No hubo respuesta–. ¿La morguera? –La respuesta fue una grosería que ella disimuló con su mejor ánimo.
Tan pronto como informó “me retiro”, escuchó terminante “ni lo piense”. Eso fue todo.
Ni-lo-piense. Eso significaba que si abandonaba la custodia sería sancionada. Sumario, suspensión y verdugueada. Así funcionaba el sistema disciplinario.
Se abría un sumario que un desgraciado redactaba de acuerdo a las órdenes que recibía; con base en el informe del sumario se aplicaban los días de suspensión y, finalmente, se le encomendaba al castigado las peores tareas. Esa era la verdugueada. Para una mujer la verdugueada era doble, o triple. O más, de acuerdo a la calentura que tuviera el comisario con ella y, en especial, cuántas veces la mujer había rechazado la propuesta de tener relaciones sexuales. Se lo dijeron apenas ingresó a la fuerza “acá hay una sola manera de ascender”. La cama era el examen de aptitudes, la medida de todas las virtudes y también de la inutilidad.
Un comisario le dijo alguna vez que debía considerar especializarse en la fórmula de la felicidad “3i+1p2”. Ni quiso saber de qué se trataba esa receta para la felicidad.
Esa noche iba a hacer frío y la mujer estaba un tanto desabrigada. La Calle del Medio no ofrecía muchos reparos. Algún zaguán de alguna vieja casona podría ser un buen refugio, pero todas las puertas estaban bien cerradas. El barrio estaba clausurado y, aunque ella no lo había notado durante todo el tiempo que se dedicó a recibir y a enviar mensajes por WhatsApp, la soledad se apropió de la calle en una metástasis que se propagó rápidamente. El cadáver quedó envuelto en esa mezcla de noche y vaho, los gorriones no volvieron sobre el muerto (ya descansaban en sus nidos), y una legión de cucarachas y ratas se alistaba para el asalto.

11
—Es un reclutador. –Dijo el viejo sicario respondiendo a la pregunta de “El Interrogador” sobre el muerto abandonado en La Calle del Medio.
Ruborizado se corrigió de inmediato:
—Perdón, era. –Se persignó varias veces y luego besó al Cristo de la cruz de su rosario nacarado.– Pero yo no tuve nada que ver. Ya no estoy para estas lides.
—¿Quién lo mandó a matar? –El viejo reclutador se sorprendió por la pregunta.
—¡Qué impertinencia! Quiere hacerme un soplón.
—Curiosidad sin mala leche.
—Esas cosas no se saben y si se saben no se dicen. Usted debería saberlo mejor que nadie.
—¿Muchas veces le preguntaron sobre mí?
—Si usted supiera.
Fue suficiente. Era todo lo que “El Interrogador” necesitaba escuchar.
No hubo más diálogo. Tampoco el viejo volvería hablar después de ese disgusto.
“El Interrogador” y el reclutador se conocían demasiado. No fue este viejo asesino quien lo introdujo en el Sindicato. Pero conocía su fama y le tenía aprecio. Su palabra siempre era escuchada. No hablaba por hablar y nunca decía algo demás. Sabía que muchas veces lo habían consultado para que soltara prenda sobre algunos trabajos de “El Interrogador”. Pero también sabía que nunca lo había delatado. “Códigos son códigos”. Solía repetir. “Soy de la vieja escuela. No estoy en alquiler”.
“El Interrogador” se convenció de que nadie iría por el cadáver de un reclutador. Sin amigos ni familia, esa era la condición. Y sin amigos ni familia nadie te sostendrá una vela en tu entierro. Le hubiera gustado saber por qué había sido eliminado, cuál había sido su error o su traición. Pero de eso nadie lo informaría. “Códigos son códigos”. Y siempre es bueno que así sea.
Los reclutadores eran todo un asunto. “El Interrogador” bien lo sabía. Él era un interrogador. Así comenzó su trabajo y desde entonces por ese título se lo conocía. ¿Su tarea? “Hacer hablar”. De eso se trataba. Y era un experto.
Pero un reclutador pertenecía a otra dimensión. Eran los sicarios de los sicarios, los expertos, los descubridores, los amautas ante quienes todos se rendían. La sabiduría primigenia en el arte de matar por encargo.
Cuesta imaginar a esos hombres. Veían en un simple ratero el toque mágico de la muerte. No era su porte, ni su manera de hablar, ni sus caprichos, ni fanfarronadas. Era el modo de mirar, de ajustar la mirada con total precisión. Era el músculo siempre tenso pero con la tensión correcta. Era una mente abierta a los imponderables. Y sobre todo, tipos sin el menor escrúpulo. ¿Hay que matar al propio hijo? De acuerdo. ¿Cuándo? Hay que matar a la amante. De acuerdo. ¿Dónde?
Sin amor y sin odios. Solo dinero. Bello dinero. Abundante dinero.
Esa rara amalgama era la que un reclutador debía descubrir en un aprendiz de sicario. Luego formarlo, hacerlo hábil y cruel. Preciso. Temerario. Discreto.
Su acierto era el acierto de muchos clientes, su error (o su traición), su propia muerte a manos de otro reclutador. Porque esta era una ley consuetudinaria, “contigo solo se meten los de tu clase”. Nunca un verdugo por debajo de una casta, nunca uno por encima de ella. Había que respetar las castas.
Los que estaban por encima de los reclutadores eran muy pocos, los jefes, casi el último eslabón en la larga cadena del crimen organizado. Se decía “casi el último” porque nunca se sabía quién realmente estaba en la cúspide por encima de todos. Ese era un verdadero secreto de Estado.
Hubo guerras que se declararon luego de un asesinato a manos de un sicario. Hubo presidentes que murieron por el ataque certero de un esbirro.
Ni se saludaron cuando “El Interrogador” se marchó. El viejo sicario hubiera dicho “detesto las despedidas”. Era una cuestión sentimental, si hubiera tenido que despedirse de cada uno que despachó al otro mundo, le habría faltado tiempo para cumplir con su trabajo.
Apenas un movimiento de la mano, una mirada discreta. Eso fue todo.

12
La lucha es el patrimonio de los tenaces. Un bien preciado entre aquellos que consideran que han venido al mundo, no para pasar por él como una suspicacia, o el prejuicio de una sangre que teme hasta de su propio temperamento, o de una equivocación entre moléculas humanas.
Luchar y luchar. Obstinarse. Insistir. Ser una luchadora insistente. Una niña tenaz.
Así pensaba Taga que debía comportarse ante Tía Mau y Don Modesto. Ellos debían saber que nada la acobardaba. Ella no lo comentó, pero vio cada disparo penetrar la humanidad de ese desconocido que quedó muerto en La Calle del Medio.
Un disparo en el vientre. Un disparo en el pecho. Un disparo en la frente. Uno. Dos. Tres.
Uno seguido de otro.
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
Y vio salir la tripa bajo la espalda, un trozo de corazón rodar hacia la alcantarilla y ceso y hueso por la nuca. Pero Taga no sintió miedo. Sí curiosidad. No conocía aún la palabra morbosidad, pero ella no tenía morbo.
La curiosidad es la razón de los apasionados. Es la curiosidad lo que mueve a los más asombrosos descubrimientos. Diminuta Perséfone, intensamente curiosa, obedeciendo a una madre que solo sabía huir de ella y que por su propio impulso bajó al submundo de la muerte para ver correr la sangre de Marciano y luego, junto a Modesto, la sangre de un fulano que tal vez mereció aquel castigo. Propios prados de Asfódelos donde apreciar las almas, la niña sostenía su curiosidad en la fortaleza de su condición de paria.
¿Por qué calló?
Qué no se hubiese pensado de esa niña que siendo tan pequeña llevó un revolver oculto en una vieja y oxidada lata de leche en polvo, tal y como se lo ordenó su madre para matar a su salvador, al que la rescató de pedófilos y viejas matronas dispuestas a hacer fortuna vendiéndola al mejor postor.
Vengativa. Pequeña asesina.
Vengativa. Pequeña delincuente.
Pequeña que goza asistiendo a un homicidio a sangre fría y observando como curiosa espectadora la ejecución de un hombre al que no conocía pero intuía. Como aquel viejo que terminó colgado del techo de su rancho y al que le amputaron su miembro por degenerado.
Todos los degenerados –así pensaba Taga–, deberían recibir su merecido.
No Marciano que murió porque su destino era el del que iba a ser traicionado sin sospechar.
Pero todos los degenerados deberían recibir su merecido.
Así debió ser con aquel hombre muerto al que se rodeaban ratas y cucarachas atraídas por el olor de la carne muerta. Merodeaban por el cadáver como merodeó la mirada de Taga sostenida de la mano de Modesto, cuando fue directo a buscar el fondo de los ojos del finado para hurgar hasta dar con el hueco por donde la última bala pasó disolviendo el seso en una pasta casi líquida.
“El Interrogador” a pesar de hallarse a una discreta distancia del hombre y de la niña, captó al instante su carácter y hubiera hablado con ella de haberse presentado la oportunidad. Pero Don Modesto no lo hubiera permitido.
Para un sicario adusto y veterano, aquello hubiese sido como cuidar el retoño de la original materia de la muerte por encomienda. La sustancia primigenia que hace que un hombre o una mujer dejen de ser apacibles moradores de un mundo sin entusiasmos, a ser los portadores de la muerte en las dimensiones de una bala del calibre adecuado.
Cómo no sentir curiosidad por aquella niña que parecía escuálida, pero no lo era, que solo era pequeña, y prometía en su modo de mirar una lluvia de ácido que limpiaría la mugre citadina con su insoportable olor a orín, a ratas, a cucarachas.
Una lluvia terminal que acabara con toda la inmundicia que ascendía del lodo de los arroyos sumergidos y entraba en las personas por sus fosas nasales, por sus bocas, por los poros de su piel, para hacerlos rodar por las calles como cáscaras de una humanidad perdida.

13
La mujer policía permaneció haciendo guardia. Un estoicismo más bien surgido de la obediencia debida que de la lógica. Hacía frío y estaba desabrigada. Sola, aterida de frío y sin comprender por qué había sido abandonada, todo lo que ocurría a su alrededor se desvirtuaba por el cansancio extremo y la pavura que le provocaban ratas e insectos.
Vio a las ratas. Tembló. Vio a las cucarachas. Tembló. Se juró no intervenir. ¿Qué mérito tendría salvar de la voracidad de insectos y roedores un cadáver que a nadie parecía importarle?
La oscuridad disimulaba al muerto, las pequeñas luces que llegaban de la plaza no lograban iluminar el cadáver que se iba deformando a medida que se hinchaba producto de los gases por la descomposición de los tejidos.
El camión recolector llegó por la avenida. Tomó La Calle del Medio, la que encontró cerrada al paso. Detuvo su marcha. Ya no había aplausos de los vecinos para ellos. Al principio de la pandemia se asomaban a sus balcones o a las puertas de sus casas para aplaudir a los recolectores de basura. Pero eso se había terminado hacía unos días. La admiración dura lo que el vuelo de una mariposa. Del encanto de la amabilidad expresada en una salva de aplauso, se pasó al desgano de los desencantados.
El primero que vio a la mujer policía tratando de protegerse detrás de un robusto árbol fue el chofer, el más experimentado de los trabajadores. Llevados por la curiosidad, los otros dos recolectores se asomaron por detrás del camión y también vieron a la confundida mujer policía cubierta por la oscuridad de la noche. Aun a metros de la mujer policía captaron su abandono y también su miedo a la legión de ratas y cucarachas.
Gritaron para llamar la atención de la mujer:
—¿Todo bien, Doña? –Tres palabras para transmitir consuelo. La mujer saludó alzando su mano.
—De guardia. –Dos palabras para transmitir su fastidio.
Uno de los recolectores, el que estaba más alejado, pero que tenía un olfato excelente, preguntó:
—¿No sentí el olor a podrido?
—No. Ya me acostumbré. No huele peor que mi jefe. Roñoso. Sobaco y huevo huelen peor que este muerto.
—¡Traelo pa’cá que acá no se nota! –Rieron a coro los dos hombres. A la policía no le causó gracia, nada la distraía de su enojo y temor.
—Lo que me joden son las ratas, les tengo miedo.
Los hombres se mostraron comprensivos.
—Quedate tranquila, che, que con vo’ no se van a meter. Las tipas comen y se van a esconder. Las ratas rajan de la poli, no son boludas.
—Acá la única boluda que hay soy yo. ¡Joderme por culpa de ese hijo de puta!
—Hijo de puta, hay en todo lado, doña. –Una verdad dicha de manera sencilla.
Los hijos de puta abundan en todas las latitudes. Los peores son los portadores de uniforme. Hay que saber detectarlos y eludirlos.
Los hombres se apiadaron de la mala fortuna de la mujer policía, de guardia, custodiando a un muerto que hedía ha podrido. Por eso ofrecieron llevarse al muerto para arrojarlo en el CEAMSE.
—Queré llevamo el muerto, lo tiramo en el CEAMSE, a nadie le calienta otro muerto. ¡Sabé la de muertos que tiran por allá! –Ella no lo sabía y nunca lo había imaginado.
La propuesta era tentadora. Trató de considerar la oferta.
No sería el primer muerto que terminaría sepultado por toneladas de basura. Nadie daría con él hasta que ratas y perros cimarrones dejaran al descubierto la osamenta.
No eran las personas las que ponían al descubierto los esqueletos. Los cirujas que asaltaban las pilas de basura en busca de comida no se comprometían con el hallazgo de un muerto. O más de uno. Porque hubo ocasiones en que toparon con más de un cadáver a los que ignoraron prudentemente. Nada de comentarios por los hallazgos, todos los cirujas sabían aquello de que “en boca cerrada no entran moscas”. El buche bien cerrado. Silencio. ¿Volverían a la vida esos muertos porque ellos llamaran la atención de policías y fiscales? De ninguna manera. Lo que muerto es, muerto será para siempre.
Cuando llegara la policía o un fiscal o un forense o un payaso de circo para saber del muerto, ellos ya no estarían allí. Y los funcionarios judiciales y policiales no se comportarían de manera muy diferente a los hambrientos. Obligados por su condición de funcionarios públicos, se limitarían a mirar a un lado al otro de los basurales, buscando en el roñoso horizonte del basural una respuesta aceptable, harían uno que otro comentario absurdo, y luego meterían en una bolsa negra lo que quedaba de el o los difuntos para marcharse silbando una pequeña melodía fúnebre. (Pobre infeliz ya lo llevan a enterrar…)
La mujer policía concluyó que si bien la oferta le parecía interesante, no tendría cómo explicar a sus superiores que el cadáver había desaparecido sin que ella se diera cuenta. Decir que se quedó dormida no era un justificativo, era una declaración auto condenatoria.
No había comparación entre el baile de las ratas y las cucarachas y el pútrido olor del muerto, con los castigos que sus mandamases ordenarían contra ella por perder de vista a un muerto el que se le había asignado custodiar.
Agradeció a los recolectores de basura por su solidaridad y les sugirió que se marcharan por donde habían llegado. Y eso hicieron. Saludaron, el chofer dio marcha atrás hasta quedar en condiciones de retomar la avenida, y se despidieron.
En La Calle del Medio una pálida luz exageraba el color de la piel exangüe del cadáver, amarillada como un papiro degradado.

14
Tía Mau no pudo pegar un ojo toda esa noche. Estaba en su cama arropada con abundante abrigo. Reconocía el pequeño sonido que producían el pestañeo de los ojos de Taga, quien tampoco podía dormir. Solo ella captaba ese imperceptible zumbido de las pestañas rozando el aire húmedo de la casa.
En cambio, Don Modesto cayó como desmayado. La lentejada le enderezó el espíritu con el picantito del chile con el que Tía Mau condimentó el guiso.
—Te volverá el alma al cuerpo –le dijo antes de que Modesto probara el primer bocado. No le advirtió del picoso sabor de las lentejas. Modesto trató de no lagrimear, lo que hubiera ofendido a Tía Mau, quien no sabía aceptar una crítica a su modo de preparar la comida.
Tía Mau dejó su cama. Afuera, y a pesar de la distancia que había entre su habitación y el lugar donde yacía el muerto, oyó la ronda de las ratas y hasta la ronda de las cucarachas. También el mordisco en la carne. Sin siquiera asomarse sabía que afuera no había estrellas. Apenas unas luces pálidas que salían de la plaza, pero que casi no se animaban a alcanzar al cadáver. La mujer policía, en cambio, se mantenía de pie apoyada en el robusto árbol que a esa altura se había transformado en una esperanza, en un consuelo.
“Mañana no dejaré que salgan” Así se dijo a sí misma Tía Mau mientras pasaba la mano por su cabellera. Repitió “no, claro que no dejaré que salgan”. Lo decía mientras trataba de alisar el cabello que persistía en su desorden.
Aquel cadáver se había metido hasta en su cama. Insoportable resultaba un muerto al que nadie había invitado. Tía Mau no se molestaba porque se trataba de un completo desconocido. La fastidiaba el modo en que se coló bajo las mantas. “Pobrecito. Ha de estar muerto de frío”. Así pensó mientras suponía que se abrirían para el finado las puertas del Reino de Dios. Pero enseguida cambió de opinión. Eso fue, apenas vio sus ojos de los que salía un murmullo negro y olía a carne que se quema como la de aquel abuelito que había violado. El olor de la venganza es inolvidable y ella llevaba ese perfume colgado de su cuerpo como una joya encenizada. Entonces cambió la compasión por la cólera.
“¡Quién se habrá creído!” Tía Mau retuvo un ademán entre sus manos porque estaba dispuesta a poner al muerto en su lugar. Convino que el hombre estaba bien muerto. No solo “El Interrogador” estaba al tanto de quien era ese. Ella tenía buen juicio para adivinar a qué se dedicaba el finado. “Olvídense de llorarlo”, los reclutadores no merecían lágrimas ni oraciones.
“Más vale que todo lo arreglaría con un buen fósforo”. Eso hubiera hecho con solo un fósforo. De ese modo le había arrojado fuego a aquel desgraciado que la violó de pequeña. A este le correspondía el mismo destino. “¿Quieren que les diga? Échenle fuego. Quemen hasta sus zapatos. No dejaré que Taga vaya a hurgarle los ojos nuevamente. Esa niña no puede medir las consecuencias. Será que vio matar a un hombre cuando su madre le disparó en la nuca. Ella apenas esquivó la sangre para alcanzar la mesada donde esperaba un mendrugo de pan que alguien lo tome. ¿Se da cuenta Dios qué raro es eso? No dejaré que Don Modesto me convenza. Él va siempre como un ánima que apenas puede cargar con sus pecados y pone esa cara de carnero degollado. Siempre riendo, como niño. No dejaré que vuelvan al muerto”.
Ella sabía qué hacer con Taga y con Modesto, pero no sabía qué hacer con el muerto metido en su cama y con la mujer policía que andaba rondando afuera de la casa como si ya supiera donde encontrar al finado. Ella no quería saber nada con que la policía se le pusiera de frente y la mirara hasta malquistarse con ella por esconder al muerto. No fue obra suya. Tampoco de Dios. Son cosas de los muertos que no respetan a nadie. Ella no lo había invitado. Pero dudaba de que la mujer policía le creyese.
Debía rezar y debía rezar mucho. Una misa no estaría mal pedirle al cura de la parroquia porque ese era un hombre comprensivo. Juntaría monedita para darle para la misa. Amén.
Cuando pensaba en estas salvaciones llegó Taga porque olió al muerto. No lo vio, solo lo olió, pero fue suficiente.
—¿Qué está haciendo Tía Mau? –La mujer tuvo que pensar qué le diría.
—Estoy muerta de miedo –fue todo lo que atinó a responder.
—Yo también –dijo Taga–. El muerto no se ha tardado en venir. Pero apenas salga el sol se irá. Se lo juro.
Tía Mau debió preguntarle cómo sabía aquello. Cómo sabía que las dejaría en paz.
—Abra la cama y déjelo salir.
Tía Mau obedeció. Quitó las mantas, todas. Un aire espeso corrió hasta la puerta.
—Por suerte no absorbimos al muerto. –Tía Mau suspiró conmovida.
—No hay lugar para otro –dijo Taga, quien llevaba encima a Marciano muerto por su madre.
—Mañana, mi hijita, no se saldrá de esta casa. Ni usté ni el Modesto.
Taga hubiera querido explicarle que ella no tenía ningún poder sobre los muertos, pero no podía sacarse de encima a Marciano, quien no le reprochaba nada, nada, pero que estaba triste, disminuido como un viejo que ha quedado reducido a unas pocas morisquetas. Y eso que había hecho lo que Maura le pidió con ese violador. ¡Todo para terminar con un tiro en la nuca! Marciano nunca le reprochó que ella, justo ella, fuera quien llevara el arma. “Apenas una criatura –diría Marciano si tuviera oportunidad de decir algo–. Qué iba a saber ella”. Eso era todo lo que quería decir.
—Lo que usté diga, Tía. Lo que usté diga.
Tía Mau se dio por satisfecha. Como el muerto ya había salido de su cama, invitó a la niña a dormir con ella. Se acomodaron una contra la otra y soñaron.

15
“El Interrogador” terminó su visita al viejo reclutador, salió de su casa decidido a volver donde el muerto. Quería echarle una mirada antes de que las ratas devoraran las blandas carnes del rostro. Después se iría a alguno de sus refugios o viajaría en dirección al oeste hasta confundirse con el olvido.
La noche, a esa hora, estaba mansa y había adquirido la fisonomía de una catedral. La poca luz que surgía de esa serena oscuridad se desbarataba al instante. La soledad le agregaba cierta confusión al ambiente nocturno y se oían gritos con sabor a sangre. Algunos palurdos libertarios voceaban sus consignas con total malicia. Quemaban barbijos con los que habían hecho unas pequeñas antorchas negras y celebraban sus bravuconadas. Envolvían el extremo de una larga caña con barbijos a los que rociaban con alcohol para incendiarlos. Cuando el fuego se volvía mucho más que un murmullo, danzaban. Los labios amoratados, el rostro sudando gotas de funerales y la lengua almidonada hasta perder la cuenta de los rezos repetidos al Dios de las pandemias repartiendo su lepra, plagas y niños muertos.
El corazón de “El Interrogador” latía como si estuviera a cubierto bajo una cobija roja, lentamente, diástole y sístole, y permanecía indiferente al griterío de los anticuarentena. No temía a sus embrujos. A sus copulaciones de sombras y maldiciones. Estaba despierto como si fuera la primera hora del día.
No tenía sueño para nada. Despabilado sin interesarle lo que le pudiera esperar.
Por su condición de insomne, cualquiera diría que estaba muerto y no lo podía asumir. Dormir, soñar, morir. Apenas dos o tres horas por noche eran suficiente. Suponía que al morir todas las fatigas se disiparían por cada palada de tierra arrojada a su tumba por un par de empleados municipales que jamás se interesarían por su biografía. Seguramente no se preguntarían quién sería el tipo que estaban sepultando, si un mirón despavorido, un escuálido de manos sudorosas y sobacos insoportables, un inútil sirviéndose de los otros. La muerte le echaría al olvido como se olvidan las cosas inútiles.
Dormir poco y liviano era uno de sus mejores hábitos. Si no estaba en alguno de sus refugios no tenía un sueño profundo. Morir profundo era morirse un tiempo. Estaba siempre en vigilia, atento, el arma amartillada en alguna de sus manos. Ser ambidiestro era una ventaja extraordinaria. Y esa noche no dormiría. Quería echarle el ojo al reclutador muerto. Intuía que debía haberlo visto en alguna oportunidad.
Reclutadores y sicarios no suelen cruzar sus caminos, van en sentidos diferentes. Unos buscan la vida entre la sangre, detectan las intenciones homicidas donde otros creen ver virtudes. La virtud y el pecado son parte de la misma estrategia, solo hay que comprender su real naturaleza para aprovecharse de ellos para bien o para mal.
Los sicarios, en cambio, buscan la sangre, cargan en sus espaldas los camposantos que consumen a los destinados a ser asesinados y allí los arrojan. Van de aquí para allá, desbaratando gentes, trozando cuerpos, absorbiendo la sustancia humana con la que se nutren.
Reclutadores y sicarios se evitaban, era sabido, pero él comenzó como un interrogador y un interrogador tiene otras fronteras; no es lo suyo descubrir o matar, es obtener la confesión necesaria, lleve el tiempo que lleve. El destrozo es lento, paradójico, son agujeros por donde escurre la desdicha como un infortunado acidito hasta que vuelve al atormentado un estremecimiento. Ay, ay, ay. Llegar donde el grito se gesta entre la miscelánea pegajosa de las células. Ay, ay, ay,
Recordaba que los servicios de los interrogadores fueron requeridos para atender a un traidor que delató a un reclutador que murió asesinado por esa delación. Al pobre reclutador le echaron cien puñaladas por la espalda. Y aunque nadie lo podía creer, resultó cierto. ¡Cien cuchilladas! Las contaron. Se acomodaron ante el cadáver y las contaron. Hasta cien. Una, dos, así hasta cien.
Deshicieron sus pulmones a puntazos y cayeron al piso como un manojo de bronquios y alvéolos.
De ese crimen nació una venganza. De tan triste asunto se ocupó el Sindicato.
Hubo misa para el finado, la hubo, vale decirlo. Fue un día de muchos pájaros que andaban bajo las nubes revoloteando. Graznaban sobre las cabezas de los del cortejo fúnebre como esperando la revelación de un secreto sobre el reclutador asesinado.
Fue un día triste que “El Interrogador” recordaba vívidamente. No triste para él a quien la tristeza no le llegaba al corazón. Triste para la causa, para el Sindicato.
Luego, a la medianoche, trajeron al traidor. Fue de noche y se tardaron, quizás era ya la madrugada cuando lo trajeron. El hombre estaba envuelto en hojas de periódicos y no llevaba ni una ropa. Le habían sellado los labios y los ojos con brea. Hubo que abrir los labios con una filosa navaja, la que usaba el finado para afeitarse cada mañana. Los ojos permanecieron lacrados hasta el último sacrificio. Alguien le dijo “¿querés ver lo que hiciste?” Entonces cortaron los párpados.
Se trató de toda una ceremonia. Algunos reclutadores estuvieron presentes, los interrogadores, todos, y casi nadie con alguna jerarquía quiso quedar al margen del castigo al Judas que, al mismo tiempo, era el merecido homenaje al asesinado.
“El Interrogador” recordaba todos los rostros. Aunque no había luz o la luz era apenas pábilo y suspiro, él había podido reconocer cada uno. De aquellos que estaban en los rincones o tenían la tez oscura o se escondían tras las amplias solapas de sus sobretodos.
Si el hombre que yacía muerto en La Calle del Medio estuvo en esa ceremonia, él lo reconocería. Y quería saberlo. Avanzó atravesando el revuelo de los libertarios que le abrieron camino como si supieran qué les convenía.

16
—Válgame Dios, qué ruido es ese. –Tía Mau se santiguó– ¿Es usted Don Modesto?
Modesto dormía a pata suelta cuando se oyó el grito que vino de La Calle del Medio. No era él quien gritaba. Modesto no sabía gritar, nunca alzaba la voz. Siempre hablaba en voz baja, no con temor sino con cuidado, con modestia. No quería que lo regañara ni Tía Mau ni Taga. De ese modo, él creía que podía evitar que Taga le preguntara cómo había terminado viviendo con ellos. Así que Don Modesto solía hablar como si cayera la lluvia delante de su rostro.
El grito que despertó a Tía Mau era un grito humano. Taga también lo oyó, pero ella, a diferencia de Tía Mau, no se persignó. Podía ser apenas un sueño y no un aullido. Los muertos no chillan. Ella podía afirmarlo. Cuando Marciano murió solo se oyó el ruido de la cabeza golpeando contra el mármol de la mesa y luego, seguido, contra el piso. Aunque el segundo fue un golpe líquido, un emplaste de golpe contra la baldosa, seguramente porque los huesos ya estaban rotos y el seso y la sangría le salía por los ojos, las fosas nasales y la boca. ¡Plaf! Eso creía Taga, oyó cuando su madre mató a Marciano. No fue un alarido.
El berrido debió despertar al barrio, pero como estaba a oscuras solo se lo podía ojear. Había que encontrar el grito para verle la cara, de lo contrario no había forma de saber de qué boca había salido.
¿La mujer policía habría gritado? ¿Podría haber sido ella la gritona, allí solita a merced del muerto o de las ratas o de las cucarachas?
Taga adivinó la pregunta que Tía Mau se hacía en ese momento.
—No, la mujer policía se ha ido, dejó al muerto a la manada de ratas porque ya no sabía cómo evitar verlas. Y hay un hombre que al cabo sostiene una linterna con la que alumbra al muerto porque quiere verle el rostro, pero se lo han comido.
Tía Mau sintió horror por lo que Taga comentaba agitando las manos como tratando de ahuyentar lo espantoso que sonaba aquello.

17
La luz sobre el rostro. Cuando los hombres se acercaron iluminando al muerto, las ratas huyeron. La mujer policía los vio venir, pero no atinó a nada. Quedó paralizada. Frío y miedo, mala combinación.
Uno de los hombres se le acercó, la apuntaba con un arma que a ella le pareció inmensa. La muerte, vista de cerca en la boca de una pistola calibre nueve milímetros, tiene una dimensión increíble.
—Quedate en el molde si querés vivir.
A la mujer policía no le surgía la voz. Ella no podía ver el rostro del hombre que la amenazaba. Tal vez llevara un pasamontañas para ocultar el rostro, pero no podría afirmarlo. Apenas se le acercó cerró los ojos y solo los abría con intermitencia queriendo ver pero sin querer mirar.
No pudo decir ni si ni no. Enmudecida solo atinó a mover la cabeza afirmativamente.
En voz baja el hombre agregó:
— Dame tu arma, el garrote y las esposas. También el celular y el comunicador. Si te quedás en el molde te la llevás de arriba. Vos no viste nada, ojos que no ven corazón que ni siente. –La mujer asintió nuevamente y mantuvo sus ojos cerrados, los párpados apretados. Entregó todo lo que le pidió el matón, quien guardó todo en su mochila. Luego el hombre le habló al oído.
Le prometió golpearla con discreción. Nada brutal, tal vez uno o dos culatazos en la cabeza y una trompada en un ojo. Un ojo amoratado en la mujer sería más que convincente.
—Nada que tu marido no te haya hecho. –Así le dijo. Ello podría haber respondido “lo hubiera matado”, pero estaba demasiado acobardada como para hablar de su vida marital.
Dos culatazos y una trompada, así le robaron el arma, la placa y todo lo demás. Creíble. No era exagerado. Además, no tenía opción y siendo mala, sería la mejor ante lo que le haría su jefe si sospechara que ella no opuso resistencia. Era buen negocio, dos culatazos y una trompada y después a casa, a bañarse, a dormir y olvidarse del olor pútrido del cadáver y de esas malditas ratas que le comieron el rostro en minutos.
Uno de los hombres traía dos grandes bidones. Estaban cargados con gasoil. Iban a prender fuego al muerto.
Quemar un cadáver no es tan fácil como el común de la gente cree. Tarda en carbonizarse, combustiona lentamente, el cuerpo se rebela contra el fuego.
Hay que saber ser paciente, esperar que arda el tejido adiposo que es el que va quemando hacia adentro, hasta el hueso que resiste el calor con prepotencia.
—Un fueguito no te viene mal –dijo uno de los matones y soltó una pequeña carcajada–se nota que estás cagada de frío.
La mujer policía empezó a temblar. Nunca había visto quemar un cadáver y sentido ese olor a carne asada. Pero no iba a soltar la lengua, no iba a gritar y ni menos mirar. Solo oía y olía, aunque metió la nariz dentro del uniforme para olisquear su transpiración y no el tufo que despediría el muerto cuando le prendieran fuego. Fue cuando pensó en por qué había dejado la estampita de la Virgen sobre la mesita de luz la mañana en que salió de la casa para prestar servicio.
Faltaba poco para el amanecer y todavía la noche abundaba en la ciudad. Y ella se puso a pensar en la estampita de la Virgen. ¡En la estampita de la Virgen!
Estaba tan confundida que no recordaba ningún rezo, así que lo inventó. Murmuraba un Ave María atrás del otro y los hombres dejaron de rociar el gasoil sobre el cadáver porque oyeron ese murmullo que los distrajo.
—Rezá, rezá –dijo uno de ellos–. Siempre le rezo a la Virgen.
La mujer policía no creía que esos tipos siquiera supieran de la Virgen y menos que alguna vez en su vida le hayan rezado a un santo. En ese momento invocó a Rosario Tijeras. Qué consuelo. Rosario Tijeras a ti te imploro y a María Auxiliadora y al Divino Niño. Santa Muerte, Rosario Tijeras.
Tijeras, tijeras, navajas, puñales, cruces. Cruces hechas con puñales y santas calaveras.
San La Muerte me proteja. Si no Nazario que murió dos veces. San Nazario de la Santa Muerte. ¡Dame tu espada de Templario! ¡Hay tanto para rezar que no alcanzaría el tiempo! ¡San Juditas! ¡San Juditas! ¡A ti me encomiendo! Todo eso pudo rezar en un segundo. El tiempo es relativo cuando se está muriendo, lo que a veces transcurre durante años, en ese momento se precipita sobre uno y lo aplasta.
Por la esquina pasaron a la carrera una docena de palurdos libertarios con sus antorchas fabricadas con barbijos. Llevaban unas pancartas en la que prometían la muerte en cápsulas de 5G y otras donde la tierra era plana como una hoja de papel manchado. La conspiración del nuevo orden mundial llegaba envuelta en una jeringa y el veneno nada sutil de unas vacunas comunistas.
Los palurdos olieron el gasoil y se entusiasmaron. Al tiempo que los libertarios se detuvieron para observar a los hombres ante el muerto y una figura que parecía humana, uno de los dos matones encendió el cadáver y las llamas bramaron hasta una altura de tres metros. Los palurdos libertarios quedaron lelos, a lo lejos, absortos, pensando en qué maravillosa era La Calle del Medio, la más plana de todas las calles de la Tierra. Un corredor de luz se hizo hasta ellos. Cuando uno de los hombres desenfundó el arma y los apuntó huyeron despavoridos. El hombre gritó “fuera bichos, qué carajo miran”. Pero era seguro que ninguno de los palurdos pudo haber oído ese grito.

18
La vida no es justa. Por supuesto. La suerte de la mujer policía siempre es escasa. ¿Quién lo sabe? Desde la tarde anterior, cuando la abandonaron junto al cadáver, esa convicción se hizo más fuerte en esa mujer. Nadie creería por lo que estaba pasando, aun si lo contara en la intimidad de alguna reunión familiar. Exagerada. Como todas las mujeres, exagerada. Lloronas. Haciéndose la víctima como la mayoría. Histérica. El insulto preferido. Histérica. ¿Te vino el período? Vaya asunto.
“¿De qué se queja?” Pregunta que tendría una larga respuesta. Luego, “¿qué tenía de malo un cadáver pudriéndose sobre el asfalto? No sería ni el primero ni el último”.
¿No la habían preparado para asuntos tan poco agradables como ese? “Para eso y mucho más”, seguro diría algún comedido que en su vida había visto un muerto ni siquiera en fotos.
Las fotos no hieden a carne podrida, si las ratas las devoran es solo papel; no se queman durante horas perfumando el viento con el insoportable olor de la carne humana chamuscada.
Las fotos son fotos, solo retratos de pigmeos humanos, tímidos liliputienses encerrados en una impresión en blanco y negro, o en colores que pierden su vitalidad con el paso del tiempo, por la humedad, el calor, el sudor de las manos, el abandono.
“Tanto problema por un muerto podrido. ¿A cuántas personas has matado en tu vida, mujer policía?” ¿Qué pregunta era esa? Si debía responder con la verdad diría “ninguna”. Apenas se hizo policía para ganarse un sueldo y pucherear en una casa llena de niños y niñas y viejos y viejas que sobrevivían con lo puesto. Sobrevivir era lo suyo. Sobrevivir.
Y entonces estaba con un muerto en la acera que se estaba quemando y dos matones que le robaron todo lo que llevaba y le proponían una golpiza como solución a su salvación. ¿Esa era vida?
“No te preocupes, mujer policía”. Le habría dicho el comisario. “Solo ábrete de piernas y nada de todo esto estará en tu legajo.” Jamás. “Mi culo es mío y se subo quien yo quiero”, esa habría sido su respuesta.
Hubo un ligero zumbido que salió del muerto, un ruido de infierno, agudo, penetrante. Era el último sonido de la muerte. Uno de los dos matones se acercó donde ella. La mujer policía cerró los ojos y bajó la cabeza, esperó lo prometido.
—Tomátela. –Así le dijo el matón–. Aquí no ha pasado nada. ¿Ta claro?
No hacía falta decir algo más. El cadáver ardía. La mujer vio ascender luego del sonido de la muerte un polvo rojo que salía del muerto. El sonido se había calcinado justo a la altura de la robusta calavera.
La noche se desvanecía. La mujer policía estaba dispuesta a obedecer, se iría en dirección a la avenida. Caminaría por ella en dirección este, hasta llegar a algún lugar en que pudiera tomar contacto con un móvil policial. Antes de irse reclamó los golpes. Los hombres rieron.
—Los culatazos –dijo ella–. El ojo morado. Los necesito.
—Sabés las cosas que yo necesito. Mejor tomátelas. –Eso fue todo lo que respondieron–. No queremos verte más, rajá de acá, loca de mierda.
Llegó el insultó, faltó “histérica” para que la mala suerte fuera completa.
Nada resultaba como era esperable. Mejor irse todavía viva y entera. Mientras se alejaba oyó a un matón gritarle:
—Si querés un favor pedíselo a tu jefe, hace rato que te tiene ganas.
“Hijo de puta. Arreglado con ese guacho. Hijo de puta”. Pero esto no lo dijo en voz alta.
¿Qué peor que un sumario por abandono podía sucederle? Como castigo la mandarían al último sucucho policial, a juntar mierda con una cuchara, a lustrar cucarachas, a escuchar, hablar de hemorroides, cánceres y esas cosas que regala la muerte en pequeñas cuotas a seres que nunca disfrutaron la gracia de Dios, la Virgen o de Rosario Tijeras.
Después de todo era un trabajo de porquería y una paga miserable. Joderse. Bastante bien le había ido con el muerto, las ratas, las cucarachas y esos dos matones que le prometieron una golpiza que no iban a propinarle. Paciencia y resignación, no había que abusar de la suerte. Suspiró y trató de pensar en algo bueno, algo reconfortante, si lo hubiera. No en un amor que no tenía, tampoco en un hijo que no deseaba, pero no encontró nada alegre con qué distraerse mientras se alejaba del muerto y los matones.
Ella, en medio de sus divagaciones, no pudo apreciar la presencia de “El Interrogador”. Venía caminando en dirección al muerto mientras ella se alejaba sin apurar el paso. Él, por una vereda, ella por la de enfrente.
“El Interrogador” vio a la mujer abandonar “la escena del crimen”. Si hubiese estado en sus posibilidades le hubiese advertido que muchas veces las cosas no son lo que parecen. Mucho menos cuando se trata con sicarios, reclutadores y comisarios. Pero un interrogador nunca habla en público con una policía. Sería una señal tan confusa y un interrogador debía ser consecuente con su trabajo. Nada de delaciones salvo las que obtenía de otros por dinero o por órdenes del Sindicato, al fin y al cabo el último contratista del crimen.
Sintió el olor a carne quemada y no tuvo dudas de qué estaba ocurriendo. Los jerarcas de los reclutadores no iban a permitir que una investigación sobre el muerto fuera la entrada a su pequeño mundo de maestros de sicarios. Luego de que el viejo reclutador puso a sus compadres al tanto de la visita de “El Interrogador”, decidieron calcinar el cuerpo. En minutos no quedaría mucho para investigar. Algunos van del polvo al polvo, otros del fuego a la ceniza. Destinos
Los dos matones también se alejaron del incendio. Uno le dijo al otro “¿este asunto a alguno le dará muchos dolores de cabeza?»
¿Cuántos dolores de cabeza se pueden tener si cabeza hay una sola? Con perder la cabeza sería suficiente. El finado ya la había perdido. Podía verse su redonda calavera emerger entre las llamas naranjazules que echaban brillos redondos en todas direcciones.
Recordaba uno de los matones que mucho peor fue cuando debió matar a la primera criatura. Ese fue un dolor de cabeza. Matar a un niño es un verdadero desconsuelo, pero llena de desconsuelos es la vida del asesino, a qué negarlo.
Un reclutador muerto no haría más que escandalizar por unos días, tal vez semanas, a la selecta casta de los reclutadores y a nadie más. Luego de beber a morir en homenaje al finado se irían todos a jugar al póker o gastarse el dinero mal habido en caballos de carreras o prostitutas.
Los matones caminaron por una calle perpendicular a La Calle del Medio y en paralelo a la avenida. Apuraron el paso. No los preocupaba la presencia de un móvil policial. Habían acordado con la policía liberar la zona, ningún otro policía más que la mujer que habían despachado metería sus narices en el asunto. “¿Para qué complicarse con lo poco que pagan?” El comisario prometió total discreción. No le insumía un esfuerzo especial hacerse el distraído por algún asunto más o menos escabroso. Además, regía aquello de que hoy por vos, mañana por mí, y favor con favor se paga.

19

—No lo sé, no lo sé. –Es todo lo que repetía Don Modesto cuando Tía Mau lo sacó de la cama a empellones.
—Sí, lo sabés y muy bien. –Tía Mau estaba como loca. El olor a la venganza había despejado su mente de todo buen pensamiento. Taga no pudo más que echarse en un rincón de la pieza donde dormía Modesto y esperar que la reyerta llegara a su fin.
—¿Pero no sientes el olor? ¿Dónde ha quedado tu olfato, hombre? ¡Carne! ¡Carne quemada! Por ello me gritó el muerto antes de meterse en mi cama. La niña lo ha visto, sí que lo ha visto.
Modesto no iba nunca a interrogar a la niña sobre esa visión. El conocía de sobre la gloria de aquella acción que terminó con el abuelito violador quemado vivo. Siempre sospechó que los bomberos estaban al tanto del degeneramiento del viejo y por eso se retrasaron todo lo que estuvo en sus posibilidades. Llegaron cuando el fuego todo lo había consumido.
Por el otro muerto, el que vio en la calle tirado sobre el asfalto con tres disparos, había perdido todo interés o al menos eso quería hacerles creer a Tía Mau y Taga.
—No sé, no sé de qué me habla, Tía. Los muertos no entran a la cama si uno no los invita. Ni siquiera de lejos se prometen pasar la noche con un cuerpo caliente porque saben que eso les está vedado. Usté lo sabe, Tía Mau. Así que no me zamarree más y piense en qué le dijo al muerto para que se metiera entre sus sábanas.
Pero ella estaba segura de que no invitó al finado. Fue el fuego el que lo empujó hasta ella porque el muerto sabía que era la única persona en toda aquella zona que reconocería al momento el perfume de la carne quemada.
—Habrá sido la niña que lo miró hasta el fondo de los ojos.
Taga estaba desconcertada. Tal vez ese desconocido vagaba por la calle en busca de consuelo y eso le preocupó. ¿Qué pasaría si al cabo de un tiempo el propio Marciano, que era por demás inocente, volvía a ellos a buscar su cuota de consuelo? El remordimiento es un vicio que no se puede saciar.
—Los dos me juran que mañana no saldrán de esta casa. Tal vez me odien o tal vez entren en razones, pero me han de obedecer. No quiero que salgan hasta que el muerto vaya donde Dios le ordene.
Don Modesto no sabía a dónde Dios podía enviar a un muerto que olía a carne quemada. Rumor de fuegos, rumor de pies sobre las propias brazas, hilos de ruidos rojos que salían de la pulpa de los huesos que empezaban a quemarse en una hebra rota y astillada. ¿Dios querría eso?
Don Modesto estaba dispuesto a transigir con todo lo que ordenara Tía Mau. “Pasado mañana será otro día”. Esa era toda su filosofía. ¿Y Taga obedecería?
Tía Mau no dudó en decir:
—La ataré a la cama. Un muerto trae a otro muerto. Quien lo ha mirado mirará la muerte. Nadie saldrá de esta casa a menos que quiera morir a la primera hora.
Eso no estaba en la voluntad de Taga ni de Don Modesto. En vos baja los dos respondieron a la exigencia de Tía Mau:
—No saldremos. Dios nos ampare.
Tía Mau permaneció sin decir palabra alguna, el rostro inexpresivo.
Dijo luego de un largo silencio:
—Creo que nos estamos entendiendo.
Don Modesto solo quería volver a dormir. Taga salió de su rincón y fue con Tía Mau a refugiarse bajo sus mantas. Dormirían juntas, no habría lugar para ese ni para otro muerto. Pasado mañana sería otro día.

20
“El Interrogador” llegó cuando el muerto era un escándalo de fuego. Dio paso a la ceniza que fue un alboroto luego de las chispas. La mañana estaba por presentarse. Se entretuvo mirando los humitos que salían del asfalto. Era hora de irse. Su cuarentena estaba entretenida esos días. Del muerto que se ocupe Dios. Mueren tantos por el fuego que el mundo podría pintarse de naranjos incendiarios. Aunque él no creía en todo aquello, había que darle algún crédito a que todo ocurría como ocurría por la voluntad de Dios. El de los católicos, el de los judíos, el de los musulmanes o el que fuera. Tantos dioses como hombres. La gente cree en los imposibles, es un giro de la esperanza humana que muchas veces hace la diferencia entre el que vive y el que muere.
No estaba decidido a dónde se dirigiría en ese momento. Estaba atento al silencio en la alborada. Sobre los árboles la luz subía rama a rama, de abajo hacia arriba, con la humedad que surgía del suelo en un suspiro de la tierra mojada por el rocío.
Imaginó este diálogo:
—Van a matarte, mujer.
La mujer policía habría detenido su marcha alertada por la voz de un hombre que no conocía.
“¿Matarme?” Habrá pensado. “¿Matarme? ¿Por qué?”
El le habría respondido:
—Porque ya estabas muerta al momento que tu comisario te dejó de guardia.
Pero ella no lo hubiera creído. El comisario solo quería acostarse con ella, llevarla a la cama, pudiera que violarla por adelante y por atrás, exigirle un fellatio, pero no matarla.
“El Interrogador” habría sonreído de compromiso. Luego hubiera insistido:
—Todo esto fue tu desventura. ¿Nunca lo intuiste? No te respondió el SAME, no te respondió la científica, no te respondió el forense, nunca llegó la morguera y el fiscal está de putas en Miami llevado por Pfizer a la tierra del nunca jamás. Y nunca te diste cuentas que estabas muerta.
La mujer se hubiera palpado de pies a cabezas. ¿Muerta? Habría firmado “mi carne aún es firme, los muertos se vuelven fofos”. Entonces palparía sus glúteos para confirmar la rigidez de sus nalgas, aquellas que saboreaba el comisario cada vez que la veía pasar frente a él, y las notó tan firmes y fuertes como siempre.
“El Interrogador” le habría preguntado algo decepcionado:
—¿Dónde está tu arma? –Ella no se hubiera animado a responder “la entregué sin resistencia”. Esa confesión sí que era su condenada. Cómo explicaría que entregó el arma, el bastón, la placa, el celular y el intercomunicador policial. Debería haber gritado “¡Natalia” «¡Natalia!»
Error. Grave error. “El Interrogador” hubiera invocado a Dixi corrigiendo “Nomen Nescio”, NN, o podría haberle dicho que aunque gritara de la “A” a la “Z”, Alicia, Beatriz, Carolina, Dorotea, Washington, Xilofón, Yolanda o Zapato, nadie la hubiera asistido, nada la hubiera salvado porque estaba condenada desde el día anterior, como le explicó, desde el momento que la dejaron sola junto al muerto. Nadie sobrevive a un reclutador muerto y menos una mujer policía que ha rechazado a su comisario no una, sino diez, cien, mil veces. Destino decidido.
¿Quién haría el trabajo? Los dos matones que la robaron y despacharon. Mientras ella iba por la avenida, ellos iban por la paralela en su búsqueda. Paga doble, un quemadito y una muertita. Trabajo fácil si lo había.
La mujer policía caminó y caminó y no pudo encontrar a un consigna ni se topó con un móvil policial. La pandemia había alterado todo, incluso a los rateros que merodeaban alrededor de un grupo de palurdos libertarios que repartían maldiciones contra el nuevo orden mundial y aborrecían en varios idiomas a las vacunas y a todas las sanaciones.
El disparo era inevitable. El ruido de la descarga llegó hasta él con fuerza propia. El rostro de la mujer policía se le presentó borroso. ¿Para qué morir tan temprano? La mañana estaba fresca pero espléndida.
Mujer ingenua. Se le metió el muerto bajo la piel. Llevo consigo la estimación del muerto y eso era visible hasta para los palurdos libertarios que aún danzaban como zombis alrededor de su cadáver mientras gritaban “¡Yuta! ¡Yuta hija de puta!”.
Tía Mau habría dicho “yo les avisé, un muerto trae a otro muerto”. Don Modesto y Taga le habrían dado la razón.
Difunta mujer policía. ¿Y ahora qué?
“El Interrogador” murmuró: “ahora nada”, y enfiló hacia el oeste, en busca de uno de sus refugios.

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