Es allí—me dije—donde podría hacer lo que me gusta de verdad para equilibrar mis sentimientos y dejar de temer. No necesito el equipaje, sólo el valor de hacerlo. Acaricié esos hermosos paisajes. Me vi calvo con un manto rojo, corona de flores y aura azul celeste. Sentí envidia al saber que existía el felizómetro y que cada habitante podía medir su satisfacción y armonía, aun sin tener nada. Dejé mi sueño de ir a Bután y, aplastado por la realidad, me resigné al rudo horario y apegos materiales.

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