Ágata y yo volvimos a casa de nuestro paseo de todas las tardes en el momento exacto en que los minutos que Ana tenía por delante se arremolinaron en un único segundo: en el centro del patio, derrumbándose. Si hubiéramos venido más tarde, habríamos visto nada más que lo que permanece: labios grises, tiestos caídos, caramelos abandonados, frío. Pero Ágata y yo entramos justo antes de que la cara de Ana se convirtiese en un final de ojos abiertos y violetas que no sabían cerrarse. Dejó de necesitar palabras delante de nosotros. El tiempo se descoyuntó hasta que llegaron gritando las sirenas en rojo, blanco y azul. Lo intentaron, pero ya había sucedido todo. Se la llevaron hasta dentro de aquel monstruo que había dejado de aullar, porque ya no había nada más que anunciar.

Demasiado pronto, el aire ocupó el espacio de Ana. Hasta los labios que se cierran requieren de una cierta burocracia, un poco de bálsamo administrativo para poder afirmar en voz alta que Ana ya no estaba aquí; también necesitan que, a través del teléfono, una voz tras otra -¿la misma?- repita que la monotonía es la bondad del tiempo. Lo sabíamos, como conocen estas cosas los niños que se han hecho mayores antes de que nadie se lo diga. Como mi cuerpo también lo sabía: bebía agua cada diez minutos y preguntaba si quedaba algo en el frigorífico cada veinte. Mis pasos me acercaban a comprar el pan y luego no traía nada. Y Ágata, como también lo sabía, empezó a decir que cada mañana era un principio, uno de tantos, como los de esas personas que uno ve en los documentales y que se afanan en algo que está aún en el futuro pero que empezó un cierto día, un hoy que acaba siendo ayer.

Durante el primer mes, la creí. Luego intenté creerla. Era un intento impostado y bucle, por supuesto, como su insistencia en ese comienzo indeterminado. Por supuesto, ella merecía mi intención mil veces más que, en nombre de no sé qué verdad, descreer de la invocación de un principio incierto. En mi libreta roja, anotaba después del desayuno que era viernes, jueves, abril, pentecostés, principio. El resto de la mañana describía los ojos color violeta de Ana (o los de Ágata) en las ventanas rectangulares. El sol me ayudaba la mayor parte de los días, delineando rayos de luz muy rectos. Si el sol no acudía, los muros del patio se quedaban nublados y sobre ellos tendría que haber explicado emociones, pero me resultaba difícil encontrar dibujos o palabras.

Al terminar ese mes de mil días, di con la frase adecuada justo antes del almuerzo:

– Por las tardes, tendríamos que volver a pasear.

Eso fue lo que le dije, en un susurro; sin embargo, ella se agarró a la lentitud, empeñada en encontrar en las seis esquinas disparejas del patio un principio.

Desanimado, sí, empecé a salir yo solo después de fregar los platos. Más allá del patio y de la casa, el desaliento me dejó huecos para imaginar que Ana no solo estaba en el patio de nuestra casa cayendo, infinitamente cayendo, sino también al otro lado del puente del río o haciendo sumas con decimales en la calle paralela que no podía recorrer al mismo tiempo que la mía. No recuerdo el día exacto en que pensé que Ana brillaba cuando la reinventaba fuera del patio. Sí que recuerdo que era una sensación con agujeros que sólo procedía del pasado, de nuestro pasado con ella, el de los tres, y me gustó. Por primera vez desde hacía mucho, sentí la alegría que a veces se confunde con otra cosa.

Ágata siguió otro camino. El patio se había convertido en su mundo y, por contradicción, tuvo que empeorar primero antes de recrearla como yo había comenzado a hacer. Notó que respiraba mal, porque la cantidad de tiempo que cabe en un patio, aunque no tenga techo, siempre está limitada; al fin y al cabo, el futuro de lo que dices que empieza, así sin más, no te llena los pulmones de vida. Para darle algo que respirar, yo le fui trayendo trocitos del pasado de cada uno de mis paseos. Un día le traje la vuelta de una esquina de cuando lo sabíamos todo. Otro, un par de uvas, negras, grandes como ciruelas, una para cada uno y, después de comerlas ambos con gula, le dije:

-Esto.

Finalmente, regresé con nuestro primer saludo, en el puente del río, y Ágata salió del patio para sentarse junto a la mesa camilla de sus abuelos, al lado de la ventana con cierres blancos, diciendo hoy no me duelen las rodillas. Respondí con la historia de un hombre de mi familia que no sabía entretenerse y salía a caminar para buscar no sabía qué. Regresaron sus ojos, los de ella, de Ágata sola: cuéntame más, decía.

Ha encontrado su lugar sentada a la mesa camilla. Mira a través de la ventana que se abre y se cierra con acento alemán. Mientras no miraba, a lo largo de varias semanas, le he ido construyendo un techo al patio para que no llueva dentro. Para no acumular demasiados cambios, escribo con disciplina un principio, en mi libreta roja, cada mañana, delante de ella y, a continuación, le cuento que lo normal hoy en día es que los periódicos se acumulen dentro de los ordenadores: cuánta locura, responde. Su respiración ha mejorado mucho.

Hoy le he preparado una sorpresa: saldrá a pasear conmigo por la tarde, para iniciar una nueva costumbre como las que ya se conocen, de esas que acaban ayudando a pautar el tiempo. Cuando pase una semana, le preguntaré, cerca del puente, si no hay un brillo de platino mirando hacia el río. Así, terminará por fin el principio, cambiando el dolor por un recuerdo.

Este cuento se publicó en el número de julio del periódico «Salamanca al Día». Este es el enlace al documento en pdf del periódico (el cuento está en la página 16): https://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_1211602_20210703.pdf#_blank 

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