El cuadrado de aristas circulares

El cuadrado de aristas circulares

Fernando da Casa

15/02/2018

Madrid, dieciséis de septiembre de 2013

El miedo a la página en blanco me obliga a mancharla con letras antes de reflexionar sobre su significado. Las palabras fluyen de mi bolígrafo sin orden ni concierto, una cascada de ideas rebosa de mis dedos y plasma un texto sin fuste aparente. No sé si este diario que ahora comienzo tendrá continuidad en el tiempo, acabará en el cubo de la basura dentro de un mes o lo revenderé en el rastro a algún incauto haciéndole creer que se trata de un manuscrito perdido de un escritor importante.

De momento, voy a hacer uso de él. Así me lo ha recomendado María, la chica que me lo ha regalado. Ella asegura que disponer de un diario le ayudó mucho en su día, pasaba por un bache emocional y plasmar sus sentimientos en un papel contribuyó a purificarlos. Le he pedido hojear su diario, pero se ha negado con rotundidad. Es probable que incluso le haya ofendido la petición. A mí no me importaría que ella leyera esto; total, son cuatro chorradas. No. Aún no llegan ni siquiera a eso.

Sigo sin saber qué demonios escribir. No necesito purificar mi alma, ni descubrir lo que siento por nadie, tampoco debo superar una depresión. ¿Por qué he comenzado este diario? María me ha mirado a los ojos, me ha cogido la mano y me ha sonreído. Tú escribe, me ha dicho. Después me ha dado un beso y se ha marchado, no sin antes pagar los dos cafés que nos hemos tomado en «Los poemas de Tirso». Sabe que estoy sin un duro. Mi último libro resultó ser un fracaso, no se vendieron ni trescientos ejemplares. La editorial, además, quebró. De esto hace ya más de dos años…

Soy escritor. Me hace gracia escribirlo, cuando no ejerzo desde ya ni me acuerdo. ¿Tan mayor soy? No, pero no me ayudó demasiado alcanzar el éxito siendo casi un niño. Apenas había cumplido diecisiete años cuando gané el premio internacional de poesía «Jaime Gil de Biedma», uno de los más prestigiosos de España. Menudo revuelo se montó cuando revelé mi edad… En las bases no ponía nada al respecto, y estuvieron discutiendo sobre si otorgarme el premio o no. La prensa se hizo eco del caso, me entrevistaron varios medios, salí en la tele… Hacía mucho tiempo que un poeta no alcanzaba cotas de popularidad tan grandes. Pasé de ser un adolescente tímido y soñador al sueño y envidia de decenas de personas que llevaban años escribiendo sin que nadie reparara en ellas. Me tiembla la mano, parezco un alcohólico que se enfrenta a un vaso de güisqui barato y lucha para que sus labios rechacen lo que su mente desea. No me gusta escribir sobre esto, aunque lo estoy haciendo. Mierda… Ya basta por hoy.

No, no basta. He cerrado este maldito diario, lo he estampado contra la pared

y he salido a pasear. He tardado dos horas en volver y ponerme a escribir de nuevo. No he dejado de pensar en mis diecisiete años, en la fama, los excesos, Segovia y las segovianas, el alcohol, las risas, las orgías inspiradoras… Pura mierda. Pero me tranquiliza desahogarme sobre un papel que nadie va a leer. Jamás. Ahora necesito escribir para no ser leído, ¡qué paradoja! Todos estos años sufriendo por no estar a la altura, por no cumplir con las expectativas puestas en mí, por verme pequeñito –muy pequeñito– ante las maravillas literarias que han ido desfilando ante mis ojos y que –ahora lo sé– tan necesarias son para poder entender qué significa escribir. Qué necios son –o somos– aquellos que pregonan –o pregonamos– a los cuatro vientos que tenemos un don, que somos Escritores –sí, con mayúscula– sin antes haber leído a Dickinson, Homero, Rimbaud, Dante… La felicidad del ignorante, me digo a mí mismo como excusa. Dichosa felicidad que me permitía escribir sin complejos. Ahora ya no me atrevo.

Puede que tenga razón María, esta libreta tal vez me ayude a despejar demonios de mi mente. Si escribo, malo: nada tiene suficiente calidad. Si no escribo, peor: alcanzaré mayores cotas de miseria. Y ahora que le he cogido el gusto a este diario, mataré antes de que nadie pueda leerlo. En definitiva, pretendo cuadrar un círculo para, una vez logrado, convertirlo en un cuadrado de aristas circulares.

Un cuadrado de aristas circulares.

Buen título para un libro de poemas. Tal vez algo pretencioso. Paradójico, enigmático… Absurdo. Como todo lo que escribo, ¡carajo! No doy una a derechas. ¿Pretendo cuadrar un círculo? ¿Eso no se ha hecho ya? Me suena eso de la cuadratura del círculo, pero soy de letras. Cualquier cosa que suponga pasar de la suma y la resta es difícil para mí.

¿Es difícil cuadrar un círculo? Eminentes matemáticos y filósofos se han devanado los sesos para conseguirlo a lo largo de los siglos. Desde Hipócrates de Quíos en el siglo V (A. de C.) hasta Abelardo Falletti en nuestro siglo XXI, pasando por Arquímedes, Pitágoras, Zu Chongzi, da Vinci, Hobbes, Ramanujan… las mentes más prodigiosas del planeta han intentado resolver este problema. Durante muchos siglos se pensó que resultaba imposible. Ahora, veinticinco siglos después, sabemos que se puede hacer, aunque se sigue hablando de la «cuadratura del círculo» como algo complicadísimo, solo al alcance de unos pocos privilegiados: algo vetado para la mayoría de los mortales, que debemos conformarnos con aceptar lo que nos impongan otros como dogma de fe. Este mundo nos dicta lo que podemos o no podemos hacer, compartimenta el saber y nos encasilla en nuestro hexágono colmenero mientras los zánganos alaban a la reina con libidinosa y mortal estulticia, en aras del progreso y el bien común que debe guiar a la humanidad para alcanzar la máxima perfección.

Desde este mismo momento hago un llamamiento a la rebelión: cuadremos todos los círculos del mundo, hagamos circular a todas las mentes cuadradas que nos gobiernan. No quiero conformarme con las migajas que caen de la mesa de los sabios, quiero saber. Aprenderé a cuadrar el círculo de mi vida, por difícil que parezca, por imposible que me aseguren que sea.

Lo imposible es el fantasma de los tímidos y el refugio de los cobardes.

Napoleón Bonaparte

Para que pueda surgir lo posible es preciso intentar una y otra vez lo imposible.

Hermann Hesse

Todas las cosas son imposibles, mientras lo parecen.

Concepción Arenal

Muchas cosas se reputan imposibles antes de haberse realizado.

Plinio el Viejo

A Napoleón le gustaba el olor del coño sin lavar de Josefina, Herman Hesse era un maníaco depresivo, Concepción Arenal demasiado beata, y Plinio el Viejo, probablemente, un pederasta. ¿Quién se acuerda de eso? Nadie, porque lograron hacer posible lo imposible: no cejaré en el empeño hasta conseguir un cuadrado de aristas circulares. ¿Difícil? Sí. ¿Imposible…?

Imposible parecía que en pleno siglo veintiuno hubiera españoles que pasaran hambre.

Imposible parecía que, siendo cierto lo anterior, la mayoría de quienes no sufren estrecheces se nieguen a creerlo.

Imposible parecía que un jugador de fútbol valga cien millones de euros.

Imposible parecía que Iraq no escondiera armas de destrucción masiva.

Imposible parecía que un tonto como Zapatero pudiera alcanzar la presidencia de España… y repetir legislatura.

Imposible parecía que cayera el Imperio Romano.

Imposible parecía que existiera vida en Marte.

Imposible… imposible soy yo.




Madrid, veinticuatro de septiembre de 2013

No supero el vértigo producido por la página en blanco. Mi cuadrado de aristas circulares se resiste, me va a costar más de la cuenta. Voy a dar una vuelta por el barrio, buscando olores que me inspiren y visiones capaces de redondear el duro metal que circunscribe el cuadrado de mi cabeza. Por cierto, Merkel ha vuelto a ganar. En Alemania, los cuadrados siempre serán cuadrados.

No hace frío, pero presiento que el día me traerá gélidas bocanadas de pensamientos impuros. Meto las manos en los bolsillos de mi chaqueta y camino. Intento vahar poniendo morritos en u, pero no emito nada. Si es que no hace frío…

Todos los caminos me conducen hasta aquí. No sé cómo me compongo, cómo me las arreglo, pero siempre que comienzo a andar sin rumbo fijo desemboco en esta plaza. Tal vez influya el hecho de vivir en la calle Amparo, a menos de cien metros… Qué bonita es, joder. La plaza Mayor de Madrid. Entro por la calle Gerona, cruzando la plaza de la Provincia, y el olor a cocido penetra sin permiso por mis ojos:

Cocido completo

Pan, vino y postre

9 euros

Para que luego digan que comer en la plaza Mayor es muy caro. Hum, un cocido de tres vuelcos, tal y como manda la ancestral ley culinaria de la tradición más castiza. Primero, un vuelco de sopa, pero no un caldito cualquiera: la sopa de cocido madrileño se puede cortar con cuchillo. A mí me gusta con fideos, pero reconozco que si está bien condimentada ni siquiera son necesarios. Después llega la estrella del cocido, mi legumbre favorita, acompañada de patatas cocidas y verduras varias. Me estoy refiriendo –claro está– al garbanzo. Unas pelotillas humildes, que mi mente calenturienta compara con unas nalgas prietas que presentan por delante una protuberancia un tanto ambigua, ya que depende del día me parece un micropene o un clítoris en erección. Su sabor, suave y harinoso, me transporta a mi infancia, cierro los ojos y acaricio la felicidad que solo se disfruta con la inocencia de los primeros años. El tercer vuelco se compone de carnes diversas, entre las que no debe faltar un buen pedazo de morcillo, jamón, gallina y los famosos rellenos, elaborados con carne picada y miga de pan. Pero no todos los cocidos son iguales; como el que hace mi amigo Sebas, del restaurante Liana, pocos… ¡Y a ese precio! Además, a veces me fía. ¿La última vez? Sí, aún la recuerdo. Supongo que él también. Hoy no llevo nueve euros, debería esperar a que se me olvide cuándo fue la última vez que me fió. Tal vez él también la olvide. Ahora paso por la puerta con paso firme, como si tuviera algo muy importante que hacer, no puedo entretenerme en pegarme una comilona que resucitaría a todos los muertos de nuestra guerra y la del vecino. Otra vez será, amigo.

Al frente, la Casa de la Panadería. A mi espalda, la Casa de la Carnicería. Si salgo por la calle de Ciudad Rodrigo, a la izquierda, pasaré por varios templos del bocadillo de calamares, tan apreciado por turistas y estudiantes de provincias. No es mala opción, si es que te gustan los bocadillos. Y los calamares, claro. Cerca, mi bar favorito: Cerveriz. Qué tortilla de patatas… Hoy tampoco la probaré. Me conformaré con recordarla, como alivio onanista de las grandes ocasiones. Hace tanto tiempo, tanto…

Giro sobre mis pasos y me dirijo a la plaza de Tirso de Molina, más cerca de mi casa, menos grandilocuente, más humilde. Los turistas no pasean en oleadas invadiendo la plaza, ni hay sufridos padres de familia soportando pesados trajes de fantasía con cabeza de perro de madera, que mueven su cuerpo rítmicamente cuando alguien les arroja una moneda. En Tirso también hay diversidad cultural, pero todo se torna al revés. Aquí descansan esos padres de familia, sudorosos y cansados, con dolor de espalda y ojos vidriosos, después de una dura jornada de trabajo entreteniendo en la plaza Mayor. Ahora son ellos los que ejercen de turistas, solicitando una relaxing cup of café con leche en el restaurante Apolo, donde los diferentes acentos del castellano patrio se funden y le otorgan un carácter cosmopolita y obrero.

Tomaré un relaxing de esos. El dueño del Apolo no fía, como el del restaurante Liana. Regala. Si sabe que no puedes pagar, te sirve igual. «Hoy por ti y mañana por mí, amigo». Se complace con una sonrisa auténtica, sincera. El día que tenga dinero lo colmaré hasta cubrir su cuerpo, como si yo fuera un Faraón agradecido por sus servicios. Cualquier cosa antes que darme a la Botella.

Qué juego de palabras más estúpido. Me avergüenzo de haberlo escrito, pero he decidido no borrar ni tachar nada de lo que apunte en esta libreta. ¿Libreta? Sí, es que llamarlo diario… No tiene sentido. Si escribiera todos los días, pase. Pero ni lo hago ni lo voy a hacer, me conozco.

Ya he llegado al Apolo. He pedido una caña, vale lo mismo que un café. Y me apetece más. El maldito juego de palabras me ha hecho recordar etapas pasadas. Ana se llamaba mi novia. No me acuerdo de su apellido. Ya no está.

No me apetece seguir escribiendo.

SINOPSIS:

«El cuadrado de aristas circulares» es el diario de un escritor frustrado, que sobrevive a duras penas durante la crisis financiera y social de la España del siglo veintiuno. Refleja el mundo que le rodea, las miserias y maneras de vivir de diversos personajes que conforman el universo del protagonista, quien apenas se atreve a rebasar las fronteras invisibles del centro más castizo y antiguo de Madrid, como si se sintiera protegido de una amenaza exterior que pesa sobre su conciencia más oscura y oculta, por acontecimientos de su pasado que prefiere no recordar…

Es una historia intimista, con una crítica feroz a nuestra sociedad, su hipocresía y falta de valores, acrecentada en tiempos de crisis. Asimismo, «El cuadrado de aristas circulares» plantea un viaje a través de la mente de una persona, con la que llegaremos a empatizar en mayor o menor medida, pero que oculta secretos que no pueden dejarnos indiferentes.

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