Ese olor a lápiz y goma de borrar

Ese olor a lápiz y goma de borrar

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Llegó a clase temprano, se acomodó en su silla y girando la cabeza hacia el haz de luz que se filtraba por la ventana, cerró los ojos dejando que la tibieza del sol le acariciara el rostro. Las aletas de la nariz se le dilataron al aspirar profundamente y en su boca se fue dibujando una sonrisa. Siempre le había gustado ese olor a lápiz y goma de borrar de los colegios. Adoraba esos minutos de paz, en los que el tiempo parecía suspenderse, antes de la llegada de las niñas que lo revolucionaban todo con su vitalidad. Cómo iba a imaginar, en ese momento de serenidad, que la vida tranquila de la que gozaba, reconstruida pieza a pieza tras años de incertidumbre, iba a saltar por los aires a partir de ese mismo día.

Dora Curiel, la señorita Dora para sus alumnas, tenía unos ojos vivos y oscuros que miraban risueños y afectivos. Su boca era grande y de labios carnosos; tenía los dientes muy blancos y en uno de los incisivos superiores le faltaba un pequeño trozo, tributo de los juegos de su infancia, que le confería un aire travieso y le restaba años. Su sonrisa era cálida y protectora y sus ojos delataban una mirada bondadosa que sus alumnas habían aprendido a leer a la perfección, incluso cuando ella quería imponer su autoridad. Llevaba el pelo cortado en una media melena de la que a menudo se escapaba un mechón rebelde que se retiraba de la cara de manera inconsciente. Las niñas tenían que doblar el cuello hacia atrás para verla en su totalidad y cuando Dora abrazaba a alguna de ellas para consolarla por un percance sufrido, la niña prácticamente desaparecía entre sus brazos protectores.

En ese curso de 1969, Dora era la maestra de la clase de niñas de primero de primaria del Colegio Zorrilla, situado en el Barrio de San Blas en la periferia de Madrid. San Blas había sido construido por el llamado Instituto Nacional de la Vivienda, a finales de los años cincuenta para familias con pocos recursos. Las aulas del colegio se encontraban desperdigadas por la barriada ocupando lóbregos sótanos y pequeños locales.

La clase de Dora se ubicaba en el semisótano de un edificio de viviendas, ventilada únicamente por dos ventanas alargadas en la parte superior de la estancia, desde las que se divisaba un solar vacío entre dos edificios, que el colegio utilizaba como patio de recreo. En el aula se hacinaban cuarenta niñas en viejos pupitres de madera que aún conservaban un hueco con restos de tinta azul, reminiscencia de otros tiempos y otros colegiales. Como el espacio era tan reducido los pupitres se distribuían en hileras, entre las que apenas podía uno moverse. Como ventaja sobre otras aulas, ésta contaba con un minúsculo retrete muy útil teniendo en cuenta la incontinencia de los niños en esas edades.

Cuando Dora se movía entre las filas de pupitres de la pequeña y abarrotada clase, chocaba con todo: los cuadernos y las hojas salían disparadas con el vuelo de sus faldas, provocando la hilaridad de sus alumnas por el lío que formaba. Ella solía decir de sí misma que si se examinaba su trayectoria vital se podía constatar que lo que le faltaba de sentido común le sobraba de sentido del humor; por lo que, en lugar de enfadarse en esos trances, solía unirse a las niñas con su risa contagiosa, formando así entre todas una algarabía que se oía desde la calle.

Vivía de alquiler en un pequeño piso en La Cruz de los Caídos, en el barrio de Ciudad Lineal, desde donde cada día cogía un autobús que la dejaba cerca del colegio. No ganaba mucho pero con su sueldo podía hacer frente a los gastos de la casa y de su manutención y así no había tenido necesidad de deshacerse de la casa familiar que seguía manteniendo en la provincia de Cuenca. El piso, como casi todos en aquella época era pequeño y no tenía calefacción ni ascensor, pero Dora lo había convertido en su hogar y doña Cecilia, la casera, era una buena mujer de las que no se entrometía en las vidas ajenas ni hacía demasiadas preguntas, lo que para ella era más importante que cualquier otro extremo a considerar.

Aquella mañana, como cada día, había abierto los ojos sin la ayuda del despertador… en el pasado había madrugado tanto que ahora solía despertarse antes de que sonara. Para prepararse el desayuno había encendido la lumbre en la vieja cocina de hierro fundido y mientras lo hacía, se había dicho a sí misma, una vez más, que ese mes sin falta compraría una cocina de gas butano como la de doña Cecilia, la casera.. ¡Estaba ya harta de tener que encenderla todos los días por la mañana y por la tarde!

Esa mañana al llegar al trabajo, como todos los días, había revisado el aula colocando los bancos y se disponía a terminar de corregir los cuadernos ya dispuestos en grupos encima de la mesa cuando, de pronto, se abrió la puerta de la clase tan bruscamente que golpeó la pared produciendo un ruido tremendo y un hombre entró a toda prisa en el aula. Dora dio un bote en su asiento asustada, sin comprender qué estaba pasando. El hombre jadeante, con los ojos enloquecidos por el miedo, miró hacia la puerta y a ella alternativamente y con voz angustiada le rogó:

— ¡Por lo que más quiera Dora, ocúlteme! me vienen siguiendo. ¿Me recuerda, verdad? Han pasado muchos años…soy… bueno… soy el padre de Blanca, una de sus alumnas —dijo.

Ante la mirada asombrada de Dora el hombre exclamó:

Dicho esto, el hombre escrutó con avidez el perímetro de la clase y cuando localizó el pequeño retrete se dirigió corriendo hacia el lugar encerrándose allí. En realidad era el único espacio que podía servir para ocultar a alguien y él debía saberlo previamente.

Dora, atónita, sin poder pronunciar palabra alguna, no podía creer lo que acababa de suceder. «¡Dios mío es él …es Jaime! ¿Había dicho que era el padre de Blanca? ¡Claro, Blanca Mendoza!» pensó mientras cruzaba por su mente la imagen de la niña y reconocía al instante el parecido que no había sabido ver hasta ese momento. Perpleja y aturdida por el descubrimiento se dirigió a la puerta de la entrada, que había quedado abierta de par en par, la cerró y acercándose al rincón dónde se ubicaba el cuarto de baño, sin dejar de mirar de hito en hito la entrada de la clase, habló temblando por la emoción.

—¡Claro que le recuerdo Jaime! ¡Cómo no iba a acordarme! ¡En qué anda metido, por el amor de Dios! ¿Se puede saber en qué estaba pensando para venir a ocultarse precisamente aquí? ¡Esto es un colegio! ¡En breve vendrán las niñas a clase… vendrá su hija! ¿Acaso quiere ponernos a todas en peligro? ¡No puede quedarse, se lo ruego váyase!

—¡No puedo irme, si salgo me detienen! ¡Llegarán en cualquier momento!

—¡Está bien! —concedió asustada—. Espero que no se den cuenta, pero queda advertido, si lo descubren simularé que no lo conozco y que no se cómo ha podido entrar —finalizó mirando a todas partes y a ninguna.

Jaime en una muda plegaria rogaba a Dios, si existía, para que eso no ocurriera.

Dora se obligó a serenarse cruzando los brazos para detener el temblor que la invadía. Tenía que pensar con rapidez. Tras unos breves momentos de reflexión, cogió un folio de su mesa y escribió: «Averiado». Pegó la hoja en la puerta del baño, se dirigió a toda prisa a su escritorio e inspirando profundamente varias veces consiguió calmar la respiración justo al tiempo de que unos fuertes golpes sonaban en la puerta de entrada.

«¡Dios mío, ayúdame!» rogó con todas sus fuerzas y, aparentando una calma que ni mucho menos sentía, se dirigió hacia la puerta y abrió.

—¡Buenos días señorita, soy el inspector Pozas! —saludó un hombre al tiempo que le enseñaba una placa de identificación y se colaba en el aula seguido de otro policía vestido de uniforme.

—Perdone que irrumpamos así en su clase, estamos buscando a este hombre –declaró enseñándole una fotografía que extrajo del bolsillo de su gabardina—. Veníamos tras él pero a unas pocas calles de aquí le hemos perdido la pista. ¿Ha visto usted a alguien que se le parezca? quizá haya oído algo que pueda ayudarnos —añadió escrutando detenidamente el perímetro del aula.

—No he visto a nadie —contestó Dora tras ver la fotografía, evitando mirarle a la cara para disimular la turbación que sentía en esos momentos—. Dígame por favor ¿Qué ha hecho ese hombre? En unos minutos empezarán a venir las niñas a clase ¿No correrán peligro, verdad? —interrogó intentando ganar tiempo y compostura.

—Espero que no, para eso estamos aquí. Es un hombre peligroso, un asesino —manifestó con profundo desprecio, sin dejar de mirar alrededor.

¿Jaime un hombre peligroso, un asesino? No, no podía ser verdad. Ha-bían pasado muchos años desde que se conocieron pero no podía haber cambiado tanto.

—¡Qué horror, un asesino! ¿Cómo puede ocurrir una cosa así? Siento no poder ayudarle pero no he visto ni oído nada anormal. Estaba abstraída corrigiendo los deberes de mis alumnas como hago cada mañana, cuando ustedes han llegado —dijo con la mayor naturalidad.

Mientras pronunciaba estas palabras observó espantada como el inspector, en su recorrido por el aula, se había detenido a la puerta del baño donde se ocultaba Jaime y con su dedo índice repasaba distraídamente la inscripción de «Averiado» que minutos antes había colocado ella, mientras ausente parecía pensar en otra cosa. Temiendo que quisiera abrir la puerta pese al cartel de advertencia, en un intento desesperado de atraer la atención del hombre para alejarlo de allí, empezó a formular una pregunta tras otra sin dejar tiempo a que el inspector pudiera responder a ninguna de ellas:

—¿Cómo saben que está por esta zona? ¿Es que era alguien de por aquí? No, no será de por aquí. La verdad es que no he oído nada y con lo cotilla que es la gente, me extraña mucho. ¿Por qué habrá venido a este barrio? ¿A quién ha asesinado? ¿Saben si tiene algún compinche? –prosiguió—. ¿No deberíamos avisar al señor Director? ¿O quizás mejor, devolver a las niñas a sus casas cuando vengan? ¿No lo cree usted conveniente?

—¡Haga el favor señorita! –exclamó el Inspector Pozas volviéndose bruscamente y alzando las manos en un gesto de hartazgo—. ¿No comprende que no podemos contestar a sus preguntas? ¡No debería ser tan alarmista! —continuó muy enfadado—. No hace falta que avise a nadie ni que haga nada. Si viera u oyera algo anormal avísenos inmediatamente y no dude de que la poli-cía sabrá hacer bien su trabajo ¡Buenos días! —dijo dando media vuelta y marchándose.

Cuando los dos hombres salieron por la puerta, Dora se quedó quieta sintiendo aún los golpeteos de su corazón a toda velocidad, con la boca seca, expectante, temiendo que volvieran en cualquier momento.

Sólo pasados varios minutos, cuando pensó que ya se habrían alejado lo suficiente, se atrevió a acercarse al baño.

—¡Jaime, ya se han ido, puede salir!

Él abrió la puerta y tras mirarla emocionado, se abalanzó sobre ella abrazándola con fuerza.

—¡Oh Dora, no me has delatado, me has creído! —le dijo emocionado—. ¡Ha pasado tanto tiempo! ¡Temí que no me reconocieras! ¡No sabes cuánto te lo agradezco, estaba aterrorizado!

—¡Jaime, Jaime, qué miedo he pasado! —contestó Dora abrazándole ella también y dejando correr las lágrimas que asomaban a sus ojos.

RESUMEN:

Corre el año 1969, Dora Curiel es ahora maestra en un colegio de Madrid. Trece años atrás era monja misionera en Chiapas, México. Su actual vida tranquila cambiará cuando Jaime Mendoza el hombre del que se enamoró en México aparezca de nuevo en su vida, despertando el amor que creía olvidado. Los acontecimientos harán que Jaime se vea involucrado en un turbio asunto que solo podrá solucionar con la ayuda imprescindible de Dora.

La novela se desarrolla en tres momentos temporales distintos, que se van entrecruzando en la narración. Todo se desarrolla en torno a un suceso ocurrido en el pasado que es el catalizador que conduce la actuación de los personajes a lo largo de esos años.

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