… Me negaba a aceptar que se estuviera repitiendo una historia de la que hace mucho tiempo intentaba salir. Pero, como si el destino se empeñara, yo era una vez más cautiva de esos espectros lanzados desde almas perversas que sutilmente entraban en mi inconsciente afable e ingenuo.

Ese dolor incendiaba mis emociones, deteriorando con prisa mis circuitos cerebrales, activando la angustia, la desazón, el miedo. Temía caer en la distorsión de la realidad, y llegar hasta el punto de perder mi conciencia. ¿Cómo puede una persona sublimar a su pareja hasta el punto de convertirla en ídolo?. Vivía sumergida en expresiones de amor utópicas, que alentaban mi alma y engrandecía el ego de un ser que no me amaba. Era un arsenal de mentiras ese bombardeo de ilusiones y muestras de amor. Aunque mi mente se hallaba facultada para entender que estaba muy lejos de rozar con lo que quisiera que fuera un amor saludable, todo era una travesía perversa, en un viaje donde el destino era la decepción. Pero, impugnaba la aceptación, pues de no hacerlo, el castillo construido en mi mente, se vendría al piso demasiado pronto.

Saber pero no admitir, esa era la filosofía que me hacía partícipe del “bazar del amor”, ese, donde las mujeres están dispuestas a dejar a un lado hasta su propia identidad con tal de sentirse amadas y si, era yo, no me importaba dejar lo que fuera y llenar mi alma al escuchar palabras y recibir expresiones cargadas de falsedad, ilusión, mentiras perversas y destructivas.

En ese momento no existía en mi vocabulario una palabra que pudiera salvarme de ese estado de desamparo emocional. Vine a conocerla mucho después, cuando el viaje había terminado en una tragedia sensitiva que había dejado mis sentimientos en un estado casi terminal. MISOGINIA. Esa era la cruel y despiadada pandemia que denigraba a la mujer y su valor. ¿Pero, cómo un término tan destructivo, una palabra tan repulsiva hacia mí mismo género que tanto defiendo podría revivir mi alma agonizante? – ¡Sí!. Ese término abominable me hizo sacudir la razón y levantarme. No podía seguir permitiendo una idealización tan absurda a cambio de un sentimiento inconscientemente impuesto por una necesidad afectiva a la cual hasta el momento, no le encontraba su verdadera causa.

Había sido víctima de un manipulador emocional que doblegaba mis sentimientos al punto de convertirme en su esclava, en la protagonista de un episodio tan aflictivo, que me hacía dudar de mis cualidades y virtudes de las que en otras condiciones tanto me jactaría.

No quería darle la razón a un ser que con su aversión pretendía anular mi valor, y con ello, mi capacidad, mi residencia en una sociedad donde siempre ha prevalecido la intención de opacar la naturaleza femenina. No era uno, eran muchos los que honraban ese pensamiento siniestro, muchos, quienes se sentían respaldados por un dogma que en mi opinión y el de todas las mujeres es absolutamente falso.

Pero la «hipermasculinidad» que reviste al macho cabrío que nos asecha, pretende negar la falsedad de esta doctrina y sacar a pasear la verdadera personalidad machista que los llena de poder en un mundo irreal, un mundo creado por ellos y para ellos, un mundo que enaltece su hombría y garantiza su permanencia en esta tierra.

Sin querer era una víctima inconsciente de una naturaleza absurda, que me volvía cada vez más permisiva, invalidando toda intención de oponer resistencia. Por el contrario, me incitaba a seguir ahí, como un artefacto crucial para continuar satisfaciendo sus necesidades.

Ni siquiera era capaz de tener un sentimiento que mínimamente me permitiera explotar en ira así fuera irracional e injustificada. Estaba absolutamente castrada en mi forma de sentir. Tal vez, eran tormentas, sentimientos casi infantiles, cambiantes, el producto de un temor irracional e insensato, miedo a perder, la negación absoluta a pensar que lo imaginariamente maravilloso se convirtiera en un dolor inverosímil, insoportable.

Y es que él tenía el poderío sobre mí, con una herramienta infalible para la debilidad que me ahogaba. Su manipulación emocional emergía por cada uno de sus poros, él, sabía que era una forma de complacer esa necesidad de aprobación que lo caracterizaba. Si me sometía, tendría asegurada mi “reverencia” en todo lo que hiciera, así no tuviera que pronunciar una sola palabra, con solo inclinar mi cabeza, enaltecería sus más infames intenciones.

Él buscaba la aprobación, yo temía la desaprobación, lo que fue creando en mi una falsa convicción de hacer y decir cosas que estaban muy por fuera de la realidad. Yo, sabía que hacer eso, me impediría sentir el amargo dolor de la culpa, pues no era el momento de convertirla en mi aliada.

El ambiente demandaba flexibilidad y sumisión, debía caminar sobre un sendero cubierto de “huevos” y cualquier movimiento en falso me provocaría una catástrofe emocional. Repetir este patrón una y otra vez sin dejar ver mi inconformidad garantizaría mi estabilidad emocional y mi permanencia en su vida, así fuera en las más deplorables condiciones.

En ese momento la sumisión me impedía establecer límites, el hacer valer mis derechos no estaba dentro de mis planes inmediatos, ni siquiera futuros, echarme la culpa de todo y negarme a vivir mi propia vida, formó en mi un estado irrisoriamente endeble. Estaba expuesta al escarnio de una sociedad que cada vez juzga de forma más desmesurada e inhumana. Pero, esos juicios sin quererlo, tenían un fuerte fundamento. Era señalada esta vez por una humanidad que veía de lejos mi dolor, que lo cuestionaba, que lo hacía ver como un arma letal contra mi integridad pero, yo, con camisa de fuerza, no podía mover un dedo para salir de ese estado o tal vez no quería hacerlo.

Temía que las emociones no expresadas de tantos años de una historia repetida buscaran una vía de escape y es que no era el momento, no podía ser el momento, menos con él, con el ser que idealizaba como irrepetible, como esa bala de oxígeno que me estaba permitiendo respirar. Erróneamente preferiría somatizarlas y que se encarnaran en mi cuerpo porque eso, de alguna forma, no revelaría su verdadero origen. Estaba siendo presa fácil para la vejación y el maltrato, pero, mis ojos seguían cerrados… El lobo seguía la asecho, mirando desde su óptica a la víctima y maquinando su próxima estrategia.

La banda que cubría mis ojos me impedía ver que estaba frente a un personaje histriónico, un verdadero artista, digno de merecer todos los galardones por su intachable labor actoral. Su falta de madurez y su doble moral le impedían ser auténtico, él, solo perseguía la conquista y lo hacía tan bien que no levantaba la mínima sospecha, cuando carecía de argumentos, sin pensarlo dos veces y como un cobarde huía dejando mi mundo al revés.

Un juego sucio donde siempre la que perdía era yo, él nunca perdía aunque perdiera, su orgullo y su arrogancia no le permitían la mínima expresión de derrota, pues eso en un “don Juan” simplemente no existe; pero yo, en mi absurda inconsciencia, terminaba responsabilizándome de cualquier dolor que este comportamiento produjera y buscando excusas para impedir que su imagen siquiera se eclipsara.

En medio de todo ese «laberinto emocional» que me producía tanta confusión, pensaba en su pasado, en su vida antes que yo, quería pensar que todo era el producto de falta de valores en los modelos parentales y eso me hacía justificarlo. Un ser que no recibió amor no puede dar amor pero, si puede aprender a darlo, aunque su respuesta sea tardía. Yo, podía ser ese instrumento que limara tanta sequedad de un alma endurecida por falta de afecto en su pasado, por culpa de unos padres egoístas y ocupados en ellos mismos olvidando que había un ser que demandaba amor y atención.

Pero… era quedarme ahí o continuar. ¿Cómo puede una persona influir en otra cuando su alma es indomable?. Su actuar fluctuante me invalidaba para emprender una labor de ayuda. Era tal su incapacidad para tolerar, que no encontraba la manera de llegar hasta él y decirle que quería de alguna forma sacarlo de ese mundo hostil en el que se encontraba sumergido. No podía diseñar una estrategia que me permitiera hacerle ver que de continuar así, podría seguir siendo juzgado, rechazado y señalado por una humanidad desbocada a la hora de lanzar juicios en contra de otro; era justo ahí, donde afloraba mi naturaleza protectora. Como un imperio se alzaba delante de sus ojos sin que él pudiera notarlo y es que en el fondo yo, sabía que a pesar de su rudeza, él era el más débil, aunque fuera yo la mujer de alma frágil que siempre estaría expuesta a sus agresiones psicológicas. Aún así, arriesgando mi propia seguridad emocional seguía firme en mi decisión de auxiliarlo.

Era una montaña rusa de sentimientos. Cuando emprendía mi ayuda y él la rechazaba de la manera más cruel y despiadada, mi dolor se convertía en rabia e intentaba desistir. Le recriminaba su mal actuar y le recordaba todo el daño que su vida le había traído a la mía. Lo juzgaba sin querer juzgarlo, lo hacía sentir culpable de todo el dolor, lo bajaba al piso con mis comentarios endurecidos por tanto llanto y amargura pero, cuando vaciaba todo ese suplicio desalmado, la culpa volvía a ocupar su lugar principal en mi vida y me retractaba llenándolo de consejos, de palabras ya casi agotadas de tanto usarlas, elevaba su autoestima intentando alabarlo … era el círculo vicioso que me atrapaba una y otra vez. Mi alma dulce y dolida no desistía. Yo pensaba que, dejarlo ir en ese estado, anularía mi labor para la que fui creada; la de perdonar, la de comprender, la de ayudar y más aún, la solidaridad con mis iguales. No podía permitir que en el futuro otras mujeres sufrieran esta misma situación tortuosa. Alguien tenía que hacerle caer en cuenta de su error y, tal vez yo, no fuera la persona indicada, pero no intentarlo me hacía sentir desvalida aunque, en ese intento estuviera atentando contra mi propia integridad. Pero … ¿Qué mas podía perder si se estaba escapando de mis manos como una estrella fugaz que a pesar de su belleza su permanencia es efímera?…

Su esencia indomable hacia más difícil mi labor. Yo, hecha pedazos, trabajaba con mis propias y débiles fuerzas, pero no agachaba la cabeza, no podía hacerlo, no debía hacerlo, yo necesitaba terminar lo que había comenzado y cerca o lejos de conseguirlo lo estaba procurando y eso me retaba a continuar, a seguir y no quedarme con las manos vacías. Morir sin intentarlo no estaba dentro de lo proyectado cuando decidí iniciar este reto. Si, un reto que me permitiría quedarme con la satisfacción de haber hecho todo por salvar una relación que solo existía en mi mente, donde el juego de su parte era constante y sucio. Un juego deshonesto y tan bien conspirado, que ni siquiera una mínima dosis de intuición lo hubiera descubierto. Era el rey de la farsa vestido de gala para su macabra función.

Ya era hora de hacer un alto y diseñar más y mejores tácticas. Lo que había hecho hasta el momento no estaba dando resultados, al menos resultados que aliviaran mi pena. Pero… ¿Qué mas podía existir para penetrar en un corazón petrificado?… Estaba atrapada y sin atajos que me indicaran una salida. Mi mente trabajaba a mil por hora, tenía el tiempo en mi contra y había que buscar con prisa una vía de escape. Quedarme ahí, complicaría las cosas y lo peor de todo… me limitaría las posibilidades de tenerlo conmigo. Era evidente su malestar, sus ganas de escapar de mí y yo, anudando todas mis fuerzas físicas, mentales y espirituales corría con prisa para que el tiempo no me ganara la partida.

Ya con la cabeza un poco más fría pero sin dejar a un lado el afán que la situación mercecía, ahondé en mi pasado y revisé que no fuera yo la causante de tantas fallas en esta relación a la que la había entregado mi vida entera y por la que era capaz de hacer lo necesario con el único objetivo de salvarla. Me preguntaba una, mil, diez mil veces ¿De dónde surgía esa necesidad de satisfacer aun pasando por encima de mi propia felicidad?, ¿Por qué esa necesidad de mantener a mi lado una persona que con solo respirar daba muestras de querer escapar de mi vida a la velocidad de la luz?, ¿Qué pudo faltar o sobrar en mi niñez que generara tanta dependencia?. Me puse en la dispendiosa labor de averiguarlo muy a mi manera, de la forma más discreta posible para no hacer evidente mi necesidad de sentirme amada.

Aparentemente mi familia era psicológicamente saludable, unida, pero cabe anotar que había un halo de sobre protección hacia mi. Ese, sería el primer indicio. Lo guardé apuntado en una agenda que custodiaba desde la infancia, con pocos apuntes pero muy precisos y que, seguramente más adelante, me serviría para atar cabos y encontrar algunas respuestas. Seguí mi labor y, aunque existían muchas conjeturas, necesitaba ir a la fuente para evitar verdades presuntas o imaginarias. Precisaba la realidad, el poder de lo auténtico para saber si era yo la que fallaba y, hacer posible lo imposible a costa de no perder la persona que tanto estaba amando.

SINOPSIS:

Esta propuesta es una travesía por diferentes estados emocionales y patologías psicológicas a las que se ve enfrentada una mujer por causa de su forma extrema de amar y de su inminente necesidad de sentirse amada. La protagonista, es víctima constante de hombres manipuladores, abusadores, instigadores. Ella, en su afán de dar amor, padece con dolor las consecuencias de su incapacidad para encontrar una forma de vida emocional digna. Basta con sufrir, caer y recaer para aprender la lección. Su más grande amor EL SEÑOR MAQUIAVELO , quien más daño emocional le causa pero es él, justo él, quien por medio de innumerables maltratos psicológicos, le permite encontrar su verdadero origen de tantos vacíos emocionales y cansada pero, aún con fuerzas, como el ave fénix revive entre las cenizas que le dejaron tantos desamores y emprende un vuelo que le permite conocer y disfrutar la verdadera esencia del amor.

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