Tartesos, 603 a.C.

La armoniosa voz de Siseia penetró en la alcoba alfombrada como un soplo de aire tibio, entrelazándose con las coloridas cortinas. Cantaba una desgastada rima sobre el desamor con un tono melancólico que Habis, a sus siete años, no alcanzaba a captar. Esbozó una sonrisa al encontrar a su hijo jugando con el caballito de bronce que su abuelo comprara a un comerciante griego. Tan ricamente decorada estaba su piel, simulando madera, que acaso contuviera decenas de guerreros griegos en miniatura dentro de su panza.

—Hoy has madrugado más de la cuenta, hijo —le acarició el pelo encrespado y el niño se volvió para mostrarle sus ojos chispeantes. Entre el verde profundo, cual lecho de un río aurífero, refulgían motas doradas.

—Buenos días madre. ¡El abuelo me prometió dar hoy mi primera lección de montar a caballo! ¿Recuerdas?—depositó con cuidado la figurita en un estante y brincó hacia el baúl que contenía sus ropas, buscando las botas que le había regalado su abuelo para la ocasión— Tengo que estar listo.

La sonrisa se borró de la boca de Siseia. Era consciente de que Habis llevaba meses soñando con aprender a montar a caballo. Ella se había negado, alegando que era muy joven, pero Argantonio acabó cediendo a las súplicas silenciosas de su nieto. Había adquirido un fogoso potro sorraio del mejor criador de Olissipo, retoño de una yegua fecundada por el viento. Sin embargo, una fuerte tormenta azotaba la ciudad desde la noche anterior.

—Cariño, hoy no podrá ser, ¿no oyes el temporal ahí fuera?

—Pero el abuelo prometió que iríamos… —una decepción profunda inundó los ojos del niño, apagando las chispas.

—Seguro que para mañana aclara y podéis ir. Haré llamar al maestro Adherbal para que retome tus sesiones de fenicio — captó la leve mueca de desagrado de Habis—y le diré que te cuente historias fenicias sobre caballos.

El niño se giró enfurruñado y tomó de nuevo el caballito de bronce. Su madre salió de la estancia y su tarareo la siguió sinuoso, mientras una ráfaga de aire frío y húmedo apartaba la cortina y se colaba por el estrecho ventanal para suplantarlos.

Habis miró en derredor, desolado. Nunca le dejaban hacer nada. La súbita fulguración de un rayo iluminó levemente su rostro. Contó seis segundos. Proooom. Un lejano piafar azuzó una idea que cobraba forma en su interior: se había enterado de que le iban a regalar un caballo, y no podía esperar al día siguiente para conocerlo.

Se calzó las botas de montar: forradas de suave piel de conejo en su interior; cuero duro y curtido por fuera. Le quedaban holgadas y ató con fuerza las correas alrededor de la espinilla. Se acercó a la ventana y valoró la bajada. Con la tromba que estaba cayendo, no había nadie en el patio que pudiera verle. La puerta no era una opción, los sirvientes pululaban por doquier en el palacio.

Se deslizó desde la ventana hacia el enorme olivo del patio. Se asió a una rama y notó el agua fría que se deslizaba por las hojas. Resbaló con un pie en la ventana y quedó colgando, con el corazón en la boca. Por un momento se arrepintió de su osadía. Pero pronto los pies encontraron tronco firme y comenzó el descenso.

Los goterones tamborileaban en el grijo del patio, ahogando el sonido de sus pasos. La ciudad olía a tierra y se sumía en una velada oscuridad, a pesar de que sol debía estar ya en el cielo. A punto estuvo de cruzarse con un carro que, estimó, traería las provisiones del día. En escasos minutos toda su ropa chorreaba agua, haciéndole estremecerse de frío. Por suerte, las botas mantenían sus pies calientes y secos.

Se dirigió hacia las caballerizas, en el sector más occidental del palacio. Su abuelo poseía una inigualable colección de distintas razas equinas: regalos de príncipes y adquisiciones de pueblos lejanos.

Por las calles enlosadas corrían ya auténticos riachuelos, que se apresuraban colina abajo hacia los fosos que rodeaban la ciudad. Se preguntó si rebosarían. Al doblar una esquina vislumbró la entrada de la cuadra: en el quicio discutían un mozo y un niño que, a todas luces, estaba siendo despachado. Habis permaneció expectante, preguntándose cómo podría entrar sin ser detenido y llevado de nuevo a sus aposentos. Con toda seguridad, el mozo le reconocería.

Tras varios intentos, el niño desistió de convencer al mozo y se alejó pisando los charcos, colérico. Habis cruzó raudo la calle y siguió al niño, que rodeaba el edificio. Tenía un presentimiento. En la esquina más alejada de las caballerizas, detectó a la pequeña figura junto a un árbol. Una fría ráfaga de aire trajo consigo un azote de granizo, duro y punzante. Habis corrió a refugiarse, alarmando al niño, que se enderezó de un respingo.

—¡Hola! Yo, esto… Sólo me cubría de la lluvia— se pasó repetidamente la mano por el pelo negro y empapado. A pesar de su pésimo aspecto, Habis sospechó que pertenecería a una clase social alta: su túnica ricamente bordada lo atestiguaba. Además, bajo las pesadas vestimentas se entreveía un cuerpo gordezuelo. Tendría aproximadamente su edad, quizá algo más.

El granizo repiqueteaba sobre las losetas y un relámpago iluminó el cielo. El árbol, una higuera, desviaba gran parte de la precipitación. Habis no estaba acostumbrado a tratar con otros niños y se sentía intrigado. Tenía claro que no había sido reconocido, y el aliciente del anonimato le animó.

—Buenos días —se sintió estúpido al momento, bajo el granizo—¿Intentabas entrar a las caballerizas? ¿Por qué?

—Mi padre es Tirtos el comerciante, y me encomendó ver al nuevo caballo del príncipe para buscar unos arreos apropiados como presente— recitó, mirando al cielo. Pero el mozo no me ha dejado entrar.

A Habis no le sonó muy convincente, pero no replicó. Tendría sus razones y no era quién para entrometerse. Sólo quería saber cómo entrar.

—¿Tú quién eres? ¿Qué haces aquí?

—También quiero ver a los caballos –no estaba acostumbrado a mentir, por lo que decidió responder sólo a la última pregunta.- ¿Se te ocurre cómo podríamos entrar?

El niño pisoteó unas ramas entremezcladas con fango, mientras estudiaba la higuera y el tejado. La lluvia comenzó a amainar.

—Quizá podríamos colarnos por algún hueco del tejado, pero estará resbaladizo—comentó en tono desafiante, valorando la capacidad del pequeño Habis para llevar a buen término la aventura— al menos podríamos echar un vistazo entre las tejas.

Se arremangó la túnica y se acercó al tronco de la higuera, tratando de esquivar las plantas espinosas que crecían alrededor de las raíces. Sin embargo, dio un traspié y se hundió hasta la cintura entre los arbustos, como si la tierra húmeda se lo intentara tragar. Habis soltó un grito ahogado, acercándose. Le tendió la mano mojada y le ayudó a ascender. El niño parecía confuso y, a la vez, entusiasmado.

—¡Mira! Parece que hay una entrada, he notado unos escalones bajo los pies –apartó la vegetación soltando exclamaciones al clavarse las espinas. No parecía darse cuenta de que, bajo la capa de barro que cubría sus pantorrillas, sangraba por varios rasguños. Habis no pudo evitar sentir admiración por ese niño rechoncho y sucio, y se acercó a inspeccionar, contagiado de su ánimo.

La entrada habría estado parcialmente obstruida, pero el agua había diluido la argamasa que fijaba las losas. Apartaron los restos y miraron a la negrura con respeto.

—¿Será un pasadizo secreto para ir a las caballerizas? —los ojos del pequeño mercader refulgían, ajenos a la tormenta, el barro o sus magulladuras. Se acercó a la boca del agujero tras dirigir una mirada furtiva a las calles desiertas.

—Habrá que averiguarlo —murmuró Habis en tono solemne, siguiéndole a lo desconocido.

Se deslizaron trabajosamente por el hueco en el suelo, palpando a ciegas los escalones. Parecía que el conducto embocaba en dirección contraria a los establos, y Habis se sintió ligeramente decepcionado. Le preocupaba el mal estado de los peldaños y el agua que continuaba entrando como una pequeña cascada. Por segunda vez en esa mañana, su pie inexperto pisó en falso, pero esta vez sus manos resbalaron por el barro, impidiéndole asirse a las paredes, y se precipitó escaleras abajo, arrastrando al niño con él.

Cayeron unos pocos pies, que se les hicieron interminables, y se golpearon contra el frío suelo encharcado. Habis sintió un latigazo en el tobillo izquierdo, pero se levantó de inmediato.

— ¿Es que estás loco? ¡Podríamos habernos matado! —sonó un aullido procedente del suelo. Trató de ayudarle a ponerse en pie pero, en la oscuridad, no acertó a cogerle el brazo— Hay que ser torpe… —Habis se sintió herido. De pronto, y contra todo pronóstico, el niño se echó a reír a carcajadas.

—¿Estás bien?

—¡Perfectamente! Pero, ¿dónde estamos? No entra nada de luz— exclamó, aún entre risitas.

Palpando el suelo con las botas, que aún conservaban sus pies secos y cálidos, notó que estaba forrado de grandes losas, cubiertas por el barro y el agua que la tormenta había arrastrado. El aire rebosaba humedad, como los días nublados en la marisma, y olía a cerrado. Una luz tenue entraba por el agujero por el que habían caído. Al acercarse, se percató con horror de que los peldaños se habían derrumbado y no alcanzaba las escaleras. Empezó a sentir un calor lacerante en el tobillo y se preguntó si se lo habría roto.

Pasaron un rato inspeccionando la sala en busca de alguna salida. Poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando a las tinieblas del subsuelo. Se encontraban en una pequeña cámara cuadrada con los restos de un altar con forma de piel de toro, similar al que se encontraba en la planta baja del palacio, aunque más tosco. Fueron descubriendo grabados en piedra a lo largo de toda una pared que representaban escenas de una historia. Pero no parecía haber otra forma de salir. Habis sintió una punzada de angustia y arrepentimiento, pero se zafó de ella al contemplar la calma que el otro niño mantenía. Parecía que incluso se lo estuviera pasando bien, a pesar de que temblaba de frío. Trataron, sin éxito, de izarse por los escalones derrumbados.

Cuando finalmente desistieron de buscar una salida, se sentaron sobre el altar destartalado, el único lugar relativamente seco del entorno, y entablaron una larga conversación. Las gotas que nacían de las filtraciones del techo caían sobre la lámina de agua arrancando notas cavernosas y profundas, cual órgano de agua. Turos, que resultó ser el nombre del niño, pertenecía a una familia de mercaderes de creciente fama, gracias a los nuevos contactos comerciales establecidos con los griegos. También supo que estaba más interesado en los caballos que en el comercio, y que la excusa presentada antes para acudir a las caballerizas era falsa. Habis agradeció la confesión y sitió el impulso de sincerarse con su nuevo amigo, revelando su identidad. Turos quedó perplejo durante escasos segundos, realizó una casi ridícula reverencia a su príncipe, y procedió a interrogarle sobre la caballería real, con el mismo desparpajo que mostrara minutos antes.

La estancia fue iluminándose progresivamente, sin que los niños, inmersos en la conversación, se percataran. Algunos ruidos procedentes del exterior comenzaban a llegar, atenuados. Habis paseaba la mirada por los grabados de la pared, distraído. Reconocía a la mayoría de los personajes y escenas representadas. Los episodios finales claramente narraba una historia muy conocida por ambos, ya que atañía a los orígenes de su reino y dinastía: la de Gárgoris y Habis. Gárgoris, rey de Tartesos, abandonaba a su hijo Habis, fruto del pecado, en el bosque para que lo devoraran las bestias. Sin embargo, éstas le acogieron y alimentaron. El pequeño niño Habis aparecía esculpido desnudo junto a uros de grandes ubres y lobas; después, siendo arrojado a los pies del ganado y, finalmente, emergiendo del agua del océano, donde intentara ahogarle Gárgoris. También identificó a Melqart protagonizando varias escenas previas a la anterior, pero no entendía el hilo conductor ¿qué tenía que ver el héroe fenicio con los antiguos reyes?

—¿Es cierto lo que dicen, que Niethos es tu padre?— Habis se turbó: no ante la insolencia de Turos, sino porque era una pregunta que él mismo se hacía. Su familia, desde que tenía uso de razón, siempre le había dicho que era un niño especial, hijo del dios del sol, Niethos. Éste se había aparecido ante su madre en un campo al lado del río, y de su unión nació él. Al principio se había sentido cómodo con la situación ya que, a pesar de la ausencia de un padre a su lado, su abuelo lo había criado con esmero. Sin embargo, según pasaban los años, Habis se dio cuenta de que no conocía ningún caso similar, salvo en las leyendas y los mitos. Niethos nunca le había hablado, y él no se sentía especial. Calló.

Unos gritos lejanos y retumbar de pies y pezuñas sobre el empedrado le sacaron de sus cavilaciones. También Turos agotó su discurso, cuyo hilo Habis había perdido hacía tiempo. Les estaban buscando.

Se acercó a la escalera cojeando. El agujero destilaba luz brillante y aire fresco y limpio, canalizando el jaleo que reinaba en el mundo exterior. Gritó quedamente, como si tratara de no perturbar el santuario. Notó a Turos junto a él y su voz aguda y firme reverberó en la estancia y trepó los escalones, alcanzando la calle. Así continuaron hasta que alguien les oyó.

Aún tuvieron que aguardar hasta que llegaran los refuerzos. La enorme cabeza de Argantonio oscureció el cielo, y su semblante preocupado, surcado de arrugas, se tornó en ira cuando trataron de impedirle bajar a por su nieto. También habían acudido su madre y sus tíos, así como el padre de Turos, que bien le prometía jugosos castigos desde la concurrida calle, bien se deshacía en halagos y disculpas hacia la familia real.

Finalmente el rey Argantonio descendió por la escalera destartalada sujeto por una cuerda. Algunos trozos de la argamasa de los peldaños se desprendieron bajo su enorme peso. Abrazó con alivio a Habis y le dedicó una mirada de reproche, mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad de la estancia. Alzó primero al joven mercader, que fue recibido con una reprimenda, y quedó en silencio, llenando la sala con su presencia imponente.

— ¿Te das cuenta de qué es este lugar, Habis?

—Hay un altar como el del palacio, pero más antiguo. ¿Lo conocías? ¿Has visto los grabados de la pared, abuelo?

—Es el templo primigenio de la ciudad, quizá mandado construir por el mismísimo Habis I…—su voz reverberante se apagó según iba recorriendo la historia que contaba la roca. Desde arriba llegaban llamadas apremiantes. —No puede ser— murmuró mientras escrutaba los grabados.

Su tío Aipuuris se sumergió en el ambiente húmedo y tenso de la sala. Su afilada cara se torcía en un gesto contrito. Probablemente le habían obligado a bajar. Miró con reprobación a su sobrino y volvió su atención a los grabados que Argantonio estudiaba frenético.

—Aipuuris, ¿qué haces aquí? Ahora mismo subimos –se volvió, tapando parcialmente la primera pared con su ancha espalda- danos un momento, por favor.

—¿Por qué hay un santuario aquí abajo? ¿Qué hay en esos grabados?

El rey le mantuvo la mirada, desafiante, durante unos segundos, hasta que se apartó, dejándole ver las escenas. Aipuuris dejó escapar una exclamación. Habis se sitúo tras los dos hombres, sin comprender el horror que reflejaban sus semblantes, y volvió a contemplar la historia: Melqart ejecutaba al toro celeste; en la siguiente escena, se quitaba su característica leontea y llevaba la piel del toro a un rey tartesio, pero éste la rechazaba; entonces se mostraba a Melqart secuestrando a una mujer, presumiblemente la hija del rey. Después, la historia de siempre. De pronto, Habis lo comprendió: los personajes no cambiaban. Melqart era el propio Gárgoris, haciéndose con el trono de Tartesos y tratando de asesinar al héroe fundador de Tarte.

El silencio sepulcral del templo los envolvió, el polvo y la humedad afanándose aún en cubrir un secreto que llevaba enterrado cuatro siglos.

—Sellemos de nuevo este lugar. Nada de lo que hay aquí debe nunca salir a la luz —sentenció el rey en un hilo de voz.

Esa misma tarde conoció Habis a Balio, su efusivo potro sorraio, si bien no pudo montarlo. Por la noche, tendido en su lecho, rígido por el tobillo entablillado, repasó mentalmente la jornada. Los recuerdos revoloteaban por su cabeza como una bandada de nerviosas golondrinas, impidiéndole conciliar el sueño. Pensó en su nuevo amigo, Turos, y se preguntó si volvería a verlo. Pensó en Balio y en cuándo podría recorrer con él las marismas. Pero por detrás de todos esos pensamientos, como un incómodo picor al que uno no logra llegar a rascar, tamborileaban las gotas pesadas en el suelo del templo, donde los rostros esculpidos de sus antepasados contemplaban, ciegos, la oscuridad y el silencio.

RESUMEN

Habis, Turos y un joven y resabido griego pasan juntos su infancia en Tartesos. Desde la sombra, alguien trata de asesinar al príncipe Habis, que queda gravemente herido y tuerto. Su abuelo Argantonio decide alejarle de la ciudad y le envía con su verdadero padre, Ambicatus, rey de la Galia. Allí, un Habis adolescente, ahora llamado «Tarvos» (toro), se prepara para ser druida. La muerte violenta de su primer amor le empuja a volver a su hogar, pero durante el regreso acude al auxilio de sus amigos de Massalia, que son asediados por los etruscos, y participa junto con su primo Bellovesus en la batalla. A lo largo del viaje de vuelta conoce a múltiples personajes, cuyas amistades le desvían de su camino por tierras ligures, cántabras, vettonas… Cuando finalmente vuelve a Tartesos, el trono ha sido usurpado, su madre encerrada y su abuelo desterrado. Habis tendrá que vencer sus miedos y limitaciones para recuperar lo que es suyo.

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