Introducción:

La Navidad del año 1988 Marta se despertó y se quedó muy quieta en la cama sin ganas de abrir los ojos. Después de mucho retrasarlo, fue al salón medio helada de frío, sin querer ponerse nada encima de su chándal de dormir. Allí, su tía y su abuela habían colocado el árbol de Navidad y con algo de ilusión, pero muy triste, comprobó si Papá Noel les había dejado golosinas como cada año. Pero debajo del árbol solo estaba el frío suelo. Marta volvió a su cama todavía a oscuras y se echó a llorar. Esa era la peor Navidad de su vida, al menos eso estaba pensando cuando sintió que alguien se acurrucaba junto a ella en la cama y, claro, Marta la abrazó. Las dos hermanas, de ocho y seis años se quedaron dormidas muy juntas, comprendiendo en ese instante que estaban solas y que ya nada volvería a ser como antes.

Cuando a la mañana siguiente Marta se despertó, el sudor le rodaba por las mejillas. Había tenido una pesadilla horrible, una de esas que no se olvidan nunca. Estaba caminando por la calle de la mano de su padre y al cruzar el paso de peatones se tropezó y se fue de bruces contra el suelo. De repente, estaba sola y por mucho que intentaba levantarse y salir caminando hacia la acera, la pequeña Marta no tenía fuerzas en las piernas y no podía ponerse de pie. Se esforzaba muchísimo, pero no era capaz de mover un solo músculo y los coches se aproximaban a ella sin que fuera capaz ni de gritar. Fue entonces cuando se despertó y desde ese momento, ese sueño se repetiría a lo largo de toda su infancia.

Cap. 1 La complejidad de la vida.

En la terraza hacía mucho frío y dentro no había casi sitio. No era una buena opción, había muy poca intimidad. Sin embargo en la Tasca la música era muy agradable y se había convertido en una costumbre ahora que se veían una vez al mes.

– No

– ¿Cómo que no? Contestó Marta con cara de decepción.

– No, no quiero, que luego me sienta mal.

– Vale, llevas toda la vida con este rollo. Pues yo sí.

– ¿Qué les pongo chicos?

– Yo quiero una Dorada Especial.

– Yo un 7up.

– Me tomaría una cerveza, pero de verdad que no puedo.

– Ya, ya…

– En fin, lo que te contaba, que me dice que tiene que hacerlo, que siempre ha tenido esa necesidad… Necesidad dice, no sé de qué estará huyendo, igual de mí. En fin. Pues nada que se va en una semana, otro más. Ya no queda nadie, tú, nada más.

– Oooooooh qué pena, al menos a este lo sacamos de la lista de pretendientes que tienes. Por lo pronto hasta que vuelva.

– Desde luego…

– Si es que es perfecto, se nos presenta una posibilidad increíble.

– Dos doradas más, y unas aceitunitas ahí, por favor José. Haré como que no he oído nada Jorge. De verdad…

No tengo aceitunas, manises…

– ¡Bah! Qué manía con los manises.

– ¿De qué te ríes si se puede saber?

– La verdad es que no, no se puede.

– Venga ya Marta, nos conocemos, qué estás pensando.

– No insistas, no voy a decírtelo.

– Que me lo digas.

– Que no, no seas pesado.

– Pensabas en mí…

– No, pensaba en mí. Anda cuéntame cómo te va en la academia.

– Pues bien, con ganas de empezar la práctica la verdad.

– ¡Qué bien! ¿Luego me llevarás por ahí a dar vueltecitas por el cielo? Aunque bien pensado no sé si quiero volar contigo. ¡Qué miedo! –dijo Marta acentuando el qué muy despacito-.

– Miedo dice… Y tú qué ¿Cómo vas con la serie para la expo?

– Pues no va. No me apetece mucho pintar últimamente. Estoy como en un período de pausa. No he encontrado aún mi lugar en esa casa y aunque no te lo creas me siento un poco culpable por todo lo que ha pasado. Dejar a Ruimán ha sido lo mejor que he hecho nunca, pero la verdad es que no es que lo haya hecho de la mejor forma posible.

– ¿A no? A mí me pareció la mejor de todas.

– Claro, claro, tú con tan de meterme la lengua te da igual que él estuviera mirando. Recuerda que fue solo para quitármelo de encima, a ver ahora si va a haber malentendidos.

– Malentendidos ninguno, por lo que yo recuerdo, nosotros estábamos bailando y tú no pudiste resistir la tentación de besarme. Olvidaste completamente que Ruimán estaba allí.

– Déjate de bromas. En serio, no estuvo bien, debí haberle dicho que no le quería y en paz. A ver ahora si se va a traumatizar por eso.

– Traumatizar dice, es verdad que se portó bien contigo este año, pero no te olvides que hablas del más golfo del grupo. Se le quitará pronto con cualquiera, no te preocupes.

– No me preocupo, me da igual lo que haga.-

– Pues ya que te da igual, que sepas que ayer lo vi con Laura.

– ¿A sí? Pues mira qué bien, y eso que la odiaba y no quería saber nada de ella, que no era su amiga.

– ¿Celos?

– Bah, qué quieres que te diga, dios los cría y ellos se juntan. Que se lo pasen bien. Yo a lo mío.

– Bueno y cómo llevas lo otro, lo de tu familia.

– Ay bien. Digo mal, pero bien. Contenta de que no estén cerca cuando me despierto por las mañanas, ni cuando me acuesto por las noches.

– No echas nada de menos.

– A Bea, nada más. Pero ya me tocaba tener un poco de intimidad, harta que me tenían. No volvería a esa casa ni aunque estuviera muriéndome de hambre. Brujas.

– La verdad es que sí, que son raras de cojones.

– Ya estás otra vez.

– ¡Ay! qué me dejes. ¿Qué más te da? ¿Te sientes incómodo si no hablo?

– La verdad es que no, pero me encanta cuando te enfadas.

– A ver si me voy a enfadar de verdad. Venga vámonos, que ya estoy que se me cierran los ojos.

– ¿Ya? Pues vale, me dejas en casa de…

– No, te dejo en tu casa que es donde te recogí y además conduces tú. Luego te vas a donde te de la gana.

– Vale, vale.

– Lo que me faltaba, encima que vengo a desearte un feliz cumpleaños.

– ¿Vas a salir este año?

– Pues claro, de momento el viernes y el lunes de carnaval. Seguramente el siguiente finde me quede en casa.

– Vaya pues a ver si nos vemos.

– Espero que no, la verdad.

– Qué desconfiada eres, de verdad. Te llamo para quedar.

– Vale.

Marta miró abstraída por la ventana. Fuera volaba en la noche un búho chico con su misterioso ulular. Hacía frío ese febrero, pero a Marta le gustaba, la verdad es que el invierno era su estación favorita. Jorge cumplía ya 25 años, tres más que ella. Ese era su primer invierno en el nuevo hogar y la verdad es que estaba sintiendo los estragos de esa vieja casa. Pensó que un buen regalo de cumple para él sería invitarlo a dormir con ella esa noche. Se echó a reír por la ocurrencia.

Jorge llevaba puesto un suéter azul muy ancho. A Marta le gustaba cómo le quedaba y también que los pantalones se le cayeran un poquito dejando ver el huesito de la cadera. La verdad es que estaba muy guapo. Marta se quedó pensando en que nunca se había sentido con ganas de ser su novia. Él tampoco se lo había propuesto nunca, pero a ella le gustaba la extraña relación que tenían. Jorge la conocía muy bien, por encima de su juventud y sus locuras de post adolescente, él sabía quién era ella simplemente con mirarla a los ojos y ella, sabía de sobra quién era él. Y sabía también que nunca, ninguna de sus novias iba a estar a la altura de sus ilusiones y su corazón.

Recordó el momento en el que los dos se reían por encima de la música del bar y se dejó llevar por los pensamientos. En ese momento sonaba:

“Por la esquina del viejo barrio la vi pasar… Con el tumbao que tienen los guapos al caminar…”

Cap. 2 Escalofríos nocturnos

De noche cerrada, Marta llegó a casa. Aparcó en la calle, por vaga y porque se sentía cansada para meter el coche en el aparcamiento. La única luz que iluminaba aquel sendero de ‘picón’ que habían hecho los vecinos para poder acceder más cómodamente a sus casas se había fundido y Marta ascendió la vista para contemplar las estrellas. Se orientó con la estrella polar y divisó la osa mayor, sonrió, estas cosas la animaban.

Miró hacia casa de la vecina, todo estaba apagado, “Si eran sólo las once”, pensó. Le hubiera venido bien un poco de compañía y ese té tan rico que preparaba. Abrió la puerta del garaje para entrar y se encontró con el gato en medio ronroneándole. “¿Qué haces aquí?, por qué no estás pululando por la noche, ya que te escapaste de casa”. Lo cogió suavemente semi congelada y abrió la puerta de entrada a la casa. Dentro no hacía tanto frío, había dejado, previsora, la estufa de aire caliente programada para que se encendiera cada dos horas. Con el ambiente calentito decidió darse una ducha.

Marta llegó a casa agotada emocionalmente. Jorge siempre la aturullaba con toda esa información y acababa saturada de tanto hablar y hablar de los sentimientos. Tenía ese olor que siempre le gustó, se encargó lentamente de desvestirse y meterse en la ducha, siempre lo hacía todo demasiado rápido, como si la vida se le fuera a escapar y es que su percepción del tiempo se aceleraba con los días, cada hora era para ella un minuto, pero esa noche quería saborear el momento. Antes de entrar en la ducha se olió las manos que, claro, olían a él y sonrió, sintiéndose afortunada por tenerle cerca.

Cuando Marta era pequeña en la cocina de su casa había un mueble de corredera empotrado en esa pared setentera de azulejos naranjas con una especie de estrellitas marrones en el fondo. Le encantaba perderse en él, era tan pequeñita que podía subirse a los estantes en busca de la leche en polvo para echarse una cucharada en la boca hasta deshacerla lentamente, nunca la encontraba sin antes toparse con el bote de bolitas amarillas de aceite de hígado de bacalao, dos bolitas a medio día «puaj» decía su hermana, pero a ella le encantaban, sobre todo el color que tenían.

No podía evitar pensar en su vida cuando era pequeña. Cuando sus padres estaban a su lado. Se dejó mecer por las gotas de lluvia de la ducha mientras pensaba en los sonidos, los colores, los olores. Sólo recordaba las caras de sus padres por las fotos, que habían sustituido casi todos los recuerdos. Pero sí que tenía claramente reconocido el tacto de las suaves manos de su madre, tan blancas…

Recordaba esos tiempos con nostalgia y con mucha tristeza, sobre todo los olores. El de jabón de las manos de su padre y el de azúcar quemado de su madre, cuando les preparaba flan. Añoraba también el olor de las rosas que los domingos compraba en el mercado y el de canela del arroz con leche. Pero sobre todo echaba de menos el de la Navidad, con esa mezcla a sidra y polvorones. En especial el del chorrito de brandi que le echaba su madre a la salsa rosa. La mesa, siempre tan bien puesta para los seis. La Navidad desde que ellos no estaban no había sido nunca lo mismo. Siempre deseaba que llegara febrero para salir a la calle a divertirse en Carnaval. Lo que no sabía es con quién iba a salir este año, desde luego con Jorge no. Si hacía falta saldría sola.

Ni disfraz, ni demasiadas opciones que ella recordara en el altillo. Seguramente optaría como cada año por disfrazarse de nada y pintarse mucho. Y saldría con Bea y sus amigas hasta que llegaran borrachas a los quioscos y Marta se perdiera. Bea como cada año se enfadaría preocupada y Marta pasaría de ella unos meses hasta que se le quitara el cabreo. «Al menos espero este año encontrar a alguno que valga la pena o al menos que hable poco y sea de muy muy lejos», pensaba.

La mañana siguiente se despertaba más cálida. El cielo despejado contrastaba con el marrón de las montañas y Marta pensó que era solo una ilusión, porque estaban anunciando lluvias para las próximas semanas, normal en Carnaval.

– Bea, hola.

– Hola Marta ¿Qué tal todo?

– Bien. Pensando en Carnaval

– Ya, me lo imagino.

– ¿Vas a salir?

– Pues no.

– No jodas, cómo que no.

– No puedo, tengo los exámenes del curso. El único día que tengo libre es el sábado de piñata y tengo un examen por la mañana. Estaré rota y sin ganas de nada y menos de borrachos.

– Bah. Pues nada, adiós. Me voy a buscar a alguien que salga conmigo.

– Creo que Sol saldrá, claro cómo no.

– Venga te dejo voy a llamarla.

Sol era la mejor amiga de Marta, aunque llevaba algunos meses en una relación que la absorbía por completo. Por eso cuando pensaba en llamarla simplemente no le apetecía. Además, tampoco pasaba nada, por muchos años que pasaran Sol iba a seguir siendo su mejor amiga.

Iba a marcar su número cuando sonó el timbre de la puerta. Cuando Marta abrió y se encontró a Sol en la puerta no se sorprendió en absoluto.

Sol la miró con esa cara de inocente, de no he roto nunca un plato y las dos se echaron a reír.

– No sé por qué me pasan estas cosas contigo, pero ya me parece de lo más normal.

– Hola ¿no?

– Hola bonita.

– Lloraría, pero prefiero que me invites a una garimba.

– Noooo. ¿Otra vez?

– Sí, soltera.

– ¿Me vas a contar qué pasó?

– Supongo, pero hoy no. Vengo a planear estos Carnavales contigo.

– Buf, no sé si quiero salir contigo en este estado.

– Pues vas a tener que salir, no tengo más que decirte.

– Voy a pensar que la dejaste para estar libre estas fiestas. Eso o que estás locamente enamorada de mí y por fin lo reconoces.

– ¿De ti? Lo primero vale, puede ser. Pero no saldría contigo ni aunque me pagaras, con lo loca que estás. Mira lo que le haces al pobre Jorge.

– Sí, ya. Lo que me faltaba. No es culpa mía que estemos destinados a amargarnos la vida eternamente.

– Eso no es verdad, sabes que si quisieras estaría aquí pidiéndote matrimonio en menos de lo que canta un gallo.

– Sí, claro. Entre novia y novia. Ese está más colgado que tú y que yo.

– A ver qué pasa cuando te lo encuentres pasadísima en Carnaval.

Cada año el Carnaval venía vestido por un tema diferente. A cual más simple pero con unos títulos para echarse a reír. Este año tocaban ‘Los locos años 20’ pero eso tanto a Marta como a sus amigos, incluso a Bea, les daba absolutamente igual. No eran de esas personas que van cada año al son del tema que inventaban, más que nada porque no tenían tiempo para estar buscando con antelación un disfraz. Carnaval siempre llegaba como por sorpresa con ese tiroriro que se les metía en el cuerpo y era ya tradición ponerse lo que cada uno encontrara en su altillo de casa.

En el caso de Marta normalmente era lo mismo, un viejo disfraz de Drácula y Sol directamente se pintaba la cara y salía de casa disfrazada de nada. Bea era más ingeniosa en este aspecto y siempre aparecía con un disfraz improvisado que se hacía con Sandra en casa.

Ese Carnaval, como todos los años, llenó las calles. A Marta le ponía especialmente nerviosa llegar de una calle a otra, algo que se hacía realmente difícil con la cantidad de gente que bailaba en los quioscos. Además, Marta veía las calles en Carnaval como un reguero de meados que se hacen charcos entre los recovecos, de ladrones, de borrachos… Pero para ella era también una época especial llena de murgas, comparsas y, en cada esquina, amigos que no ves en muchos años, reuniéndose en los sitios de siempre.

Marta, además, pensaba de vez en cuando en sus padres. En cómo se disfrazaban de payaso para bajar a bailar en Carnaval y esa melodía que su madre tarareaba: Pasito tun, tun, pasito tun, tun… Un motivo más para salir y olvidarse de todo.

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