EL CAMARERO DE «EL GATO QUE LADRA»

EL CAMARERO DE «EL GATO QUE LADRA»

1

Subí al cabrete con la intención de cambiar mi camisa de cuadros por la blanca, y la chupa de cuero por la chaquetilla negra que junto al pantalón a juego, de caduco estilo, componían mi uniforme de guerra. Me había puesto esa mañana una corbata negra, la que compré para el entierro de mi abuela, con el fin de ahorrarme un paso, quizá un minuto, en la transformación de mi aspecto: de joven semidesaliñado a profesional del duro curro de la hostelería.

Así vestido, mi juventud se amilanaba, y las incipientes entradas que solía disimular con el largo corte de pelo y los rizos desplomándose sobre ellas me revestían de una cierta solemnidad. Con esta presunción de entendido en nada e inocente en todo, día sí y día también un espontáneo o un asiduo me confesaba algún cataclismo interior, algún miedo, algún yerro, alguna duda.

Todo se repetía una y otra vez, desde el insistente dolor de pies que tanto paseíllo entre las mesas y la barra me dejaba al acabar la jornada hasta las habituales bromas de los parroquianos. Sin embargo, aparte de esto, lo idéntico se difuminaba y ninguna jornada era igual a otra más allá de las pequeñas semejanzas. Las diferencias se multiplicaban y no se limitaban a algún que otro servicio inusual. Los semblantes cambiaban como la luz a lo largo del día. Las conversaciones asomaban con nuevas y secretos. Personas nunca vistas se sumergían en sus pensamientos, solas y acodadas en la barra o dejando ir la imaginación en una mesa incompleta. Grupos aquí y allá quedaban y, salvo fortuitos desencuentros, se palmeaban la espalda o se saludaban con distintos grados de calidez. Otros para mí igual de desconocidos arribaban por casualidad a El gato que ladra con sus propias aspiraciones y necesidades, que a mí me gustaba desvelar como quien gusta de rellenar un sudoku. Y los de siempre nunca hacían exactamente lo de siempre sino que o llegaban a deshora o marchaban antes de tiempo o mostraban un gesto extraño que apartaba lo diario de lo cotidiano.

A veces las caras de quienes vienen y van son perfectamente intercambiables. Otras, algunas poseen un aire inconfundible que las hace únicas. A estas es a las que me gusta mirar.

Lo mismo me ocurre con las palabras. Todos mis clientes suelen usar el mismo idioma, este bar no está en la ruta de las visitas turísticas. La mayoría usa metáforas manidas, expresiones hechas, bromas sin novedad, chistes archiconocidos y se expresa como seres de pensamiento clónico. Entonces, me desconecto y aprovecho para hojear el periódico del día entre la intermitente petición de consumiciones.

Los menos, con idénticas letras y distintas entonaciones, crean mensajes del todo impares. En esas ocasiones, mis oídos hacen frente común con mis ojos y entre ida y vuelta, escucho conversaciones deshilvanadas a las que mi curiosidad o mi invención dan textura.

2

De ayer, sin ir más lejos, recuerdo retazos de dos de ellas.

—¿Tú crees que nos llamarán? –preguntaba un muchacho a uno con aspecto de treintañero como yo.

—A ver, si por la calidad fuera, seguro, pero date cuenta de que la competencia es atroz y el nivel estaba muy alto.

—Bueno, soñar es gratis —susurró el primero.

—Con esa actitud no vamos a ninguna parte. A la inspiración hay que pillarla trabajando, ¿quién lo decía? Fue un artista, un escritor o un pintor, ¿o sería un filósofo? —y se veía que quería impresionar a su acompañante, a pesar de hablar de oídas—. Debes mantener la moral fuerte y el rigor y la preparación igual.

—Es que no me voy a hacer pajas mentales, que luego me ocurre como a la lechera del cuento.

***

—Te he dicho que ya no aguanto más

—Pero ¿por qué? ¿Qué nos ha pasado? Antes de convertirnos en pareja fuimos los mejores amigos…

—Quizá esa es la cuestión. No debimos haber cambiado de estado. Como amigos éramos perfectos, pero…

—Ya. Como amantes, no. Eso quieres decir.

—No exactamente, no me malinterpretes, no me refiero a cuestiones amatorias. O al menos no solo a eso. Eres… demasiado puntilloso y yo… no estoy acostumbrado a que me controlen ni se irriten por cada paso que doy.

—…

—…

“Me voy a perder lo más interesante”, pensé, y me di prisa en volver a pasar por su mesa, tras servir a los de la tercera y ver cómo intercambian un par de intervenciones más. Aún regresé a tiempo de escuchar algunas frases sugerentes.

—Eso sabes que para mí es lo de menos. Es que no somos compatibles.

—No lo entiendo. ¿Antes congeniábamos al cien por cien y ahora no somos compatibles? —se resistía uno de ellos a admitir la derrota—. Hay algo ahí que no me cuadra…

—Seamos simplemente amigos —le pidió el primero casi como en una súplica—. Si no aceptas, tendremos que cortar por lo sano… y eso sí que nos dañaría a los dos.

***

—Te está sonando el móvil. Mira a ver… —sugirió el mayor.

—¿Tan pronto? ¡Imposible!

Me pregunté si esperaban la resolución de una entrevista de trabajo o la respuesta a la participación en un casting. ¡Cualquiera sabe! Sus caras anodinas no me aportaban datos con los que deducirlo. Pero recuerdo que reflexioné sobre las aspiraciones de la gente y que llegué a la conclusión de que tener las esperanzas puestas en una llamada de móvil no me pareció loable sino insensato.

—¿Ves? —señaló hacia la pantalla—. Número desconocido. Igual…

—Igual es alguien que me quiere vender algo. Hasta las narices me tienen.

Pero no se hizo de rogar demasiado.

—¿Sí? —esperó un momento y acto seguido insistió—. ¿Dígame?

El joven miró el aparato de frente como si este le fuera a contestar y se lo volvió a colocar sobre la oreja antes de repetir la pregunta. Tras un breve silencio…

—Se ha confundido.

—Sería un pesado. ¿Sabes? Antes, como me daban pena los que trabajan de teleoperadores —retomó la conversación su acompañante—, era educado con ellos. Ahora les contesto que no me viene bien atenderlos, que estoy trabajando, o me invento otra excusa. Si insisten, me deshago de ellos sin contemplaciones.

—¡Viva la asertividad!

—Claro, si no me interesa lo que me van a ofrecer, vamos, lo habitual, y siguen dando la barrila… pues yo les cuelgo. Que aprendan a respetar el oro ajeno, el tiempo, digo —y se reía de su propia ocurrencia con una risa que no sabría calificar si era ratonil o de hiena.

—Yo he desarrollado un sistema que no falla. Además me sirve para meterme en la piel de otros, ya sabes, en plan personaje…

—¿Y en qué consiste?

—Me enrollo con las maravillas de tal o cual servicio, o pretendo venderles yo otra cosa. Acaban por colgar ellos —se carcajearon al unísono.

Mientras iba recogiendo con cierta lentitud todos los platos y tazas del pantagruélico almuerzo, me quedaba con gran parte de su conversación, bastante menos suculenta que todo lo que se habían metido entre pecho y espalda, y aún atisbé a oír de la que me retiraba la última intervención.

—Pues en mi caso, algunos se pican y, en lugar de darse por aludidos, vuelven a llamar como si no hubiera sido yo quien los cortó…

3

Hoy ha sido un día terriblemente triste. El clima acompañaba mi desazón y los escasos clientes que entraban y salían no acertaban a animar este paisaje desolado e invernal, grisáceo y funesto. Ni siquiera la tele, esa señorita de compañía que ameniza los ratos de espera con su música de fondo y su palabrería despechada, ha conseguido sacarme una sonrisa o un destello de interés. Es una tarde propia para el bostezo.

A eso de las 5 y en medio de un diluvio, ha entrado un grupo con ropas oscuras, de semblante apesadumbrado, ojos llorosos, piel demacrada, venas marcadas y rictus serios. En otro momento hubiera pensado que era la avanzadilla de una secta pesimista. Hoy no. La hora, la dirección, el silencio y la compenetración de los siete u ocho que eran me recordaron las esquelas que tanto me habían llamado la atención por la mañana. Dos de buen tamaño y una más pequeña. El dolor de la familia se había quedado constreñido en esta. Las otras dos, a pesar de la sorpresa de una muerte inesperada, engrandecían la figura despedida con sendas fotos. En ambas se veía a un joven risueño y de apariencia sana, quizá atlética, que para nada hacía presagiar su muerte a los 28 años. Una se la había puesto la empresa en que trabajaba, una gestoría. En la otra sus amigos se habían despachado a gusto con una despedida poco al uso.

A ver, Jero, ¿cómo coño nos has hecho una cosa así? ¿Siempre dando la nota? ¿Quién te has creído que eres para darnos este disgusto, joder? ¿En qué andabas pensando?

Siempre fuiste un caso. ¡Cómo te ha gustado hacerte esperar! ¿Y ahora qué? ¿Y hasta cuándo? Seguro que andarás fisgando por alguna rendija desde el más allá, descojonándote con nuestros caretos, bromeando con el impacto que una vez más has causado.

Te mereces que tus amigos te olvidemos cuanto antes por gilipollas. Lástima que no seamos capaces de lograrlo.

Después de la donación de tus órganos, alguien te llevará en su corazón o dará buen uso a alguna de tus vísceras. ¡Generoso hasta en las últimas! Nosotros, no. Nosotros tendremos que conformarnos con llevarte en la mente, entrañable granuja.

Mira, socio, sabías que eras un colega imprescindible y nos has dejado en chasis. Tus amigos intentaremos olvidarte. Pero ¿podremos?

RIP. ¿O no?

Antes del curioso remate, “RIP. ¿O no?”, venía una serie de nombres que no recuerdo. Pero no importa, el texto ya había prendido en mi cabeza el fogonazo de esta memoria selectiva mía.

4

La mujer de blanco se encuentra en esa edad indefinida de la juventud ajada o de la madurez comprometida. Me he hecho a verla todas las mañanas, quizá debiera decir cada mediodía, porque nunca viene antes de las once y, sin embargo, a esa hora del almuerzo desayuna con un hambre atrasada: zumo de naranja, tazón de café con leche largo de café, tostadas y croissant con mermelada y mantequilla y, a veces, hasta algún pincho salado, uno de tortilla de patatas o un sándwich vegetal.

Pero hay días en que esto no ocurre. Y la echo en falta tanto que pienso que se me va a olvidar respirar mientras atisbo de reojo o de frente la puerta de entrada al local.

No sé a lo que se dedica, pero tengo claro que no le debe agradar. Podría decir que es bella a pesar de su mirada lánguida bordeada de profundas ojeras y de su rictus serio. Nunca hemos intercambiado una palabra más allá de lo que pide que le sirva. He notado que su dicción no parece española, aunque debería ya pronunciar esas cuatro palabras repetidas día sí y día también con una total desenvoltura.

Tiene el pelo castaño claro y unos profundos ojos aguamarina que hacen pensar en los idílicos Cayos de Florida. Nunca he estado, pero desde pequeño he ansiado viajar allí. Sus ojos verde azulados y su cuidada indumentaria blanca destacan sobre cualquier otro de sus rasgos. Nunca hemos cruzado una mirada, porque ella ve a través de mí, sus ojos revolotean siempre por el espacio como pájaros inquietos que no encontrasen rama en que posarse. Yo soy transparente para ella. Estoy seguro de que, si no existiese Helena, podría perderme en el mar sin fondo duplicado de su cara.

Cuando la mujer de blanco falta, siento un vacío difícil de explicar. Observo desde la barra la gente que pasa por delante de la cristalera y cuento. Un, dos, tres ¡y aparece! Un, dos, tres ¡y voy a ver asomar su pantalón blanco! Un, dos, tres ¡y su camisa blanca reflejará su brillo en los cristales! Un, dos, tres ¡y atravesará una marea azul desde su rostro hasta el interior del bar…!

En las ocasiones en que falla a nuestra cita, recuerdo las mañanas en que, antes de entrar, las claraboyas de su rostro muestran a través de los cristales esas aguas refulgentes que en dos pestañeos se adelantan y luego retroceden.

SINOPSIS

Un camarero peculiar que trabaja, incluso horas extra dado su camaleónico esfuerzo por esconderse de un pasado que le desagrada y para evitar enfrentarse con un presente que le incomoda, usará sus grandes dotes de observación, una innata capacidad psicológica y una curiosidad detectivesca, para engarzar las piezas de un puzle del que varios asiduos del local ni siquiera son conscientes de formar. La búsqueda de un ser querido desaparecido, el reencuentro de unos antiguos compañeros de instituto, la pregunta de cómo sucedió el fortuito o no tan fortuito accidente… son los cabos de esta historia.

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