Uno quiere escribir un libro y entonces el libro ya está escrito. No por otro, no es que a uno se le haya adelantado alguien, es que el libro, al saberse querido escrito, se escribe solo, por así decir, se hace libro. Uno va luego, cuando esa revelación del haberse escrito el libro tiene lugar, —y lo ha hecho con la firmeza y hondura de una verdad incontrovertible—a buscarlo, a cualquier parte, donde sea, porque se sabe que el encontrarlo es ya solo una cuestión de tiempo.

Se podría probar en los archivos del ordenador, en un cajón de la cocina, en un armario de la habitación, en la terraza… o en la azotea, donde desde hace unas semanas un nutrido escuadrón de hombres trabaja para sellar las deficiencias en las impermeabilizaciones del edificio. También han hecho, al parecer, algo con la fachada y con la antena colectiva de la televisión. En la azotea es posible que llegara a estar el libro, pero no querría uno molestar a esa gente que trabaja allí. Me imagino la escena de ese grupo de hombres, en un ambiente de trabajo duro, donde para paliarlo no escasearían ni la charla ni la broma sobre esto o aquello mientras calafatean: un, dos, un, dos. Bromas, miradas y sellado negro, espeso y con visos de larga durabilidad. Y yo allí, disculpándome: ¿perdonen, han visto ustedes un libro por aquí, un libro negro? A su socarrona negativa, se podría pensar que tal vez lo hayan hecho papilla y usado como masa para calafatear.

Pero la auténtica razón de que no haya subido a buscar el libro a la azotea no es esa. La razón es que no he subido nunca a ninguna. Lo cierto es que casi nunca hago cosas que no haya hecho nunca, al menos una vez. La gente dice que no probar cosas nuevas es limitarse mucho, y seguro que tiene razón. De hecho, el número de cosas que hago es realmente pequeño, en comparación con la mayoría de la gente que conozco.

Mi libro dónde andará en esta mañana en la que, según las predicciones meteorológicas, va a caer una nevada de órdago. Una buena noticia. A ver si es verdad.

Ahora espero frente a la ventana a que empiece a nevar. En esto he cambiado poco; ante la inminencia de una posible nevada, siento la misma feliz aprensión que entonces, de niño, cuando si había que esperar se esperaba, —horas si hacía falta—, sentado a horcajadas en una silla del cuarto vacío a que empezaran a descender del cielo los primeros copos… —tras un rato de espera, minúsculos y grises, éstos comenzaban a caer, en disueltas bandadas, para ir a aterrizar al suelo de la terraza, donde casi nunca les llegaba para juntar una capa, por muy fina que fuera.

Mientras, pienso que el libro puede que no se encuentre aquí dentro, después de todo. Lo digo porque creo no haber olvidado mirar en ninguna parte. Lo he hecho hasta en el pocillo de la taza del váter. Confieso que si, por casualidad, se hubiera encontrado allí, me habría encontrado en una situación bastante embarazosa. ¿Qué hubiera significado, que este libro, errabundo y autosuficiente, no es más que una mierda, después de todo?

Al hilo del asunto de la reforma en la azotea del edificio, acabo de acordarme de una noticia que leí hace algún tiempo en una revista italiana de información general. Una especie de Cambio 16 o Tiempo con algo más de histerismo y brillo en el papel. Allí se decía que más del cincuenta por ciento de las mujeres mayores de sesenta años roncaba por las noches. Qué panorama para los hombres. Y para las mujeres, ya que la proporción de ruidosos nocturnos subía nada más y nada menos que al setenta por ciento en el caso de los hombres. Chasqueando la lengua como descosidos para tratar de pegar ojo. Menudo truquillo éste, qué tendrá que ver un sonido que se emplea normalmente para hacer avanzar una bestia con que a uno se le corte el ronquido. Maravillas, misterios de la ciencia de andar por casa. Esta es la típica curiosidad que uno no averigua nunca y se lleva a la tumba, y tal vez, en ese momento final justo antes de la muerte, en lugar de abandonarse uno en los brazos de una fe o de una persona amada, se pone a pensar en eso, en cuál puede ser la extraña razón que vincule un chasquido de lengua con la interrupción momentánea de un ronquido…

Tengo ahora una intuición: de un momento a otro va a sonar el teléfono. Esto de las intuiciones, —esas vocecitas que tocan leve y educadamente, toc, toc, toc—, a la puerta de nuestra corazón o de nuestra mente, según el caso—, es otro asunto en el que merecería la pena detenerse. Pienso que todos estamos llenos, pletóricos de grupos de intuiciones, de verdaderos ejércitos que nos pueblan. Y que, sin embargo, la naturaleza de cada persona, —su educación, su temperamento—, determina un tipo de reacción diferente ante ellas. Hay gente que las convierte en su forma de vida, y hay gente, situada en el extremo opuesto, que las ningunea sin piedad, y les da el rango de ser sólo incómodas excrecencias, molesta producción de lo que alguien llamó, refiriendo a la mente, «la loca de la casa«.

Veo que me estoy poniendo caliente y también veo que se acumulan los temas y el libro de uno sigue sin aparecer, y no puedo perder más tiempo. Ya sé que no lo he perdido, que he buscado y rebuscado hasta en los lugares más insospechados, pero el caso es que no la he encontrado, y no puedo andarme con diatribas ni con disquisiciones, que no me llevan a ningún sitio.

Dejo de mirar el teléfono en vista de que este se obstina en no salir de su prolongado silencio. Tal vez haya confundido el mensaje que me he lanzado en forma de intuición y es posible que no haya una segunda oportunidad; donde tal vez me decía: «el libro se encuentra en un bolsillo de uno de los calafateadores de la azotea; vence tu miedo, sube otra vez y compruébalo” y yo, en mi profundo auto desconocimiento, he interpretado: «va a sonar el teléfono«.

Nunca lo sabré, en todo caso.

Hoy, que estaré solo toda la mañana, —Úrsula viene a limpiar lunes, martes y viernes—probablemente no saldré a comer, —o en todo un paseo rutinario—. Me contentaré con algo que pille en la cocina; pensar en la cocina me lleva a otro asunto, algo que me ha llamado la atención, a raíz de una noticia aparecida en prensa: los suicidios. Diez muertos al día en España, por esta causa. No puedo evitar ver a ese grupo de diez, así, aislados, esperando juntos como un funesto pelotón el cumplimiento de una sentencia. Daría mucho de sí el asunto este de los suicidios. Hubo un filósofo o un sociólogo ¿Emile Durkheim?, que aseguraba que, en realidad, la única cuestión que merecía todo esfuerzo de investigación y análisis, —en este enorme cajón de sastre que viene a ser «lo social»—, era precisamente este, el suicidio. Ni el arte, ni la cultura, ni la filosofía ni la política. Solo conocer la verdadera razón que le lleva a un hombre a apretar el gatillo contra sí mismo. Es un tema tabú, un tema que no trasciende. ¡Qué fácilmente se llena una noticia con un asesinato, y qué difícil es hacerlo cuando, —siendo, en esencia, más noticiable—ese crimen se dirige contra uno!

Está empezando a nevar, y es ahora, con estos primeros copos precipitándose como plácidos paracaidistas, cuando el teléfono empieza a sonar. Se desgañita desde su base, con ese estrépito tan suyo, —como si en ese frenético sonar le fuera la vida—, pero no lo cojo, sino que prefiero seguir viendo nevar. No parece que vaya a durar mucho, por el grosor de los copos. Vuelvo atrás cuarenta años. El retrotraerse uno así no es fácil, creo que solo lo pueden conseguirlo determinados estímulos: un olor, una visión, una magdalena… Por ejemplo, para mí, podría tener ese efecto la tan infrecuente visión de ver nevar. Ver nevar, vernevar. Vernevar debería incluirse en el diccionario de la R.A.E. como un nuevo vocablo: dícese del acto, —sorprendente, mágico, fascinante—, de ver nevar. Al igual que en los antiguos tiempos de las desilusiones, tampoco esta vez la nieve alfombrará la ciudad de blanco. Han pasado unos siete minutos y los escuálidos copos se han tornado en gruesas gotas de lluvia, pesadas como fardos.

El libro, que de él solo sé que es negro, no tiene título, por supuesto. Este dato no iba incluido en la revelación. Ni título ni grosor, ni otras filiaciones, como editor, diseño de portada, ISBN, o si porta camisa o cualquier otro añadido, como esas vitolas de papel, —camisetas podrían llamarse—, que se utilizan para ensalzar obras y autores. Como en un mensaje telegrafiado con urgencia por un espía en apuros a su sede central, la revelación apenas dio pie a incluir la constatación de su existencia y, —como una fotografía mal tomada—, una difusa indicación de su aspecto exterior: de tono negruzco

Miro en el teléfono para ver si reconozco la llamada. No lo sé, no es nadie de la lista de contactos. Es un número que no identifico, un número fijo, de aquí, de Madrid. 913640941.

Ni idea.

Me preocupa sobremanera lo de mi libro. Saber que está, pero no. Voy a intentar pensar en otra cosa, creo que voy a bajar un rato a la calle, para airearme un poco, y, de paso, quizá poder contemplar con una perspectiva diferente la desasosegante sensación que me produce esta ausencia-presencia.

Todavía, cuando no son ni la una de la tarde, ya se respira un aire como de cansancio en el paisaje. Los coches parecen querer entorpecerse deliberadamente unos a otros; los transeúntes, con sus oblicuas miradas o sus pensamientos lejanos, tal vez querrían hacerse lo mismo, de disponer de mayor cobertura que sus pobres y frágiles cuerpos.

Es este el barrio donde vivo, Moratalaz.

Se encuentra al sureste de la ciudad. Tal y como uno la ve, se trata más bien de una zona de nivel medio, tranquila, plagada de edificios que rondan las quince alturas, dispuestos de tal modo que un visitante que busque por primera vez un portal puede estar seguro de que deberá invertir un buen tiempo en encontrarlo. A excepción de las calles más importantes, no hay, por así decir, intersecciones. El concepto «bocacalle» es un enigma aquí. En lugar de ellas, endemoniadas callejuelas en zigzag vienen a unir unas construcciones con otras. Es irritante para los carteros, da igual que sean novatos o más avezados, no se acostumbran. Para nosotros, los vecinos, en cambio, esto no es algo que afecte; al contrario, nos lo tomamos como una peculiaridad que nos distingue de otras zonas de Madrid.

Los bloques de edificios suelen adornarse con pequeños jardincillos delante de sus entradas. Se trata de esos pequeños espacios verdes donde cohabitan el mismo tipo de plantas que colonizan jardines urbanos de medio mundo. Una palmera enana ocupa, resignada e invariablemente, el centro del espacio, con un lacio ramillete de gordas hojas alargándose hacia abajo y la punta marrón, indicio claro de muerte prematura. Mientras paseo no puedo por menos de pensar en el libro, en mi libro. Me parece verlo en todos sitios: en los rostros atribulados de algunos transeúntes, en los voladizos de los tejados o en las difusas ideas respecto a qué haré el resto de la mañana, cuando el paseo haya llegado a su fin. ¿Volver a casa?, ¿Alguna razón en especial para hacer eso y no otra cosa, como no volver a ella en absoluto?

Camino del puente que salva la M30, y un poco antes de llegar a él, me doy media vuelta. Nunca he atravesado ese límite, claro. Bien sé lo que me pierdo, —mis amigos me hablan a menudo de lo que me esperaría si alguna vez me decidiera a cruzar esta frontera: parques enormes, alguno incluso con un estanque dentro en el que poder remar en barca; museos mundialmente famosos; edificios de más de treinta plantas hechos sólo de acero y cristal… De todas formas, conozco todo eso a través de la prensa, de la televisión, de Internet… No pudo decir que me den envidia. Me gustaría conocer todas esas pequeñas maravillas, por supuesto, pero no me muero por hacerlo.

Mientras me dirijo de nuevo hacia el centro del barrio, pienso, de nuevo, cómo no, en la tesitura tan curiosa en la que me encuentro desde hace unas horas. Tal vez, si alguien pudiera garantizar que mi libro se encuentra en un lugar determinado, aunque fuera más allá del límite del puente, me armaría de valor e iría en su búsqueda. Mientras tanto, uno regresa hacia el pequeño mundo conocido, pensando en esto y aquello.

Pienso, por ejemplo, en el arte. Yo tuve, hace un tiempo, un amigo que intentó, sin éxito, introducirse en ese mundillo, haciéndose un hueco como marchante. Había estudiado Bellas Artes y descubierto a la altura del tercer curso que su verdadera inquietud tenía que más que ver con el dinero que con la sensibilidad artística. Había hecho buenas migas con varios compañeros de estudios y vio como posible salida profesional hacer confluir ambos ámbitos. Dejó los estudios a la mitad del cuarto curso, cuando llevó a cabo con éxito un par de gestiones con las obras de Marcos Huerta, uno de aquellos compañeros, quien más tarde se convertiría en un reputado pintor. Para sí mismo, con ello, se había convertido en marchante profesional, aunque la verdad es que fue únicamente la extraordinaria calidad de los trabajos de su representado lo que había conseguido que las transacciones tuvieran un final feliz.

Huerta, artista muy apegado también a los asuntos concernientes al bolsillo, vio mejores oportunidades para mover su obra que los deslavazados tejemanejes de su primer mentor y no dudó en decir que sí al primer ofrecimiento que le llegó desde una galería seria. En cuanto a mi amigo, hombre de mil caras y mil recursos, no tuvo problemas para reciclar su innata valía como aglutinador de voluntades; mis últimas noticias sobre él le situaban en el centro de una pujante empresa de formación.

Pero el recuerdo de aquel amigo me viene ahora a la memoria, además de por su relación con el mundo del arte, por otro aspecto, verdaderamente peculiar: la de no tener nombre propio. Uno lo piensa ahora y no entiende cómo pudo llevar una vida más o menos normal con esa carencia. Cuando no se encontraba presente y había que referirse a él, le llamábamos de diferente maneras, dependiendo de quién le aludiera: casi siempre echábamos mano de su apellido: San Juan, pero también le llamábamos «el repelador», —a raíz de una anécdota que contó una vez, sucedida durante el cumplimiento de su servicio militar— o también, una vez hubo desvelado sus tendencias empresariales, «el marchante»; otros, menos cercanos o amables, le llamaban, con sorna, «elsin», o simplemente «aquél», o «él»…

Sin poder asegurarlo totalmente, ya que él nunca lo dijo ni lo desdijo, se comentaba que fue de su padre de quién había heredado esa ausencia de nombre. Cuando se ponía el asunto sobre la mesa, San Juan simplemente se encogía de hombros y la evitaba, murmurando una excusa resignada, como si esa condena hubiera sido algo inevitable, fruto del azar, como el padecimiento de una enfermedad de esas llamadas raras.

La mañana se ha aclarado sorprendentemente, después de haber amanecido el día gris y encapotado. Los meteorólogos habían hablado de cielos cubiertos y de grandes probabilidades de nieve. Ambas predicciones han tenido lugar pero, a tenor de la visión que se aprecia sobre el norte de Madrid, donde se vislumbran grandes masas de nubes, es más que posible que estén descargando ahora mismo y con fruición su preciosa y blanca mercancía. Han sobrevolado el barrio preñadas de agua, pero, tal vez, sabiamente, han decidido dar a luz en alguna zona más pudiente de la ciudad, allí donde se encuentran los hospitales más preparados; esta nevisca de esta mañana ha sido sólo una molesta contracción.

Me encuentro frente al quiosco de prensa. ¡Qué sitios, los quioscos de prensa! Aquí uno ha olvidado ya el asunto de la nieve y casi la del libro. Este oasis multicolor me han fascinado desde pequeño. Cojo del montón un «país» y le dejo dos monedas a Clara sobre la repisa en la que se apoya, alfeizar desde el que ve discurrir su eterno y mismo pedacito de calle, de vida. Como respuesta a mi entrega, Clara me guiña un ojo, como suele hacer.

Abro el periódico ahí mismo. Voy a la sección de Sociedad, por donde empiezo siempre.

Descubierta una proteína capaz de evitar el mal olor de las heces humanas

Francisco Gil/ Madrid

Científicos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas han hallado una proteína capaz de «comerse» las bacterias que se hallan en los excrementos humanos, y que son responsables de su característico mal olor. Este hallazgo, dado a conocer la semana pasada por la revista internacional de referencia «Science», donde el grupo de investigadores españoles, con el prestigioso biólogo Andrés Solano al frente, publicó en un primer momento el descubrimiento, podría tener importantes implicaciones en el ámbito de la alimentación. Esta proteína, que aún carece de nombre, aunque ya se encuentra patentada, consigue su efecto al introducirse en un alimento antes de ingerirse, al conseguir que los excrementos resultantes de su ingesta inhiban la actuación de las bacterias responsables del característico olor.

¿Y los pedos?, ¿también ellos serán enmascarados, con la administración de esta sustancia casi milagrosa? Nos deslizamos sin emisión hacia un mundo desprovisto de todo rastro humano.

Sigo leyendo, mientras empiezo a caminar, cuesta arriba, de vuelta a casa.

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