Martín no podía decir que su llegada a la Profundidad hubiera sido una casualidad. Eso le había pasado a los demás “descendidos” que hasta entonces siempre habían sido involuntarios. Llevaba varios años visitando y luego estudiando las leyendas de la comarca, y por fin había tenido éxito. Las leyendas no eran tales, realmente existía ese lugar mítico, del que se llevaba hablando durante siglos. Que había sido ya descrito en las pinturas rupestres de las famosas cuevas de “El Calvario”. Que los viejos más viejos hablaban de ello, porque los ancianos más ancianos de sus antepasados se lo habían transmitido oralmente. Porque realmente, el llamado Profundidad, el lugar del que nunca se volvía, Imaney para los oriundos del lugar, podría parecerse a la muerte, pero, realmente alguien o algo habría conseguido volver, porque si no las leyendas sobre éste, como “La Atlántida”, “Avalón” o “Shambhala”, ni siquiera habrían llegado a nacer.

La primera vez que oyó hablar de Imaney fue en su primer viaje a la Amazonía del Perú, cuando era un joven mochilero, acompañado de una novia, cuyo recuerdo se perdió en el tiempo antes que su interés por las nuevas tierras que visitaron. Se encontraba en una zona selvática, que aún albergaba a pequeñas tribus ancladas en el pasado, y sin contaminar por la llamada civilización. Como los amazónicos peruanos plagaban de historias y de magias cualquier relato, era curioso que una de éstas le hubiera calado, por encima de las demás. Incrustada en su inquieta mente analítica, le quedó una pequeña semillita que tardo años en prender.

La leyenda hablaba de un pueblo que habitaba en las profundidades de la tierra desde el principio de los tiempos y que aún lo hacía en el presente. Que perduraba su existencia y evitaba la endogamia gracias a los hombres, mujeres y niños que caían, incautos, desde una entrada secreta situada en el exterior de la selva y cuya ubicación no conocían ni siquiera los nativos. Sólo la casualidad hacía que se precipitaran al pozo oculto y fueran a parar, para siempre jamás, a Imaney. Las personas desaparecidas sin dejar ningún rastro eran una constante desde que se tenía noticia, hacía más de dos mil años.

La segunda vez que oyó hablar de Imaney, fue en un reportaje de la televisión.

Estaba en su cafetería favorita, “Delicias Extremeñas”, tomando un café con un dulce de miel exquisito, especialidad de la casa, cuando algo le llamó la atención, unos comentarios que oyó, provenientes del gran televisor de pantalla plana al que nadie hacía aprecio. Afinó la oreja y escuchó. Hablaban de pasada de la llamada “La Atlántida peruana”, y entre el extenso reportaje que le dedicaban, lo que más le llamaron la atención eran las bellas imágenes de la frondosa selva y el espectacular río, el Amazonas en la parte Alta o Ceja. Pero solo la mención del nombre le arrancó de su memoria adormecida el interés que antaño había alterado su corazón adolescente.

Apenas pudo degustar el café con leche y el bollo, que fue engullido distraídamente, sin apreciar su textura.

Por entonces, ya había acabado su carrera de historia y ejercía de profesor en un instituto estatal. Esta vez disponía de más recursos, y esperó a su periodo vacacional y armado sólo con el billete de avión de ida y vuelta a Lima y una gran maleta. Tras doce horas de trayecto con un guía local en un todo terreno cuya visita al desguace se había demorado durante varios años, pudo presentarse en el pueblo más cercano al objeto de sus investigaciones. Era una locura, iba detrás de una quimera, le habían dicho sus amigos a Martín.

-¿Qué puedo perder?- Les respondía, con su espíritu aventurero inalterable.- ¿Dos meses de mis vacaciones? Sólo visitar la selva peruana merece la pena. Y si se cansaba siempre podía visitar Machu Picchu o el Lago Titicaca.

Esta vez fue solo. Hacía poco más de un año que había roto con su mujer, tras un breve matrimonio, y no le habían quedado ganas de embarcarse en ninguna otra relación. Había perdido muy pronto a sus padres, que le habían tenido ya cuarentones, y era hijo único. Los lazos familiares no le ataban a su ciudad de origen.

La sensación de asfixiante calor no parecía corresponderse con los 31 grados que el termómetro de mercurio del vehículo pregonaba. Pero claro, con una humedad de más del noventa por ciento, cualquier ropa se empapaba de sudor y se adhería al cuerpo como una segunda piel. Los goterones de agua que manaban de su frente empapaban las patillas de las gafas de sol, antes de desaparecer por el cuello, y de ahí derivaban hacia la espalda, el pecho o los brazos. Se había embadurnado de un potente anti mosquitos, que debía de repeler también a cualquier persona en varios metros a la redonda, con un olfato medianamente desarrollado. El guía, sin embargo, no parecía humano, apenas sudaba y los mosquitos no le consideraban de interés. A pesar del maloliente repelente, los insectos se arremolinaban a su alrededor, en busca de algún resquicio que les permitiera chupar su sangre europea, que debía ser más apetecible y novedosa que la local.

Los primeros días fue tratado como un turista más. Pero dormir en sus humildes chozas le valió la confianza de Walter, el nieto de Neptali, que era el hombre más anciano del pueblo. El padre del chico había muerto víctima de una gripe, complicada con una neumonía y el abuelo ejercía de autoridad paterna con Walter. Gracias al joven pudo llegar a hablar con el anciano, que era muy desconfiado con todas las personas que no fueran, no solo de Perú, sino del lugar.

Pero éste se cerró en banda, y ante sus preguntas, su rostro ya de por sí hermético, se volvió granítico e inexpresivo y se negó a hablar con él, pese a las súplicas de su nieto, que no podía creer que su abuelo fuera tan testarudo.

Pasó otros quince días más, sin conseguir el más mínimo resultado. Se tuvo que dar por vencido, y tras despedirse de su amigo Walter, se resignó a continuar su viaje por los lugares más comunes de Perú. A pesar del ánimo depresivo que le invadió cuando abandonó la aldea, enseguida su espíritu emprendedor se apoderó de sus pies y realmente disfrutó de las ruinas incas, del lago Titicaca, del templo Coricancha e hizo senderismo por el valle del Colca.

Tuvieron que pasar aún más de diez años cuando volvió por tercera vez. A la tercera va la vencida, decía el refrán, y realmente fue así. Si se puede llamar vencer a caer en un mundo del que, en teoría, no se puede regresar.

No había perdido el contacto con Walter, primero por correo electrónico y en los últimos tiempos por mensajería instantánea. El ahora ya treintañero vivía, casado y con tres hijas, en la capital, Lima. Trabajaba largas horas en un supermercado para sacar adelante a su familia. Como su mujer estaba empleada en una conservera de las afueras de la ciudad, se podían permitir llevar una vida modesta pero en la que no les faltaba de nada a las niñas. Le comunicó, con apremio, que su abuelo Neptali se estaba muriendo y que le había llamado a su lecho de agonía. Y había pedido que le acompañara el extranjero raro que le interrogó sobre Imaney, amigo de su nieto.

Los días de vacaciones de un profesor de Instituto no le permitían cogerse inmediatamente esos días, pero pidió un par de semanas de asuntos propios, sin sueldo, por lo que pudo embarcarse en el siguiente vuelo a Lima, que salía al día siguiente a las cinco de la madrugada. Tras doce horas de viaje, emocionado e intranquilo, aterrizó en la capital peruana. Salieron inmediatamente en el todoterreno que Walter había alquilado con conductor, mucho más decente que el de la primera vez, y que en menos de ocho horas les dejó en el pueblo.

El tiempo se había congelado en éste. Todo seguía igual. Llegaron al amanecer. Los niños salían ya de las cabañas, con sus vaqueros cortados por las rodillas y sus camisas de colores, descalzos, desayunando su tacaco, hecho con plátano verde frito machacado y mezclado con la manteca de chancho. Uno de los niños lucía en sus manos un viejo móvil y parecía estar jugando con él. ¿Dónde lo cargaría? – se preguntó asombrado Martín.

El viejo sí que había cambiado. Las sombras de la muerte agrandaban sus ojos, brillantes ante el mate de su piel arrugada. Cuando les vio venir asintió y, con muchísimo esfuerzo, consiguió hacer un ademán con un huesudo dedo, con el que les indicó que se acercaran. Con la otra mano ordenó a las dos mujeres que le acompañaban, sus hermanas, que se retiraran y les dejaron solos con él. Hablaba con voz muy queda, en susurros, y tuvieron que acercarse a escuchar lo que les decía con la boca temblorosa.

-Los jóvenes y los niños ya no se interesan por las historias de nuestro pueblo. Hasta aquí ha llegado la civilización que lo borra todo.- Martín asintió, recordando los wasaps que intercambiaba con Walter o el móvil que había visto en manos de una criatura de la aldea.- Lo que os voy a contar me lo contó a mí mi padre. Tu padre, desgraciadamente, murió prematuramente, sin conocer el legado. Por ello, Walter, ya se, mi querido hijo, más que nieto, y no te juzgo, que tu vida está en la capital, los tiempos ya no son lo que eran y es imposible ir contra la fuerza del cambio. Lo sé y no te lo reprocho. Pero aquí tu amigo, ha demostrado más interés que cualquier habitante del pueblo y creo que se ha hecho merecedor del legado.

Agarrando la mano del joven, comenzó a relatar lo que le había sido transmitido durante generaciones.

-Los habitantes de Imaney eran seres humanos, como cualquiera, pero, al no ver la luz del sol se habían desarrollado de otra forma y se sabía que los animales que vivían con ellos habían hecho lo mismo, adaptarse a un mundo sin sol ni luna. Pero había montañas, lagos, plantas y unos extraños peces ciegos. Unas rocas bañadas en fósforo iluminaban casi como la luna, ese mundo espectral. No se habían anclado en el pasado porque, cada vez que una persona accedía a su mundo, aprendían de ella y eso les permitía avanzar. Respiraban a través del oxígeno que las plantas extraían de la tierra y que hacía habitable La Profundidad.

En cuanto al punto de acceso a ese mundo interior, sólo hablaba de un árbol especial que indicaba su entrada. Pero él nunca lo había visto y desconocía su ubicación. Sí sabía que en el nombre del pueblo estaba la clave que permitiría encontrarlo. Y que el pozo de entrada no se abría cualquier día. Con esta información, le debía bastar para encontrarlo. Además, Walter, independientemente de lo que hiciera Martín, debía transmitir este conocimiento ancestral a sus propias hijas.

No os puedo contar nada más, mi tiempo se acaba. Con esto os ha de bastar. Y, lo más importante, señor Martín, los rayos te indicarán el camino.- terminó diciendo, estas últimas palabras apenas se le entendieron.

Y ante la consternación de Walter y de Martín, el anciano suspiró por última vez, cerrando al mundo sus inteligentes ojos, mientras una sorprendente e inédita sonrisa se instaló ya para siempre en su rostro.

-Ha esperado vuestra llegada para poder partir.- les dijo una de las dos hermanas, que había presenciado la escena desde el dintel, mientras gruesos lagrimones se escapaban de sus oscuros ojos.

Resumen:

Las investigaciones de Martín, profesor español de Historia, le llevan a la selva amazónica de Perú, en la búsqueda de un mundo de leyenda llamado Imaney, la «Atlántida peruana». Gracias a las indicaciones del anciano Neptali, conseguirá dar con el camino que le guíe hacia La profundidad, un pueblo que vive en el interior de la Tierra y del que apenas se sabe nada. Ante él se abre un mundo extraño en el que podrá vivir grandes aventuras. El profesor se encontrará con peligros desconocidos, que pondrán en juego su ingenio y hasta su misma existencia.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS