Introducción
Barcelona, 2012
Era un día de lluvia —lo recuerdo como si fuese hoy— cuando llegó lo más preciado que poseo, lo que no venderé nunca y jamás me canso de contemplar.
Sobre mi mesa de trabajo, una caja de cartón, sin remite, ni sellos y sin posibilidad alguna de averiguar su procedencia, me hacía guiños, para que reparase en ella, como una mujer coqueta que se sabe la dueña de todas mis atenciones.
Desde que me dedico a las antigüedades, siento una gran emoción cuando me encuentro delante de una nueva pieza. Todos los objetos que habitan mi pequeña tienda, tienen un origen diverso: algunos proceden de casas abandonadas y otros estaban sumergidos en la tierra, reposando del ajetreo de su última vida y esperando, con placidez, esa mano que los rescatará del olvido y les conducirá hacia nuevas aventuras; pero vengan de donde vengan, siempre llevan consigo pedazos de otras vidas, energía de otras almas, que yo recibo como un regalo.Tengo ya sesenta y cinco años, pero todavía me estremece percibir las vibraciones que me transmiten las pertenencias de otros seres, sus verdaderos dueños, quienes los disfrutaron por vez primera y los cuidaron hasta que, al abandonar este mundo, les dieron la libertad para poder empezar un nuevo camino, una nueva historia.
Ni siquiera ahora que el paso del tiempo ha arrasado tantas cosas en mi vida, he perdido el entusiasmo que me embarga cuando tengo delante algo nuevo, algo que sé que es especial, diferente y en ocasiones, enigmático. Se produce entonces un estremecimiento en mi alma, un aviso de todo mi ser interior, que indica que me encuentro ante una puerta abierta que conduce hacia aventuras que nunca antes habría podido imaginar.
Eso es lo que sentí cuando llegó el espejo.
Capítulo 1
22 de junio
Barcelona, 2012
Yo no era un verdadero experto porque todo lo aprendí de mi Josephine, quien me adoctrinaba con paciencia mientras acariciaba su pelo o le decía lo preciosa que era. «Así no hay manega de enseñagte nada» me reprendía con aquel acento francés que nunca perdió del todo; pero rara era la vez que no terminábamos enredados en la alfombra de la trastienda. Por eso, cuando me encuentro con alguna pieza que podríamos calificar de excepcional, siento su presencia a mi lado, que todavía me instruye.
«Cógelo con mucho cuidado» —susurró Josephine muy dentro de mí— y la lluvia repiqueteó contra los cristales, subrayando sus palabras. Así que tomé en mis manos el espejo y lo levanté como se alza a un bebé de su cuna y me quedé en muda contemplación, como debió hacer elorfebre que lo había creado al terminar su obra. Medía unos 20 centímetros y su superficie de bronce bruñido reflejaba mis rasgos con fidelidad. Le di la vuelta esperando encontrar alguna tradicional escena de la vida cotidiana o un dibujo relacionado con la caza;sin embargo, era tan sencillo como el anverso y apenas pude descifrar unas palabras en latín que, a pesar de estar gastadas, permitían distinguir la bella caligrafía con la que habían sido grabadas.El mango consistía en una fina labor de encaje en el que varias flores se engarzaban hasta formar un ramo que, al extenderse,rodeaba todo el borde ovalado.
Me quedé sin aliento, ya que me encontraba ante una pieza extraordinaria, no sólo por su antigüedad, sino también por su infrecuente diseño. Pero no fue su belleza lo que me cautivó, sino algo más profundo que emitía desde su interior.
Su interior.
Ese espejo tenía alma.
Era tal la sensación de familiaridad que experimentaba al tocarlo, que me hizo sentir bien inmediatamente y decidí quedármelo. En ningún momentose me ocurrió pensar en que alguien podría haberlo olvidado y venir a buscarlo más tarde. Me pertenecía. Como un marido celoso, descarté exponerlo a la vista de la gente y decidíguardarlo en casa.
No obstante, semejante hallazgo debía compartirlo con mi amigo del alma, un hombre que me ha acompañado a lo largo de mi vida y para quien no tengo secretos, sino agradecimiento y un inmenso cariño. Posee una librería «de viejo», un negocio con mucha más solera que el mío y que le ha aportado importantes conocimientos.
Pensé que podría ayudarme con el latín.
De manera que cerré mi tienda antes de tiempo y me encaminé a hacerle una visita. El paseo hasta la Plaza de la Concordia lo hice con tranquilidad. Es un cortísimo trayecto pero siempre me gusta saborear el ambiente que se respira en el barrio, a última hora de la tarde, desde que se convirtió en una zona restringida al tráfico. Las farolas ya estaban encendidas y los adoquines, limpios gracias a la lluvia recién caída,despedían reflejos de charol. Las nubes dieron una pequeña tregua y al abrirse dejaban asomar un retazo de firmamento donde las primeras estrellas se disputaban el sitio con las últimas luces del día. Algunas tiendas echaban ya el cierre y, temiendo no encontrar a Andrés, le hice una llamada perdida, dejando sonar el teléfono un par de veces. Con eso bastaba para que él supiera que estaba en camino y que la visita no era sólo por placer sino por algún asunto importante. Es nuestro código desde que aparecieron los móviles en nuestra vida.
Andrés Marqués es alto y recio. A sus casi setenta años todavía conserva el pelo oscuro,salpicado de canas, y unos ojos castaños que siempre sonríen, desmintiendo la severidad que impone su cuidada barba. El aire juvenil que desprende quizás se deba a su manera informal de vestir: vaqueros, por supuesto sin corbata y con la camisa siempre desabrochada y arremangadahasta los codos. Josephine decía que tiene un aire a Robert Redford, que yo nunca supe apreciar;pero a lo mejor es por eso que, a pesar de su edad, todavía le ronda un fielpúblico femenino que con mil excusas pasa horas hojeando sus libros y pidiéndole consejo.
En secreto, he intentado un millón de veces parecerme a él, pero ni siquiera he sido capaz de acompañarle al gimnasio de vez en cuando, así que ya me he resignado y no sé yo si todavía estoy a tiempo para ponerme en forma.
Pero no hay rencillas entre nosotros, ya que nuestra amistad se remontaal parvulario, y la única disputa que mantenemos es por ver quién encuentra antes la «fuente de la eterna juventud» que se nos resiste a los dos, a pesar de que, debo admitir que para él, el tiempo parece haberse detenido. Encontré a Andrés preparándome un té verde en la trastienda. Anticipándose a mis deseos, ya había cerrado para que no nos molestasen, pero tengo las llaves de su comercio, igual que él las tiene del mío. Lo hemos hecho así toda la vida, pues para nosotros no hay limitaciones, aunque siempre avisamos de nuestra llegada, porrespeto a la intimidad del otro.
Cuando oyó el suave tintineo de las campanillas de la puerta que anunciaban mi llegada, se abrió la cortina de algodón blanco que separa el local del cuchitril en el que tiene un armario, un minúsculo fregadero y un infiernillo, que ya era antiguo cuando nosotros nacimos. Apareció con dos tazas humeantes en las manos y una enorme sonrisa.
—Un día arderás con todos tus libros, gracias a ese artilugio del demonio que tienes ahí —le dije—, ¿por qué no te instalas una cocina como todo el mundo?
Me ofreció una silla, la mejor de su establecimiento, antigua, de madera negra, con barrotes salomónicos. Yo odio esa silla, pero él siempre ha creído que me hace un honor permitiendo que me sienteen ella, de manera que nunca se lo he confesado. Para él se reservó una pequeña banqueta de enea. Incluso así conseguía ser un poco más alto que yo.
—Lo haces aposta—rezongué— como eres más viejo, te empeñas en recordarme tu estatura.
—Seguro que no has venido a estas horas a hablarme de nuestro increíble físico -ironizó- es una contienda que tienes perdida.
Abrí mi portafolios de cuero y saqué mi nuevo tesoro, envuelto en un paño de algodón, para no rayarlo.
—¿Qué es esto? —dijo al tiempo que desplegaba el envoltorio.
Cuando lo vio se quedó boquiabierto.
—¡Qué preciosidad! —exclamó—, ¿de dónde lo has sacado?
—Alguien me ha querido hacer un favor— contesté encogiéndome de hombros—. Lo debieron dejar sobre el mostrador en un momento de descuido porque lo encontré allí encima, dentro de una caja, sin etiquetas, ni una mala nota. Nada.
Andrés se levantó sosteniendo el espejo entre sus grandes manos y se acercó a una lámpara de sobremesa para colocarlo debajo y observarlo mejor. Una vez más quedé maravillado del cuidado que ponía en todas las cosas. Lo asió por el mango y le dio la vuelta para contemplarlo en su totalidad, de la misma manera con que manejaba sus libros más antiguos, acariciándolos con amor.
Se puso unas carísimas Silhouette, con montura al aire,para leer la inscripción.
—Se ve fatal. Hay un trozo borrado, pero… «Speculum hoc, aetatem…» ¡está en latín!
—¿Por qué crees que te lo he traído?
—¿De qué época…? —dejó la frase sin terminar, distraído mientras intentaba descifrar algo con las gafas sobre la punta de la nariz.
—Por lo que pude aprender de Josephine… no sé… —dudé—, si estuviese ella sería más fácil…
—Josephine, Josephine —me interrumpió malhumorado—, a ver cuándo aprendes a valorarte.
Después se hizo un breve silencio entre nosotros, algo que ocurría cada vez que alguno de los dos la nombraba. Él hizo lo que tenía por costumbre en los momentos tensos: extrajo su vieja pipa de uno de los bolsillos de su pantalón «cargo» y después de llenar la cazoleta procedió a encenderla con una astilla de madera de cedro que siempre guarda en una caja. La prohibición de fumar en los espacios cerrados no le había alterado en absoluto. Andrés necesita su pipa para pensar y la emplea con tanta ceremonia que cuando le veo, no puedo evitar pensar en Toro Sentado. Debía hacer lo mismo, sin duda.
Empecé a impacientarme por la parsimonia de sus movimientos y me pasé la mano por el pelo de manera compulsiva varias veces hasta que decidí romper el incómodo momento, terminando mi frase.
—Yo diría que es romano. Ni idea del siglo, pero romano.
Andrés lo envolvió con suavidad y me lo dio para que lo protegiese.
—Anda —dijo dándome una palmada en la espalda—, vamos a tomar otro té por ahí.
Echamos a andar bajo la lluvia que volvía a caer con fuerza. Nada mejor que una cafetería cuando el día está húmedo.
—He leído que el té verde es antioxidante —dije—
Se detuvo durante un segundo, me miró con atención, escrutando cada una de mis arrugas, y dijo:
—Entonces tendrás que tomar más. Mucho más.
Lo que en principio tenía que ser un austero y rejuvenecedor té, se convirtió en una magnífica cena en uno de nuestros restaurantes favoritos, un pequeño local con apenas diez mesas, regentado por una pareja de chinos que cocinaban a la española.
—Así que no lo vendes —me dijo Andrés delante de un solomillo un poco sangrante.
—No. Ni hablar.
—Pues sacarías un buen dinero por él. ¿Por qué no lo quieres vender?
Suspiré y me encogí de hombros, dejando la respuesta en el aire.
Debido a lo temprano de la hora estábamos prácticamente solos, a excepción de una pareja de turistas, que se encontraban acaramelados,en un rincón del establecimiento. Con toda probabilidad seríamos los únicos clientes esa noche. Desde hacía un par de años veíamos decaer día a día nuestra tasca preferida y hacíamos votos para que pudiesen resistir los tiempos turbulentos en que nos encontrábamos sumergidos.
Shui, un cantonés con los ojos más oblicuos que he visto en la vida, sirvió un poco más de Vega Sicilia en mi copa y llenó el vaso de Andrés con agua Solán de Cabras.
—¿Sabes qué te digo? —me preguntó— que me alegro. Yo también encuentro que tiene algo especial y… te parecerá una tontería pero hasta le he cogido cariño. Te propongo un experimento.
—Los experimentos con gaseosa, pero al espejo ni te acerques- respondí a la defensiva.
—Tranquilo, que no voy a hacer nada que lo dañe. Mañana es San Juan, ¿no?
Asentí con una mueca, ya que para mí es una festividad insoportable, debido al ruido y a los malos modales que se apoderaban de la ciudad.
—Ven a cenar a casa y te lo traes.
SINOPSIS
Un anticuario recibe en su tienda de manera misteriosa un enigmático espejo con una inscripción es en el reverso, escrita en latín .
Poco a poco, el anticuario y un gran amigo suyo, un librero, descubren que el espejo es una ventana abierta al alma. Una ventana que les ayudará a penetrar en sus secretos más profundos, que les llevará a visualizar sus vidas anteriores.
En la novela se desarrollan tres historias situadas en Barcelona, en la actualidad; en Austria en el siglo XIX y en el año 30 en Israel.
Las tres historias tienen un nexo común.
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