La mar se mecía intranquila bajo la luna negra. La Arcona se deslizaba por el Estrecho de la Garganta y la tripulación rezaba por la precisión de las cartas de marear y la pericia de la timonel. Muchos eran los que miraban a babor, donde se adivinaban las rocas que podían hacer astillas la galera en menos de tres latidos.

Gladys se aproximó al fanal de popa, donde montaba guardia el capitán de la Arcona. El hombre había expresado su intención de apagar aquellas luces para facilitar la huida de la galera, pero con la Luz de Ahisma ardiendo con intensidad donde debiera estar el fogón del cocinero no era posible permanecer ocultos. Los irrespetuosos marineros gruñían por la presencia de aquella luz delatora, pero se guardaban sus opiniones en presencia de Gladys. La destreza de los guardianes de Ahisma no era producto del ingenio de un poeta.

Gladys se volvió hacia el capitán. Una voz triste asomó entre la barba desaliñada.

—Guardiana.

—Don Sysio —dijo Gladys con un leve asentimiento antes de volverse hacia popa.

Kada ardía en el horizonte.

Lenguas de fuego cubrían toda la cara sur de la ciudad, reptando por las colinas hacia el Gran Templo de Ahisma. Columnas de humo negro ocultaban los olivos que una vez ofrecieron descanso a Gladys entre las prácticas de espada y arcabuz. Palabras sagradas se habían pronunciado a la sombra de sus frutos y en sus cortezas había grabados votos a la diosa. Uno de aquellos olivos estaba destinado a ser la pira de Gladys, plantado el día que juró; esperando el hacha cuando la guardiana cayera en defensa de la fe. Un ejemplar tan joven que apenas llegaba a la cadera. Ahora ardía, como todos los demás, por culpa de los invasores.

—Es mejor no mirar atrás —comentó el capitán—. Deberíais volver con vuestros compañeros.

Gladys se volvió hacia los dos guardianes que flanqueaban la Luz de Ahisma.

—Serafina y Vettias saben cómo proteger la llama sagrada —aseguró—. Y yo no puedo dejar de pensar en la guarnición de Kada. Lucharon cuanto se les pidió.

—Ciertamente, hicieron honor a su juramento. Muchos valientes muertos porque nuestros aliados incumplieron el suyo.

La guardiana apretó los puños. Había estado presente cuando embajadores de otras naciones, e incluso un legado del moribundo Imperio Nuevo, hicieron promesas de pólvora y picas. «Solo palabras». El día que los ejércitos filanitas aparecieron no se divisaron velas amigas en el horizonte, y pocas fueron las botas imperiales sobre la muralla. Los kadeses lucharon con valor y murieron solos. Veintitrés días con sus noches entre cañonazos, incendios, gritos y lamentos.

—Un amigo mío servía en el Rocón. Era Luca Berino, regentaba una de esas tabernas donde sirven ese café de Ultramar que tanto le gusta a Greta —dijo señalando a la timonel—. Sé que no volveré a verlo.

Gladys miró hacia el puerto. El fuerte que lo protegía, inexpugnable según los ingenieros, había caído el cuarto día de lucha, no entre cañonazos y gritos de agonía, sino en el más suspicaz de los silencios. La palabra «traición» estaba en boca de todos. Los cañones del Rocón, destinados a proteger Kada de un asalto por mar, se habían tornado hacia la ciudad misma. Plomo y pólvora sembraron la destrucción. Capillas y lonjas rebosaban de heridos a medida que las casas desaparecían, y el mismo pavimento fue levantado para poder enterrar a los muertos. Nadie quería arriesgarse a un nuevo brote de plaga, aterrorizaba más que las cuarenta mil picas filanitas.

La guardiana aferró su colgante de la llama. Entre los que más habían sufrido estaba el clero de Ahisma, que se sacrificó ante la perspectiva de caer en manos de los flagelantes. «Muerte, antes que deshonra y tormento», pensó Gladys. Volvió de nuevo la vista hacia sus compañeros. La Luz de Ahisma iluminaba sus otrora ropajes granates, ahora manchados de sangre y mugre. Los guardianes se enfrentaban a su extinción. Ellos tres y sus equivalentes en la Botín eran cuanto quedaba del capítulo de Kada. La extinción de los fieles de Ahisma era el anhelo de los fieles del llamado Dios Verdadero. Y la ciudad libre de Kada ardía por tal fanatismo.

Tres galeras habían sido cargadas con el sagrado fuego de Ahisma. La Valerosa ni siquiera había logrado abandonar el puerto. Con la mitad de los remeros muertos por las saetas y balas de los filanitas, no había logrado ponerse fuera del alcance de los cañones del Rocón. Castigada sin piedad alguna, la galera se fue escorando hasta que Gladys pudo ver su quilla asomar sobre la superficie. Poco antes de que la Botín y la Arcona doblaran el rompeolas la vio irse al fondo de la bahía, con la llama sagrada todavía en su cubierta.

Sysio gruñó mientras observaba a través del catalejo.

—¿Sucede algo?

El capitán no respondió. Movía la lente con pulso firme, oteando la mar como si una criatura fuera a surgir de las profundidades. «No mientras la luna sea negra». En el cielo, el círculo opaco y la ausencia de luz delataban la Umbría, la luna que absorbía la luz de los cielos. La oscuridad inquietaba pero proporcionaba al menos tres días sin monstruos antes de las próximas lágrimas. Gladys mantenía la esperanza de que bastara para llevar la Luz de Ahisma a la ciudad amiga de Myrevus. «No tan amiga, a juzgar por la poca ayuda que nos prestó».

Sin embargo, no eran monstruos lo que el marino parecía buscar sobre las aguas.

—¡Cómitre! —llamó el capitán—. Boga ordinaria para toda la chusma. Pase el cazo con aguardiente. Que tengan las fuerzas para doblar el cabo del Lamento. —El supervisor de los remeros hizo señal al sotacómitre para que preparara el tambor—. ¡Y que manden señal a la Botín!

—¿Qué sucede?

—Nos persiguen, guardiana.

Ella no veía nada entre la mar oscura pero se fiaba de la palabra del capitán.

—¿Podrían ser pescadores aprovechando la Umbría para faenar? —aventuró Gladys.

—¿Tan cerca de Kada? —dijo el capitán señalando la ciudad en llamas—. No puede ser. Juraría que es una galeota, de quince bancos a lo sumo y un solo cañón.

La guardiana contó los veintiocho bancos de remos que la Arcona tenía.

—Pequeña —dijo al fin.

El capitán Sysio asintió.

—Pequeña es, pero nos viene a la zaga y no tenemos chusma de refresco —indicó señalando a los galeotes encadenados a los remos—. Bastante suerte tuvimos de reunir a los que no habían escapado de prisión.

El tambor del cómitre cobró vida con golpes secos y monótonos. A las bandas de la nave, los galeotes jadeaban por el esfuerzo, haciendo temblar la nave que rompía las olas. Con cada remada, Gladys sentía cómo la galera la empujaba hacia popa.

Sabiéndose descubierta, la galeota perseguidora se hizo visible. Los gritos de su tripulación, órdenes que animaban a la lucha, viajaban sobre las aguas arrastrados por el viento. Pequeños puntos luminosos brotaron en medio de la mar.

—Están encendiendo las mechas de sus armas —observó Gladys—. Tendremos granizo en cualquier momento.

Un oficial de la tropa embarcada se aproximó al capitán Sysio arrastrando una pierna herida.

—Permiso para abrir el armero, mi capitán —balbuceó.

—Sí, sí. Arme a su gente, alférez Proisi. —El capitán entregó su llave al militar—. Los barriles de pólvora lejos del fuego sagrado, ¿entendido?

—Así se hará, mi capitán.

—Os acompaño —dijo Gladys—. Necesito pólvora para mi pistola.

El alférez contuvo una mueca de dolor al girarse.

—Mi gente de guerra puede ocuparse llegado el caso. Han luchado antes en galeras y no…

—La Suma Sacerdotisa nos encargó proteger la llama de Ahisma —interrumpió Gladys con firmeza— y eso es lo que haremos.

El oficial fue a protestar pero una mirada de la guardiana bastó para que se lo pensara mejor.

—Como queráis —dijo antes de marchar cojeando hacia el armero. Gladys lo siguió.

La Arcona se convirtió en un hervidero de actividad. Los tripulantes, hasta entonces callados, preparaban las sogas para descender las dos velas si llegaba el momento de combatir mientras la tropa de mar se alineaba tras el alférez para armarse con pistolas, rodelas, dagas, ballestas, arcabuces y medias picas que el oficial extraía del armero. Gladys contempló un momento la pistola en su cinto y finalmente solicitó al alférez un arcabuz.

—Cinco disparos es cuanto puedo daros, guardiana —dijo el hombre—. La ciudad de Kada estaba corta de pólvora incluso antes de que los cañones de las murallas dispararan contra los filanitas.

—Sean pues esos cinco disparos —concedió Gladys mientras miraba con interés a los hombres armarse—. ¿Por qué esas medias picas?

—Es por la estrechez de la galera —explicó Proisi—. En la mar todavía se combate con armas pesadas. Y las medias picas permiten lancear a quienes se acercan a la borda. Ningún instrumento sobra cuando se trata de repeler un abordaje.

—¿Y esos petos de hierro? —preguntó Gladys al ver a dos hombres ayudarse mutuamente a colocarse la armadura.

—Para los inexpertos. O los locos. Caer por la borda con semejante lastre es una sentencia de muerte, por mucho que algunos digan que es fácil cortar las correas —Proisi se rascó las pobladas cejas—. Con luna negra no es algo que esté dispuesto a comprobar. Bastante tengo con aguantarme en pie.

Gladys bajó la vista hacia donde Proisi indicaba. Pese a la escasa luz, se apreciaba una mancha oscura a la altura del muslo, fruto de una herida no cerrada.

—¿El asedio?

—La Puerta de Sal —dijo el alférez.

—Un barrio tranquilo.

Proisi gruñó.

—Esta mañana no lo era. Dos compañías enemigas nos han atacado a primera hora. Decían que era un señuelo, pero yo lo he sentido muy real.

—Fue un señuelo —confirmó Gladys—. No mucho después se produjo un ataque en La Escalada y medio barrio desapareció en la lucha. De los cadáveres, mejor no os cuento. La zona era de gran importancia para arriesgarse a perderla.

—En los lugares olvidados también se muere —dijo Proisi señalando su pierna mientras extraía un par de sacos negros—. Cinco pelotas de plomo con su pólvora. Confío en que mandéis a esos perros al fondo del estrecho, si es que podéis acertarles en medio de esta oscuridad.

—Ahisma iluminará —dijo Gladys antes de tomar la munición y alejarse.

A popa, nuevos puntos de luz revelaron la presencia de una segunda embarcación enemiga, más retrasada que la primera, pero también a la caza. Finalmente, los remos de la Botín empezaban a moverse acompasados al tambor de su cómitre, tratando de seguir el ritmo de la Arcona. Gladys se abrió paso entre los bancos.

A ojo, la guardiana calculó que la Arcona cargaba unos ciento cincuenta galeotes, chusma, como los llamaban los marineros. Todos ellos encadenados a la cubierta. La mayoría eran prisioneros de guerra aunque había unos pocos esclavos de deudas; sin embargo, eran los remeros a quienes interesaba que la Arcona fuera veloz, pues una vía de agua mandaría la nave al fondo del mar sin que nadie perdiera tiempo en liberar sus cadenas. Por si acaso, el cómitre los animaba a seguir el ritmo del tambor.

—¡Bogad, perros! —maldecía con un estruendo que resonaba por toda la cubierta—. ¡Bogad u os juro que os arrancaré los dientes con las tenazas del barbero! ¡Bogad!

Entre improperio e improperio, el látigo restallaba.

—¡Gladys!

Esquivando soldados y marineros la guardiana se aproximó hasta el fogón del cocinero, donde sus dos compañeros custodiaban la Luz de Ahisma.

—Vettias, Serafina —dijo acercándose—. La munición es escasa pero haré que cuente mientras vosotros custodiáis la llama.

Serafina, mayor y más experta que Gladys, frunció el ceño ante aquella proposición pero acabó por desviar la vista y señalar a popa, sus brazos estaban cubiertos de cicatrices.

—¿Qué está pasando, Gladys?

—Dos barcos filanitas.

—¿No serán monstruos marinos? —aventuró Vettias.

—No hay criaturas durante la luna negra —dijo Gladys.

Serafina se cruzó de brazos.

—Todo lo que sabemos está en entredicho, joven guardiana. Estábamos convencidos que los demonios no podían exponerse al sol y dos de ellos fueron vistos regocijándose en nuestras calles. —Gladys sintió un escalofrío al recordar aquello. Los había visto desde una de las torres de La Escalada, revolcándose entre los cadáveres mientras mataban a cualquier ser vivo que estuviera a su alcance. Amorfos, horrendos y terroríficos. Los sabios del clero de Ahisma habían discutido largo y tendido sobre si aquellos engendros eran demonios o solo criaturas diferentes a las ya conocidas. O si los filanitas, que se jactaban de ser enemigos de los Poderes Ruinosos, habían tenido algo que ver con su presencia. Pero nadie puso en duda su capacidad para la destrucción—. No es descabellado suponer que algún día los monstruos no perezcan al llegar la Umbría.

—En cualquier caso —dijo Gladys—, quienes nos persiguen son hombres de carne y hueso en barcos de madera.

—¿No deberíamos dar la vuelta y enfrentarnos al enemigo? —preguntó Vettias.

—No podemos arriesgar la Luz de Ahisma —dijo Serafina—. Llegar a Etrubia es nuestra misión. Y de ahí, a Myrevus.

—En circunstancias normales haríamos frente a esos perros —dijo Gladys—. Sysio asegura que las galeotas que tenemos a popa tienen un único cañón pero un tiro afortunado podría ser nuestra ruina y no es sensato ofrecerles la banda mientras les encaramos.

Los tres guardianes se volvieron hacia el fanal de popa. El capitán continuaba allí, sereno como un oidor imperial, con las llamas de Kada recortando su silueta y, sin dejar de observar las naves enemigas a través del catalejo, dando órdenes a la timonel, una mujer prematuramente envejecida cuya adicción al café no le había dejado parpadear desde que salieron del puerto.

La Arcona se arrimaba poco a poco a la Botín.

—¡Que alguien me traiga un megáfono! —bramó Sysio.

Un joven paje, de catorce años a lo sumo, se aproximó con un megáfono de latón. El capitán se lo arrebató de la mano y lo apuntó hacia la otra galera.

—¡AH, DEL BARCO!

—¿QUÉ OS SUCEDE, SYSIO? —dijo poco después una voz. «El capitán de la Botín», dedujo Gladys.

—ESAS NAVES NOS RASCAN EL CULO PERO NO ATACAN.

—NO QUIEREN ERRAR EL TIRO. PERO EN CUALQUIER MOMENTO DISPARARÁN.

—CREO QUE TIENEN AMIGOS AL DOBLAR EL CABO DEL LAMENTO.

Se produjo un momento de tensión en el que la tripulación calló, incluso el cómitre había dejado de maldecir. Gladys se volvió con preocupación hacia el agua oscura a proa. «No sabemos qué hay más allá».

—Esperad aquí —dijo a sus compañeros mientras se acercaba a popa.

Los dos capitanes continuaban hablando.

—¿ESTÁIS SEGURO DE ESO, SYSIO?

—ME JUEGO VEINTE SÓLIDOS.

La guardiana subió las escaleras del castillo de dos en dos.

—¿Habláis de una emboscada, capitán? —preguntó con preocupación.

—¿Qué otra razón puede haber para que esos perros aún no hayan disparado? —dijo el marino—. En cuanto doblemos el cabo tendremos espolones enemigos frente a nosotros. —Sysio alzó de nuevo el megáfono—. ¿QUERÉIS IR POR EL COLMILLO DEL TIRANO?

«El lugar donde Lidia Carónez fundó el Imperio Nuevo», rememoró Gladys.

—¿EN PLENA UMBRÍA? ¡NI LOCO!

El capitán gruñó al oír aquello.

—PUES PREPARAD A LA TROPA.

Sysio bajó el megáfono y miró con gesto preocupado a las naves perseguidoras. Su distancia no parecía reducirse pero las muchas luces a bordo daban prueba del gran número de guerreros que embarcaban.

—Greta navegó una vez por el Colmillo del Tirano —lamentó el capitán—, podríamos haberlo conseguido.

—Fue en un esquife de apenas cinco brazas de eslora, Sysio —dijo la timonel dando otro sorbo de café—. Y era noche ordinaria, no Umbría.

Gladys observó a los dos marineros, mirando a proa la una y a popa el otro, con una mirada funesta que hizo que la guardiana recordara la galera que nunca llegó a salir del puerto.

—Podríamos haberlo conseguido —repitió Sysio—. Ahora tocará luchar. —Caminó entre los bancos de los galeotes repartiendo gritos a diestro y siniestro—. ¡Aseguren los hierros de la chusma, carguen los cañones de proa, enciendan las mechas!

Las órdenes del capitán se obedecieron de inmediato entre el repiqueteo de la cadenas al ser aseguradas a la cubierta y el olor de hombres que sudaban nerviosos.

—¡Bogad!

Los galeotes continuaban con su boga bajo los gritos del cómitre. Recortando distancias por la banda de estribor, la Botín seguía la estela de la Arcona. Gladys regresó junto a la Luz de Ahisma.

—Igual se equivoca —aventuró Serafina—. Y no hay naves enemigas esperando.

«Rezo por ello».

Pero el capitán estaba en lo cierto. Media legua después, con la proa rebasando el Cabo del Lamento, la Botín hizo señal de alarma. Gladys también las vio. Tres grupos de luces aproximándose a gran velocidad.

—Tres naves al frente y dos por la espalda —maldijo Gladys.

Cerró los ojos un instante mientras se mentalizaba para la lucha, el puño aferrado al mocho del arcabuz. Aquella iba a ser su primera prueba real. No más noches de práctica luchando por mantener una vela encendida frente a los ataques de sus compañeros. No más carreras sobre el lodo transportando la antorcha. Esa noche proteger la Luz de Ahisma era una labor auténtica. Infieles siervos de otra fe querían provocar el fin del mundo y la Umbría eterna extinguiendo la sagrada llama.

—No mientras yo guarde —dijo Gladys.

—No mientras yo guarde —repitieron sus compañeros.

Los tres rodearon el fogón del cocinero, dispuestos a defender aquella posición. En ese momento, Gladys escuchó el primer cañonazo.

Sinopsis

Gladys es guardiana de la Luz de Ahisma, la llama sagrada que protege el mundo. Los fanáticos del llamado Dios Verdadero pretenden extinguir ese fuego, pues lo consideran una práctica pagana. Frente a eso, Gladys solo tiene una cosa que decir: «No mientras yo guarde».

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