No existo por otra razón

No existo por otra razón

Lorenzo Arabí

12/02/2018

Uno


Una bolsa azul colocada cuidadosamente sobre un sillón.

Mientras, los cristales de la ventana dejan pasar nostalgia, derramada como si fuera un tinte otoñal. Un rojo ocre, entristecido con jirones de nubes. La bolsa no es triste por sí misma, son los recuerdos encerrados en ella, y quizá tampoco: son remembranzas en su mayoría apacibles. Dibujan con el iris y el sol bailes mojados. La lejanía las impregna de vida de otros. Aun siendo muy suyas, auténticamente suyas, ya que no ocurrieron sin sentir. La bolsa no deja de palpitar, el nudo es su garganta. Miriam la dejó para respirar en el balcón, aspirar el aire caliente, e intentar relajarse. Allá abajo sigue el coche de Santiago mal aparcado sobre la línea amarilla descolorida del suelo. El ciego que vende el cupón levanta su nariz, intentando adivinar qué tipo de persona ha pasado a su lado. La sonrisa diluida de una mujer escuchando a otra explicar alguna cosa. Sigue todo como lo dejó, no ha debido de ocurrir nada, la calle es la misma, aunque contenga matices diferentes colocados allí abajo por su estado de ánimo. Su mirada salta, escamoteando la masa, para localizar peculiaridades en ese océano homogéneo. Un perro ladrando dispersa a los viandantes, como una roca en medio de un cauce. La tarde es ardiente, un horno sin llamas. Es junio, espera las plenas vacaciones, y con ellas el trasiego con los alumnos de una excavación a otra, el sol abrupto y bifronte de la meseta, o como el año pasado el Sol velado e inane de un valle enfilado al mar. Sudaron como nunca. Sus recuerdos se mezclan y diluyen, no los coloca en su fecha, es una mujer del presente, y del futuro inmediato. Y por eso la bolsa debe desorientarla con imágenes confusas. Se pierde entre la multitud de esta calle bulliciosa, queriendo alejarse, con alguna vida sonriente y andar tranquilo, para no enfrentarse al pasado. Querría enterrarla, como lo está Santiago. Cuando se entierra a un ser querido, vuelven los recuerdos, y sobre todo los remordimientos. Son las cuentas insatisfechas. Cualquier discusión absurda, como suelen ser, aborda al arrepentimiento con su pesadumbre. Trasto inubicable de hilvanada sombra, inconsútil sendero. Los baúles en los que encerramos las sombras son de hilo débil, de falsa cerradura. Miriam deslíe con la bruma del tiempo su dolor en la boca del estómago, acostumbrada a esconderse, a mirar hacia otro lado en cuestiones de sentimientos. La bolsa es la portadora de unos objetos, segunda piel de Santiago: un reloj, una sortija sencilla de plata, en la cartera la foto, seguramente de ambos, sonriendo más que besándose. Y la famosa libreta de tapas verdes arrugadas. De la que nunca se apartó. La llevaba consigo hasta en lugares desaconsejables para el papel. Cuando fueron, pocas veces ocurrió, a la playa, la introducía en una bolsa de plástico hermética, aunque nunca lo vieron bañarse, lo hacía para que no le entrase arena, y salvarla de salpicaduras. No se la dejó leer a nadie, que ella supiese. Moraba en la interrogación perenne de todos los que lo conocíamos. Terminamos por no preguntar, e incorporarla a la cotidianeidad como un elemento más.

Si Miriam abre la bolsa azul, soltando el nudo endeble, el abismo de un pasado oscuro podría abrirse, o ese es su miedo. Solía escribir en la libreta sin un método fijo, siempre fuera de la vista. La mayoría de las veces prefería bajarse a la cafetería en la que se conocieron y que Miriam no frecuenta, sentado en alguna de las cómodas sillas de asiento circular de color roble y escribiendo sobre una de las mesas de patas metálicas con tablero de mármol blanco, y con ese café caliente continuamente junto a él del que no conseguía nunca prescindir aunque el médico le hubiese prescrito que se moderase en su consumo. Necesitaba las conversaciones de extraños. Si entraba alguien conocido automáticamente guardaba la libreta y dejaba de escribir. A ella le exasperaba. Muy pocas veces logró verlo en ese trance herético y hermético. Siempre sin que él lo supiese. Su cara se desfiguraba, sus gestos vagos y encrespados hacían ostensible un numen interior, irradiante, y posesivo. Por eso no cree que fuese un diario, o una colección de ideas para su escasa creación literaria. ¿Tendrá acaso un significado profundo?, ¿o baladí? Delante de ella acomodada en el sillón tiene la respuesta, agrandada por la lejanía que le confiere un plástico delgado y azul, el nudo, y sobre todo las dudas. Fue amarrada por manos ajenas, y las propias no son capaces de dejar libre todo un orbe aprisionado.

Las líneas del horizonte vistas desde el balcón, al final de los dos finales de la calle, dependiendo de por donde se la empiece, son amanecer la una, atardecer la otra, en este momento un rojo de hilos ovillados despide al día. Miriam acude al sueño como refugio, al mullido vientre, dejará para mañana la decisión: abrir la bolsa o no.

La bolsa la cargaron con eso que llaman pertenencias personales. Colección de objetos apegados a una vida, y que resultan muertos sin su significado, y sin ambicionar comprender aquello que les insufló importancia, indispensables no para nuestra felicidad, sino para no sufrir lo contrario. Es imposición admitida. Cuando empezamos a dejar atrás el estado de reflexión, los cambiamos, como hace un fumador poniéndose parches, por una algarabía de objetos brillantes con los que repletamos nuestros nidos. Nos comportamos como cuervos. Necesitamos depender. Necesitamos que un ente superior nos diga que hacer. Eso sí, mucho mejor si nos induce a creernos seres autónomos que toman sus propias decisiones. Es la segunda vuelta de la tuerca. Luego soñaremos con un nido más grande para nuevamente llenarlo, si podemos. Las cosas son exclusivamente eso. Santiago se fue sin ellas. Uso el verbo ir, aunque Santiago, como todos en esa coyuntura no se vaya a ningún sitio. Siempre ha sido nuestra esperanza, nuestro deseo, la libertad del que anda sin lastre, sin caminos. Lo deseamos. En esta vida no somos capaces, y creemos que más allá cambiaremos, hasta convertirnos verdaderamente en valientes, y nos enfrentaremos con la veleta, con la incertidumbre de lo eterno. Aunque lo únicamente cierto, lo único sólido, es lo que tenemos delante, detrás, a los lados, lo palpable como diría cualquiera, lo que se deja tocar, lo que se nos acerca, las circunstancias, las sensaciones. Y no esos fantasmas. Los objetos nos nublan el objetivo, lo verdadero, cayendo ante nuestros pasos nos detienen. Deberíamos “ir” ahora y no esperar futuros volátiles con materias que se degradarán en la memoria y se pudrirán en un descampado donde niños desheredados intentaran que nuestros desperdicios se conviertan en comida.

Las decisiones no se aplazan Miriam, se levanta diciéndose. La mañana es débil todavía, aún se parece a la noche. La bolsa la mira apoltronada, adormilada, desde el fondo del sofá. La raya negra entre el respaldo y el asiento parece el horizonte sin Sol de antes de amanecer, en el cielo empieza a verse el azul, un azul anudado. Un nudo estanco. Acero rasgando el espejo de esta rada. Tarazas arrancando la flotabilidad a la madera mojada. Los agujeros dejan pasar el agua salada, pero siguen impenetrables para su voluntad. Llora no sabe el porqué. Sí lo sabe, no quiere aceptarlo. Esa bolsa no le pertenece. Es su contenido incongruente, que si lo lanzase lejos, o al cubo de basura, desaparecería sin dejar huellas.

Una losa en su arrepentimiento. Pero qué importancia tendría. Una losa abarcando la visión de una mujer, que es pequeña y sensible, un socavón de oro, enterrado bajo risas sardónicas. Una losa de tantas. De los millones que asolan las calles haciendo a los seres que las pueblan andar sin aparente rumbo. Se les observa saltar los hoyos que exclusivamente ellos ven. Sus rostros se parecen a la confusión, su andar es la penumbra, se enredan con su sombra, que los persigue por el suelo. Todos tenemos una, no la conseguimos esconder. El juego consiste, en que ella no nos esconda a nosotros. Intentar no ser una sombra, una imagen reflejada, un títere colgado de hilos. Es sólo un juego, pero en ello nos va la vida.

Anudó la bolsa un muchacho joven. Hace poco que trabajaba dando el pésame, y demás encargos auxiliares en el tanatorio (no lo sabe, pero son los más importantes), daba la impresión de ser inexperto, miraba hacia abajo, y luego atropelladamente decía, como leyendo, para terminar pronto, palabras de consuelo que no consuelan, de obligado soltar en estas ocasiones. Con la experiencia aprenderá que las palabras se deben comprender antes, sin embargo no es necesario sentirlas, es muchísimo mejor no hacerlo. Ya le tocará sufrir por cuenta propia. También deberá perfilar la expresión del cuerpo, si decide seguir trabajando en esto, por ahora no parece muy convencido. La acompañó a la sala donde yacía Santiago, dejándola sola, no había nadie más. No reconocía al hombre con el que compartió su vida, se había transfigurado en un objeto de los que se desapega con facilidad. Él era palabra, movimiento, disputa flemática, era un hombre apasionado con apariencia de hielo y hastío para el que no lo conocía. Un hombre de queja continua, o crítica según el humor con el que anduviera. No estaba allí por más que mirara a ese cuerpo pálido, se abatió sobre una silla de metal con cojín de fieltro rojo, en glúteos y espalda. Estuvo allí toda la noche, básicamente recordando. Se llegaron durante la vigilia algunos compañeros del trabajo. Santiago no tenía familia cercana desde hacía algunos años, tampoco lo que se suele describir como amigos. Se le aproximaban, y le hablaban de Santiago, de lo bueno que era, al poco se marchaban cuando no tenían más que decir sobre él. Ella tampoco buscaba temas de conversación. Se quedó sola en silencio, con desmayos de presente. Miraba, cuando se acordaba que estaba haciendo en aquel lugar, a la caja donde no yacía Santiago.

Echó un vistazo a su alrededor, y se apercibió que había alguien más en la sala, a su lado, la bolsa azul también sentada la miraba con ojos sin ojos, tal vez provisionales, imprimiendo al momento un tono solemne y a la vez inquieto, se le notaba la impaciencia por irse, no estaban haciendo nada, ni siquiera compañía a un cuarto silencioso de moqueta verde. La miraba como un perro recién huérfano y perdido. Salieron juntas a la calle, era de día, agarradas de las manos, unidas. Miriam no fue capaz de acudir al entierro que se realizó en solitario, no avisó a los suegros de Santiago, es decir a sus padres, lo querían mucho, más que a ella, los llamaría cuando hubiese acopiado fuerzas. Sabe que no está haciendo bien y que se lo recriminaran para siempre. No quería presenciar el hundimiento del ataúd y menos el suyo propio sino se alejaba de aquel sufrimiento callado. Santiago se había ido, ya no podía despedirse. ¿Por qué presenciar el descenso de una caja?, es decir de la nada, del vacío, que no podría ya rellenarse ni taparse. No habría nadie en aquel cementerio que lo llorase porque nadie se merece que lo despidan con tristeza.

Las pestañas cóncavas del Sol asoman raspando el rosado. Desayunará primero. Aunque no tiene hambre. Intenta alargar el tiempo, pensando excusas para dárselas a sí misma. La bolsa es un sacrílego turíbulo dando aroma al salón. Sentada en el lugar de Santiago, incluso a la luz trastorna. Igual que a la disposición interna del cuarto, cuya alma se transmuta en espasmos del tiempo, rociando a la letanía palpitante con un ritmo diferente. Los segundos que marca el reloj son un corazón que impulsa al silencio por todos los rincones. Acaba de darse cuenta, la sentó como si fuese él, en su lugar favorito, donde leía o simplemente observaba a través de la ventana las vidas pasar, como hizo ella anoche. Nuestros actos, que a veces los creemos cargados de aleatoriedad, alcanzan derroteros aprisionados por nuestras vivencias, sin quererlo. Faltan las palabras, los calificativos, que ella misma estaba buscando, y no le salen por no ser ducha en ellos. Santiago daba nombre, expresión, e historia a un andar. Dependiendo del tipo de paso, su longitud, linealidad, simetría, colocación del pié al impactar con el suelo (de talón, de dorso del empeine…), exponía su supuesto. Un día, cansado de que Miriam no creyese lo que le decía, bajaron haciéndose pasar por entrevistadores. Hicieron una encuesta a la mujer retratada hacía un momento mientras la observaban desde el balcón. Es usted casada: No, divorciada. Hijos: Ninguno. Tipo de trabajo: Secretaria. Televisores en su casa: Tres: Teléfono móvil. Tres. Vino o cerveza: Ginebra… Cómo se definiría, feliz, del uno al cinco: Tres. Edad, no se preocupe, se mantendrá su anonimato: Treinta y tres. Nos daría su nombre, sin apellidos, simplemente por agradecerle su cortesía: Victoria, respondió antes de que terminaran de pedírselo. Había acertado en todo, incluso en el nombre. Miriam no lo entendía. Y lo que ellos (o Miriam) no sabían es que esta viandante asaltada había mentido, solamente dos verdades salidas por su boca: Victoria y sin hijos. Acertó lo que diría aquella mujer fuese verdad o no. Tal era su habilidad para desvelar tras telones de simulación. Él decía: Suelen ser las mentiras más verdades que las que creemos que son, por ellas se movió el mundo en más ocasiones, y por ellas los sueños viven alimentando los sueños: la ilusión es el reino de la mentira; las verdades nublan nuestro entendimiento, no podemos aceptarlas, no las entendemos, no circulan fluido delante de nosotros, si apareciesen de pronto y nos rodeasen serían espectros de carne blanca; nuestras mentiras, son empeño nuestro, intrínseco a nuestro ser, con las que fabricamos un mundo de memoria ambigua, con las que andamos con la conciencia tranquila, con las que nuestros actos cobran coherencia, son argamasa de nuestras religiones… La verdad es una virtud impuesta por la falsedad que en el mundo impera: la hipocresía. Nadie quiere que le señalen la verdad. Quién lo diga miente. Las verdades parecen historias imaginadas. La verdad como dijo alguien son estrellas que estallaron, y cada uno cogió un pedazo, lo creerá para siempre suyo.

Sinopsis

Es la historia de dos mujeres, de su lucha interna con el pasado representado en un ser antropomorfo, su huida hacia delante, dos personas que se complementan y que no paran de buscar, es una búsqueda exhaustiva y apasionada de todas las preguntas que una persona, en este caso una mujer se hace, y que por más que vive no es capaz de encontrar. En un lenguaje cercano a lo poético quiero realizar una historia totalmente real, pero no esa realidad que se ve, y si no la que de verdad es, o al menos se acerca.

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