Monita sostiene de las axilas a Mona, su madre, para que pueda sentarse. Mona se deja caer como si fuera un peso muerto. Cada día está más débil, piensa Monita. Por poco no se van al piso las dos.

Mona tiene treinta y seis años, y en una época en que el humano de las ciudades vive más y más, y cada día parece más joven, ella aparenta tener el doble. Usa bastón desde hace unos meses, y tiene decenas de bultitos que están creciendo en muchos lugares de su cuerpo, bajo su piel morocha, curtida, reseca como un desierto de barro tras una temporada de sol. Monita tiene diecisiete y también aparenta tener más.

Mona no se hizo revisar los bultos por nadie. En las ciudades, la gente de treinta y seis se verá más joven, pero ella no está muy al tanto de eso. Y donde ella vive esto puede pasar. No puede decirse que sea normal, pero puede pasar y nadie diría que se asombra. En el barrio de casas bajas, ahí en el medio de los campos, donde viven, hay una salita con dos enfermeras de la empresa que se turnan durante el día, nada más. Para llegar al hospital habría que tomarse el tren, porque auto no tienen, y el tren está a una hora de distancia. Habría que pedir un día libre y dejar sola a la familia: demasiado.

Las enfermeras le dieron pastillas para el dolor, pero no dijeron que vaya al hospital ni se mostraron demasiado sorprendidas. Mona entendió entonces que la situación no era para asustarse. El dolor y la falta de fuerza van en aumento, pero son tan graduales que no se anima a quejarse, es mejor aprender a vivir con ellos.

Sus hijos ven que los bultos crecen, pero no dicen nada. Si dijeran algo no tendrían respuesta, o tendrían una del estilo de «no voy a perder el día por esta pavada, ni me duelen». Así que no dicen nada. Nunca dicen nada.

Nadie nunca dice nada últimamente.

Y sí que duelen.

Mientras Monita la sostiene por las axilas para sentarla, Mona reprime un gesto de esfuerzo adolorido y se queda en silencio. Madre e hija se sienten incómodas durante la maniobra: son cómplices de algo vergonzante, evitan darse indicaciones, lo hacen como si fuera algo asqueroso o ilegal. Y ni bien termina, necesitan alejarse por unos segundos, para después hacer de cuenta que nada hubiese pasado.

Ya sentada, Mona permanece con la vista perdida en algún pensamiento que jamás transmite. Por su parte, Monita le prepara unos mates. Es la tarde, el sol decae, y en el campo ya no cantan lo pájaros como hace un par de décadas. Un tiempo que Mona no conoció, el de los pájaros cantando, pero que su padre le enseñó a añorar.

Hay un silencio total cuando cae la noche. Uno de esos silencios tensos, provocados porque alguien o algo obliga a que todos se callen. Esta sería la hora de los grillos, pero nadie sabe de ellos: algunos no los conocieron, otros no los recuerdan. Ese algo, sea lo que sea, está detrás de las vibraciones de una pava de acero inoxidable apoyada por Monita sobre la hornalla eléctrica, o detrás de las paredes de la casa, o en las afueras del pequeño barrio de trabajadores, donde arranca el campo que parece infinito, que tiene adentro otros barrios pequeños de trabajadores de la empresa, iguales a donde vive Mona, sin que eso interrumpa su inmensidad. En algún lado está: está el silencio y está la tensión.

El canto de unos grillos, sin duda, relajarían un poco la tensión. Porque hay sonidos, pero el silencio los tapa.

Monita es producto del tercer embarazo de Mona. Fue la primera que sobrevivió al parto. Es la que ayudó a criar a sus cinco hermanos: a los cinco que vivieron. Monita y Juan, de quince, son los dos que trabajan en la familia. No hay ningún padre. Hubo varios, hubo mejores y peores, pero ahora no hay ninguno.

Mona siente que le duele todo, todo el tiempo, pero también siente que es inútil quejarse. Ya no se acuerda de su madre, sí un poco de su padre. No recuerda a sus hermanos, pero sí que los tenía, y que en algún momento tuvieron que irse del campo. No recuerda a dónde, quizás a otros campos de la empresa, quiźas a la ciudad. Nunca volvió a ver a ninguno y no podría precisar ningún nombre. Mona tampoco recuerda de qué padre es cada uno de sus hijos, ni cuántos niños murieron dentro suyo entre cada embarazo que llegó a término. Todo esto también es un dolor, una molestia que no se va. Como los bultos, está todo bajo su piel. Y como no le gusta quejarse, también calla estas cosas. También ignora, de manera esperable, ciertas cuestiones técnicas que hicieron que solo algunos de sus embarazos llegaran a término: algo que hace a sus hijos especiales, aunque parezcan tan corrientes, tan parecidos a los otros chicos de este pequeño barrio, que es uno más entre los muchos barrios de trabajadores (técnicamente, colaboradores) de Los G. repartidos por el país y la región.

Monita le deja la pava, el mate y la yerbera sobre la mesa. Esto no saca a Mona de sus cavilaciones.

─¿Te acordás de Carlos, mamá? El que estaba con el tema de los tractores ─dice Monita─. Que venía mal de salud, te había contado ─sabe que su mamá escucha, aunque parezca pensar en cualquier otra cosa─… Bueno, falleció anoche. Nos dijeron hoy en la empresa.

Mona no dice nada. Piensa: «Hubo años en los que la gente alrededor mío se moría: mi padre, mis hermanos, mis hijos, mis maridos. Yo era el centro de la muerte y eso de alguna manera me protegía. Pero ahora el centro de la muerte es Monita, ahora la gente se está muriendo alrededor de ella, y es casi seguro entonces que pronto me toque a mí». Mona piensa esto de una manera intuitiva, es más bien una sensación la que tiene: no podría ponerlo en palabras, pero si alguien se las leyera entonces diría que sí, que era precisamente eso en lo que estaba pensando.

Monita siente que entiende el silencio de su madre, que cualquier cosa concreta que le dijera no serviría para nada, y que en cambio el silencio indica comprensión, y también cierta complicidad.

Mona agita la yerba con sus manos callosas y se sacude las palmas para sacarse el polvillo. Hay una maestría en sus movimientos que no se sabe si viene de los años o de los genes. Sirve y chupa el primer mate. Su hija calienta el agua a la temperatura perfecta, siempre, ella le enseñó a escuchar la pava. Se lo enseñó sin palabras, como se enseñan determinadas cosas donde solo sirve la intuición y el que enseña lo hace con el ejemplo: así lo aprendió ella de su padre. Es entonces, pareciera, una mezcla de años y de genes.

Se quedan tomando unos mates, las dos sentadas en la mesa de madera que vino con la casa, y que es igual a la que tienen todas las casas del barrio en sus cocinas. Les gusta estar así: tranquilas, en silencio.

Monita piensa en Carlos y sus ojos se humedecen. No sospecha todavía que lleva dentro una hija suya. Se llamará Ramona, como ella y como su madre. Ramona no conocerá a su abuela: estos son de los últimos mates en silencio de Monita con su mamá.

Solo un rato después llega Juan del trabajo y necesita comer rápido para irse a la escuela nocturna. Los demás chicos, al rato, llegan todos juntos de la escuela, corriendo, sonriendo y empujándose. Todos los chicos del barrio estudian en el mismo aula, con la misma maestra, que también es colaboradora de Los G.

Las mujeres que estaban quietas comienzan a moverse. Monita con agilidad y Mona con pesadez, como arrastrándose. Empiezan a atender la casa, a hacer la comida, a limpiar. Siguen perdidas en sus pensamientos tristes, solo que en movimiento nadie lo sospecharía. Sus movimientos tienen una seguridad y una tranquilidad que hace que quien las vea piense que están contentas.

Hay un montón de ruidos en la casa que no disimulan el silencio que reina.

Nadie nunca dice nada ultimamente.

Monita se sube al tren con una mochila negra a la que le funciona uno solo de los varios cierres relámpago que tiene. Es la mochila que usó para ir a la escuela, hasta que tuvo que dejársela a Bárbara, la tercera. Ella ya no la necesitaría para ir a trabajar, en el trabajo le darían ropa nueva y ya no necesitaría cargar más aquellos libros que compraban con descuento en la librería de la empresa al comenzar el año. Sus hermanos también heredaban esos libros: unos días antes de comenzar las clases, su madre se pasaba las horas con una goma de borrar eliminando todas las respuestas, siempre hechas con lápiz, para que el libro pudiese ser reciclado. La mochila la usaron varios de sus hermanos. Tiene el logo Los G., el mismo que su ropa de trabajo. Los cierres rotos fueron cosidos por Mona, inhabilitándolos y dejándolos como una mera decoración, hace tiempo.

Lleva dentro unos dulces de naranja y de limón que piensa vender cuando llegue al Once. Siempre que su madre viajaba para la Capital llevaba dulces para vender. Se pasaba la semana anterior a viajar hablando de los dulces, y siempre mencionaba el nombre de un señor que se los compraba. Un apellido en realidad. El tipo atendía un puesto de conservas, dulces y productos artesanales sobre la calle Pueyrredón, creía recordar. Su madre debía haberle hablado de él mil veces, no entendía cómo podía haberlo olvidado. Sus hermanos más grandes seguro se acordarían en un instante, pero no los tenía a mano para preguntarles. Mona siempre volvía de la Capital con regalos para ella y sus hermanos, y mientras ellos rompían los envoltorios y se peleaban para determinar quién había tenido el mejor regalo, Mona contaba cosas sobre ese tipo que le compraba los dulces. ¿Paredes? ¿Peleritti? No logra recordarlo. Aunque la memoria le falle y haya pasado al menos un año de que su madre fue a la Capital por última vez, ella igual preparó el dulce, como una regla implícita. Como un peaje que uno tiene que pagar si va a la Capital. Si no lo hubiera preparado, seguramente alguno de sus hermanos le hubiese preguntado por qué no lo hacía.

Lleva consigo casi todo el dinero que había en la casa, que era muy poco. Los bonos de Los G., que son los que realmente sirven para comprar cosas en el barrio, quedan para que sus hermanos los usen en lo que necesiten, para el día a día. En la casa queda a cargo su hermano mayor, Juan, pero lo cierto es que sus hermanos y hermanas saben valerse por si mismos. Incluso la más chica suele sorprenderla muy a menudo por lo independiente que es, mucho más que ella a su edad. Por ejemplo, hace una semana, Monita la llamó desde la cocina porque pensó que necesitaría huevos para cocinar y cuando le dio la indicación, ella muy suficiente desde el sillón le dijo que ya había comprado huevos esa tarde, cuando volvía de la escuela, porque sabía que ya no quedaban. Monita se quedó petrificada unos segundos. Como no sabía que decir dijo gracias y siguió cocinando. A sus ocho años, ella no estaba ni cerca de ser así de madura.

Aparte del dinero y los dulces, en la mochila lleva un cambio de ropa, que se pone en el baño de la estación de tren: su mejor ropa, para que en el estudio la vean bien vestida. No está viajando porque quiera, precisamente, sino por una pensión, que le según le dijeron, la empresa tiene contemplado para casos como el suyo. Unas semanas atrás llegó en un coche negro un hombre acompañado por su chofer, que estaba vestido de traje y llevaba un prendedor de la empresa.

El tipo era un abogado que no tenía ningún distintivo de Los G., lo cual era un distintivo de tener un altísimo rango (o de no pertenecer a la empresa, lo que era muy improbable). La invitó a tomar un café en el bar del pueblo, «para hablar más tranquilos». El bar quedaba solo a dos calles. Fueron a pié, dejando al chofer en la puerta de la casa. Monita aceptó porque, después de todo, allí conocería a todo el mundo. Rodeada de conocidos se sentía más segura que en su casa, con sus hermanos escuchando detrás de la puerta.

Se notó la incomodidad de la gente, nadie quería putear por su perra vida delante de un tipo de traje, vaya uno a saber si luego abría la boca. Además, como en todo pueblo chico, el interés por saber de qué se trataba todo aquello podía más que la discreción. El mozo se acercó y le pidieron dos cortados. Recién cuando los tuvieron delante y todo parecía haber vuelto a la normalidad el abogado empezó a hablar. Después de mostrar interés por la situación de los hermanos (se sabía todos los nombres) y de fruncir el ceño como si lamentara sus tristes destinos (especialmente el de la más chica, a la que miró con cierta ternura), sentenció como si fuera un recitado escolar: «los hijos de ex-colaboradores que quedaren sin padre ni madre, con domicilio legal en tierras arrendadas por Los G. o por alguna de sus empresas satélite, podrán cobrar una pensión y habitar el domicilio hasta que el mayor de los hermanos cumpla los dieciocho, momento en el cual se convertirá en tutor legal de sus hermanos, siendo responsable a partir de ese momento de la manutención y la vivienda». Terminó de decirlo con una media sonrisa, una de llevar una buena noticia a una casa que va a seguir estando triste.

Después de agendar una cita en su despacho con Monita, se retiró inmediatamente repitiendo sus condolencias e insistiendo que estaba para lo que necesitasen. Mientras, su chofer lo esperaba para abrirle y cerrarle la puerta trasera del coche negro.

A Mona la esperaban sus hermanos en la puerta de la casa. Ella no dijo nada, se quedaron todos parados en el porche de su casa con una sensación extraña. Pasaron uno o dos minutos hasta que Monita rompió el encantamiento y volvió a la cocina.

El tren se detiene, y Monita sale de su ensoñación. Se escucha el abrir de las puertas con un resoplido neumático muy potente. Las hojas vidriadas se abren ante su cara un poco hinchada. Toma una bocanada de aire impuro.

Sintiéndose algo perdida da unas vueltas por el Once, hasta entender que el amigo de su madre nunca aparecería, porque aunque estuviese parado ahí mismo, en frente de su propia cara, ella no lo conoce, ni recuerda su nombre.


SINOPSIS

La historia se desarrolla en un presente alternativo o un futuro cercano y probable. Todo sucede en la zona agrícola del cuenco del río Paraná, que nace en Brasil y tiene costa en Paraguay y Argentina, desembocando en el Río de la Plata, en Buenos Aires. Se descubre en la población de la zona que algunos habitantes tienen una extraña mutación que los vuelve resistentes a los productos que La Empresa (llamada Los G., para la cual trabajan casi todos los personajes) utiliza sobre las zonas cultivadas. Esto es debido a que poseen un gen de resistencia, que es el mismo que poseen los cultivos para resistir los venenos que eliminan las malezas.

Hay dos líneas en las cuales sucede el relato: la línea de Monita, colaboradora de Los G. que tiene que dejar a su hija al cuidado de la corporación y la línea de G., el hombre poderoso detrás de la corporación.

Como todos sabemos, las malezas mutan y generan resistencias. La naturaleza es algo que presumimos comprender y que no entendemos. La naturaleza se abre camino. La empresa descubre la mutación y G. desarrolla un plan eugenésico, sin tener en claro que cultivo y maleza son la misma cosa después de todo.

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