En la esquina de las calles Nicolás Bravo y Guadalupe, precisamente frente al santuario de la Virgen, se encontraba Rico, como todos los días, en la eterna noche de su vida, pidiendo “por el amor de Dios”, una limosna para sobrevivir. ¿Qué más podía hacer un humilde “pordiosero” discapacitado, en la década de los años 70 en México?

Traía siempre una gastada camisa de manga larga y usaba unos pantalones de vestir «brinca charcos», pues los ceñía muy alto, casi por el ombligo. Tal vez para evitar tropezarse en el camino. Para el tiempo de frío utilizaba un chaleco y unos sweaters abiertos que le había regalado mi papá. Llevaba en su mano una taza de peltre, en donde oía caer las monedas que le daban los transeúntes y cargaba con un morral de tela , por si la ayuda que le daban consistía en algo diferente, como comida, ropa o medicinas. Tenía un bastón, que más bien era un palo en forma de “T”, el cual utilizaba poco, pues los vecinos inmediatamente ofrecían su brazo para llevarlo del asilo a su esquina, donde se encontraba el negocio de “Cortinas Bemarce”, o de regreso a su casa. De entre todos sus conocidos su mejor amigo era “Pablito”, una persona con síndrome de Highlander, del cual nunca supimos su edad, pues siempre tuvo aspecto de niño.

Sin embargo, la ayuda que le dábamos no era unilateral. Todos quienes nos acercábamos a Ricardo, que así decía mi papá que se llamaba el cieguito, pasábamos un rato muy agradable, pues Rico era muy alegre y un excelente conversador. Irradiaba con la luz de su optimismo a todos quienes lo rodeábamos.

Cuando alguien le preguntaba la hora contestaba con una increíble precisión pues, sin importar el momento del día o de la noche y, considerando que no podía ver un reloj, acertaba en la respuesta y, cuando no, sólo fallaba por uno o dos minutos.

A mí me daba tristeza pensar en su mundo de tinieblas. ¿Cómo podía ser una vida sin ver? ¿De qué manera imaginaba las cosas? ¿En qué soñaba?¿Cómo disfrutaba de la vida si no podía mirar lo que había en torno suyo?

En cierta ocasión, durante el docenario en honor a la Virgen de Guadalupe, me puse a meditar sobre lo que Rico se podía perder de la fiesta por su falta de visión; pero también sobre todo lo que podía captar por sus otros cuatro sentidos.

Ricardo no podía ver el hermoso adorno de hilos con flores rosadas de papel, que bajaba desde el pináculo del templo hasta cada una de las columnas del atrio, pero podía escuchar el claro y sonoro repicar de las campanas que llamaban a la celebración cada quince minutos. Desde el agudo y alegre sonido de las campanas pequeñas y las esquilas, hasta el profundo, solemne y grave tañer de las campana ordinaria y mayor, audible a kilómetros de distancia.

Rico no podía mirar los innumerables puestos de comida y flores multicolores que pululaban en los alrededores del santuario, pero podía olfatear el penetrante olor de las tripas de res doradas y las enchiladas con verduras, el suave y dulce aroma de las gorditas de nata y los «hot cakes», la fresca esencia de las naranjas y las mandarinas, y el hermoso perfume de las rosas, claveles, margaritas, lirios y gladiolas que luego pasarían a ser parte de la ofrenda a la Guadalupana, por parte de los peregrinos que venían de todos los rumbos de la ciudad.

También saboreaba el delicioso pozole que Lupe el pozolero le ofrecía para la cena. Degustaba la dulzura de la sandía, la piña y la papaya que le llevaba el “Tules” en sus cocteles de frutas. Gustaba de los cacahuates, las cañas y el alfajor de coco que Don José le regalaba y paladeaba los sabrosos postres que las catequistas le llevaban de la kermesse que se realizaba en el atrio del templo.

El limosnero no era capaz de observar cómo el viento sacudía las copas de los árboles en el jardín, pero sentía el viento helado en su rostro y en sus manos y aspiraba, hasta lo más profundo de sus pulmones, los aromas típicos de la “Fiesta Mariana”. No podía mirar el sol y encandilarse ante su brillo, pero sentía su sabroso calorcito que desentumía sus extremidades en esas frías mañanas de diciembre.

Era lógico que nuestro amigo no miraba los juegos mecánicos de “Atracciones García”, que año con año se instalaban en las calles aledañas al templo, con sus atractivos colores, figuras y movimientos, y que con sus múltiples luces transformaban las noches del barrio. Pero oía el chirriar de los fierros cada vez que el motor hacía acelerar un carro en el “Látigo”, los gritos de los feriantes al quedar atrapados en una canastilla en la parte superior del “Yoyo” o cuando giraban aceleradamente en el “Trabant”. No veía el subir y bajar de los caballitos en el “Carrusel”, pero escuchaba las risas de los niños y las bellas melodías propias del “Tiovivo”.

Rico no podía contemplar las procesiones con el Santísimo, en donde el Señor Cura caminaba solemnemente con la custodia bajo el varipalio y precedido de la cruz alta y los ciriales; pero percibía el aroma de las velas de los feligreses, el incienso que ascendía del incensario que llevaban los monaguillos y el agua florida que los niños rociaban al frente de la comitiva.

Tampoco contemplaba, como todos nosotros, los espectáculos que se presentaban en la “Carpa de los Hermanos Medel”, pero atendía a las canciones de sus artistas y se carcajeaba con los chistes de los cómicos que ahí se presentaban.

El buen amigo no se fascinaba ante el espectáculo multicolor de los grupos de “Matlachines” que danzaban ante la Reina del Cielo con sus coloridos trajes llenos de adornos, conchas, lentejuelas y espejos. Sus enormes penachos de plumas que ondeaban al ritmo de la danza, y el brillo de los machetes, que sacaban chispas cada vez que los danzantes los chocaban entre sí o contra el piso. Pero su corazón latía fuertemente al ritmo de la tambora y los sones del violín, cuando sus oídos captaban la pisada fuerte y sincronizada de los indios con sus huaraches, o cuando el “Viejo de la Danza” hacía estallar su látigo en el suelo, para corregir a aquél que se equivocaba.

Rico no veía la sonrisa de sus vecinos y amigos, pero sentía la fuerza de sus manos en el saludo, la firmeza de sus brazos en el apoyo generoso, el calor de sus abrazos y…quizás, hasta la ternura de un beso fraternal.

A pesar de sus carencias, yo creo que Rico, haciendo honor a su nombre, fue un hombre rico. Rico en amigos, en afectos y en estímulos sensoriales que le permitieron percibir la vida de una manera hermosa y particular.

Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en Aguascalientes, México.

Danza de Matlachines, Aguascalientes, México.

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