Cuando Ana llegó a lo que a partir de ahora sería su nuevo hogar lo hizo temblando. Pero esta vez los agitados movimientos de su cuerpo no se debían al miedo sino a la emoción. Hacía muchos años que no se sentía tan bien, aunque bien no era la palabra que mejor definía su estado. Mejor sería decir paz. Por fin la había alcanzado, aunque el camino había sido duro, muy duro. Un camino lleno de piedras y contra todas ellas Ana había impactado. Su cuerpo ya no tenía cicatrices, pero su alma todavía conservaba algún moratón. Cierto es que ya no le dolían, pero ella sabía que estaban allí.

Ana se sentó en un banco de forja negra, muy repujado, que el ayuntamiento había puesto, sin saberlo, claro, enfrente de la nueva escuela de repostería “MI DULCE ANITA”. Su escuela, su propio negocio. Le parecía mentira. Sentada en el banco, en la acera de enfrente, Ana observó la fachada pintada en color rosa candy, como el algodón de azúcar, tan suave, tan dulce… El letrero con el nombre “Mi dulce Anita” era color vainilla, con las letras en blanco. Había una gran cristalera con listones de madera simulando un enrejado, pintados de verde hierbabuena que dejaban entrever unos veladores azul eléctrico con sillas a juego y manteles rojos de cuadritos vichy. La puerta de entrada era blanca, de madera antigua, con un llamador enorme y en forma de león, dorado, totalmente incongruente con la dulzura del resto del entorno. Pero Ana se sentía ahora como ese león: fuerte, grande y brillante y quiso dejarlo allí para que le recordara que ella ahora era fuerte, grande y brillante. Dura y bella a la vez.

Su negocio, su escuela de repostería, su nueva vida después de la oscuridad en la que había vivido, era bonito por fuera, dulce, tranquilo, suave y oloroso a especias. Nada que ver con el mundo del que venía, tan feo, con el olor acre del miedo siempre en su cuerpo, con los sentidos alerta en todo momento para evitar el inevitable golpe que siempre acababa cayendo sobre ella. Nada que ver con los nervios siempre tirantes, siempre a punto de estallar en un ataque de ansiedad que le atenazaba la garganta impidiéndole respirar. Nada que ver con el llanto a escondidas en el baño de su lujoso despacho, intentando después recomponer sus bellos ojos con una buena capa de rimmel. Aunque el maquillaje costara más de 100 euros nunca pudo maquillar la amargura del rostro de Ana.

Ahora, allí sentada, en un banco de forja puesto por el ayuntamiento de su pequeña ciudad, frente a un pequeño local pintado de colores muy cursis, por fin estaba serena. Y se sentía calmada, y no tenía miedo, a nada, y sobre todo a nadie.

Ana introdujo la llave en la cerradura y al abrirla se dio cuenta de que estaba sonriendo otra vez. Desde hacía unos meses no dejaba de hacerlo y era una sensación a la que no acababa de acostumbrarse. Después de tantos años sin hacerlo le parecía que nunca iba a sonreír lo suficiente. Salía a comprar el pan y el simple “¡buenos días, Ana!” de la panadera, tan amable siempre, llamándola por su nombre y alabando cualquier prenda que llevaba “qué precioso ese pañuelo”, “vaya falda chula que llevas hoy”, “me encantan tus zapatos” hacía que su boca se curvara hacia arriba en una sonrisa, leve al principio, como miedosa, y con el paso de los días, más abierta, enseñando los dientes, casi el inicio de una risa. Cualquier amabilidad, viniera de quien viniera, le parecía una fiesta. Si un hombre la dejaba pasar primero al entrar al portal, se sentía como una burbuja flotando en un cielo azul. Si una niña, en la cola de la pescadería, la miraba y le preguntaba su nombre, ella se agachaba y le acariciaba la cara tan delicadamente que la pequeña casi ni se enteraba de que la estaba tocando. El contacto físico con otra persona, tan crispante antes, ahora se le antojaba como el más dulce de los merengues…

Los dulces siempre fueron la salvación de Ana. Siendo niña aprendió de su abuela Anita infinitas recetas de magdalenas, bizcochos, tartas de sabores inimaginables, pasteles extranjeros, delicias de monjas de clausura… Mientras estudiaba, a miles de km de su casa, cocinar postres para sus compañeros de piso le salvó de la melancolía que la abrumó durante esos cinco terribles años. Y luego… en su vida de adulta triunfadora, era lo único que la preservó de no cometer ninguna locura.

Su abuela Anita fue una excelente cocinera y la única que supo ver que Ana sería una mujer excepcional. Tenía una intuición especial para descubrir la inteligencia de su nieta, pero también pudo anticipar que esa inteligencia no le serviría de nada para caminar por la vida, pues también reconoció rápidamente en su adorada nieta un carácter sumiso que no la llevaría a nada bueno. Ana quiso mucho a su abuela, probablemente más que a sus ausentes padres, y su muerte supuso para ella el primer golpe de su existencia. Desgraciadamente no fue el último, ni el más doloroso.

Pero ahora, todo eso quedaba atrás, y Ana se preparó para su primer día. Tenía el local más bonito de la ciudad, con la cocina más moderna e impoluta que cualquier cocinero con estrellas michelín pudiera desear. Y tenía ya unos cuantos alumnos con los que poder compartir sus recetas secretas. Y tenía a su abuela mirándola desde una gran foto colgada de la pared principal del aula de cocina. “MI DULCE ANITA” abría sus puertas para que Ana pudiera por fin, abrirse al mundo.

Cuando Ana regresó a su ciudad después de muchos años, dispuesta a iniciar su nueva vida, la verdad es que no sabía qué hacer con ella. Llegaba recompuesta después de dos años de intensa terapia, más fuerte y segura de sí misma, pero ello no implicaba que supiera a qué iba a dedicarse el resto de su vida. Durante unos meses se dedicó únicamente a decorar la casa de sus padres, que ahora era la suya, a pasear por las calles que la vieron crecer, y a cocinar. La cocina había sido una parte importante de la terapia y fundamental en su recuperación. En aquellos momentos, en los que su autoestima era inexistente, lo único que la reconciliaba consigo misma era amasar, rallar, hornear… Sus postres eran exquisitos, y se aferraba a ellos como si fueran lo único que podía salvarla. La cocina, sus olores y su calor, la protegían del mal exterior. Por ello, cuando empezó a aburrirse de pasear siempre por las mismas calles y ya no tuvo más habitaciones que remodelar, empezó a pensar en dedicarse algo que le gustara. Y de esta manera comenzó a germinar en su cabeza la idea de un sitio donde poder cocinar y compartirlo con otras personas. Además, su escuela sería un homenaje a su abuela Anita.

Así, Ana volvió a convertirse en la ejecutiva resolutiva que había sido durante 20 años y empezó a buscar local. Encontró uno en la parte antigua de la ciudad, en una callecita fuera de la zona turística. No era demasiado grande pero lo suficiente como para poder montar una gran cocina con espacio para varias personas cocinando a la vez, con un almacén en la parte trasera para las cámaras frigoríficas y una pequeña sala con grandes ventanales que daba a la calle y desde donde se podía ver la torre de la Catedral. Sería estupenda como pequeño salón de té, donde serviría las galletas, bizcochos y tartas que los alumnos cocinaran.

Durante tres meses se dedicó a acondicionarlo y decorarlo. Fue bastante fácil ya que tenía muy claro lo que quería. Encontró una empresa de reformas que lo hizo todo y con bastante rapidez. En cuanto a la decoración, no quiso que nadie tomara parte en ella. Sus amigas de la infancia y de la época del instituto, con las que retomó la amistad, quisieron meter baza pero ella declinó amablemente su ayuda. Quería que “Mi dulce Anita” fuera sólo suyo, desde la distribución de las salas hasta el color de las cortinas. Y así lo hizo. Ana inauguró un coqueto salón de té, que a la vez era escuela de repostería, con paredes en colores pastel, cortinas de encaje blanco velando las ventanas y una robusta barra de madera antigua llena de pastelitos de todos los colores y sabores.

Cuando lo tuvo todo acabado, empezó a buscar alumnos. No le hizo falta mucha publicidad, su ciudad era pequeña y el boca a boca funcionaba estupendamente. Ana venía de una familia importante y conocida por todos, así que no tuvo problemas para cubrir el cupo de asistentes a sus cursos de “pastelería creativa” como sus amigas dieron en llamar, muy pomposamente, a la nueva singladura profesional de su amiga.

Y así, un 18 de abril, “Mi dulce Anita” abrió sus brazos para acoger a cinco personas ansiosas por aprender a poner dulzura en su vida.

LOS INGREDIENTES

Cuando el lunes 18 de abril Ana se levantó de la cama lo primero que hizo fue cantarse el cumpleaños feliz a sí misma. Cumplía 44 años, un número precioso. Lo cantó en voz alta, desafinando como siempre y, como siempre, al final de la canción se aplaudió a sí misma. Era increíble cómo seguían entusiasmándole los cumpleaños. Cierto era que su vida no se había prestado nunca a grandes celebraciones de nada, pero su aniversario de nacimiento siempre le había producido mariposas en el estómago. Y, aunque este año era especial, por el cambio que había dado su vida, los 43 anteriores también habían sido estupendos para ella.

Ana nació un 18 de abril, un día precioso según le contó infinidad de veces su abuela Anita. Fue a la una y media del mediodía, con una temperatura suave y el sol brillando en un esplendoroso cielo azul. O por lo menos así lo recordaba Anita, un día radiante en el que su hija le regaló el más maravilloso de los presentes: su primera nieta.

Ana fue la séptima generación de niñas primogénitas con el mismo nombre. No se sabía por qué pero en la familia Aguilar el primer bebé fue siempre una niña, y a todas se les ponía de primer nombre Ana. Y todas también compartían una especial característica física: el color de los ojos. Los ojos de las Ana de esta familia eran de un intenso color dorado, no miel, sino de un amarillo brillante que les daba a todas un aspecto extraño, como de tigre exótico, menos a la última Ana, pues en su cara de rasgos diminutos y perfectos, los ojos tenían un reflejo ambarino que le aportaba un aire dulce y sereno.

Miguel y Ana, sus padres, se casaron muy jóvenes, incluso antes de terminar sus estudios universitarios. Los dos pertenecían a estupendas familias, la de Miguel se conocía en la ciudad por los muchos alcaldes que habían salido de ella. La de Ana era una de esas familias en las que los títulos nobiliarios y los negocios de construcción se fundían dando como resultado una familia rica y noble.

Los dos jóvenes se conocían de toda la vida pues sus padres habían sido amigos, y su historia de amor fue de lo más vulgar por lo que tenía de esperada. Jóvenes, guapos, con talento y con dinero, estudiaron una carrera universitaria adecuada al rumbo que querían dar a sus vidas. Empezaron a salir casi sin darse cuenta, como algo inevitable, como algo que tenía que ser así. Les pusieron casa, les prepararon la boda y los casaron. Después, terminaron Derecho a la vez y con excelentes notas. Entonces Miguel pudo dedicarse a la vida política y a seguir con el despacho de abogados de su padre. Ana también entró a trabajar en el mismo despacho que su marido pero pronto lo abandonó para dedicarse a apoyarle en su incipiente carrera política, que deseaba fuera de su ciudad. Sólo faltaba en esa pareja un hijo para que el círculo se cerrara, y entonces llegó Ana. Y llegó a un hogar donde el amor era frío. Donde la ternura no existía más que en los bollos rellenos de miel que la abuela Anita regalaba a los jóvenes padres para los desayunos de los domingos por la mañana.

Al principio, la pequeña Ana llenó la vida de sus padres, fue una excitante novedad en esa vida extremadamente pautada, pero pasado el primer año, la novedad se convirtió en un pequeño fastidio para ambos. Miguel estaba a un paso de la alcaldía y Ana trabajaba como una loca para que su marido tuviera la mejor fama como político joven de la ciudad. No podían permitirse el lujo de no dormir por las noches o de dejar de repente una reunión porque la niña tuviera fiebre. Quisieron contratar una niñera pero Anita no se lo permitió. Madre e hija tuvieron la mayor bronca de toda su existencia. Anita no concebía que su pequeñita fuera mecida por brazos desconocidos. No entendía que la abandonaran así, que no la llenaran de besos a todas horas,que no descubrieran con ella los olores de la vainilla en la cocina o los colores de las flores en el campo. Después de muchos gritos, llantos y reproches Anita tomó la decisión de llevarse a Ana a su casa durante los innumerables viajes de sus padres. Y así, la niña pasó del frío de su casa al calor de la cocina de su abuela Anita.

Sus padres pasaban la mayor parte del año en Madrid, donde Miguel llegó a ser un importante político, con aspiraciones serias a la alcaldía de la ciudad, por lo que Ana casi no les conocía. Algún fin de semana su abuela la llevaba a verlos allí donde estuvieran y en otras ocasiones, raras, ellos se acercaban a su pequeña ciudad para comprobar que su niña cada vez estaba más alta, más rubia y más guapa. La encontraban estupendamente educada y formal con ellos, a los que trataba más como unos tíos lejanos que como sus padres, pero no les importaba, las efusiones emocionales no iban con ellos. Ana suspiraba aliviada cada vez que les despedía con un ligero beso en las mejillas. Anhelaba quedarse sola con la abuela Anita, a la que quería más que a su vida.

Su abuela lo fue todo para ella, su madre, su padre, su amiga, su maestra… Desde que tenía memoria la recordaba abrazándola con todo el cuerpo, besándola por toda la cara y en los pies, haciendo muecas que le deformaban la bella cara para que se tragara la medicina cuando tenía fiebre. Y sobre todo, recordaba el olor de la cocina cuando cocinaba para ella las mejores tartas de chocolate del mundo cada vez que llegaba el 18 de abril para festejar su cumpleaños. Le preparaba las mejores fiestas de toda la ciudad. Adornaba la majestuosa casa con globos de colores, guirnaldas de papel y farolillos rizados. Abría el comedor de gala, y preparaba una mesa espectacular, llena de flores y preciosas mantelerías de vivos colores. Invitaba a todas sus amigas del colegio y a los nietos de sus compañeras de brigde. La mesa se colmaba de un montón de cosas ricas y los dulces que preparaba se recordaban durante semanas en el colegio. Y su abuela siempre estaba allí, inventando historias y juegos para todos esos niños, corriendo detrás de ellos y dejándose embadurnar la cara de pintura para disfrazarse de indios. Sí, los cumpleaños de su niñez habían sido maravillosos, y su abuela no había dejado de prepararle estupendas fiestas nunca, aunque fuera mayor, hasta que su enfermedad ya no le dejó hacerlo.

Hoy, cuarenta años después, iba a celebrar su cumpleaños de una manera especial, con gente desconocida, pero con la misma tarta de chocolate que su abuela siempre le preparaba.

Las clases de su curso de repostería empezaban a las 10, pero ella estaba en la cocina desde las 8. Estuvo repasando que las cámaras estuvieran llenas y funcionaran bien, que el almacén estuviera provisto de todo lo necesario para elaborar las recetas de la semana. También comprobó que hubiera cinco juegos de menaje suficiente para sus alumnos, cinco libros de recetas en blanco para que ellos mismos los llenaran con las recetas de su abuela y con las que ellos mismos elaboraran a lo largo del curso y que hubiera cinco espacios lo suficientemente cómodos para que pudieran trabajar en cada pastel.

Todo estaba listo y perfecto, como a ella le gustaba hacer las cosas. Pronto empezarían a llegar sus alumnos y estaba ansiosa por conocerlos. En realidad, ya los conocía a todos, de hacer las inscripciones y contarles de qué iban a ir sus clases. Pero ansiaba conocerles mejor, saber cómo trabajaban en la cocina y por qué querían aprender a hacer pasteles. La primera en apuntarse a sus clases fue Amelia, amiga del colegio de su madre. Cuando llegó de nuevo a la ciudad, Ana se encontró con ella en la peluquería y le contó sus planes de poner un taller de pastelería. A la bella mujer le entusiasmó la idea y le rogó que la avisara cuando todo estuviera en marcha “me encantaría conocer las recetas secretas de tu abuela, era la mejor repostera del mundo”. Y, así, al cabo de tres meses, Ana se la encontró de nuevo en la peluquería y le volvió a preguntar por su proyecto. Al final de la tarde, Ana tenía mechas doradas en su cabello y la primera alumna en su escuela.

SINOPSIS: Historia de una mujer maltratada que inicia su nueva rodeada de cinco personas con cinco vidas distintas alrededor de una cocina en un salón de té. Todos acabarán salvando a los demás gracias a bollos de crema, tartas de chocolates y lágrimas saladas. Seis historias, seis batallas con la vida, seis victorias.

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