A Su Eminencia Reverendísima, Obispo de Mérida, Luis de Cifuentes y Sotomayor.

Saludo a Vuesa Eminencia desde esta muy noble villa. Apenas me he instalado cumplo con vuestras órdenes, informándoos la naturaleza de los graves asuntos por los que adelanté mi viaje a este puerto.

El primero, es la malhadada herejía del pintor Alonso Fuenleal, encargado de decorar el edificio del convento de San Francisco.

Tratase el segundo, Eminencia, de la denuncia que hace el reverendo Tomás Serna y Villalobos, prior del dicho convento, acusando a su Ilustrísima, Anselmo de Hortigosa y Cáceres, Alguacil Mayor del Santo Oficio de San Francisco de Campeche, de actuar con exacerbado y sospechoso rigor en el proceso por apostasía de una mestiza campechana; a decir del reverendo Serna, dominado por indignas pasiones, que le han llevado a enjuiciarla sin contar con nuestra autorización, en abierta desobediencia al Santo Tribunal.

En tanto comienzo estas diligencias, aguardo vuestra llegada para la solemne ocasión en que bendeciréis la Armada del Santo Cristo de San Román, que con favor del altísimo vencerá a los piratas enemigos de Su Majestad.

Guarde Dios a S.E.R. muchos años. San Francisco de Campeche a 22 de noviembre de 1668. Del servidor de S.E.R., que su mano besa, el Alguacil Mayor del Santo Oficio de Mérida, Ignacio de Icaza y Borja.


El lugar del Señor Sol

Septiembre 21 de 1667

La marea mecía suavemente al San Ginés de Murcia, tras la borrasca que la noche anterior había lavado el cielo. Por fin Neptuno se mostraba benévolo con los pasajeros propensos a marearse, como el franciscano Tomás Serna, quien llevaba tres días a puerta cerrada en el camarín de toldilla. Con los ojos deslumbrados por el sol de la mañana, el clérigo salió a la cubierta del bergantín, agradeciendo a Dios que a sus cincuenta y dos años estuviera a punto de completar un viaje más por el océano. Respiró profundamente el aire salado; la brisa batía suavemente su hábito marrón y le acariciaba el rostro, como para disculparse por los vientos que le hicieron padecer.

Trasladarse de la Capital de la Nueva España a la provincia de San José, como era conocida la península de Yucatán, significaba atravesar a caballo una de las zonas más montañosas y elevadas del reino hasta el puerto de Veracruz, para hacerse a la mar. La segunda parte del viaje tampoco era fácil, pues se estaba a merced de la buena voluntad del viento, expuesto a tormentas, epidemias, o a que el buque fuera blanco del ataque a sangre y fuego de los piratas. Alcanzar aquellos confines por tierra, era una proeza reservada a los adelantados dispuestos a atravesar montañas, ríos caudalosos y selvas agobiantes, enfrentando jaguares, serpientes o a los nativos que defendían su territorio..

Sentado en la escalera de proa, vestido con una holgada camisa clara, un hombre joven cuyos negros rizos se alborotaban con el viento, dibujaba al carboncillo en un papel clavado sobre una tabla. Su modelo era un viejo marino que dormía echado en un montón de cuerdas sobre cubierta. El artista miró sonriente a fray Tomás.

—Celebro que os encontréis mejor, padre.

—¡Ya estamos cerca de San Francisco de Campeche, lo sé por lo calmo de la mar! En cinco o seis días más, vislumbraremos sus muros, y conocerás el lugar donde está nuestro convento —dijo el sacerdote, subiendo un par de peldaños para ver su trabajo.

—Me alegra escucharos —repuso el dibujante, rascándose la pierna—, sueño con un baño y ropa limpia, me acaban estas pulgas del navío.

—Este dibujo me confirma lo artista que eres, Alonso —dijo el sacerdote dándole palmaditas en el hombro—. A tu marino sólo le falta roncar. Sé que pintarás frescos tan buenos como los de Actopan o Huejotzingo. Recuerda, puedes hacerte de fama en estas regiones, donde hay caballeros con buena plata para pagarte sus encargos.

Alonso Fuenleal dejó a un lado su dibujo y subió la escalera hasta el castillo de proa. Desde ahí miró al horizonte, ansioso por conocer esa villa donde esperaba labrarse un porvenir como pintor, pues hacía poco más de un mes se había comprometido en matrimonio en la Ciudad de México.

Tres días después divisaron su destino. El sacerdote sonrió, y hasta vertió alguna lágrima a la vista del puerto, su hogar desde hacía tres décadas.

Al pintor le recordó a su ciudad natal, asentada en medio de las todavía anchurosas lagunas del Anáhuac. La villa Campeche era muy pequeña comparada con la Ciudad de México pero, con su mar, selva y construcciones defensivas, era para él un mundo nuevo.

Abrió los brazos, como para abarcar el horizonte, y gritó:

—¡Heme aquí, Campeche! ¡Recordad este día, en que llego a ganar nombre y fortuna!

Lo primero que le impresionó, fue un baluarte construido en una pequeña península. Sus almenados muros de piedra, de cuyas troneras asomaban quince cañones, eran tan altos como la catedral de la Ciudad de México, que ya era imponente aunque contara solamente con el primer cuerpo de sus torres. Lo segundo que le atrajo fue la selva, extendiéndose detrás de la villa. Se preguntó si encontraría los pigmentos que hicieran posible plasmar ese segundo océano verde esmeralda.

El bergantín ancló en el centro de la bahía, de tranquilas y poco profundas aguas, y mientras aguardaban para descender a los lanchones que los llevarían a tierra, el sacerdote continuó hablándole de lo más notable de aquel lugar.

—Allá atrás, está el cerro de la Eminencia, a sus pies hay otra fortificación para defender la villa de los ataques por tierra, pues ocasión ha habido en que los enemigos llegas desde la selva, unos con hachas y flechas, otros con arcabuces. Ni más ni menos, la pasada cuaresma sufrimos un ataque del filibustero Scott. Los asustados indios del barrio de San Francisco, el más populoso de Campeche, se protegieron dentro de las murallas de nuestro querido convento.

Al llegar a la playa, unas indias, cuyos negros cabellos caían como lluvia a sus espaldas, se acercaron y les ofrecieron una vasija de barro llena de agua de pozo de cristalina frescura, muy diferente al líquido turbio, que después de semanas en los toneles del navío, ganaba un sabor acre y metálico.

Sus hipiles blancos estaban limpísimos, al igual que ellas, en contraste con los cuerpos adobados en sudor de los viajeros. Sus rostros morenos, de ojos rasgados y pómulos pronunciados, eran de altiva belleza. Los mayas no tenían la melancólica resignación de los nahuas, con quienes Alonso estaba familiarizado.

Aún no era mediodía ni el sol quemaba, por lo que transitaba por bastante gente por las calles: cargadores indígenas y negros de calzón y camisa de manta, indias de blusa bordada llevando con andar presuroso la leña o los ingredientes para la comida de la casa en que servían; gente de mar, soldados vestidos de azul. Ocasionalmente un caballero castellano, paseando su mirada sobre todos ellos desde lo alto de su montura. Si se trataba de una dama, debían hacerse a un lado para permitirle pasar con su falda ahuecada por el miriñaque; su piel marfileña protegida por el parasol, sostenido por alguna indias o negra.

Alonso y fray Tomás hicieron un alto para comer en el convento de San Roque, a espaldas de La Audiencia, al que la gente solía llamar San Francisquito por pertenecer también a la orden del santo de Asís.

Había cinco frailes sentados a la larga mesa de caoba del refectorio. El aroma a orégano, pescado y masa recién horneada abría el apetito. Las calabacitas a la vinagreta y empanadas de cazón eran lo más delicioso que los viajeros comerían desde Veracruz.

Antes de empezar, vieron entrar a un hombre vestido con el hábito blanco y negro de los dominicos, el único que lo llevaba perfectamente limpio y planchado. Los saludó secamente y se sentó frente a ellos. Aparentaba unos treinta y cinco años. En su rostro quedaban vestigios de lo apuesto que había sido. Ahora estaba marcado por un profundo rictus de amargura, ojeras y un inquietante tono grisáceo en la piel. Avelino Llorente, el franciscano prior de San Roque, lo presentó al pintor.

—Su señoría ilustrísima, el Licenciado Anselmo de Hortigosa y Cáceres, del convento de Santo Domingo de la Ciudad de México, Alguacil Mayor del Tribunal del Santo Oficio de San Francisco de Campeche.

Avelino anunció que no habría lectura durante la comida, y la conversación ganó fluidez conforme se degustaba y se bebía. Tomás Serna y Alonso dieron detalles de su viaje, luego fue Anselmo de Hortigosa quien tomó la palabra.

—El mal curso de la evangelización, debiera preocupar más a su excelencia el Virrey, que Dios guarde. Durante años, estos taimados indios de Campeche han fingido convertirse, mientras en secreto siguen practicando sus salvajes rituales. ¡Pero eso acabará! —dio una palmada en la mesa— Dentro de poco se terminará de construir la Cárcel de San Pedro. Ahí daremos escarmiento a esos herejes apóstatas.

—Tenía entendido, señoría ilustrísima —intervino fray Tomás— que desde los tristes resultados del juicio de Maní, su majestad el Rey instruyó no emplear castigos severos para corregir a los indios, pues se debe tener en cuenta que son cristianos nuevos, y las más veces, la suya no es maldad, sino ignorancia.

—¡Su majestad ignora lo que es tratar con ellos! ¡Son de poco talento y entendimiento, gente miserable y bruta, incapaz de discurrir cosa alguna!

Alonso volvió a poner su empanada en el plato, dudó un instante e intervino:

—Con perdón vuestro, señoría, pero si la iglesia pretende evangelizar estas tierras, creo que deberíais expresaros mejor de sus naturales.

Los demás religiosos dejaron de comer, atentos a la reacción del Alguacil. Éste esbozó una leve sonrisa y levantó su vaso.

—¡Gervasio!

Un indio se aproximó, sosteniendo una jarra de barro para servirle vino.

—Espero seáis bueno con el pincel, pues estáis aquí para pintar y no para opinar en cuestiones eclesiásticas. ¿Otra adquisición para vuestra causa, Serna? Dad gracias al Altísimo que el obispo os aprecia, pues sois tan blando como conviene a esa feligresía de apóstatas que protegéis —advirtió Hortigosa, dando un trago al vino— Pues bien señor, como os llaméis, sabed que los indios cimarrones, ésas bestias enemigas de Cristo que se ocultan en la selva, han asesinado a una docena de santos misioneros y hasta cometieron la aberrante blasfemia de crucificar a sus propios niños.

Alonso dirigió los dilatados ojos a Tomás Serna y se santiguó como él.

—El señor les tenga en la gloria que han ganado con su martirio. Gran labor tenemos aún tierra adentro —admitió el franciscano.

—¡Sí, mientras no se tenga mano dura con ellos! —añadió Hortigosa, poniendo enérgicamente el vaso en la mesa —Si la palabra de Dios ha de entrar en sus duras cabezas a punta de garrote, así será.

El pintor echó una ojeada al indio y se dijo que era en verdad feo, con una gran fisura que iba del labio superior a su aplastada nariz. Se recriminó a sí mismo por juzgarlo y dirigió su atención a otros detalles. Se veía bien alimentado y su ropa estaba limpia, debía ser un criado de confianza del inquisidor. Mientras aquel despotricaba contra los de su raza, su mirada no podía ser más respetuosa y sumisa.

—Ganaremos ésas almas pacíficamente —decía conciliador el prior Serna—. El mejor ejemplo son los naturales del barrio de San Francisco, ellos son felices vasallos de ambas majestades.

Una sonrisa apareció en los finos labios del Alguacil cuando se inclinó hacia fray Tomás para anunciarle:

—Por cierto, el mes próximo viene su eminencia reverendísima. Daremos lectura al Edicto de Fe en vuestro convento —Dejando escapar una risa, se echó hacia atrás, en el respaldo de la silla—. Ardo en curiosidad por saber cuántos apóstatas serán delatados

El pintor le dirigió una mirada de desaprobación. El Alguacil Mayor la sostuvo.

— Será un honor recibiros a vos, y a su eminencia el Obispo en nuestra humilde casa, ilustrísima — Alonso admiraba la paciencia de fray Tomás.

Hortigosa asintió.

—Os lo agradezco, reverendo. Para bien o para mal, ahí estaré.

Al prior de San Francisco le dejó tan mal sabor esa conversación, que rehusó aguardar el atardecer. Pidió a Avelino una mula prestada para llevar el equipaje y salieron de San Roque.

El ídolo

Una tormenta que tiró árboles y varias chozas del barrio de San Francisco, al que la gente llamaba Campechuelo, impidió que la fiesta del santo patrono, el 4 de octubre, se celebrara con el lucimiento acostumbrado.

Ya instalado en el convento, Alonso se resignó a no conocer la fiesta más importante del año en Campeche y se dedicó a trazar bocetos.

Para el 12, día de Nuestra Señora del Pilar, el cielo ya lucía su intenso azul. Cerca del crepúsculo, cuando los frailes ya habían celebrado su oficio de vísperas y acababan de retirarse silenciosamente a sus celdas, el pintor subió al coro de la iglesia, para contemplar el atardecer sentado en el alféizar de la ventana. Al tocar el horizonte de ese mar, ahora tranquilo como inmensa laguna, el sol teñía de majestuosos tonos de oro y rosa las nubes, que parecían acercarse para contemplar el tesoro de un cofre recién abierto.

Los nimbos, todavía iluminados, se iban volviendo grises. Desde su involuntario puesto de vigía, el pintor vio acercarse a una pareja desde la puerta de Campechuelo. El hombre y la mujer, cuyo rostro no podía distinguir por el contraluz y la opacidad del vidrio, se arrodillaron al pie de la cruz del atrio, y empezaron a cavar con un palo.

El pintor se incorporó, pegó la frente a la ventana y los vio enterrar algo. “¡Esto no puede ser nada bueno!” Pensó, precipitándose a la estrecha escalera de caracol que comunicaba el coro con la iglesia; cruzó corriendo la nave y salió aventando la arena con los pies.

Lo recibieron la tibieza del aire y el siseo de las palmeras tras el convento. El atrio estaba desierto.

—¡Por mi fe! —exclamó, dejando caer los brazos.

Caminó sobre las recientes huellas de la pareja, hasta la entrada que daba al pueblo de pescadores. Las puertas no tenían puesto el aldabón. La muralla solamente se aseguraba cuando atacaban los piratas.

Un centenar de pasos más allá, entre las primeras chozas de Campechuelo resplandecía una fogata, y se alcanzaban a escuchar los gritos de los niños jugando. Vivía ahí un más de un millar y medio de indios. Exhalando con resignación, se dirigió a la cruz y de rodillas apartó la arena. A tres palmos de profundidad encontró un objeto ampuloso, envuelto en paño. A la luz de las primeras estrellas, comprobó con alivio que no era un feto, como llegó a suponer al principio, sino una figura de barro. Cubrió el hueco y se la llevó a su celda.

Encendió una vela y se sentó frente a su hallazgo con los codos apoyados en la mesa. Era algo más largo que la palma de su mano, de cabeza desproporcionada con el cuerpo en posición sentada, con una hilera de puntos bajo los ojos, nariz larga y retorcida como un garfio y colmillos salientes. Estaba cuidadosamente pintado y decorado con incrustaciones de concha y piedrecillas.

Lo tomó para examinar su minucioso trabajo. Volvió a colocarlo en su sitio y apoyando el mentón en sus manos entrelazadas, se preguntó en voz alta:

—Y ahora, ¿qué vais a hacer con esto?

El que tenía frente a sí, era un ídolo pagano, escondido con la intención de dirigir hacia él el culto, engañando a los franciscanos. Una prueba de la apostasía a la que se refería el Alguacil Hortigosa …

¿Debía informar al prior Serna?

Ése era, desde luego, su deber, pero si la noticia del hallazgo llegaba a oídos del inquisidor, daría comienzo la cacería contra los habitantes del pacífico barrio aledaño al convento.

—No se logra un buen cristiano a punta de palos —Se escuchó, repitiendo las palabras del prior.

¿Destruirlo? Sí, tal vez eso era lo mejor…

E incorporándose, lo tomó, con el propósito de estrellarlo contra el suelo.

Pero… ¿por qué destruir esa figura elaborada con tanto arte?

Vuelto a la mesa el ídolo, el indeciso se sentó para seguir cavilando.

¿Regresarlo a su sitio?

—¿Para qué le sigan adorando esos necios? ¡Ni lo penséis! —respondió dejándose caer en el respaldo de paja de la silla.

Tan meditabundo estaba que no bajó a la cocina, como otras noches, a buscar algún trozo de pan o fruta.

Las sombras crecieron y se volvieron movedizas; la vela se consumía y estaba a punto de apagarse.

Incapaz de tomar una decisión, Alonso envolvió la figura de barro en su mismo lienzo y la ocultó bien entre sus cosas.

Desde entonces, observó con curiosidad a los que asistían a misa en la capilla de indios, tratando de reconocer a quienes lo habían enterrado. Algo relativamente sencillo si les hubiera visto bien el rostro, pero que, en su caso, era como querer encontrar por la tarde el grano que se arroja por la mañana. Los indígenas ponían flores, golosinas y un brasero de barro con copal ante la cruz atrial, hasta se quedaban más tiempo ahí que ante el altar de su capilla. Viéndolos arrodillarse, Alonso no podía evitar sonreír al pensar que ellos creían que su ídolo estaba ahí.

SINOPSIS

Estamos en la Nueva España del siglo XVII. Los indígenas de Yucatán protagonizan una rebelión. Los españoles, ocupados en defenderse de la piratería, tardaran décadas en vencer a la guerrilla maya. Con estos hechos históricos como fondo, mi novela narra el romance entre Alonso, pintor que viaja hasta la villa de Campeche para decorar con frescos el convento de San Francisco, y la hermosa Cristiana de Lara, descendiente de caciques mayas, quien, al tratar de preservar la religión de sus ancestros será perseguida por la Inquisición, personificada por el cruel Hortigosa. En las historias secundarias seguiremos al hermano de Cristiana en su aventura como rebelde en la selva, y a la despreocupada criolla Prudencia cuando es raptada por un pirata.

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