El árbol de Júpiter

El árbol de Júpiter

Luisa R. Chacón

09/02/2018

CAPÍTULO 1

Aquella noche en que volvimos a saltar la valla de nuestro antiguo colegio, el árbol de Júpiter seguía allí. Fue un acto de nostalgia que se nos fue un poco de las manos. La quedada había sido, como siempre, para un «verlavidapasar« y aquel patio abandonado y convertido en una esquina de las nuevas cocheras municipales, era un lugar tan bueno como cualquier otro. Pero una vez allí, entre la melancolía por la niñez perdida y las botellas de cerveza que iban cayendo una a una a un ritmo importante, a alguien se le ocurrió preguntar en voz alta qué sería de nuestros nombres grabados. No hizo falta más. Todos a la vez recordamos lo fácil que había sido en el pasado romper los cristales de las clases de primero, rasgar la tela metálica de las contraventanas y entrar. Mirar atrás y ponernos a la tarea fue todo uno.

Habían pasado tres años desde que cerraran el centro y parecía como si un ejército sin piedad hubiera entrado a saco llevándose por delante todo lo encontrado. Todavía quedaba alguna silla en pie pero la mayoría se encontraba completamente rota y astillada; las mesas formaban una especie de montaña parda al final del pasillo y las que no habían tenido la suerte de formar tan espectacular escultura, habían sido esquiladas por los bordes y se desperdigaban junto a los cientos de papeles esparcidos por el suelo. Los cables de la luz desenganchados de la pared y los tubos fosforescentes arrancados de cuajo dejaban una especie de sendero a todo lo largo del edificio. No había nada reconocible. Ni siquiera ratas. Se ve que todas habían abandonado el barco después de que la actividad humana hubiera dejado de arrojar nada comestible.

Y así, contemplando la desolación, de pronto, nos dio la risa.

La risa, cuando estás de juerga, es algo un tanto impredecible. Puede ser el inicio de una retirada a tiempo o el desencadenante de una gran hazaña. Nuestras carcajadas habían ido evolucionando a lo largo del tiempo. Aquellas que nos daban cuando todavía nuestra voz sonaba como un pito clueco eran siempre el preludio de una especie de catarsis colectiva cuyo objetivo podía ser un compañero gordito y con gafas, un profesor pillado por sorpresa o incluso nada. Sólo reír por reír. Cuando la voz comenzó a teñirse de tonos graves y las caras de espinillas, el rictus se convirtió en una consecuencia lógica de nuestro pensamiento, ya embarcado en la lucha diaria por un lugar en el mundo. Esta contracción de nuestra boca era más profunda e iba acompañada normalmente por gestos y miradas que, ahora lo sé, debían hacer temblar a más de uno. Y encima se ríe, se escuchaba siempre. Y tú no entendías el porqué de esa especie de dicotomía. Mejor era reírse que ponerse serio. Por lo menos respirabas.

Cuando la risa nos abandonó por completo, tuvimos que buscarla. Y estaba detrás de lo que nos ponía y aquello que nos ponía nos llevaba a ella pero también nos impedía respirar. Así que, aquella tarde, habíamos vuelto a encontrarla pero no era la primera ni la segunda. No respirábamos y cuando no se respira, no se piensa y cuando no se piensa, pasa lo que pasa.

Alguien la recordó de pronto como si hubiera estando volando sobre nosotros desde que habíamos roto la cerca de metal. Casi todos habíamos olvidado su nombre pero no su mote. Alguno, entre ellos yo, incluimos en el recordatorio, sus ojos y sus manos. Y de pronto todos miramos a la vez hacia el pequeño patio que partía en dos el edificio. Y allí estaba. El árbol de Júpiter. Casi seco.

En cuanto lo vi, recordé a Génesis, Génesis Joanna Ponce, y a la vez pensé que la primavera no volvería nunca porque el árbol se había casi podrido En ese instante me entró la obsesiva idea de que, si no podía ya florecer, tenía que ser la señal de que a Genésis le había pasado algo o de que nunca volvería a verla por otras razones. Debí hablar en voz alta porque Ángel comenzó a tararear algo como una marcha fúnebre a ritmo de reguetón y volvimos a modular nuestros labios con la primera risa. Fue entonces cuando se nos ocurrió.

No es que fuésemos muy espabilados, todo hay que decirlo. El que más y el que menos se dedicaba a trabajos esporádicos y mal pagados de los que nos solían echar a los tres meses, en cuanto los jefes se daban cuenta de nuestra nula vocación de esfuerzo. Sólo Ángel había llegado a tener uno que le duraba ya un año y eso era porque el dueño del taller era su tío y aunque había tenido algún problema, las cosas se solucionaban en familia, eso sí con un sueldo de pena. Los demás andábamos al cuarto de hora, pasando el tiempo entre las sábanas de nuestra habitación de la que no solíamos salir antes de las doce y media y el sofá del salón en el que nos deleitábamos con los programas matutinos de cotilleos y consejos médicos o bien con telenovelas en las que los protagonistas vivían demasiado intensamente para nuestro gusto, bordeando esa línea que los profesores habían vaticinado que cruzaríamos pero que mis amigos no se habían atrevido a traspasar. Carne de cañón. Fastidiaba que te dijeran eso. Pero lo hacían y a nosotros nos daba la primera risa de nuestra llegada al centro y más tarde, en los años siguientes, la segunda. Como si nada. El único que había cumplido sus expectativas, aunque hubiera sido por motivos un tanto diferentes a los que ellos pronosticaban, había sido yo. Los otros seguían simplemente coqueteando con el riesgo de llegar a hacerlo aunque cada día que vivían estaban más lejos de lograrlo. Eran demasiado vagos y hasta eso requería una especie de esfuerzo.

Pero, espabilados o no, la cosa se nos presentó tan sumamente fácil que no tuvimos que discurrir mucho. Si el árbol se había secado y con él, nuestra infancia, lo mejor era cubrirlo todo con un «tupido velo», en palabras de Manu que iba ya por la cuarta litrona. Claro que el hecho de que todos acordaramos el hecho no quiso decir que tardáramos menos en ejecutarlo. Estaba lo de la infraestructura, cosa que, aunque poco compleja, había que buscar quizás fuera del centro y nadie estaba dispuesto a dejar en mano de los demás una birra. Entre los ve tú o yo ni hablar, se nos pasó una hora en la que nos dedicamos a intentar leer lo poco salvable de los papeles del suelo y a deambular por las clases por si alguna de las letras grabadas en las paredes se había salvado. Ángel encontró algo que se parecía a una declaración de intenciones de aquellas que solíamos hacer después de una entrega de notas sonada, pero no nos pusimos de acuerdo en el destinatario de la misma y a punto estuvimos de terminar como siempre: a empujones. Salvi logró calmar la situación cuando en plena lucidez de borrachera, se ofreció voluntario para salir a comprar el combustible.

Para entonces, yo ya había olvidado cuál era la razón por la que estábamos allí y me sonaban algo lejanas las bravuconadas de mis amigos. Con esto no quiero decir que yo no participara de los preparativos o que yo fuera inocente. Simplemente mi cabeza se había desligado de lo que me rodeaba y estaba muy ocupada en decidir cuál sería el mejor momento para volver a mi casa. Por un lado, si la llegada era antes de las diez, con un poco de suerte, mi padre no habría regresado todavía y Sandra estaría preparando la cena, con lo que la bronca se pospondría hasta el día siguiente y yo podría dormir toda la noche del tirón si es que era rápido en acostarme. Claro que podría darse la maldita casualidad de que nos encontráramos mi progenitor y yo en la escalera, sin tiempo para traspasar la puerta, con lo que mis posibilidades de dormir en blando esa noche serían casi nulas, Y eso si lograba entrar. La otra decisión, llegar de madrugada, era arriesgarme a encontrar la llave echada o a mi familia en pleno jolgorio de sobremesa, eufóricos hasta la médula, con lo que el recibimiento se podría bifurcar en un qué hace aquí éste o un abrazo de melancolía. No quería ninguna de las dos cosas. Las dos las había probado y cada una de ellas tenía sus desventajas: la una por violenta y la otra por falsa.

Siempre me quedaba la opción de toda la vida: Salvi con su casa llena de gente y con una madre que no preguntaba, un Salvi que había vuelto de su excursión con una lata de cinco litros más la tercera risa colgada en sus labios finos de las grandes ocasiones. Con cinco litros no hay bastante, se oyó tartamudear a Manu, que para entonces también había dejado de interesarse por la aventura y sólo quería comerse la tortilla de patatas que le esperaba en su casa. Claro que hay bastante, creí escuchar entre el martilleo de mis pensamientos que todavía andaban buscando una alternativa al sofá de Salvi. Y ya no hubo más porque la imagen de las llamas había llegado a mis ojos y comencé a correr. Una mano me detuvo de pronto y oí los gritos de Ángel entre el aturdimiento: hay alguien, hay alguien. Nos amontonamos en la entrada del patio interior y allí, todos a la vez, vimos el cuerpo, junto al árbol medio muerto. Ninguno de nosotros intentó acercarse a él cuando descubrimos que en lugar de rostro, tenía un hueco.

Todos supimos en ese instante que la juerga había terminado.

Capítulo Segundo

En realidad ni Aurora ni el árbol de Júpiter llegaron a gustarme nunca. Es más, la primera vez que se me pusieron delante fue un verdadero desastre. Ella me pareció una persona con la que nunca iba a llevarme bien y el arbusto en cuestión un engorro que no me permitía observar la ventana de la clase de Génesis. Tal vez la culpa de las dos cosas fuera mía, sobre todo la segunda que se hubiera solucionado con un simple cambio de sitio en el aula.

En cuanto a Aurora, comprendo que llegar el primer día de clase con la pinta que llevaba y las ganas de armar bronca no era lo que se dice una buena presentación. Pero ella podría haber sonreído un momento y no quedarse mirándome fijamente a los ojos, sin decir palabra, esperando no sé qué. Nunca hasta ese día había sentido temor en el colegio. Más bien me reía de todos los maestros que habían intentado sacar algún provecho de mí. Al final, se cansaban y me dejaban como un mueble roto al final de la clase, sin cuaderno ni lápices, mirando a través de la ventana o levantándome, cuando ya no aguantaba más, a liar un poco de gresca. Eso desde el tercer año en el que acudí. Antes me había conformado con la plastilina.

Pero ella me miró tan fijamente que estuve a un paso de levantarle la mano. Se dio cuenta y reculó, señalándome la puerta y poniéndome en evidencia delante de todos los niñatos de primero. Creo que nunca se lo perdoné. Por eso digo que nunca me gustó demasiado. Aquel primer curso no me daba clase, así que nuestra relación se limitaba a mis visitas al despacho, pocas al principio e infinitas en el tercer trimestre. Una vez intentó que le hablara de mi familia pero fue en vano. La historia que me inventé era la que ella quería oír pero creo que se dio cuenta y observó al techo durante unos minutos.

(……..)

Yo presumía en aquel tiempo de ser un chaval duro y todos lo sabían. No hacía falta decir nada; bastaba un gesto mío para que los corrillos se apartaran cuando me paseaba por los pasillos o por el patio. Ángel y Salvi no habían llegado aún a ese estatus y se maravillaban de que, sin haber hecho nunca algo digno de contar, los demás me tuvieran miedo. Eso debe ser porque estás cuadrado, tío, me decían. Y yo alardeaba de unos músculos que se debían a las horas más amargas de mi infancia. El mejor gimnasio del mundo. Tío, estás cuadrado, y se pegaban a mí orgullosos de ser mis amigos. Así que bastaba una mirada, un roce con la mano en el hombro, un amago de insulto, para que hicieran todo lo que yo no me molestaba en hacer.

Una tarde le pregunté a Génesis si le ponían mis músculos y ella se volvió hacia mí, deslizándose sobre la sábana, sudorosa, sus pezones rosados sobre mi brazo, aguantando el calor de junio. Me contestó que no, que preferiría que fuera como un junco al lado del río Quindío. Un junco, le dije, te voy a dar yo a ti junco y volvimos a retozar un rato en aquella siesta interminable. No hablamos más de ello pero pensé por un segundo que no le gustaba que fuese tan corpulento y que quizás esa sería la razón por la que ella no iba a quedarse conmigo para siempre. Porque yo no era un junco del río Quindío. Aunque ese río, lo supe luego, cuando andaba ya en mi búsqueda con Malva, no alimentara juncos sino palma de cera.

Pero en aquellos años, mi apariencia fue abriendo el hueco que yo necesitaba para sobrevivir. Tenía que estar allí, vale, pero sólo físicamente, sin más ataduras ni tonterías. Alguna vez, alguien se ponía tonto y casi llegaba a retarme. Entonces Ángel, Salvi, y más tarde Manu o el Chino, ponían las cosas en su sitio. Bastaba con la amenaza. Nunca hubo una bronca pero todos intuían que podía haberla en cualquier momento. El murmullo se apoderaba de los pasillos e iba sonando de aula en aula, de pupitre en pupitre, de asiento en asiento. A la salida te espero. Algunas veces – las menos – ese radiomacuto llegaba a algún oído adulto y entonces notabas como el profesor o profesora de turno te miraba más fijamente que otras veces mientras tú seguías haciendo tus bolas de papel. Te miraban y no se atrevían a preguntarte. Había que aguantar un rato.

(….)

Capítulo Sexto

Génesis intentó peinarse ante el cristal de uno de los cafés que la llevaban a la plaza Bolívar pero su reflejo le devolvió un ella tan opaco que no hubo forma de encontrase la raya. Sorteó una bicicleta y miró hacia Monserrate solo lo justo para hacerse con una bocanada de aire que le llenara los pulmones. Sonrió un poco sin dejar de buscarse ante el escaparate grafitado con la imponente figura de Juan Valdés. El destello de unos faros iluminó la sombra de su contorno ante un muro gris que ocultaba una acera imposible de adivinar, sin el juego de encontrar unos ojos que se clavaran en sus pupilas. Sin futuro de miradas. Y entonces recordó, con una intensidad con la que no lo había hecho desde los últimos dos años de su regreso, que él siempre la había observado a través de las ventanas que se abrían al patio, con el árbol de Júpiter en medio, ese maldito arbusto que les impedía gozar de la caricia de sentirse o tentarse en la distancia. Al igual que ahora negaba la carrera 7, abierta en canal por el carril de un Transmilenio inexistente.

Qué curioso, se dijo. Desde que había llegado a Bogotá desde Salento meses atrás solo había pensado en él un par de veces. La primera fue un día yendo a buscar trabajo, cuando se cruzó con un chico que llevaba la misma camiseta de tirantes con la que lo conoció, con el número seis bordado en amarillo sobre una tabla de surf. La segunda, aquella tarde en que una lluvia fina que no calaba la llevó cerca de Chapinero. Sin saber, porque ella siempre lo ignoraba todo cuando salía de la cama frente a su zapatilla izquierda y echaba a andar.

Entró solo por preguntar. Todavía desconociendo que se iba a quedar. Pero nadie puede resistirse al aroma de un buen expresso y menos si quien te lo va a servir parece un junco del río Quindío.

El junco, al que Génesis primero llamó de don y más tarde simplemente Cristiano para al final terminar por no nombrarlo, la observó levemente mientras la invitaba a sentarse en el único hueco que quedaba en una pequeña barra frente a estanterías colmadas de libros. Le llevó el café y la dejó allí. Ni un buenos días le dio. Ya no hacía falta.

Cuando el mostrador quedó despejado, Génesis ya había descubierto dos cosas: el rico olor a empanada de carne y que aquel cafecito iba a abrirle una puerta al futuro, aunque fuera una puerta envenenada.

– Disculpe, señor, el cartel de ahí afuera…

– Dígame, ¿quiere postularse para el puesto?


SIPNOSIS

Un grupo de amigos entra una noche en su antiguo colegio, ya clausurado. La juega termina cuando el edificio arde y encuentran un cadáver bajo un árbol de Júpiter. Todos son culpados por el incidente pero solo uno de ellos, el narrador, carga con las consecuencias. El cuerpo resulta ser el de la antigua directora de la escuela. La investigación concluye en suicidio. Cuando sale de la cárcel, el protagonista se obsesiona con la investigación de la solitaria muerte de la directora mientras intenta rehacer su vida. En este camino que emprende intima con una chica que le recuerda a su antigua novia colombiana de la que no se pudo despedir cuando ella dejó España para volver a Colombia.

Un crimen, una extraña investigación, una víctima que esconde un secreto: seres predestinados a ver la vida pasar sin posibilidad de sentirla. Dos continentes inmersos en profundos cambios, unidos por un amor que nació a través de un árbol.

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