Sinopsis
Diario de un viaje hacia la levedad del sentir
Paulina, recién enviudada, busca un sentido a su vida y también se pregunta el porqué ha tenido tanto empeño en hacer un documental sobre las mujeres en lugares de conflicto. Emprende un viaje interior en el que ayudada por las terapias alternativas a las que recurre, encuentra las respuestas.
I ¡Hop!
Era la última noche de nuestra vida juntos.
Víctor vomitaba sangre en el lavabo de la habitación del hospital.
Reclinó su bonita cara en el antebrazo y respiró hondo. Parecía reflexionar sobre lo que estaba sucediendo. Salió lentamente del lavabo con paso leve, se sentó en la cama, suspiró, y se metió dentro, autocontrolado.
Me dedicó una sonrisa de tranquilidad.
—Estoy bien —me dijo con convicción, pero con poco aliento.
Intentaba mantener el tipo. Estaba intentando quedar bien conmigo; como siempre.
Toda su vida llegando al límite.
Le recordaba en pleno viaje de LSD cerca de Madrid, en un parque de enormes piedras milenarias, saltando de una piedra a otra, desafiando los huecos, como volando.Intentaba demostrarnos a mi y a Miguel, un amigo, los dos más jóvenes, que podía saltar con la elegancia de un atleta. Ambos nos habíamos quedado mudos del asombro, quizá porque íbamos colocados.
—¡Hostia! ¡Está volando!— exclamó Miguel.
Es como un semidios. Hermes tenía que ser así, se me ocurrió pensar.
Toda la vida de Víctor había sido como una pirueta, una pirueta continua.
Se ponía al borde del precipicio, el que fuera, y con peligro de muerte, a poder ser. Entonces, miraba hacia atrás, contaba un chiste, daba una vuelta de campana y caía de pie con elegancia. ¡Hop!
Litros de alcohol ¡Hop! Hachís, cocaína, heroína ¡Hop! ¡Hop¡ ¡Hop! “Aquí no pasa nada yo controlo.” ¡Hop!
“Las mujeres estáis en el mundo para sobrevivir. Nosotros, los hombres, para experimentar”. ¡Hop! ¡Hop! ¡Hop!
Años de cuidarle, de atarle corto, pero en vano. Siempre volvía a las andadas, a volar, Otra vez a probar, a probarse. ¡Hop!
Nadie entendía cómo le había aguantado tanto. Y cómo lo iban a entender, si yo tampoco lo entendía.
No sabía porqué le había cuidado tanto; casi como a un hijo.
Tal vez me había creído eso de que los hombres experimentan porque son el cielo y las mujeres cuidan porque son la tierra, uno reflejo del otro y en continuo mirarse y medirse.
O quizá me había enganchado a ser la espectadora de ese salto mortal continuado, tan bello, tan hermoso, tan límite.
Hasta que llegó el día en que decidí que ya tenía suficiente, que le daba las riendas y que allá él.
Víctor quiso saber si realmente no iba a cuidarle más y me hizo la última prueba. Me dijo: que tenía que arreglar un cable eléctrico y me pidió que le sostuviera la escalera de mano. Él subió y una vez arriba se echó hacia atrás tal cual largo era. Me puso automáticamente detrás de él y le paré la caída con suavidad, acogiéndole en mis brazos.
“Se hubiera podido romper la crisma. ¡Díos!”
Después de la bronca que le eché, Víctor accedió a dejar esos juegos extremos, pero antes quiso dejarme claro que lo hacía por amor.
—Puedo salir de este juego, si crees que es siniestro.
—Sí, lo creo.
—Júrame que no me dejarás nunca.
—Lo juro.
Y él cumplió con su palabra y paró.
Víctor decidió vivir “como un neurótico”. Y se fue adaptando a unos horarios, a un trabajo, a una rutina, a una vida normal. Cumplía, cumplió durante unos años. Fue un marido casi perfecto, pero se aburría.
Yo lo notaba. Sabía que el alma de Víctor seguía deseando saltarse las normas del mundo físico; quería transmutarse, salir volando. Yo ya no sabía qué decirle, ni qué hacerle.
Me había dado cuenta de que no es que Víctor no amara la vida, o no supiera cuidarse. Amaba la vida profundamente en toda su luminosidad y también amaba a su cuerpo, lo amaba tanto que lo estrujaba, lo dilataba, lo contraía, disfrutando de la sensación de cada célula. Conociéndolo, se embebía literalmente con él.
La sabiduría del atleta, del deportista… pero su sufrimiento era otra cosa.
Él entendía la vida como la plataforma desde la cuál salir volando hacia el universo. Para mi, él era todo mi universo. Hasta que un día cerré la ventana desde la que contemplaba el torbellino de energía salvaje y caótica de mi marido y abrí otra sólo para mi: un mundo lleno de calma, de prados verdes y tranquilos. Y algo pasó.
Víctor se volvió pesado, denso.
Era la enfermedad.
Le acaricié ese mechón de pelo que siempre le caía hacia la frente en un gesto rebelde e indomable. Le quería, le amaba.
Él respiraba tenuemente, empalideciendo, adelgazándose. Yéndose.
Nunca me había ayudado en los momentos difíciles, cuando necesitaba ayuda o creía que necesitaba ayuda. Entonces Víctor me decía:
—¡Venga, chica, no seas cobarde! Levanta, que tu solita puedes. —y desaparecía completamente del mapa.
Y como si me hubieran dado un calambrazo, me levantaba, dejaba de quejarme y solucionaba el problema yo sola.
Siempre había sido así, y cuando se lo echaba en cara a Víctor, él me miraba con una enorme expresión de lástima en el rostro.
—Miedosa, quejica. Estás actuando como una esclava. Sólo los nobles son valientes.
Y se iba y me dejaba con todo el problema, todo el “marrón” para mi sola, una y otra vez. Una y otra vez se escapaba escurridizo, nadando hacia el otro lado de la pecera. Era Piscis, sería eso.
Víctor abrió los ojos en estado de alerta, se incorporó rápido en la cama pero no tuvo tiempo de avisar. La sangre le volvió a salir por la boca, a chorro, manchándolo todo: la colcha, la sábana, el pijama, el cojín, el colchón; el suelo. La sangre marcaba territorio, ganaba.
Salí al pasillo gritando, pidiendo ayuda. Y entraron las enfermeras. Vi entrar a dos enfermeras rubias, de una altura parecida y de una edad parecida, iguales, como si en lugar de dos fuesen una. Resueltas, silenciosas y eficaces, incorporaron al moribundo con suavidad y le ayudaron a vomitar en una palangana. Cuando acabó, le cambiaron las sábanas, la colcha, el colchón, el cojín y el pijama, le reclinaron y luego salieron con sigilo.
Le cogí de la mano, inspirando hondo y exhalando despacio. En cada espiración me decía en un murmullo:
“Te quiero, te quiero”. Una y otra vez, una y otra vez, despacio y bajito.
Aprovechaba el momento de la expiración para enviarle mi aliento, con el peregrino deseo de que me aire le diera vida, le atrapara.
—No te vayas, no te vayas.
Víctor con una débil sonrisa, como divertido y sorprendido a la vez, parecía no oírme, concentrado en comprobar que todavía se movía. Se liberaba de mi mano y luego la volvía a coger en un gesto nervioso. A mi aquella gesticulación me parecía que podía indicar tanto un: “déjame ir”, como un “no te preocupes, que ahora me levanto y nos vamos de aquí”.
Así llevaba los últimos días, como partido en dos. Como si fuese dos personas a la vez, dos voces. Una, cada vez más débil, decía que pronto se pondría bien. La otra voz, cada vez más segura y con un eco extraño, decía que ya había llegado el momento, que ya estaba listo para irse.
Yo estaba aterrorizada. Parecía que sólo yo me daba cuenta de ese desdoblamiento, los amigos que habían ido a verle al hospital le alababan el ánimo que tenía de ponerse bien. Le decían que parecía haber mejorado, que cómo luchaba…Pero por más que lo intentaba, yo era incapaz de ver ninguna lucha. Sólo veía un agujero negro como el principio de un túnel abrirse tras él con la intención de engullirlo.
Su piel parecía cada vez más gris, más oscura, más cerca de ese tejido extraño que percibía. Sólo las enfermeras y los médicos parecían ver lo que yo veía. No hacían ningún comentario, sólo lanzaban miradas llenas de angustia e inquietud.
Víctor parecía descansar después del vómito.
Había estado entrando y saliendo del hospital los últimos dos meses y cada vez había ido a peor. Había visto cómo vomitaba una masa viscosa y lila; había visto como el hígado le había, literalmente, salido por la boca.
En el último ingreso le habían dicho que le inducirían al coma para que no sufriera más. Las muertes por cirrosis son muy duras. Pero la misma doctora que me había asegurado que era el momento de llevarle el gotero, luego no lo hacía y cuando lo visitaba decía: “en otro momento, ahora no es posible. ¡Está tan consciente!”
Daba miedo verle afrontar la muerte sin ningún miedo.
La última vez que lo ingresaron, bajé conduciendo a toda pastilla por la calle Muntaner. El llevaba el pañuelo en la cara, chorreando sangre.
“!Qué bien conduces tía!¡Qué divertido es esto de morirse!” me decía, mientras los enfermeros de guardia le echaban en una camilla y le subían por el ascensor a la planta de urgencias. A mi me temblaban las rodillas, me temblaba todo el cuerpo.
Víctor perdía la fuerza. Se iba y él lo notaba. Los músculos se dejaban caer con una pesadez imposible ya de levantar y esa consciencia le inquietaba. Se iba, se iba. Volvió a abrir los ojos, disfrutando con la conciencia de que todavía podía efectuar ese movimiento. Me pidió que le incorporara. Su serenidad era total, como si sólo tuviera una gripe. De pronto, como una ola irrefrenable, otra vez la cara de pasmo, otra vez el vómito de sangre.
Llamé al timbre y salí de la habitación al pasillo,pidiendo ayuda otra vez; Gritando, otra vez. Después volví a entrar, nerviosa, sin saber muy bien qué hacer. Le cogí de la mano, murmurando:
—No pasa nada, no pasa nada.
No sabía qué hora era, ni cuánto tiempo llevaba así. Entonces vi entrar a una de las enfermeras con el gotero… Con el gotero… Con la bomba de morfina… ¡Había llegado el momento!
“Es mejor el coma inducido que morir reventado por dentro”, me había justificado la doctora, como para prepararme para el momento de la muerte inducida. Pero no hay preparación que valga en un momento así. Yo me quedé paralizada.
Eran tres personas: un enfermero y dos enfermeras. No parecían las mismas enfermeras de antes. Había una rubia, sí, pero la otra era morena. El enfermero también era moreno; cerca de los cuarenta, quizás. Todos tenían el mismo gesto, la misma expresión de preocupación; los mismos gestos de eficacia que las enfermeras de antes.
—Venimos a… —dijo con voz entrecortada la enfermera morena.Mirándome con compasión, señaló con un gesto el gotero.
—Necesitamos que nos dé autorización.
Miré a marido y me di cuenta que era totalmente consciente de lo que iba a ocurrir: sus ojos le habían salido de sus órbitas, igual que los dibujan en los cómics, propulsándoles fuera de sus cuencas con todo el miedo.
Sus ojos aterrorizados miraban a los tres enfermeros facilitadores de su muerte que, como Cancerberos, le estaban abriendo la puerta de su salida.
Tenía miedo, por primera vez en su vida. ¡Tenía miedo!
Yo grité, angustiada:
—¡No tengas miedo, por favor, no tengas miedo. Yo también me moriré pronto! —se me ocurrió decir para consolarle.
La enfermera esperaba, impertérrita. Yo no sabía qué decir. No quería que hubiera llegado el momento, que ese fuese el momento. No quería. Sólo dije que yo no podía decidir nada, que era mi marido quién tenía que decirlo. Por primera vez en mi vida, le pasaba el problema a él, a él solito.
Víctor hizo un débil gesto de asentimiento con la cabeza, dirigido a las enfermeras. A mi me pareció una decisión inapelable. Le enchufaron el gotero.
Los facultativos se fueron y nos dejaron solos.
En apariencia, Víctor se calmaba. Sonrió como con una cierta sorna.
—Me parece que me duele…
—¿Quieres que suba la frecuencia?
—Sí —respondió.
Abrí algo más la clavija del gotero para que la morfina bajara más rápido, sin ser consciente de lo que hacía.
Sólo quería evitarle dolor.
Volví a su lado y a cogerle de la mano.
—Esto qué siento… ¿qué es? —preguntó Víctor a la vez que él mismo contestaba.
—¡Ah, las venas que se me revientan en el estómago! —dijo y sonrió.
Cerró los ojos. Noté como el dedo índice de mi marido me acariciaba su mano, en un último cariño.
Luego hizo un gesto como pidiendo que le dejara, cerró los ojos y entró en coma.
Las doce horas siguientes las pasé como flotando en mi mente, en algún lugar espacioso que parecía expandirse hasta lo infinito y que de pronto se encogía y se paraba. Ahí yo quedaba como suspendida en una habitación amarilla sin paredes y sin ventanas.
Me había echado en el sofá de la habitación del hospital despues de subir de la cafetería El Fornet de la esquina. No recordaba cuanto tiempo llevaba ahí. La respiración comatosa de mi marido se me hacía insufrible. Me tapaba las orejas para no oírle. No podía. No podía soportarlo. Creía que Víctor seguía sufriendo. Abrí más el gotero, pero el ronquido empeoró. Me tapé los oídos con una almohada, y cuando estaba a punto de gritar, me pareció oír dentro de mi cabeza la voz de él que me decía que me fuese a casa a descansar. Así lo hice, como una autómata. Salí de la habitación colgada del brazo de mi hijo. Sólo entonces caí en la cuenta de que mi hijo estaba ahí. No recordaba cuando había llegado. Me apoyé en él. Di las buenas noches a las enfermeras de guardia, sonriendo, como si estuviera bebida. Sentía un cansancio como de noche de juerga.
Cuando llegué a mi casa, me eché en la cama y cerré los ojos. Soñé que Víctor estaba a mi lado en la cama del hospital. Ante él se había abierto una espiral amarilla. Él se iba adentrando sin bajar de su cama, con expresión seria y consciente.
Me desperté. La casa estaba tranquila y el sol entraba por la ventana del cálido y acogedor salón.
Me di cuenta que ya estaba vestida. Quizás había dormido así, no lo sabía. Vi como el sol amanecía en las hojas de los árboles.
Consulté la hora en mi reloj de pulsera: ya eran las 10. Tenía que volver al hospital. Me despedí de mi hijo, cogí un taxi.
Una vez en el hospital subí a la planta donde Víctor seguía en coma.
“¡Ahora!”. Oí claramente la voz de Víctor en mi mente. Abrí la puerta de la habitación y me pareció ver a mi marido sonreír y emitir un leve ronquido. Luego se quedó quieto.
Me senté en el sofá y me quedé quieta también.
“¿Qué estaba pasando?”
Una enfermera entró y llamó rápidamente a otra. Me pareció que eran las mismas de la noche anterior, las dos rubias como gemelas. Estas no le dijeron nada, sólo subieron la sábana hasta la barbilla y arroparon al muerto. Entendí que mi marido había muerto. También entendí que hubiera muertos que no supieran que habían muerto. Porque si en ese momento de silencio en que el ronquido había desaparecido, en el que todo había vuelto a la normalidad -“todo” era tan normal- ¿cómo se iba a dar cuenta un muerto que había muerto? El cadáver estaba tranquilo, sereno, como siempre; como si no fuese un muerto.
Me escuché llorar, a lo lejos. Fue como un espasmo. Luego me tranquilicé. Estaba bien. Me sentía bien.
De pronto una sensación extraña me oprimió todo el lado izquierdo de mi cuerpo.
Me pregunté qué podía ser.
Levanté la vista. Me pareció ver como una nube amarilla, rara. No era ni muy densa ni muy ligera… Era extraña, de un tejido desconocido, que nunca antes había visto ni tocado. Y en esa nube amarilla estaba él, Víctor, mi marido, mi enfermo, mi semidios, mi atleta, mi Peter Pan, mi otro yo, mi otro tú… suspendido en el espacio. La cabeza en un sitio, las manos en otro, las piernas flotando a su aire… ¡Su última pirueta!
Una sonrisa que podría haber ido de lado a lado, si hubiera habido lados, se mantuvo un momento, aparecida de pronto, colgada en el vacío.
“Qué sonrisa tan plácida, de una paz infinita…y qué poco sexy”, pensé. Enseguida me arrepentí de haber pensado eso, porque la sonrisa y la luz amarilla se desvanecieron.
¡Hop!
Mi marido, descuartizado como Coyolxauhquil, la diosa lunar azteca, había desaparecido para siempre.
Miré el cadáver, pero sentí que ese cuerpo ya no tenía relación conmigo, había dejado de tener sentido.
Salí de la habitación y me apoyé en la pared del pasillo de la planta del Servicio de Enfermedades Hepáticas. Me pregunté si lo que acababa de ver y de sentir había sido el alma de mi marido mientras se iba a otro mundo; o tal vez era otra cosa. Se me ocurrió pensar que quizá lo que había notado no había salido del cuerpo de Víctor sino del mío. Quizá lo que había salido era todo lo que de Víctor llevaba dentro.
Luego, sentí un gran dolor en el pecho y en la barriga. Un dolor tan grande que caí al suelo hecha un ovillo. Era como si me hubieran partido por la mitad; como si me hubieran operado, arrancado las vísceras, abierta por dentro en canal.
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