CAPÍTULO 1

Me ahogaba, una fuerte corriente de agua me dirigía a su antojo como si mi cuerpo fuera un juguete desarticulado y sin autonomía. Al no contar con la oportunidad de agarrarme a ningún lado, no tenía otra alternativa que dejarme llevar. No sabía dónde estaba, ni hacia qué lugar tenía que dirigirme para poder escapar de aquella situación; no veía nada, el agua se encontraba bastante turbia, y apenas llegaba a entreabrir mis ojos debido a la presión que ejercía la corriente en mi cara.

Notaba como mi garganta se cerraba, realizaba fuertes compresiones que me dañaban y no me dejaban pensar, tenía que salir de allí como fuera.

Intenté abrir y cerrar los brazos para crear propulsión en el agua y así poder liberarme de aquel medio de transporte invisible que, según el fuerte dolor que sentía en mis oídos provocado por la presión, me estaba adentrando hacia las profundidades.

No lo conseguía, pero para frustrarme más en mi propósito, el cansancio hizo que mi ritmo cardíaco se acelerara, creándome impulsos provocados por la falta de oxígeno en mis pulmones.

Iba a morir, no quería perder la esperanza, pero todo se encontraba en mi contra. Seguramente, si tuviera la oportunidad de verme en un espejo, mi rostro se reflejaría de un color rojo, o tal vez morado, con los ojos ensangrentados y los labios inflados.

Me encontraba en una especie de sueño, o más bien una pesadilla de la que era imposible escaparse. Notaba como mi mente se iba hacia otro lado, recordándome el pasado, y mi cuerpo dejaba de estar rodeado de agua. Me llegó entonces una imagen de mi yo anterior, aquel con el que no me sentía en seguridad, con el que no me identificaba en absoluto y tampoco me enorgullecía, aquel con el que cada paso que daba hacia el mundo exterior suponía una carga a mis espaldas, que me hacía daño y me maltrataba; y contemplé al mismo tiempo otra imagen de mi yo más reciente, ése que realmente sabe quién soy, que me cuida y me deja ser y actuar a mi manera, sin remordimientos. Pero poco a poco dejé de pensar, aquellas imágenes se desvanecían como si mi cabeza estuviera apagando todas las luces de mi pasado, una por una y se hubiera quedado a oscuras.

No había nada en aquella oscuridad, tan solo eso, un negro absoluto que no me permitía ver más allá que un color y apagaba mi espíritu a medida que pasaban los segundos.

Abrí los ojos por última vez, no para ver, ni para intentar escapar, sino para decir adiós.

Justo en ese momento, como si fuera algo programado para no hacerme sufrir, un gran bulto imposible de identificar se acercaba hacia mí a gran velocidad, arrastrado igualmente por la corriente, me golpeó, y yo, cerré los ojos.


Adrián removía el café haciendo vagos vaivenes con la muñeca. Jugaba con la espuma que se acumulaba en la parte superior de la taza mientras miraba expectante el vapor que desprendía la misma al remover la superficie. Las ondas creadas por el contraste entre calor y frío le llevaban a ese vacío mental que necesitaba, se entretenía viéndolas bailar creando ondulaciones sinuosas; aún así, se le veía preocupado, cabizbajo, sin hacer caso a su alrededor.

–Si sigues así vas a acabar mareando el café –apuntó Juan, que estaba sentado justo en frente de él, mirando de vez en cuanto de un lado hacia otro, intentando encontrar algo que le entretuviera.

Ambos llevaban horas en la cantina del hospital, que se había convertido casi en un segundo hogar para ellos desde hacía varias semanas, sobre todo en el caso de Adrián.

No había casi nadie en ese momento, en total cuatro mesas estaban ocupadas contando la suya: una en la que varias enfermeras tomaban el café mientras charlaban alborotadamente; otra en la que una madre esperaba mientras su niño tomaba la merienda; y la última ocupada por un hombre corpulento y barrigudo y su periódico.

La sala de aquella cantina era espaciosa, con capacidad, quizás, para unas cincuenta o sesenta personas. Presentaba un bufé en el que la gente se podía servir, y una mujer que daba la impresión de estar siempre enojada se encargaba de cobrar el total de lo que llevabas a las mesas. Una de las paredes era completamente acristalada, con vistas a un jardín exterior muy bien cuidado, ofreciendo así una especie de falsa libertad para aquellos que debían permanecer allí durante días o incluso semanas.

–Adrián, anímate un poco, los médicos han dicho que se está despertando, seguramente todo vaya a mejor y dentro de poco estará de nuevo con nosotros.

El joven, de 27 años de edad levantó la cabeza, y fue en ese momento en el que su compañero descubrió que Adrián tenía los ojos vidriosos, reteniendo un llanto que, de no haber estado en un lugar frecuentado, habría sido desconsolado.

–Hablaron de eso el jueves, Juan, estamos a domingo y aún sigue con los ojos cerrados. Tengo la impresión de que nunca más podré sentir sus labios.

–Siempre puedes aprovechar cuando los médicos no estén para hacerlo –dijo Juan sin mucho acierto, y recibiendo de inmediato una mirada amenazadora de Adrián de la que el joven se escondió bebiendo un sorbo de su café.

Al pobre Juan siempre le pasaba igual, solía ser divertido y ameno, siempre sonriente en su día a día, pero no era capaz de gestionar aquellos momentos más delicados, en los se necesitaba, quizás, un apoyo más serio y resolutivo.

–Es duro saber que está ahí, que aún no se ha ido y que podría volver, pero, sin embargo, nada, solamente un silencio que me parece eterno. –Su voz estaba entrecortada, las palabras salían de su boca como si estuvieran hechas de papel mojado, a punto de deshacerse y perderse, sobre todo al final de cada frase–. Es verdad, los médicos dijeron que se estaba despertando, que movió un poco la mano, y que podría abrir los ojos de un momento a otro, pero han pasado ya cuatro días desde aquello, y aún no hay nada.

Juan no sabía qué responder, aquella persona que se encontraba en coma también formaba parte de su vida, pero no tanto como de la de Adrián. Formaban una pareja perfecta, bien compenetrados y muy enamorados. Además, Adrián resultó ser un punto muy importante en la relación puesto que siempre estuvo allí para darle ánimos, tanto en la primera etapa de su vida como en la segunda.

Una mujer de pelo abundante, rizado y pelirrojo, de cuerpo delgado y blanca de piel entró en la cantina, compró un café y se sentó entre Adrián y Juan.

–Necesito algo de energía, llevo horas sentada en aquella butaca.

Era mayor que ellos, debía de tener por encima de cuarenta años. También se le notaba agotada, contaba con unas ojeras oscuras y abultadas y al igual que a Adrián, se le veía cabizbaja; aunque ella intentaba disimularlo con su pelo dejándolo caer por la frente, cubriendo así la mitad de su rostro.

Sin lugar a dudas aquella larga visita al hospital estaba afectando a más de una persona. Desde que los médicos dijeron que se estaba despertando y que era cuestión de horas que todo volviera a la normalidad, resultaba más complicado, si cabe, echar una cabezada; cualquier momento podía ser bueno, incluso en mitad de la noche, y ninguno de ellos estaba dispuesto a dejar que se despertara a solas.

–He dejado a su hermana vigilando, si ocurre algo me llamará –les tranquilizó.

Su entusiasmo se veía diferente, comparando el de Adrián y Carmen, la mujer resultaba ser mucho más optimista que el joven. Ninguno de los dos se veía preparado para lo peor, pero Adrián ya no se dejaba convencer por aquellos pronósticos llamados “irrefutables” de los médicos, él necesitaba pruebas visibles, y por el momento no las tenía.

El jueves anterior, cuando las expectativas eran positivas e indicaban que quedaba poco para su despertar, los especialistas entregaron a los padres un informe en el que señalaban que el movimiento en sus neuronas era cada vez más activo y diverso. Ellos afirmaron que se despertaría en algunas horas, que no habría que esperar mucho, y que lo más duro a partir de ese esperado momento sería la rehabilitación. Nos informaron de cómo sería, normalmente, al principio, abriría los ojos, más tarde comenzaría a realizar algunos gestos moviendo los dedos de las manos o haciendo muecas que en su mayoría nos costaría descifrar, y, a partir de ahí, comenzaría un largo proceso para que consiga recuperar el movimiento y la capacidad de respuesta al completo. Sin embargo, ya habían pasado cuatro días desde la noticia, y su cuerpo seguía inmóvil. Adrián ya no creía nada, a pesar de la buena actitud de Carmen al respecto.

El teléfono de Carmen sonó. En ese instante los ojos del joven se abrieron completamente, su corazón se aceleró provocándole incluso un pequeño malestar en el pecho, acababan de hablar de ello, “Quizás había llegado ya el momento?” No podía ser, era mucha coincidencia.

La mujer buscaba acelerada en su bolso, removiendo todo el interior. Para ganar visibilidad, decidió tirar lo que tenía sobre la mesa; sacó un llavero enorme con cerca de diez llaves, cuatro o cinco folletos de propaganda, otro bolso más pequeño donde debía guardar billetes y tarjetas de crédito. Apenas habían transcurrido unos minutos cuando la melodía dejó de sonar a pesar de que el móvil aún no había aparecido y todos pensaron lo mismo: no debía ser algo importante si la otra persona cuelga al escuchar únicamente tres tonos.

–¡Pero qué tonta! Seguro que es Lucía para recordarme que tengo que llevarle un zumo de naranja –apuntó Carmen, sin poder disimular el nerviosismo que le había causado aquel instante.

Cuando se hubo tranquilizado un poco, e intentando aceptar lo que aquella llamada significaba, la mujer se dirigió hacia el bufé para conseguir un zumo mientras seguía buscando su teléfono.

Juan miró a Adrián con una sonrisa que, por primera vez desde hacía varios días, no intentó controlar.

–No digas nada –advirtió Adrián, evitando que sus labios se separaran provocando así una carcajada.

–Sabía que aún te quedaba una mínima esperanza. –Juan tuvo que soportar durante muchos días, casi interminables, una actitud de su amigo que nunca antes había conocido; no le apetecía hacer nada, ni siquiera hablar sobre algo, y siempre estaba triste y deprimido. Él entendía que la situación no ayudaba a mantener aquel ritmo frenético del que siempre disponía, pero pensaba que aquella actitud no era la más idónea para pasar varias semanas de espera en un hospital.

–¡Adrián! –gritó Carmen desde lejos, mientras se acercaba apresurada a la mesa. El grito no resultaba agradable, sobre todo porque venía acompañado de una voz temblorosa. Ya no intentó disimular nada, sus ojos desorbitados y sus labios resecos lo decían todo–. Saca tu móvil, ¡rápido! El mío estaba apagado. ¡No tenía batería!.

No le dio tiempo a meter la mano en el bolsillo cuando el teléfono de Adrián comenzó a sonar.

Era la hija de Carmen.


Abrí los ojos. No sabía dónde estaba, lo veía todo blanco, demasiado iluminado, me dañaba la vista e incluso me costaba diferenciar las cosas; únicamente distinguía bultos negros y claros blancos. Intenté moverme, pero mi cuerpo no respondía, tenía la sensación de que alguien me había atado, pero no sentía ningún cordel o algo por el estilo. No era capaz de descubrir qué ocurría.

Un ardor a medio camino entre rabia e impotencia recorrió mi cuerpo, ni siquiera podía mover la cabeza, “¿Qué está pasando? ¿Qué me han hecho?” Pensé

Poco a poco mi vista fue recuperándose pero, puesto que mi capacidad de movimiento era casi inexistente, el campo de visión con el que contaba no me permitía descubrir mucho más que una lámpara demasiado luminosa y molesta que colgaba del techo, justo frente a mí.

Pude escuchar a alguien en la sala, no estaba vacía. Adiviné que aquella persona estaba sentada a mis pies más o menos, en una butaca o sofá de cuero o un material parecido dado el ruido que producía cada vez que se movía; también pude descubrir que se encontraba leyendo algo, de vez en cuando, una página dejaba paso a otra.

Dudé en hablar, no sabía si corría peligro o no, pero no tenía otra opción, si quería descubrir qué había ocurrido debía comenzar por algo.

En ese momento todo se me vino abajo, ni una palabra, ni un sonido, ni siquiera un gruñido pudo salir de mi boca.

Conseguí algo, pero no lo que esperaba: una lágrima brotó.

Intenté recordar qué me había ocurrido, cómo llegué hasta aquí, pero en mi memoria se impuso un enorme precipicio que no me permitía ver más allá de un escalofriante vacío.

No sé cuánto tiempo pasé en aquella postura, mirando fijamente al techo, evitando aquella maldita lámpara que me deslumbraba con vehemencia, se me hizo interminable, agotador, desesperante.

Milagrosamente me di cuenta de que podía hacer pequeños movimientos con los dedos de las manos. No era mucho, pero si podía llamar la atención de la persona que se encontraba en aquel lugar conmigo ya sería un avance; por el contrario, el resto del brazo seguía paralizado, lo cual dificultaba notablemente la tarea.

Tuve una idea: agarré las sabanas, y las atraje de abajo hacia arriba haciendo pequeños movimientos con los dedos, “en algún momento, mis pies saldrán al descubierto, y, aunque no pueda hacer mucho más, será suficiente para que esa persona se dé cuenta de que algo sucede” Pensé.

Poco a poco, las sábanas que me cubrían iban desplazándose del lado en el que mis dedos las recogían. Tenía la esperanza de que no fueran muy largas ya que, aunque había recuperado algo de movilidad, no contaba aún con mucha fuerza, y notaba cómo mis nudillos se me resistían. Centímetro a centímetro, notaba el roce de las sábanas, era una sensación extraña, difícil de describir, como notar que mi cuerpo no estaba muerto, que, a pesar de no poder moverlo seguía ahí, intacto.

Un grito ensordecedor hizo que dilatara mis pupilas incluso con aquella lámpara aún bien iluminada frente a mí. Provenía de aquella persona que se había encontrado a mis pies todo este rato; al parecer, una chica.

Segundos después un alboroto incontrolado: tres, no, cuatro personas que entraban en la habitación, movimiento de muebles, utensilios, cuchicheos, gritos, llamadas…

Una cabeza me dio sombra, era un médico.

Mis preocupaciones fueron desapareciendo, debía estar en un hospital o algo parecido, no conseguía adivinar qué me habría ocurrido, pero estaban tratándome.

No me encontraba muy bien, necesitaba descansar. Decidí cerrar los ojos y volverme a adentrar en el mundo de los sueños. Luché en un principio por no dormir y saber qué estaban haciendo conmigo, pero finalmente me dejé llevar, en todo caso, estaba en buenas manos. O eso me dieron a entender.

SINOPSIS

Imagínate despertar en una sala de hospital, sin saber porqué estas allí ni cuánto tiempo hace que te encuentras en aquel lugar. Imagínate estar rodeado de personas extrañas para ti, que se hacen llamar tu familia e intentan ganar tu confianza. Imagínate, además, que esas personas son la única opción aparente que te queda para descubrir tu pasado e incluso tu presente. Por último, mírate, y descubre que el que portas no es tu cuerpo.

Muchas preguntas y pocas respuestas, éste es el puzle que se debe resolver para llegar a una conclusión. ¿Qué ocurrió? ¿Cómo llegó hasta allí? ¿Porqué no recordaba nada? ¿De quién era ese cuerpo? ¿Acaso su mente era lo único que le quedaba? Y si aquello fuera cierto, ¿porqué no reconocía a nadie?

Dos pasados completamente diferentes que debía descubrir para saber porqué se encontraba en esa situación; un presente de lo más extraño que había que aceptar y, sobre todo, clarificar, y un futuro muy incierto que no sabía cómo lo podría afrontar.

Amores y desamores, intimidaciones, orgullo, alegría, desprecio, dudas y aceptación, un sin fin de sensaciones mezcladas y difusas que forman parte de aquellas dos etapas anteriores al coma y que, sin duda alguna, una vez organizadas y comprendidas, formarán parte de su futuro. Un futuro necesario en el que, al fin, se podrá descubrir su verdadero “Yo”

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