(Sinopsis al pie del capítulo)
Una taza de café
(Capítulo 1)
Una taza de café y su dulce humo que intentaba alcanzar el techo de una habitación armoniosamente decorada, el sillón de caoba con sus almohadones de cuero blanco combinaba perfectamente con el color pastel de las paredes. Hacía no más de cinco minutos que había dejado la merienda en la pequeña mesa.
El sol estaba justo donde podía verlo, y su tradicional amarillo radiante se volvía anaranjado lentamente. El cielo posee la virtud de sonrojarse ante el anochecer, y los violetas que intentaban ser rojo le escapaban a la oscuridad que poco a poco lograba abarcar el horizonte.
Una hoja en blanco estaba dispuesta a recibir cualquier sueño que pudiera traducirse en letras. Nunca había sido tan difícil escribir. La tinta de la lapicera se resistía a plasmar alguna de todas esas ideas que se alborotaban en mi cabeza y no encontraban el rumbo hacia el cuello de botella de la creatividad.
El teléfono salvó la amarga lucha, dio tregua a la intención de ese cuento que no quería nacer.
-¿hola? si soy yo, no, no me molesta tu llamado es que no esperaba escucharte.
Una de las voces más seductoras que había escuchado en mi vida se hallaba nuevamente tras el teléfono inalámbrico que fielmente me seguía a donde iba. Ella tenía la costumbre de aparecerse en los momentos menos esperados, como si supiera cuando me encontraba desprevenido. Como si acechara tras mi puerta para poder saltar sobre mí y sorprenderme con la guardia baja. Así era ella.
– Estaba pensando en cenar algo de comida china y realmente no tenía quien me acompañara – Pude percibir una sonrisa del otro lado mientras su suave voz continuaba, casi como un susurro, intentando manipular cada uno de mis sentidos.
– Bueno, ya sabes, encontré tu número y aquí estoy llamando. Espero que no te moleste – Cada palabra calculada. Los silencios y espacios entre ellas habían sido bien practicados, pero sin embargo sonaba tan natural, tan espontánea, tan creíble.
– No, sabes que nunca me molesta oír una voz amiga – La ironía era parte de nuestro lenguaje, una manera de decir sin decir.
Eran exactamente 20 minutos en auto lo que nos separaba, 20 minutos que parecían miles de kilómetros cuando necesitaba verla y no encontraba excusas para llamarla, los mismos 20 que podía recorrer cualquier día y a cualquier hora que ella decidiera regalarme parte de su tiempo. Las cenizas de una relación que alguna vez supo ser hermosa hoy me quemaban en las manos. No me consideré jamás uno de esos hombres que pueden caer perdidamente enamorado de una mujer, con sinceridad hasta conocerla creía que pasar más de seis meses con una misma persona invariablemente devenía en un acostumbramiento que no tardaba en convertirse en aburrimiento. Tiempo después mi idea cambiaría, pero hasta entonces lo más parecido al amor que conocía era aquel extraño sentimiento que tenía hacia ella.
No pude evitar pensar que si de eso se trataba el amor, sin dudas se encontraba sobrevaluado, definitivamente sobrevaluado. Debo admitir que los primeros meses todo parecía un sueño, ella, yo, nosotros y cada mágico instante que pasábamos juntos. Me sorprendí brindando en una cena por nuestro séptimo mes de noviazgo, romper la marca de los seis meses significaba dar por tierra un paradigma de toda una vida.
Las emociones se mezclaban, aquella noche me preparé más de lo habitual, realicé una reserva en el restaurante más costoso del paseo del puerto y pedí la mesa con mejor vista.
Llegué a la puerta de su casa con un ramo de flores, pueden culparme de cursi, pero entonces todo parecía ideal. La puerta se abrió y me recibió su sonrisa, el rojo rubí de sus labios enmarcaba incontables dientes blancos como el algodón más puro. El aroma de su perfume me envolvió, suave y dulce, y al día siguiente seguiría impregnado en mi camisa. Llevaba un vestido corto apenas por sobre las rodillas, negro como la noche sin estrellas y con un escote sugerente pero elegante. Todo en ella era elegante.
Aquella noche fue, sin duda y hasta entonces, la mejor noche de mi vida. Y el comienzo del fin de nuestra perfecta relación. Todo salió según lo planeado, comimos, bebimos, bailamos y terminamos en un hermoso hotel con vista al río. La mañana siguiente no me dio ninguna señal de lo que vendría, sin embargo todo cambió cuando la dejé en su casa a mediodía, justo antes del almuerzo.
Subí a mi auto y había recorrido unas cuantas cuadras cuando mire por el espejo y vi aquella inmensa sonrisa dibujada en mi rostro. “Realmente estas feliz” pensé mientras observaba mi reflejo como si se tratase del de un extraño. Aquella noche volví a llamarla, pero algo había cambiado. Se disculpó por estar muy cansada y en apenas unos minutos la conversación había terminado. Lo mismo ocurrió al día siguiente y al otro, y al otro. No podría explicar por qué, pero algo estaba mal, lo sabía aunque no lograba comprender que era. Así transcurrieron los días y pasamos de vernos todos los días a tres veces por semana y a ninguna en los últimos diez. Cuando por fin nos encontramos su mirada era completamente diferente. Luego de una explicación que hizo cualquier cosa menos esclarecer lo que ocurría, me dejó en claro que no estaba lista para asumir mayores compromisos y que había decidido terminar conmigo. No hubieron palabras que pudieran persuadirla y mucho menos que lograran consolarme durante los siguientes tres meses. Así descubrí el dolor de perder a un amor y decidí nunca volver a involucrarme en una relación seria. Algo en mí era sabio y me había estado protegiendo de aquel terrible sufrimiento, nunca le dí lugar a una mujer en mi vida y ahora que me había convencido de intentarlo, que me había entregado sin dudar, aquello se convirtió en una de las experiencias más dolorosas, no volvería a pasar, lo único que tenía claro era que no volvería a exponerme a un dolor tan profundo que se aloja tan cerca del alma que parece imposible de extirpar. Un dolor que vuelve insulsa la comida, que pinta todo de gris, que le quitó el sentido a aquello que en algún momento me interesaba.
Pasó un año de idas y vueltas, de reconciliaciones y rupturas, hasta que logramos estabilizar nuestra relación en algo así como que ella me llamaba cuando se sentía sola y yo esperaba a que se sintiera sola para que me llame. ¿Si me servía? Definitivamente no. Pero era menos doloroso que no verla y mantenía mi inspiración con destellos que me permitían sostener el trabajo.
Escribir como hobbie era fantástico, mi mente volaba y volcaba toda mi creatividad en un papel, estaba muy orgulloso de la primera novela que publiqué y mi editor confiaba en que algún día alcanzaríamos un bestseller. Ahora, escribir para cumplir con un contrato que me comprometía a entregar un libro en apenas un año, era algo completamente distinto. Y que mi inspiración dependiera de los caprichos de una mujer no ayudaba en nada.
Dos semanas atrás me había propuesto terminar con aquella relación autodestructiva. Hacía dos semanas que no lograba escribir un renglón. Debía entregar el manuscrito de mi segundo libro en menos de tres meses, y no llevaba escritas ni diez páginas. Quince días sin noticias mías evidentemente generaron cierto efecto. Créase o no, aquello de “cuanto menos atención prestas más interés generas” parecía funcionar. Lo que, desde luego, complicaba aún más las cosas.
Aquel día comenzaba a creer posible el hecho de distanciarnos, una luz de esperanza se encendía y solo restaba recuperar mi inspiración. Hasta que sonó el teléfono. Tenía decidido mantenerme firme, seguir sufriendo no me llevaba a ninguna parte. En cualquier otro momento hubiera aceptado aquella invitación pero no esta noche, esta noche era solo para mí, para mí y mi cuento que no quería recostarse en esas hojas que seguían viendo esfumarse el calor del café.
– Bueno, entonces… ¿Qué dices, Comida china está bien?
Comencé a buscar entre una larga lista de excusas que solían estar siempre a mano en mi cabeza, pero esta vez parecía perdida entre tantos pensamientos. ¿Podría ser posible que me costara tanto esfuerzo negarme a estar a su disposición? ¿Podía ser tan difícil decir simplemente: no, gracias?
– Eh… es que me encuentro un poco engripado – El cambio de estación seria mi salvador esta vez, el otoño acostumbraba a entorpecer mi respiración contando con una congestión programada sin errores año tras año. Desde luego no era más que una simple congestión que en nada me impedía seguir mi vida normalmente.
Nos invadió un silencio que dejaba expuesta su sorpresa ante una respuesta que escapaba de las posibles.
– Entiendo, no hay problema, entonces tendré que comer sola. Ya sabes, si te sientes mejor tienes mi numero – Esa era una verdadera improvisación, posiblemente la primera desde aquella vez en que nos conocimos. Desde entonces cada paso que daba estaba calculado y mis respuestas le resultaban tan predecibles como el final de un cuento que uno ya ha leído cientos de veces.
Nos habíamos conocido dos años atrás en una exposición de arte moderno que se daba en la facultad de bellas artes. Fui a parar allí arrastrado por la insistencia del único hermano que la vida me había dado. Si bien no compartíamos lazos biológicos, ambos éranos hijos únicos, hacía casi quince años que nuestras respectivas familias habían adoptado al otro como a un hijo más.
Aquella noche, nos habríamos perdido en algún bar de no ser por una cita de último momento. Una de sus compañeras de facultad con la que no terminaba de definir su relación desvariando entre amor, encuentros nocturnos y su necesidad inminente de escapar de cualquier tipo de compromiso emocional. Había conseguido entradas para una exposición. El arte nunca me atrajo pero ellas iban a ser dos y no podía dejarlo solo, – Códigos son códigos – me dijo, y nosotros los respetábamos.
Una típica noche de primavera, cielo despejado y algunas estrellas acompañando a la luna. Apenas llegamos al lugar, encontramos a la compañera de mi amigo sospechosamente sola. Los próximos quince minutos los pasamos entre infinidad de disculpas y explicaciones. De manera diplomática me explicó, que la que iba a ser mi cita había preferido salir con otro. Supongo que mi rostro me ahorró las palabras. Sonreí con la mayor simpatía que me fue posible y les aseguré que no debían preocuparse, que en realidad para mí era mejor volverme temprano ya que estaba muy cansado. Consideré la opción de volver pero dado que ya estaba ahí preferí dar una vuelta por la exposición antes de volverme a casa solo como un perdedor.
Un cuadro llevo a otro. Alguna escultura de esas que todos admiran y comentan en círculo donde yo no podía hacer más que escuchar e intentar presumir interés. Alguna que otra bebida sin alcohol y miradas intelectuales era todo lo que había. Los segundos se estiraban y mi reloj parecía resistirse a dejar girar sus agujas. Me retire a un costado, como un pez nuevo en una pecera que le es totalmente ajena. Mis pensamientos iban y venían. Y en el preciso instante en que me dispuse a dar por terminada esa larga y aburrida velada, fue que ella apareció.
Primero su voz… un tono lo suficientemente mesurado como para ser oída, pero que requería de atención para que el ruido de la sala no diluyera ninguna de sus palabras. La dulzura de quien ama de lo que habla invitaba a escuchar a quien oía.
Dando explicaciones del origen de un cuadro que realmente no representaba más que manchas desordenadas de colores mal combinados apreciado desde mi ignorancia, acaparaba todas las miradas, realmente me detuve a pensar cómo era posible que alguien atendiera a algo de todo lo que ella decía. Su voz era hipnótica como una sirena fuera del agua, pero su belleza causaba los efectos de medusa, paralizaba a sus espectadores y el cuerpo se convertía en piedra, ya no existía movimiento, solo contemplación…
Colgué el teléfono. Otra vez la soledad de mi compañía, ella podría haber sido una excusa magnifica para dejar mi hoja en blanco. Pero algo me decía que necesitaba desahogarme en ese cuento que no terminaba de empezar.
Mire por la ventana y el cielo plagado de estrellas me respondió con mil guiños. Entre un azul oscuro y un negro azulado, la atmósfera juega con los colores, caprichosa, infantil, mezcla gases que como pigmentos se encargan de que no tengamos nunca dos noches del mismo color.
Una brisa me acarició piadosa, como entendiendo mi situación. Por momentos nos sumergimos tanto en ciertos temas que parecen rodearnos, abarcarlo todo, y a medida que nos dejamos llevar la solución parece escabullirse y alejarse, los muros de la duda y la indecisión se apiñan y el espacio se reduce hasta que nos asfixia la sensación de haber perdido toda posibilidad de resolver algo que toma dimensiones abismales.
Nos cuesta tanto abstraernos de nosotros mismos, tomar distancia y comprender que esas paredes, son tan rígidas como un manto de burbujas en el mar. Nos atrapamos como a peces en una pecera de ideas. Estamos tan cerca de la libertad como ese elefante que ya no posee la cuerda que ataba su pata a la diminuta estaca que lo detuvo de pequeño. Pero así y todo, creamos mundos de situaciones. Entramos tan fácil como salimos, con la diferencia de que entramos solos, pero muchas veces necesitamos que nos ayuden a salir. Ese era yo. Buscando que la ventana de mi habitación fuera la salida de emergencia de mi problema.
Deje la ventana entre abierta, no quería cerrar la única posibilidad de escapar. Giré en torno a la pequeña mesa, había olvidado mi café y su humo era solo un recuerdo.
Me senté y esgrimí la pluma como si aquella hoja fuera mi peor enemigo, esta vez la creatividad estaba de mi lado, y así fue como comencé “Una taza de café y su dulce humo que intentaba alcanzar el techo de una habitación armoniosamente decorada, el sillón de caoba con sus almohadones de cuero blanco combinaban perfectamente con el color pastel de las paredes…”
Sinopsis:
Un escritor que ha perdido su inspiración se ve presionado por la fecha final para la entrega de su nuevo libro. Sin saber más que hacer saldrá de viaje y regresará al café de playa donde escribió su primer novela, esperando lograr reencontrarse nuevamente consigo mismo. Pero en aquel mágico lugar hallará mucho más que palabras en papel…
OPINIONES Y COMENTARIOS