Todas las aguas se estancan

Todas las aguas se estancan

CAPITULO PRIMERO

El invitado

La tarde languidece entre las sombras del bosque, que adquieren formas caprichosas en la frondosidad moteada. Un furtivo merodea por el Parque Natural de Sanabria, busca una pieza que le resuelva la semana. De repente, una bola de fuego resplandece en el cielo y deja un rastro tras de sí, una estela sinuosa. El objeto dibuja una parábola perfecta en el valle, iluminándose todo, hasta que la bola de fuego se pierde tras el horizonte. Después, solo hay silencio: árboles milenarios y silencio.

Aunque se acerca el verano, el furtivo tiene que ir pertrechado con un chaquetón, porque en estos parajes las noches son muy frías. Lleva un rifle de precisión colgado del hombro, una cantimplora de agua y una linterna para alumbrarse. Aprovecha la oscuridad, cuando los animales están más confiados y aturdidos, y se mueve como un depredador entre los arbustos mientras aguarda paciente a su presa para sorprenderla. Lleva un buen trecho recorrido merodeando, pero aún no ha encontrado nada, solo una gorra de tela que sin más ha guardado en la mochila cómo un trofeo. Cuando el furtivo se adentra en una zona poco accesible, para probar suerte cerca de una cueva escondida, divisa algo entre los matorrales que llama poderosamente su atención. Se acerca muy despacio, sin hacer ruido, y descubre que hay un cuerpo oculto entre las ramas y la maleza. Al verlo, el furtivo se queda inmóvil, casi petrificado, el susto le impide reaccionar. Es un joven, de unos veinte años, y está completamente desnudo. El reflejo lunar sobre la piel del muchacho produce un efecto extraño y hace que brille en la oscuridad. El furtivo enciende la linterna para ver mejor y comprueba esa tonalidad azulada característica que aflora en la piel cuando uno lleva varias horas muerto. La cabeza reposa ligeramente sobre uno de sus hombros, como si estuviera dormido. Tiene varias uñas de las manos rotas y las manos están unidas en las muñecas por unas esposas de cuero negro con tachuelas. En el pecho tiene unos cortes muy profundos a la altura del esternón, producidos probablemente por algún cuchillo de monte. Y en los tobillos lleva puestas unas argollas de metal que están unidas por una cadena. El furtivo se estremece ante la escena que esta contemplando y se compadece del muchacho. De repente escucha un ruido, que le obliga a girarse, pero no ve nada. Nada ni nadie alrededor. Solo las sombras fantasmagóricas de los árboles, que parecen acecharle, y el murmullo de la cascada que proviene del Mirador de las Ánimas donde la cola de caballo brota de la roca con una fuerza inmensa.

No sabe como reaccionar, ante una situación así, ni qué tiene que hacer, ni el tiempo que lleva allí mirando al muchacho. Eso si, sabe que está solo y tiene miedo. Solo con sus pensamientos que ya comienzan a arremolinarse. «No queda otra que armarse de valor, reunir fuerzas y hacer algo», se dice así mismo. “Samueeeel, haz algo”, se repite una y otra vez mientras siente sobre sus hombros el horror de la vida y el peso de la noche que despliega majestuosa sus alas.

En un alarde de valentía, hincha sus pulmones para tomar aire y lanza un alarido. Un aullido ensordecedor que deja un eco prendido en el valle. Luego comienza a correr con la mirada pérdida, monte abajo, y balbucea palabras incomprensibles que no significan nada. Corre hasta la extenuación, mientras las zarzas se abrazan a su pantalón y frenan su carrera. Mientras la voz se le engatilla. Pero baja la pendiente procurando no despeñarse. Después de todo, él no ha hecho nada. Es solo un furtivo solitario que se busca la vida, un pobre diablo que se ha encontrado a un muchacho tirado en el suelo, un hombre triste sin nadie que le dé una palmadita en la espalda. Un cazador que se ha topado con la muerte. La misma que dicta su dedo cuando aprieta el gatillo. La misma que ahora le persigue.

El furtivo busca la senda, la ladera del monte, el camino que le lleve lo antes posible al cuartel de la guardia civil.

El sonido del motor de un auto interrumpe en la carretera del valle. Es un Lincoln negro que lleva un distintivo oficial en el parabrisas. La luz de los faros serpentea entre los árboles y traza un recorrido de curvas sinuosas e interminables. En el asiento de atrás viaja un hombre de mediana edad que viste un traje negro. Lleva unas lentes doradas que prevalecen en la oscuridad y su imagen en negativo queda reflejada en el cristal de la ventanilla del auto. Esta noche es el invitado y tiene concertada una cita muy importante con la máxima autoridad del pueblo. Y lleva en su poder un manuscrito, de gran valía, que le da ciertos derechos por el simple hecho de portarlo.

En la entrada del pueblo, el Lincoln, se encuentra con una bifurcación de tres calles. Toma la del centro, que es empedrada, y continúa luego pendiente arriba, hasta hacer un giro brusco a la izquierda que le permite tomar otra calle que desemboca en una plaza asombrosa en la zona más elevada del pueblo. Desde la plaza se puede divisar todo el valle. La panorámica es increíble: los dos hombres disfrutan del paisaje desde el interior del vehículo. El conductor hace una última maniobra y aparca el vehículo frente a la iglesia. El hombre del traje negro se baja del auto y mira fijamente el portalón de la iglesia que se levanta entre dos edificios colindantes, junto a una bóveda apuntada. La bóveda se sostiene por varias columnas de granito y desemboca en una terraza que hace de mirador.
Un gran medallón, con un grabado prominente, cuelga del cuello del invitado. El grabado representa una batalla, donde hay varios soldados que se arrastran bajo los cascos de unos caballos que los pisotean sin piedad. Uno de los jinetes es un religioso y porta una cruz en su mano derecha. En el cielo, las estrellas parpadean con cierta timidez, la noche parece un pañuelo negro salpicado de lentejuelas. Una noche que se posa sobre la copa de los árboles: viejos castaños, abedules, serbales, acebos, enebros y tejos.
Todos centinelas de un valle dormido, espectadores de un tiempo entre otros.

El invitado da un orden al conductor:

—Elías, por favor, saca el bolso negro y el portafolio del maletero.

El conductor le obedece, coge el bolso y el portafolio del maletero, uno en cada mano, y sigue al invitado. Uno detrás del otro, con paso marcial, comienzan a subir la escalinata de la iglesia. En un columna hay un cartel que les llama la atención:

“SE BUSCA JOVEN EXCURSIONISTA DE VEINTE AÑOS QUE VISTE ROPA DE MONTAÑA”.

Después continúan, como si nada, bajo una luna blanca como la muerte que se despereza en el firmamento, cuando un crujido de bisagras abre el portalón de la iglesia. El invitado entra en el templo, seguido del conductor, al interior del templo que huele a incienso, humedad de los años, lágrimas de vírgen y a sacrificio de santos. El templo está muy oscuro y dentro, sentado en una bancada de madera, en un rincón de una pequeña capilla, alguien espera. Una luz parpadea, encima de él, de vez en cuando. Debajo de la luz que parpadea, en la pared, hay un lienzo desgastado por los años, una pintura que resalta sobre las demás. En ella se ve un ángel que blande una espada amenazante. Debajo de las espada, un hombre vestido con harapos suplica; el terror desdibuja su rostro.

El invitado atraviesa con elegancia el pasillo, lentamente, y ocupa el banco que hay justo detrás del hombre que espera. El chofer se oculta en un rincón entre las sombras y espera.

­—Bienvenido a Puebla de Asís.

—­Bien hallado —responde el invitado.

­—¿Cómo ha resultado el viaje?

—Muy agradable, muchas gracias.

­—¿Conocía usted nuestro pueblo?

—No, no lo conocía. Señor alcalde, usted sabe muy bien que represento a una entidad muy importante, gente con muchísimo poder.

—Sí, lo sé.

—­¿Ha tenido tiempo de leer nuestro informe?

—Por supuesto.

—¿Y qué le parece?

—¿La verdad? No he sacado aún conclusiones.

El invitado se incomoda, apoya la espalda en el banco, y luego continua su discurso. El alcalde le escucha, aunque sin mucho interés.

­ —Nos basamos en hechos históricos, documentos muy importantes que obran en nuestro poder.

—Vera señor —le interrumpe— antes de que siga. He de decirle que este proyecto es imposible que se realice en Puebla de Asís. Hay organismos oficiales, también europeos, que velan porque se cumpla la ley.

—Señor alcalde, este lugar tiene un transcendencia histórica para nuestra organización.

—Y yo solo le puedo decir una cosa, su proyecto es inviable en esta comarca.

—No sé si sabrá que nuestra organización selecciona a los mejores hombres y los forma para liderar este país.

—Me parece muy bien. El problema es que esta zona está protegida por la Unesco y aquí no se puede construir.

—­Conocemos la situación perfectamente. Usted solo tiene que dejarnos actuar.

­—¿Sabe usted que los organismos europeos son beligerantes con situaciones como ésta?

—Lo sé. Y sentaremos, si es necesario, a esos organismos oficiales.

—¿Sabe lo que pienso?Pienso que no han calculado bien las consecuencias.

El invitado hace un gesto al chofer y éste le acerca el portafolio. Abre los broches con un ruido espantoso y extrae de él un documento que enseña al alcalde.

—Sabe que hace mucho tiempo se celebró una reunión muy importante en una casa solariega de Puebla de Asís. Era la casa de una familia muy influyente.

—No, no lo sabía.

—En aquella reunión, participaron personas muy poderosas porque la situación a la que había llegado Europa era insostenible. Estaba en juego la paz mundial.

—La verdad, es que desconocía esos detalles.

—Bueno, es obvio, no se hicieron públicos. Eran reuniones secretas, paralelas a los archiconocidos tratados de paz.

—Me está usted dejando de piedra. ¿Esas reuniones se celebraron aquí?

—Pues sí. Aunque, como después comprobaríamos, ni la reunión ni los tratados tuvieron mucho éxito, se declaró la segunda guerra mundial. Después de acabar la guerra, se levantaron en este lugar casas solariegas, eso si lo sabe, pertenecientes a familias muy influyentes de la alta burguesía francesa y alemana.

—Sí, eso sí lo sabía. Sé que familias adineradas de toda europa eligieron esta localidad como residencia de verano.

El alcalde, en un lapsus, se queda pensativo y desconfía del invitado. Piensa en su mujer y en sus hijos y en la bonita casa donde viven. Seguramente, ahora, estarán sentados cómodamente, viendo la televisión, mientras él se bate el cobre con estos asuntos desagradables.

—Señor alcalde, sé que todo esto le tiene confundido, lo sé, pero deje que manejemos nosotros todo este asunto. Deje que intervengamos en los organismos oficiales. Usted dedíquese a legislar este pueblo, como hasta ahora, y confíe en nosotros.

Un teléfono móvil interrumpe el parlamento.
El alcalde se excusa y pulsa la tecla verde:

—¿Dígame…?

Al otro lado de la línea, una voz muy poderosa retumba en el templo. Una voz que es imposible que el invitado no escuche.

—¡Señor alcalde, soy el sargento de la guardia civil, lo hemos encontrado!¡Esta en el bosque!

—¿Cómo dice…?

—Que hemos encontrado al muchacho.

—¡Ah, menos mal! ¿Y dónde dice?

—Ya se lo he dicho, en el bosque, oculto entre la maleza, pero parece ser que no ha sobrevivido, está muerto.

—Pero, ¿cómo…?

—No sabemos mucho. Lo ha encontrado un futivo en el monte mientras cazaba. Estamos preparando una partida para localizarle. Ya hemos avisado a la juez de Zamora, para que se venga a la Puebla, nos acompañe en la búsqueda y levante acta. Nos han dicho en Zamora que llegara de madrugada.

El alcalde guarda silencio. Luego se le humedecen los ojos y, sin decir nada, cuelga el teléfono. Acto seguido, mira a Jesús crucificado en un lateral de la iglesia mientras guarda el teléfono móvil en el bolsillo de la chaqueta.

—Perdóneme, pero tengo que irme —se excusa de nuevo—
Ha sucedido algo espantoso, horrible, de fuerza mayor.

El invitado extrae del portafolio un sobre blanco y se lo acerca al alcalde.

—Le ruego que vea el contenido de este sobre.

El alcalde mira con sorpresa al invitado. No comprende nada ni su verdadera intencion.

— ¿No quiere saber su contenido?—le espeta el invitado.

— ¿Estoy interesado? —pregunta el alcalde.

—¡Ábralo, se lo ruego! —le envide el invitado.

—¿Pero, me concierne…?

—¡Le compromete!

Un largo, denso y molesto silencio cruza todo el templo. El alcalde coge el sobre y lo abre. Sin más dilación, mete la mano hasta el fondo y saca su contenido.

—¿Se reconoce en esas fotografías? —retumba la voz del invitado en la iglesia.

Las imágenes van entrando, una detrás de otra por la retina del alcalde. Y las observa. Hasta que deja de hacerlo, porque se siente desfallecer. Siente un ligero desmayo, un pequeño sincope. El invitado trata de sujetarlo antes de que desfallezca.

— ¿Esta usted bien?

El alcalde no reacciona, casi no puede respirar, hasta que logra decir:

—¿Me están, ustedes, investigando? —pregunta con un hilillo de voz mientras intenta recomponerse.

—Nosotros, desde luego no. Pero, ¿esta usted bien?

—¡Si, creo que si! Pero, entonces, ¿estas fotos de dónde han salido? —vuelve a preguntar con pesadumbre.

— ¿Se reconoce o no en esas fotografías?

—Pues claro, que me reconozco.

—Señor alcalde, simplemente han caído en nuestras manos. Ya le dicho que tenemos muchos contactos en todos los organismos oficiales .

El acalde no resiste más y termina derrumbándose, como una marioneta desarticulada, y comienza a llorar con un movimiento de negación de la cabeza.

—Es un momento muy delicado, lo sé.

—No me compadezca, se lo ruego.

—No, si no lo hago.

—No puedo creer que esto me esté sucediendo —-dice el alcalde, muy afectado, y sin animo para poder reaccionar.

—Ya lo ve, amigo mío. Los acontecimientos son así, se desencadenan y se avienen hacia nosotros. Como pude comprobar, el resultado puede llegar a ser tan sorprendente como inesperado.

—¡No puedo evitar pensar que esto sea en realidad un chantaje!

—¡Pues, no lo es! —contesta con rigor el invitado.

—¡Pero, me debe una explicación. ¿De dónde han salido esas fotografías?

—Nosotros no le debemos nada. Ni espiamos a nadie. Ya se lo he dicho. Sin embargo, podemos ayudarle a salir de este embrollo.

—¿Ayudaaarme? —ahora mirando a los ojos del invitado por primera vez.

—¡Sí, ayudarle! —enfatiza el invitado, sosteniéndole la mirada.

—Esto, que usted me enseña, entra dentro de lo privado — llega a decir el alcalde, sin estar muy seguro.

—¡Ahora no! Ahora esto, sin lugar a dudas, le hace a usted más vulnerable. No le queda otra que colaborar.

—¿Colaborar…?

—Señor alcalde, no sea ingenuo. Este es un asunto muy feo y solo nosotros podemos ayudarle. Ademas, tenemos pruebas que le incriminan en un posible delito…

—¡Basta ya! ¡Basta ya, por favor! ¡Hagan lo que tengan que hacer. Pero háganlo pronto!

El alcalde se traga las lágrimas mientras ve como el invitado devuelve al sobre su contenido. Después, se acerca el chofer con la bolsa de viaje y la deja junto a la bancada .

—Le ruego que piense muy bien mi propuesta. Usted realmente no tiene que hacer nada. Su responsabilidad acabará cuando esto a la persona que le voy a indicar. Por supuesto que a usted también le corresponde una parte. Lo demás déjelo en nuestras manos.

No muy lejos de allí, un bosque duerme en la hendidura del silencio. Un bosque abrupto y frondoso lleno de sauces y de coníferas que rodea Puebla de Asís. Donde los atardeceres se dejan a merced de la luz. Y la corteza de los árboles de color pardo rojizo y grisácea se confunde. Un lugar olvidado en el noroeste de España, resguardado en la ladera de una montaña que se mantiene intacta de la erosión con el paso del tiempo. Y en mitad de esa espesura, de esa riqueza natural, sin un horizonte que se muestre, un cuerpo yace inerte y espera ser recogido por las autoridades.

SIPNOSIS

La búsqueda de una zona de confort, en un paradigma de modernidad, puede resultar engañoso para un joven de provincias que trabaja como experto informático en un centro de negocios de Madrid. Un día, Rubén Montes, se citará en una terraza de moda con un hombre misterioso que ha conocido en una red social de contactos. La conexión entre ellos será inmediata pero el bienestar que creía haber encontrado, en una ciudad tan acogedora y abierta, se derrumbará al comprobar que la vida puede dar un giro inesperado cuando uno inicia un viaje a la negra noche del alma, al bosque de las sombras. Rubén se adentrará en un laberinto, en una deliberada búsqueda de lo esencial y de lo imposible, y recorrerá senderos inimaginables que le llevarán hasta descubrir un bosque de tinieblas, donde habita el enigma. Pero, también, descubrirá que ese puede ser un viaje sin posibilidad de retorno.

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