ALGODÓN
Tenía tan sólo doce años, andaba ciego de sensaciones entre todas aquellas personas. Las risas, los gritos
de emoción, las expresiones cargadas de felicidad. La feria había llegado y era motivo de celebración,
todos los vecinos estaban en la calle. Para los habitantes más pequeños era el momento más esperado del
año, ansiaban que llegara, más que pascua, y que navidad. Los adultos, sobrios, revivían escenas de su
niñez, bajo el rostro sereno y responsable, disfrutaban igual o más que los críos.
Soñaban en montar en las coloridas atracciones y comer alguna que otra delicia azucarada. Esa sustancia
blanca, tan adictiva, creaba una excitación tremenda, pues normalmente no se comían tales cantidades de
edulcorantes, eso hacía que se les alterara el cerebro y que se aceleraran sobremanera. El ambiente en si
creaba una sensación artificial, las luces que decoraban la plazoleta principal, la música de la banda – que
recorría la feria de arriba a bajo dos veces, hasta pararse en el centro para interpretar sus grandes piezas –
el pesado olor a aceite en el que se freían los churros, todo sumaba en aquellos días tan especiales y a
aquel ambiente tan placentero. Realmente, eran víctimas de todo aquello, andaban ebrios de estímulos,
intoxicados hasta las cejas.
Al chico de doce años sobre el que se cierne la historia, algo le robó la atención. Su cuerpo se paró en
seco, sus sentidos abandonaron las estimulantes atracciones de aquel mágico lugar. El pulso se le aceleró,
era como si unos dedos regordetes jugaran con el centro de su alma, le llamaban, reclamaban su
presencia. La manzana de azúcar que comía ferozmente, flotó entre sus dedos, sin crear apenas un suspiro
y sin atreverse a darse cuenta, cayó directa al suelo polvoriento. En otras circunstancias eso habría sido
una catástrofe, pues tal vez fuera la última que comería hasta el año venidero.
Una bruma cegadora sobrevoló su cabeza. A su paso, la telaraña azulina, desprendía una melodía
divertida, aunque en ella, había algo que chirriaba, que hacía que se le cerraran los párpados. Imágenes
borrosas se cruzaban en su camino, pasaban de la nube a sus ojos y de los ojos a las fibras cerebrales,
creando secuencias profundas, animadas, insólitas, a veces incluso desgarradoras, por su increíble
belleza. Algodones de azúcar, luego decenas de millones de caramelos, de todos los colores y sabores.
Todos juntos, se unieron, formaron un tiovivo, y realizaron increíbles danzas que le hipnotizaron.
Un perfume ácido invadió sus labios, una fragancia acre que hizo que se los lamiera, pues se dio cuenta
de que le ardían. Los ojos se le humedecieron, como cundo olía la pimienta recién molida en el molinillo
de casa. Empezaba a ser desagradable, las imágenes mentales se repetían, se mareaba más que en
cualquier atracción de la petulante feria. Las sensaciones olfativas y gustativas se hicieron extremas, tanto
que le entraron ganas de vomitar. La boca quemaba, ya no era agradable, se la frotaba desesperado, no
podía parar, aunque era consciente de que con cada roce de piel con piel, el dolor era más extremo.
Buscó con la mirada un recoveco detrás de toda la parafernalia, para relajarse y poder respirar lejos de
todo aquello. Se esforzó para caminar hacia un pino de detrás de una caseta, no podía despegar la vista del
suelo, iba dando tumbos, encogido por tales impactos sensitivos. Todo era borroso, no veía con los ojos,
pues estaban calvados en el interior de sus sesos, el espectáculo clamaba su atención, la exigía. Las
arcadas empezaron a acechar, los mareos, pasos indecisos, y tropezó con algo. Cayó al suelo y todo se
desvaneció, sólo tuvo tiempo de sentir algo desesperante, el polvo del suelo penetrando en las cuencas
oculares, arañando los globos vidriosos como pequeñas cuchillas. Oscuridad, tenebrosa ceguera,
acompañadas de una sensación insoportable que escondía algo remotamente agradable.
Todo lo que al principio era tan acogedor, tan conocido, se había tornado insólito, macabro. Los colores
vivos habían desaparecido, la exquisita melodía se había extinguido, sólo quedaba humo y un ruido
ensordecedor, como de un aparato mecánico que no funciona. El escandaloso espectáculo de una enorme
hélice rugiendo desdentada, que le estaba haciendo papilla el sino de la cordura.
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