Perra vida –El viaje a Gualeguay y el hincha de boca
Exaltado, el Loco escarba bajo su campera, y de la espalda, saca un arma. La pone sobre la mesa y se queda mirándola. Saca las balas, las distribuye sobre el paño verde como si fueran fichas. Mira a través de los escaques vacíos, con premeditada minuciosidad. Dice que la sostengamos, para sopesarla. Pero él no necesita saber cuánto pesa; él quiere establecer cuánto nos pesa a nosotros. Nos está calibrando.
Pone las balas. Las vuelve a sacar. Las mete de nuevo, deja un lugar vacío entre una y otra. Nuevamente cambia de idea, cuando empiezan a superponerse los espacios que debieran ir vacíos con los cargados.
La partida se ha vuelto lenta, y hasta hice trampa cantando color sin que nadie lo perciba. La música hace rato que dejó de sonar, el televisor prolonga el primigenio bigbang.
Nos habíamos juntado todos en la casa quinta del Perro, que tenía un equipo fabuloso, en Parque Leloir. Después de ver “At Pompeii”, nos pusimos a jugar y cambiamos las cervezas por las bebidas de la barra.
De a poco, fueron acabándose los cigarros. Las cartas se pegoteaban y entre las botellas vacías las miradas se distorsionaban; en realidad ya nadie se preocupaba por el juego. El humo de las colillas trashumaba el perfume tóxico del día que en minutos despuntaría.
Me voy, dice el que me había traído, que es el dueño de casa. Con calidad, nos está echando.
Me sentí aliviada.
¡No! Grita El Loco, y se mete el fierro en la boca, con el dedo sobre el gatillo. Saca lascivamente el caño, nos apunta. Entonces, dice: Vamos a jugar un juego. Y agitando las llaves de la casa, las guarda en el bolsillo del pantalón.
De un solo salto, el Polaco está forcejeando con el picaporte. El Loco hace rodar el tambor; el chasquido limpio, acerado, detiene la escena.
Enfurecido, atraviesa la mesa por encima, y comienza a golpearlo, cagón, le escupe, cagón de mierda.
Balbucea algo de los cigarrillos, el Polaco. El Loco, saca un atado sin abrir, y lo tira sobre las cartas. Cabecea en dirección a la mesa, apuntando con el arma.
Se sienta a horcajadas en la silla Prendéme uno, le ordena. Y el Polaco, poniéndose dos cigarros en la boca y apagando la llama con el pulso tembloroso, hasta que por fin, con una llamarada azul, prenden, le alcanza el cigarrillo encendido. Cagón, dice, dejando de reír.Sentáte cagón, y le apunta en la frente.
Loco, no quiero quilombos, dice el Perro, pero solo, se calla, cuando ve la treinta y ocho tan cerca, tan cromada, tan fría.
TAK, suena el percutor en el vacío. Jé. El perro sigue jugando, y larga la risotada.
Tira, desafiante, algunas balas entre las colillas que todavía humean. Y vos, nena…tenés miedo. Me apunta: siento el gusto metálico del miedo en la lengua, los músculos en medio de tanta tensión, se aflojan y en toda esa laxitud, lo miro, con dureza.
Y vos, Loco…no jugás, le larga el Sucio, pero el Loco, sin dejar de mirarme TAK, por segunda vez.
Recién entonces, reacciona. Se le tira encima, el Sucio. Lo reducen. La mesa rota, las botellas quebradas, las manchas de sangre, y en el centro del cuadro, el Loco de costado con los tres tipos encima, sentados, hasta que se queda dormido.
El Perro me llevó hasta la estación. El aire frío de la mañana y la velocidad de la moto quitaban el aire, pero al menos respiraba: estaba viva, una vez más, estaba viva.
Castelar. Los viejos borrachos siguen, desde la noche anterior. De lejos, por señas, me llaman.
El del bodegón, que me conoce, me dice que puedo pedir lo que quiera: ya está pago. Miro con desconfianza a mi alrededor, y cuando me estoy por ir, molesta, explica: te vieron la otra noche, afanándole las cerezas al de enfrente, y le jugaron al 79.
Me pedí un aperitivo. Después de todo, sólo eran las ocho de la mañana. Eso sí, con una medida de vodka.
El Perro no volvió de ese viaje, en el camino se encontró a la Negra, y en una emboscada, por no perder la moto, a muy alta velocidad, la quedó en el bondi, sin llegar a ser ni siquiera un recuerdo en el dos sesenta y nueve. La Negra, de quien se sospechó entregara al Perro, sobrevivió malamente, y tampoco se la volvió a ver en mucho tiempo.
Yo salí al rato, de la estación San Miguel con un único equipaje. La resaca. Pensaba llegar a Misiones, pero el tren tenía otro pensamiento respecto a mí.
Todavía nadie lo había dicho: ramal que para, ramal que cierra. Y me interné en el tren, sin boleto, ni pensamientos.
RESUMEN
Toia es una adolescente en huida permanente, cuyos viajes dejan entrever una búsqueda de identidad.
El punto de quiebre, el parricidio, es una inflexión mediante la cual, Toia emprende una vida en apariencia solitaria, errante o errática, hasta la vuelta donde se reencuentra con todo aquello creía haber dejado atrás.
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