1
Rosa nos invitó a compañeros y amigos al concierto en cuarteto que ofrecía en un café-teatro, de moda por su ecléctica música en directo y la asistencia frecuente de personajes faranduleros. Yo fui por compromiso, por no hacer un desaire, con cierta desgana. Jamás hubiese podido imaginar que ella pudiera agitar mi ardor. Contradictoriamente, sentada con el violonchelo se mostraba seductora, espléndida. Una baja pasión carnal se me presentó de repente, con el deseo despierto a la imaginación. El vestido negro subido hasta los muslos, unas sencillas cintas en sus hombros y el cabello recogido dejaban ver gran parte de su piel. Sus piernas abiertas cabalgando en el violonchelo me excitaron, el ritmo de sus dedos moviéndose seguros por el brazo del instrumento y frotando apasionada las cuerdas con el arco hacían palpitante contemplarla, jugando a hacer el amor con su instrumento. Por un momento a mí mismo.
Olvido se me acercó y perdí la concentración.
– Está hermosa, ¿verdad?
– Sí – dije sorprendido, sin desviar los ojos del escenario para evitar sentirme cazado.
– Llevo un rato observándote y pareces obsesionado, mirando sólo a ella.
– Nunca he visto así a Rosa. Es gracioso, hasta ahora me había pasado desapercibida – traté de salir del trance sin poder evitar el sonrojo.
– Os sucede a menudo, sólo os fijáis si provocamos otras cosas…
– ¡Cómo eres! – Me volví hacia ella y sus ojos brillaban deslumbrantes.
No le faltaba razón. Suelen pasarnos inadvertidas las personas en las que no apreciamos un carácter seductor o un físico sugerente. Sin embargo, fue Olvido quien me acaparó, con un roce juguetón y sus ojos inesperados. Mi excitación y sus palabras sugerentes, desviaron mi atención hacia ella. Aquél lugar plagado de testigos indiscretos impidieron que la besara en ese mismo instante.
2
Mi matrimonio con Luisa ya cumplía veinte años y lo notábamos. Nos habíamos acostumbrado tanto el uno al otro que convivíamos dejándonos llevar por la inercia de la rutina. Incluso las vacaciones de verano, alternativamente en Benidorm con sus padres y en Santander con los míos, se sucedían sin tener que programarlas, hasta que fallecieron. Como nunca supieron de nuestras desavenencias, para ellos cumplíamos los cánones de la pareja perfecta. Lo cierto es que Luisa y yo nos respetábamos, manteníamos los saludos conforme a la buena educación, repartíamos algunas tareas en casa y poco más. Nos presentíamos del mismo modo que a la figurita de porcelana colocada en el recibidor del piso: sabíamos que estaba ahí pero no reparábamos en ella, no la disfrutábamos como el día que decidimos ponerla en esa posición, simplemente quedó expuesta. Habíamos estado siempre juntos desde la juventud y apenas quedaban cosas del otro por descubrir, o el interés por hacerlo.
Llevaba años sin reír, sin iluminar todo su alrededor como cuando nos conocimos en el campus de la Universidad Complutense. Lejos quedaron los coqueteos, los sueños compartidos para la eternidad y las aventuras prohibidas. Sus cabellos negros, ondulados, cortados con un equilibrado adorno redondeado, se dejaron crecer ganando el peso de la decadencia. El descuido con las formas esculturales de antaño y el desaliño en el vestir nos revelaron pacientemente la falta de ocupación mutua. Dejamos de ver a los amigos y nos abandonamos al silencio de nosotros mismos. Yo no hice nada por evitarlo. Mi parte de culpa tuve, sin duda.
Mi nombre, José, por común, siempre me pareció que carecía de un significado particular, únicamente la evocación del más conocido padre putativo. Si dijese que mi vida hasta ese momento había sido emocionante, estaría hablando de un extraño.
Mi existencia simplemente había sido tan mediocre y adocenada como la de miles, o millones, de personas que dedicaban más de un tercio de su tiempo a procurarse la supervivencia, otro tercio a dormir, y el que restaba a gastar dinero en objetos innecesarios o ver la tele. Me conformaba con eso que llamábamos vivir tranquilamente y lo entendía de una manera natural. Tenía trabajo, estaba casado, disponía de piso y coche propios, poseía las cosas a las que la mayoría aspiraba. Mis labores administrativas para una empresa fabricante de ordenadores no me aportaba más que el sostén económico, ni me gustaba el trabajo ni creía que me fuese a gustar, pero aguantaba allí porque pensaba que no me quedaba otro remedio si quería cobrar una pensión adecuada cuando me jubilase.
3
La estabilidad reventó aquella noche de concierto a finales del mes de mayo en que posé mi atención en los ojos azul turquesa de mi compañera Olvido. Por lo que luego supe, ella los había puesto en mí desde hacía tiempo. Ambos teníamos una edad parecida, estábamos casados, no teníamos hijos y compartíamos los recuerdos de una misma juventud. Asistía regularmente al gimnasio y conservaba la figura de una joven yerma de descendencia. Su cabello liso y castaño se dejaba caer con singular gracia hasta casi rozarle los hombros. Su voz alegre y segura animaba a descubrir el fondo de sus palabras. Lectora incansable, siempre tenía a mano los términos exactos en las conversaciones de media mañana, junto a la máquina expendedora de café, cualquiera que fuese el tema.
Los jugueteos del capricho y el deseo de conocer lo que imaginábamos oculto debajo de nuestros trajes, fueron abriéndose camino inexorablemente hasta un encuentro furtivo, en un jardín público alejado de la oficina. Llegó un beso. Ése trajo otro y otro más. Inevitablemente, cualquier momento se antojaba perfecto para una llamada por línea interna, convocándonos a una consulta intranscendente o un roce robado en la escalera del edificio donde trabajábamos. En ocasiones, rematábamos la jornada en el mismo café-teatro donde nos miramos a los ojos por primera vez; acudíamos discretamente, con escasas posibilidades de ser reconocidos entre tantos otros personajes más llamativos.
Olvido colmaba mi ego hasta rebosar, me hacía sentir protagonista de una nueva historia cada día, tan diferente a lo que estaba habituado. El desprecio a la ocultación terminó por volverse descarado. Abandonamos las precauciones por el deseo de sexo, que manoseábamos sin pudor en cualquier esquina. Sus ojos me enloquecían, su sonrisa no dejaba de contagiarme, pero el premio de acariciar su piel limpia de ropa superaba cualquier otra recompensa. Las zalamerías y la osadía nos llevaron a una habitación de un hotel, furtivamente reservada por mí. Ni en la más exótica de mis fantasías imaginé que hiciese el amor de aquella manera, tan intensa, tan entregada, tan activa, tan posesiva, una y otra vez, en las posturas más inverosímiles. Su olor era un escándalo de provocación, antes a colonia fresca y después a placer. Su piel resbalaba como el aceite, y mi cuerpo se frotaba con el suyo excitándose en un bucle sinfín. El recorte de su vello púbico tenía una alineación perfecta, y mantenía los labios de la vulva afeitados para que mi boca jugase con ellos sin enredos. Follábamos como animales, sin tregua al decaimiento físico, insaciables de humedad. Cuando llegaba la calma me quedaba en ella mientras los besos tiernos nos relajaban en un sueño.
Decidimos no prometernos nada. Alquilamos un pequeño apartamento donde encontrarnos para hacer el amor sin excepciones, con la ilusión de la primera vez. En días alternos apresurábamos nuestra salida para compartir dos horas infalibles. Los juegos de descubrimiento sin miramientos, sin recato ni perdones, eran una incógnita desvelada con la satisfacción. Nos esperábamos impacientes, medio desnudos o metidos en la cama, deseando la llegada del otro; en ocasiones no nos concedíamos ni el tiempo de quitarnos la ropa para montarnos, arremangando la falda y desabrochando el pantalón, como bestias ansiosas, calmando nuestro fuego precipitadamente, necesariamente, mutuamente. Así ocurrió durante once meses insaciables.
4
De repente, la vida decidió castigarnos. Luisa se presentó en el apartamento de improviso, encontrando todavía sola a Olvido. Sus credenciales fueron los insultos, los arañazos, los mordiscos y los agarrones de pelo. Entre zarandeos recíprocos, un mal empujón precipitó a Luisa por el hueco de la escalera. Cayó desde un tercer piso, golpeándose en las barandillas y partiéndose el cuello contra el suelo. Su vida acabó en ese mismo instante. Luisa murió de una manera violenta, dolorosamente trágica, viendo de cara el final de su vida, de la manera a la que ninguno nos gustaría morir.
Su muerte me dispuso en el knock-out del boxeador, que se hunde, sin fuerzas para devolver un gancho o un croché, sólo cae, no siente nada. La debilidad le impide reaccionar y sólo puede ser recogido de la lona por sus asistentes porque no es más que una masa de carne inerte. Cuando vuelve a la consciencia, se desprecia por haber dejado al descubierto su debilidad, se reconoce humillado por la derrota antes de llegar al final del combate, miserable por la caída a los pies de su rival.
En el escabroso juicio se desveló que ya habían mantenido dos discusiones telefónicas, al parecer violentísimas, en las que no faltaron las mutuas amenazas. Ninguna de las dos me había comentado nunca la existencia de las llamadas ni, por supuesto, que se conociesen.
En el peor de los escenarios jamás preví la posibilidad de que mediara una muerte por mi causa, ya fuese de manera accidental o decididamente alevosa. Sin necesidad de tribunal, inevitablemente me imputé la culpa, me impuse la pena de la tristeza y el peso de la indignidad.
Luisa y yo no tuvimos despedida. Mi infidelidad sin explicaciones y su secreta lucha por salvar nuestro matrimonio se contradecían absolutamente, me causaban un imperdonable pesar, a mí que me quedaba. ¡Cuánto deseaba que volviera, por unos instantes, para poder darle una explicación! Ella se debió ir con la conciencia intranquila y yo viviría siempre con la carga del pecado.
Creí hacer el justo deshonor a Olvido cumpliendo con su nombre. Fue condenada a prisión por homicidio. No me interesé más por ella, en cuanto pude. Tampoco de ella me despedí.
5
Después de sufrir una tragedia, las cartas que recibimos siempre traen malas noticias. Aún con intención diferente, pretendidamente esperanzadoras, las voces que se nos ofrecen siempre ahondan la melancolía, visten de permanencia lo que sería preferible despedir.
Olvido me remitió varias cartas que únicamente me atreví a leer pasado un tiempo, cuando recaló algo de calma en mi espíritu.
“José, querido:
Mentiría si dijese que ya te he olvidado.
Cometería perjurio si proclamase que no me deslumbra el sol porque no te busco, que acuden a mí los olores del mundo aliviándome del tuyo, que soy capaz de rozar apenas otros cuerpos sin sentir tu mano agarrada a la mía, que disfruto los dulces manjares sin saborear los de tu boca, que no te escucho en cada palabra que me alcanza. Sería infiel a mi propia fe si creyese que no volveré a embobarme contemplando la sonrisa de tus ojos. Indigna vida tendría si no me arrojase a tu encuentro cada día. Cobarde me llamaría si un huracán me impeliese a buscar refugio sin tu compañía. Cretina me sentiría creyendo ser capaz de envidar a la vida sin volver a verte más.
Mil veces que se me presentase, no esquivaría la pelea a dentelladas, ni el puñal de la pasión desaforada. No, no me equivoqué cometiendo aquel crimen, a cambio de penar en la soledad de estas cuatro paredes. Lo asumo. A pesar de la involuntariedad de mi acto homicida, no, no me arrepiento de haber acabado con la vida de tu carcelera. Y así que resucitase, desde lo más alto de un acantilado la arrojaría sin escrúpulos si se te acercase; a cuajo cortaría sus brazos si te apresaran de nuevo; su corazón arrancaría con las manos si se adueñase de tu oído; de arriba abajo la descosería si invadiese tu boca; hasta los cuencos le vaciaría si te nublara la vista. Contra la muerte combatiría por tu libertad a cambio de la mía. Estoy segura, más que nunca.
Regresaré, amor mío.
Olvido.”
La furia de sus sentimientos posesivos me impulsaba al repudio con mayor convicción. Cuando terminé de leer la carta dudé si Olvido padecía una irremediable locura o pretendía arrastrarme al sinsentido.
Mi lamentable estado de abulia me había postrado en la vagancia del abandono, en el no hacer nada. Mi vida y yo convivíamos unívocos, deprimente ella y deprimido yo, nos consumíamos juntos y sólo nos mirábamos a nosotros mismos. La baja médica me alejó de los compañeros y el contacto con la realidad cotidiana. El piso en que vivía me martirizaba voluntariamente con los recuerdos constantes de Luisa, cuyo espíritu buscaba en cada recoveco. Sí, lo buscaba, a propósito. Me imponía una súplica de perdón incesante que jamás encontraba penitencia. Yo ingenuamente creí que ella no sospechaba, que ignoraba mi aventura, mi devaneo con Olvido. Siempre calló y no modificó su comportamiento. Me miraba silenciosa, anhelando que se tratase de un escarceo temporal, sabiendo que evidenciarlo anticiparía una ruptura definitiva, a riesgo de que fuese con ella.
Todo el tiempo tenía un encuentro con sus palabras, con sus cosas, de las que no me quise desprender por respeto, el verdadero respeto que no fui capaz de entregarle cuando correspondía, con la esperanza de compensar mi error, mi muestra de sincero arrepentimiento tardío. Su voz por el pasillo, su silencio en el sillón de lectura, sus cosas colocadas con el desordenado orden que ella tenía, al que me amoldé yo porque resultaba imposible que ella lo modificase. Sus lápices de colores, su colonia fresca, sus libros, los álbumes de fotos, su lado de la cama. ¡Qué pena me produjo su final! ¡Qué ruin me sentía yo! Si hubiese tenido valor le habría seguido, metiéndome una puñalada, tomándome un puñado de pastillas, o saltando la barandilla de la terraza. Nada de eso hice, porque me faltó coraje, porque fui tan cobarde que me reconocí muerto antes de estarlo para no tener que matarme.
6
La distancia ahuyenta los recuerdos, que nos visitan durante largo tiempo hasta que encontramos el desistimiento, la huida o la asunción de la realidad.
Por fin nos convencemos de que la vida es única, luchamos para seguir en ella inexplicadamente. Nos adentramos en la consciencia de que el éxito y el amor son efímeros, sabiendo que aquellos momentos ya no volverán. Entonces nos sentimos capaces de afrontar etapas diferentes y nuevos rumbos.
El último trago de pacharán y la madrugada me lanzaron desesperanzado, como un autómata, a un paseo por las calles recién regadas. En la calle de la Montera topé con una cara curtida por la miseria, con el oprobio mundano de una prostituta ofreciéndome una felación en una esquina, para terminar la noche. Por un momento me recorrió un escalofrío, no sé si de miedo o de asco. No conseguí esquivar la cara de Olvido transmutada en la de aquella mujer. Tampoco pude evitar verme a mí mismo, arrastrándome, vagabundeando sin sentido. Le respondí que no necesitaba su servicio y le di los cuarenta euros que llevaba en el bolsillo sólo a cambio de que se refugiase de inmediato, que abandonase aquél pestilente callejón. Era consciente de que con aquello no conseguiría salvarle de vender su cuerpo para sobrevivir. La noche siguiente y la otra y la que viniese después se ofrecería de nuevo a cualquiera, al primero que pasase, sin escrúpulos, rendida al desprecio de un polvo como si se escupiese en una esquina.
Al verla marchar concluí que el sexo estaba mal valorado y el cariño descuidado, incluso para las putas, que reciben cuatro perras a cambio de entregarlo todo. El sexo, el ansia de primar la lujuria por encima de la honestidad, del compromiso, de la sinceridad, me castigó con la imposición propia de la privación, de la repulsa.
Cuando llegué a casa me propuse arrojar a la basura todo aquello que me quedase de Olvido, y apareció una segunda carta que aún no había abierto.
SINOPSIS
La vida de José es rutinaria hasta que se cruza con la de Olvido. La trágica muerte de su esposa Luisa a manos de Olvido lo hunde en una profunda depresión. Cree poder superar la autoinculpación si huye a otro país, borrando los recuerdos, iniciando un trayecto diferente en su vida y vende todas sus propiedades en España. Olvido es condenada y encerrada en un psiquiátrico.
El azar hace que Tozeur sea su destino, una pequeña población tunecina, un oasis a las puertas orientales del desierto del Sahara.
Ahmed lo conduce por el desierto y lo ayuda a iniciarse en una visión muy distinta de los acontecimientos. Con temor a lo desconocido y a una cultura ajena, se aferra a su solvencia económica para despertar la aceptación y el respeto de los lugareños.
José escucha el susurro del agua de un riachuelo que abastece una fuente mitificada por la historia de unos antiguos amantes. Se deja guiar por su casero Saad e invierte todo su capital en la construcción de un balneario.
Yasmin despierta amor y deseo en José, pero Saad tiene otros planes, quiere casarlo con su hija Noor. Agotado el dinero sin terminar el balneario, José asume riesgos de financiación ilegal que le permiten conocer el verdadero peligro que representa Saad, incurso en el tráfico de armas con la oposición libia.
La conclusión del balneario y su prosperidad se desestabilizan por la sorprendente e inesperada llegada de Olvido. Su asentamiento en la casa de José despierta los recelos, las intrigas de Saad; pone en peligro la relación de José y Yasmín; hace tambalearse la continuidad del balneario.
Saad y Olvido mueren extrañamente asesinados. Noor se suicida. Expulsan del pueblo a Yasmin. José quema el balneario, en una catarsis liberadora de su pasado; busca y encuentra a Yasmin.
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