Y me caí. El asfalto cubierto de lluvia. Empapado, raspado en toda la espalda por intentar hablarle por primera vez a la chica que me gustaba a la salida de una fiesta de 15. Derrotado y con la camisa azul completamente rota, volví a casa pateando con la sola certeza de que jamás podria volver a mirar a esa chica a los ojos. En fin, esto no trata de mis fracasos. Así y todo esta introduccion es necesaria porque no hubiese existido otra razón por la que me duchara despues de una salida a los 16 años. Ya luego de la ducha; me llama Santi, completamente en pedo, diciendome que en 2 horas se jugaba el Real Madrid-Barcelona por la Liga Española y que vaya a su casa a verlo. O al menos eso fue lo que entendí. Me vestí, pase a comprar facturas y pedalee hasta su casa. Vimos el partido…bueno vimos es multitud; vi el partido en su casa, ya que, el maestro 10 minutos antes de que arranque el partido se duerme como un chancho en el puff que estaba al lado de la mesa. Sólo. Incómodo, como todo invitado cuando el anfitrión no está. Me preparé el mate, como todo hijo de vecino nacido de ambos lados del Rio de la Plata. Esas 2 pavas de mate, esa actuación prolífica en el 3-0 del Barca mientras el anfitrión roncaba; no son cosas dignas de ser contadas como una anécdota imperdible en una sobremesa de asado o escrita en forma de cuento. Pero iban a marcar mi vida para siempre. Aunque, obvio, de esto me enteré recién dos años después.
El primero de mayo de 2019, jugaban el Barca contra el Liverpool por la ida de las semifinales de champions. A los 37 minutos del segundo tiempo, tiro libre para el barca y agarra la pelota Messi. En ese instante, en ese preciso instante en que el 10 apoya la pelota en el césped, sentí un click en la cabeza y en el pecho. Al mismo tiempo. Y todo se puso en pausa. Miro para los costados, y no había nadie. Ni él, ni su perro Simbo, ni su madre; me observo a mi mismo y me di cuenta de que no estaba sentado en mi silla; miro para el frente y Messi ya no estaba. Sentí vacío. Y claro; si cuando alzo la vista para ver por la ventana; si las rejas, las casitas con pasto al frente, las abuelas barriendo las hojas que se caian de los árboles, habían desaparecido; si los gorriones, ya no estaban cantando. Si lo que veía, en cambio, eran los fríos edificios y lo que se escuchaba eran los bocinazos desafinados de la gran ciudad. Si, a comienzos de ese año, me había ido de mi pueblo a Córdoba para estudiar. De repente, miro al frente nuevamente y la pelota ya se estaba colando ahí, en el pliegue entre el palo derecho del arquero y el travesaño. Justo cuando la cámara iba a enfocar las caras maravilladas de la hinchada española; apague el televisor y me fui a la cama. La angustia le había ganado 3-0 al asombro, a la felicidad por lo magnífico, al amor por el fútbol que me generaba ver a Messi con la bocha en su zurda. Ya no era mi silla, ya no era yo.
Durante los posteriores 2 años al primer suceso, antes de irme, no me había perdido un partido en el que Messi participara. Y los vi todos en la misma silla. Yo llegaba, tocaba el timbre y entraba sin esperar a que alguien me abra la puerta siempre media hora antes de que la pelota empiece a rodar. Un tímido «Hola» generalizado, para Santi y para la madre que siempre estaba, y sin tampoco pedir permiso ponía la pava y preparaba el mate. En ese lapso de 5 minutos en que entraba por la puerta y el agua caliente ya estaba lista, no nos decíamos una sola palabra. No hablabamos. Hoy me doy cuenta de que esa rutina, era más que eso. Cada vez que entraba por esa puerta era una reafirmación más real que la anterior de que esa no era la casa de un amigo. Era mi casa. Durante esos dos años, lo fue. Tardes en las que debíamos haber estado en el colegio, las pasabamos ahí. Jugando al ping pong, a la play, en la pileta tomando una cerveza, o haciendo nada. Tardes y noches enteras de nada, y jamas me aburrí.
Hoy sé que ese vacío que sentí, ya lejos, cuando Messi puso la pelota en el piso, fue producto de no estar cebandole un mate a él o a su madre; de no estar contándole a esta última sobre el pedo que se había agarrado su hijo el sábado pasado, o de como me había ido a mi en la prueba de matemáticas. El vacío fue no sentir como el Simbo me lamía la mano cada 3 minutos. Fue el no poder volver a entrar por esa puerta; al otro día, a la misma hora y sin tocar la puerta. Lo increíble de salir de mi casa, y en 5 minutos estar en mi otra casa. Con mi otra familia.
OPINIONES Y COMENTARIOS