«CAMINA O REVIENTA»

Piensa en voz alta mientras se deja caer por el terraplén.

El uniforme está un tanto ajado. Las alambradas han hecho mella en las gastadas fibras, dando al fugitivo un aspecto más desaliñado aún. Los rotos en las rodillas podrían confundirse con los de esa estúpida moda juvenil con rasgaduras por todas partes en una prenda lavada a la piedra que los comercios venden a un precio exorbitante… Pero las manchas de grasa y el olor a gasolina definen su origen y el medio del que se valió para huir del campo de trabajo forzado.

Abandonó el lugar en un inverosímil espacio entre los ejes del camión y la caja del mismo, en bastante mal estado.

«Con un canto en los dientes me daría si hubiera tenido a mano un buen cinturón».

Ata sus pantalones con la cuerda robada de un tendal mientras acelera sus pasos hacia la vía del tren paralela al río que discurre cerca del bosquecillo. A este llega y se lava en sus aguas. El frío alivia sus heridas.

Ha podido proveerse de unas zapatillas «de marca», aunque son algo grandes para sus pies desnudos de calcetines. Un hilillo de sangre seca asoma sobre un tobillo.

Las manos le escuecen, abrasadas por la fricción con el alambre tenso que fija la antena y pasa por encima del área de carga. Por ahí huyó. Unos trapos y sus calzoncillos le sirvieron de aislante al deslizarse en la noche como funambulista torpe, como un ladrón. Solo que esta vez robaba su libertad.

Tenía hambre.

Le pusieron Lázaro, al nacer, porque parecía muerto y sólo cuando el cura lo movió para darle la extremaunción alguien se percató de que no estaba lo suficientemente frío. Aquel cuerpo entre harapos latía junto a la madre muerta de sobreparto.

Con el paso del tiempo el rapaz se perdió en unas ruinas, cayendo a una poza.

Aunque no estuvo mucho tiempo en ese lugar el aspecto que presentaba cuando le izaron era lamentable. Sobrevivió gracias al agua que se filtraba entre las grietas de los sillares del muro y a un trozo de bollo duro con chocolate que supo administrar durante tres días. » Y al tercero, resucitó» dijeron al sacarle y envolverle en una sábana que ofreció una paisana del lavadero municipal. Desde entonces arraigó aún más el aspecto bíblico de su nombre.

Su persona gozaba de salud y de suerte alternativas. Buena a veces. Mala cuando fue acusado de cometer el crimen del tendero chino. Fue el último en salir del establecimiento antes del atraco. Aunque nada que lo comprometiera se encontró en su poder sus huellas estaban por todas partes pues todo lo manoseaba mil veces antes de decidir no comprar nada…

Nadie sacó la cara por él y hacía falta un culpable para que el cabo ascendiera a sargento, los inspectores de la capital no husmearan por el pueblo y el maestro ayudara al cura a componer un bonito discurso sobre el mal ladrón, la avaricia, la justicia, el perdón de Dios y otras lindezas que se oyeron, chirriantes, a través de un micrófono, desde un púlpito repleto de intereses.

En efecto. Parece ser llegaría pronto una delegación china para analizar «in situ» el sotobosque del lugar donde pacían los hermosos cerdos destinados a jamonería ibérica. Colateralmente había intención de industrializar y comercializar la gran cantidad de trufas silvestres que daba el terreno. Y algo más, se decía «sotto voce», pero sin especificar qué cosa fuera pues el asunto debía ser demasiado complejo para aquellas mentes sencillas cuyo objetivo principal era medrar en la vida, a ser posible con adquisición de vivienda con piscina y vehículo de alta gama. Algunos, los menos, incluso hubieran vendido con gusto a su propia madre por lograr un escaño en el Parlamento. De todo había, con gran variedad, en aquel lugar.

La muerte del comerciante chino entorpecería las negociaciones si no se aclaraba rápidamente. Y el juez Don Manuel (para las malas lenguas, «Barrabás») no se andaba con chiquitas.

Aunque hay muchos adelantos, siguen funcionando los trenes llamados «de mercancías». Esa vía férrea correspondía al antiguo trazado de traviesas de madera y raíles brillantes sobre los que la muchachada de antaño hacía equilibrios y machacaba piedras, chapas o cualquier cosa que cupiera en ellos para ser apisonada por la terrible «Penacho Negro», máquina infernal de los «Indios Ocultos», cuyo ataque inminente sostenía la ilusión de los jóvenes en el verano. Luego contarían mil batallas y explicarían cientos de trucos como, por ejemplo, el de oir la llegada del enemigo colocando la oreja en la vía, adivinar el futuro según el vuelo del cernícalo o predecir con exactitud el próximo temblor de tierra visualizando las nubes de un cielo «enladrillado»..

Lázaro es parco en palabras. Sin embargo su mente es ágil. Todo lo recuerda. Sonríe pensando en sus aventuras infantiles y eso le proporciona cierta seguridad. «Si todo salía bien cuando era niño, no tiene por qué torcerse ahora», medita, mientras considera que los trenes-torpedo con vagones vomitando arrabio por la trampilla superior no son la solución más adecuada para la situación que se complica cada vez más con el correr de las horas.

Debería poner tierra de por medio… «¿o no?», se pregunta mientras ve pasar bandadas de estorninos hacia el sur.

«Donde no me van a buscar, pasado un tiempo prudencial, es por estos alrededores aunque, de momento, aquí y así vestido no hago nada», se dice.

Llega un tren que aminora la marcha antes de introducirse en un pequeño túnel. Las paredes de roca son abruptas y están a ras de los vagones en ese lugar donde muchas veces jugara Lázaro.

Es el momento… «¡Jerónimooo!»

Dicho y hecho. Salta a la plataforma de un vagón que lleva bobinas de acero y se escurre entre el resquicio que dejan dos de ellas. Decide que irá hasta el mar y allí se unirá a la tripulación de algún barco que zarpe en breve. Y vuelve a pensar en la descabellada idea de permanecer cerca del lugar donde murió el chino. Le interesa en gran modo resolver ese enigma pues le va la vida en ello.

La tarde arde. Ese verano se presentó sin avisar, antes de lo esperado. Las altas temperaturas ponían a prueba la piel de todo aquel que trabajara de sol a sol, al raso.

El tren sigue renqueante. Es zona de curvas peligrosas y el maquinista opta por reducir prudentemente la marcha del convoy.

A Lázaro todo le da igual pues ya está muy cansado, muy débil. Tiene hambre. Sus manos supuran en algunos puntos. La fiebre se confunde con el agobio que produce la estructura metálica recalentada. Nuestro hombre intenta relajarse… Poco a poco se sumerge en un denso sueño…

(HABLA DIOS) «¡Muévete!»

(CONTESTA LÁZARO) «¡No sé cómo!»

(DIOS) «Te creé para algo y mírate ahí, andrajoso, sucio, sin una idea por la que ponerse en acción».

(LÁZARO) «Soy lo que tú has hecho de mí».

(DIOS) «¿Y el tiempo que te queda?. ¿Lo vas a malgastar tumbado viendo pasar el paisaje?».

(LÁZARO) «Proponme algo».

(DIOS) «¿Eso quieres?».

(LÁZARO) «Sí. Estoy cansado. Todo se me tuerce. No hay nada que comience que no se vuelva en contra mía…»

(DIOS) «Trabaja por los demás».

(LÁZARO) «¿Cómo?».

(DIOS) «¡Despierta!».

El tren ha detenido su marcha. Hace tiempo que el sol rodó por el horizonte y ahora sopla una brisa que, aunque caliente, alivia algo los hervores de la jornada.

Lázaro está anquilosado. Con mucho esfuerzo se deja caer del vagón dañándose los tobillos con las piedras que se amontonan entre las traviesas de las vías. Las cruza casi a rastras.

Entre inmuebles en ruinas y tras los andenes de carga hay un edificio negro donde se reúnen todos los operarios para cenar. Hacia allí se dirige con ánimo de comer algo aunque sea robándolo.

Prueba por la puerta trasera. Está cerrada. Piensa apilar cajas y entrar por el ventanuco de los urinarios. Lo intenta y cae varias veces.

Está desesperado. Va a morir vomo una rata de cloaca… «¡Cloaca…, las cloacas y las entradas a los almacenes de materiales peligrosos…!», dice en voz alta.

Casi a rastras se hunde en las sombras ignorando la fetidez del medio. Huele a cobre quemado. Vapores sulfurosos le rodean. El dulzón hedor de algún animal en descomposición le produce vómitos… Empuja un portalón metálico y pasa a una larga estancia abarrotada de barriles apilados en orden según clase, marca y tamaño. Luces eléctricas mortecinas jalonan el camino que sigue el prófugo. Hay humedades en el techo y se forman pequeños charcos sobre un empedrado cada vez más resbaladizo.

Escalones.

Uno, dos, tres, cuatro, rellano; cinco, seis, siete, ocho, rellano y puerta lateral. Abandona el sótano por esa salida auxiliar y se introduce en una pequeña habitación de ambiente más cálido. Un jergón en el suelo, un candil aún humeante y un platillo con restos de comida le hacen pensar que está en una sala de vigilancia o control. La bombilla del lugar amarillea y el filamento brilla mortecino. «Poco va a durar esa luz, poco voy a durar yo si no pongo remedio», piensa y se pone a relamer el platillo grasiento tragando casi sin masticarlos apenas dos trozos desmigados de pan duro.

Oye voces. Un golpe. Silencio otra vez.

Pasa a través de otra puerta a un ámbito mucho más cálido. Hay unas maquinarias zumbando. En un extremo la base o asiento de un horno de asar le advierte de que está justo debajo de la cocina del refectorio de los trabajadores. De vez en cuando se abre una espita y se oyen gorgoteos en distintas cañerías de grueso tamaño que se distribuyen en el techo como serpientes enredadas en una jaula.

Cual Fausto redivivo, Lázaro piensa que el Infierno no debe ser mucho peor. Se dirige a una puerta bien lustrada y la empuja… Otra escalerilla y otra puerta, esta de reciente factura. La abre…

A ambos lados se ordenan unos reservados con paneles batientes y agujeros ominosos en el centro de unas lozas higiénicas con posapiés. Son los aseos. Al menos así se hace constar en un rótulo aunque falte la higiene más elemental. Marcas en las maderas, suciedad acumulada en las letrinas, cisternas vacías de agua…

Sale Lázaro por el acceso único del fondo y se encuentra con un inmenso salón tan grande como un campo de fútbol lleno de mesas de madera vieja con bancos cojos que permiten el asiento de cuatro o seis personas, según sea su volumen. Casi todas están ocupadas por hombres, obreros con diferentes uniformes desgastados y algo manchados. Las mujeres no se suelen mezclar con aquellos y, aunque en número menor, no se distinguen del macherío en lo referente a voces, blasfemias y exabruptos continuos.

La atmósfera es densa. Nadie respeta un viejo cartel que prohibe fumar. Incluso han quemado con colillas distintas partes del anuncio de modo muy artístico.

Nuestro peregrino se aposenta en una mesa en cuyo extremo opuesto dos contertulios discuten acaloradamente.

Pasa cierto tiempo y la camarera acude cerca de vez en cuando.

En una de las ocasiones pregunta maquinalmente a los parroquianos ubicados junto a Lázaro si ya están servidos, obteniendo unos gruñidos por respuesta.

Suena una sirena insistentemente con tres tonos crecientes y uno decreciente.

Es la hora del cambio de turno.

«¡Ven conmigo!»

Lázaro se sobresalta atragantándose con unas raspas de pescado que ha recogido de algunos platos y que aparenta ofrecer a un gato tiñoso que se arrimó a su vera.

«¿Quién eres tú?», pregunta.

«No importa», contesta la muchacha. «Te conozco. Eres el pringado que cogieron por lo del chino. Y ahora van a cerrar el asunto. Si te han dejado escapar es porque te van a matar».

Lázaro está perplejo. El gato se le ha encaramado a sus rodillas y da buena cuenta de los restos del pescado del plato.

«¿Cómo quiere el café?», dice, disimulando, la chica mientras hace como que apunta el servicio en un papelajo.

«…………………………», Lázaro no sale de su asombro y termina pateando al gato que comenzó a lamer sus heridas con sospechosa avidez…

«¡Marchando!», grita la camarera.

En los oídos del hambriento resuena la última palabra que le evoca los lugares en los que se repetía esa expresión antes de aparecer un humeante café con leche, o cortado, o capuchino, o carajillo, o irlandés… Sitios que frecuentaba para estudiar aquellos libros que le prestaba, por docenas, el encargado de la Biblioteca Pública donde él trabajaba fregando suelos, bruñendo picaportes y aventando alfombras. Al desempolvar viejos legajos siempre contaban con él. Su delicada pulcritud y la gran sensibilidad de la que hacía gala en el trabajo eran garantía de buen laborar, máxime a la hora de tratar incunables: entonces desarrollaba todo su potencial en la amorosa manipulación de los documentos. Era paciente, metódico y ordenado. De ese modo ganó la confianza del Archivero Mayor y obtuvo licencia tácita para poder sacar libros de lance y otros más eruditos, durante cortos períodos, para no perjudicar a posibles lectores interesados en los mismos. Se afincaba en una mesa de cualquier bar o de la estación de trenes y devoraba lo que bajo sus ojos desplegaba.

Algún domingo o festivo relevante se tomaba la libertad de ir al Casino para poder deleitarse viendo las formas retorcidas que dibujaba la crema sobre la negra infusión, servida en una noble tacita de cerámica sin desportillar, y de ese modo hacerse la idea de que era un intelectual trascendiendo conceptos o un letrado ordenando la eficaz defensa de un condenado a muerte… El calor, los aromas de puros habanos, alguna esencia de mujer y una chisporroteante música que repetía hasta la saciedad una gramola automática conformaban una como nube en la que se dejaba mecer, casi levitando…

«¡Tómate esto!», dijo la joven mesera al tiempo que servía un plato de arroz y dejaba caer de entre sus faldas y el delantal un lío repleto de ropas.

Y acercándose como para oir mejor una comanda le dijo, quedo, a Lázaro: («cómetelo todo, luego vas al fondo y te lavas con el agua de la tinaja, sales por la puerta que hay detrás, te cambias de ropa y me esperas»).

Las órdenes estaban claras.

Aferró una cuchara con firmeza pese al dolor de las heridas y empezó a deglutir casi sin masticar lo que era, en esas circunstancias, un verdadero manjar de reyes.

Mientras tanto mantuvo con el gato un sordo combate a puntapiés y arañazos por el hatillo que estaba en el suelo, entre sus pies, saliendo vencedor a los puntos… que tendrían que darle visto el estado en el que el minino dejo sus pantorrillas…

La algarabía se transformó en fragor una vez el recinto se saturó de comensales.

Aprovechando la coyuntura el hombre cumplió puntualmente lo que le indicara la muchacha y se vió de nuevo en un lugar oscuro, con el cuerpo algo aliviado por el agua fresca, embutido en un uniforme indescriptible y con una renovada ansiedad. Miccionó en lo que parecía una esquina. El orín le ardió al salir.

«¡No seas guarro!»

«Es que…», excusóse el hombre.

«¡Acaba y vámonos¡»

«Ya está, espera a que me enjuague…»

«Sígueme… ¡Ah, me llamo Lucía!»

SINOPSIS

Un hombre que cumple condena de dos años en un centro de reinserción social ha huído. Se le acusa de haber dado muerte a un comerciante oriental con el que frecuentaba charlas y con quien había iniciado una sincera amistad. Incluso estaba aprendiendo el dialecto mandarín con la idea de desplazarse a China y ayudar a su amigo en su tarea: importar productos escasos o extraños en su país, así como el intercambio de ciertas técnicas atávicas…

Todo se trunca tras un misterioso crimen que busca implicar a nuestro protagonista.

Lázaro viajará en un tren de carga. Tendrá un encuentro fortuíto con una amiga de Xuan-Lu, el chino asesinado.

La joven le ofrece seguir huyendo con ella, pues quiere abandonar a un hombre que la sojuzga y explota laboral y personalmente.

El Centro Resurgir envía un guardia-sabueso para localizar al fugitivo. La policía regional pone en marcha un operativo que moverá a siete agentes bastante torpes. El jefe de Lucía, la chica del Gran Restaurante, encarga a un acólito que persiga y dé caza a la desaparecida dándole carta blanca para obtener su objetivo, proporcionándole una «luger» de su propiedad.

La huída en un autobús de futbolistas que van a jugar al extranjero facilitará el que Lucía y Lázaro pasen desapercibidos y salven todos los controles habilitados para su localización.

Cuando ya todo tiende a solucionarse aparece en escena una astuta investigadora china enviada para obtener el plano catastral con apuntes al dorso que aparentemente da razón de los terrenos que serían explotados en régimen agropecuario pero que en realidad manifiesta la existencia de una veta de un material áltamente apreciado en la industria de las comunicaciones.

A lo largo de la historia se verá cómo fluctúan las relaciones personales y de qué modo el azar puede determinar los acontecimientos.

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