La única forma de salir de la tormenta es atravesándola
Gabriel y Julia, amores de adolescentes que llegaron a consumarse en la unión conyugal y llevar una vida feliz. Tuvieron dos hijas, la menor de ella, Yulimar, por su gracia y afecto fue la consentida de su padre, pero ambas crecieron felices. Hechas mujeres, se enamoraron y formaron su propio hogar en otro país, que les permitió mejores condiciones vida. Gabriel y Julia siguieron las huellas de sus hijas y se residenciaron a pocos kilómetros de ellas para ver nacer, crecer y cuidar a sus nietos. Tanto Yulimar como su hermana tuvieron hijos y crecieron bajo la custodia de los abuelos, quienes lo recibían diariamente en casa, mientras las hijas y sus parejas iban al trabajo.
Así pasaron varios años, hasta que una tarde de regreso a buscar a su hijo, Yulimar sufrió un fatal accidente donde perdió la vida. La muerte de Yulimar enlutó al grupo familiar, pero la noticia del vital acontecimiento impactó de forma brutal la psique de Gabriel. Sus primeras palabras fueron negación del hecho.
— Todo eso mentira, ella no está muerta, —dijo con rabia. —Solo perdió el camino, ella pronto regresará a casa.
Cuando Yulimar ingresó dentro del ataúd a la funeraria, Gabriel miró su cadáver a través de la ventanilla de cristal de la urna. Pensativo se dirigió a su mujer.
— ¿Quien es la mujer que está en la urna? —preguntó Gabriel.
—Nuestra hija Yulimar, —respondió Julia con lágrimas corriendo por sus mejillas.
— ¿Entonces es cierto, sucedió realmente? —exclamaba Gabriel en sus adentros.
Después del crematorio, familiares y amigos lo acompañaron a casa. Gabriel se reclinó en el sofá sin emitir palabras. Hector, su hermano mayor se acercó a él para consolarlo.
— Es increíble hermano, esta mañana mi hija dejó al niño en casa y se fue al trabajo y regresó dentro de un ataud, —expresó Gabriel.
—Así es hermano, es lamentable lo sucedido, pero la vida continua, —respondió Hector.
Gabriel continuaba hablando de la tragedia de Yulimar con todos los amigos y familiares que lo visitaban, tratando de esa forma afrontar el trauma de la pérdida y aliviar el dolor que sentía.
Pasaron los meses, y Gabriel sentado en su diván pasaba la mayor parte del tiempo solo, absorto en sus pensamiento como tratando encontrar una explicación a lo sucedido, así pasaba horas mirando por la ventana con la añoranza de verla regresar.
— ¿Tenía que suceder? ¿Podría haberse evitado? —eran las preguntas que a diario se hacía en sus adentros. — Tal vez sea cierto que ya se ha ido para siempre.
De tanto repetir la historia, Gabriel comenzó a darse cuenta de la realidad, su hija estaba muerta y no regresaría. Ese día cuando tomó conciencia de su pérdida, como un volcán en erupción brotaron sus sentimientos reprimidos e inmediatamente se escucharon gritos con maldiciones y entre lágrimas de dolor expresaba con rabia todo lo que sentía.
—¿Por qué no advertimos a tiempo lo que podía suceder o no hicimos lo suficiente para evitarlo? —decía Gabriel a gritos y golpeando las paredes.
— ¿Por qué los médicos no llegaron a tiempo para auxiliarla?
— ¿Dónde estaba Dios, su amor y compasión que dice tener hacia nosotros?
—Cálmate Gabriel, —decía la angustiada esposa. — Con la rabia no lograrás regresar a nuestra hija, solo puedes ocasionarte un infarto.
— Ojalá me muera de una vez para no sentir este dolor, —gritaba Gabriel
En vista de la alteración emocional que presentaba Gabriel, su mujer y su cuñado lo trasladaron a emergencias. Julia comentó al médico la situación de duelo que estaba viviendo y la reacción de su marido ante tal situación. El doctor lo examinó e hizo un electrocardiograma cuyo resultado fue normal. Le suministró un ansiolítico y lo dejó bajo observación durante dos horas.
—El señor Gabriel ha tenido un shock emocional tras la muerte de su hija, comentó el galeno. —Actualmente está viviendo la etapa de ira del duelo, porque se ha dado cuenta, que realmente ha muerto su hija. Al principio negó la muerte para evitar dolor, pero ahora ha tomado conciencia de la realidad y sus emociones reprimidas han salido a flote. La ira es una fase normal y necesaria para elaborar el duelo.
Recuperado de su crisis llegó a casa y abrazó a Tato, un perrito blanco que él había regalado al nieto en su cumpleaños, luego fue al jardín a regar las plantas, que había abandonado después de la muerte de su hija.
Un día domingo, en las primeras horas de la mañana solicitó a su esposa lo acompañara a la iglesia y allí ante Jesús crucificado, se arrodilló y pidió perdón por las ofensas.
Al llegar a su hogar, se sentó en el diván frente a la ventana a mirar hacia el cielo como esperando que el pacto que hizo con Dios le devolviera a Yulimar. Así pasaron los días y meses sin obtener el resultado esperado. Abandonó la ventana, se encerró en la habitación y se negó a ingerir alimentos. Su estado de salud física y mental fue deteriorándose. Nuevamente fue llevado al médico. En vista de su grado de deshidratación fue hospitalizado.
—El señor Gabriel presenta un cuadro de depresión reactiva, — dijo el doctor. — Es otra fase de la elaboración del duelo, Él está consciente de la realidad que está viviendo, perdió a su hija y no hay retorno. La tristeza sustituyó a la ira y su vacíos los llenó con dudas e interrogantes donde cuestiona si tiene sentido seguir viviendo. Ante este cuadro clínico es necesaria la asistencia del psiquiatra.
Dos días después, Gabriel fue visto por el psiquiatra y posteriormente dado de alta y llevado a su domicilio bajo tratamiento con antidepresivos.
Pasaron los años y Gabriel aceptó la pérdida de su hija, pero se negó a vivir con esa realidad. Se encerró en su soledad y se negó a reorganizar su vida. En forma lenta y progresiva, Gabriel fue elaborando una idea con la esperanza de encontrase con Yulimar. Si ella no vuelve a mí, yo iré a su encuentro y allí le haré compañía para siempre.
Se hizo el ciego y sordo a toda ayuda que aliviara su pena y lo regresara a la vida. Hasta que llegó el día, en que su sueño se hizo realidad y se vio caminando sobre las nubes al encuentro de su amada hija.
Esta historia es de la vida real y está basada en el libro “Sobre el duelo y el dolor” Kübler Ross y Kessler (2004)
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