Tenía quince años, estaba en tercer ciclo de secundaria. Digamos que era muy popular, porque jugaba bien al fútbol. Había aprendido en Parque Chacabuco y el Bajo Flores, jugando contra pibes de las villas de emergencia vecinas.

Me había hecho fama de loquito. No me importaba el tamaño, ni la edad. Si alguien me pegaba desde atrás, me levantaba y lo encaraba. Por supuesto que solía volver a mi casa con un ojo negro y sangre secándose en mi boca. Claro que los nudillos pelados. Y el otro nunca más volvería a tocarme, ni acercarse siquiera. Caía y me levantaba siempre. Estaba loco.

En la secundaria se acentuaron las dos cosas: jugaba mejor y me defendía mucho más.

Un inolvidable mediodía, en plena clase de Geografía, entró en nuestro salón un chico del quinto curso junto con un Preceptor. Dijo que venía a buscar a un morocho, petiso, que jugaba muy bien al fútbol y que le llamaban “mierda”. Lo cual provocó las risotadas de todo el curso, menos de la profesora que, a pesar de su enojo, estaba muy interesada en saber quién era el dueño de tal apelativo.

Me cuesta ponerme colorado. Digamos que estaba borravino. Me levanté en forma lenta y deliberada, sin sonreír. La profesora me clavó sus ojos como estiletes. Entendí que era una materia casi perdida.

Me llevaron con ellos al salón del Laboratorio. Fui presentado a muchos del quinto curso. Me querían para la selección que jugaría el inter colegial. Era una novedad para el Lasalle, por primera vez un enano de tercero jugaría con los grandotes de quinto.

Había muchos privilegios. Horas y días para entrenar que se faltaba a clases. Claro que con anuencia del Director, quien deseaba más que nada en el mundo ganarle al Colegio Ward, campeón de dos años consecutivos.

Por supuesto que pagué derecho de piso. En el primer entrenamiento, tuve que pasar por el medio de una doble hilera de gigantes, que gozaron golpeándome a mansalva. Se me caían las lágrimas, por el dolor. Aguanté sin decir una palabra. Me dejaron casi sordo por los golpes en los oídos. Y los que fueron directo a mi cabeza, me dejaron mareado. La idea era con la palma de la mano, pero algunos optaron por utilizar sus puños.

Mi venganza fue en el entrenamiento propiamente dicho. Cuando hicimos fútbol, me cansé de hacerles caños y de hacerlos pasar de largo. De todas maneras, se cuidaron gracias al entrenador en no golpearme arteramente.

Comencé cierta relación amistosa con algunos. Hasta nos rateábamos juntos. Había dos puntos clave donde dirigirse en aquella época: la costa del río en Vicente López y el Zoológico. A este último llevé un día un grabador, aquellos antiguos de cinta. Grabamos el sonido de distintos animales. Sobre todo los monos y los elefantes.

La próxima vez que fuimos, uno de quinto llamado Ferro, también llevó un grabador. Nos pusimos de acuerdo de, desde el oculto rincón de los pupitres, poner los sonidos a todo volumen en alguna clase.

Por desgracia la profesora de Geografía era la misma de tercero y de quinto. Le hicimos pasar un par de clases muy interesantes.

Como es de suponer, me citaron a Dirección. Y me propusieron que si decía el nombre de quién había hecho el mismo desbarajuste en quinto, no nos expulsarían.

Para ese entonces, ya estábamos en pleno campeonato. No jugué los dos primeros partidos de titular, pero el tercero el técnico me hizo entrar por Ferro. La rompí. Es decir, quedaba en duda si el titular jugaría el cuarto partido.

Esa mañana en la oficina del Director, sopesé todas las posibilidades. Nos estaban dando una oportunidad. Así que antes que me expulsaran, dije su nombre. Tuve ganas de vomitar por lo que había hecho, pero era una forma de continuar en carrera. Y a ninguno de los dos nos expulsarían.

Esperé a que Ferro saliera de la oficina del Director. Lo habían llamado a la media hora en que salí. Intenté explicarle la situación, pero no me escuchó. Sólo me miró con odio y me dijo que me esperaba a la salida.

Aún estirándome lo más posible, apenas le llegaba a la cintura. Su mano abierta podía cubrir todo mi rostro. No quise pensar en su puño.

Traspiré hasta que sonó la fatídica alarma de salida.

No voy a negarlo, tenía pánico. Me temblaban las manos. Encima supuse que peligraba mi puesto en el equipo de fútbol.

Pensé en tirarme al piso apenas amagara pegarme. Quizá si me hacía el muerto no recibiría tanto.

Ahí estaba, en medio de la calle. Se había quitado el saco y la corbata. Tenía la camisa arremangada y sus bíceps parecían brillar bajo el sol. Su sombra era aún más atemorizante.

Ya está, pensé. Estoy jugado. Con mucha lentitud me quité el saco, después la corbata, le entregué todo a un amigo (que me decía por lo bajo: corré, corré). Arremangué mi camisa con mucho cuidado. Y comencé a caminar hacia el patíbulo.

Cuando estuvimos frente a frente, me dijo: — No te quiero pegar, pero tengo que hacerlo.

Gravísimo error de su parte. Me moví muy despacio, obligándolo a girar. El sol le quedó de frente. El primer puñetazo lo tiró hacia abajo, dada mi altura. Los planetas se alinearon. Fue muy lento, quiso pegarme despacio. Aunque acertó en mi frente, no me produjo daño alguno. Acorté la distancia y en su segundo intento, recordé mi idea de tirarme al piso. Me agaché lo más que pude, sentí el viento causado por ese puño muy cerca de mi cara y sin pensarlo me impulsé hacia arriba, le pegué directamente en el cuello. Todo sucedió en cámara lenta. Lo vi tomarse la zona afectada. Lo vi ponerse rojo. Abría y cerraba la boca como buscando aire. Cayó de rodillas.

Todos creyeron que lo iba a rematar, pero me agaché y le dije que me tirara una piña desde su posición. Eso hizo, después de unos segundos de desconcierto. Apenas si me tocó la barbilla, me dejé caer como fulminado. Ahí quedamos. Goliat arrodillado y David caído.

Reitero que todo sucedía en segundos de goma. Un par de minutos que se estiraban y estiraban. Alguien gritó que venía la policía. Ferro se levantó y me acercó la mano ayudándome a levantar. Fue una milésima de segundo, pero nos sonreímos. Salimos corriendo junto a todos los demás.

Aquello pasó un lunes. El miércoles teníamos práctica, se venía un partido chivo, difícil, duro.

Llegó al vestuario después que yo. Me miraba mientras se cambiaba. El técnico nos dijo que jugaría Ferro de titular y entraría un servidor en el segundo tiempo, para agarrar cansado al rival.

Cuando estábamos saliendo para la cancha, me pasó el brazo sobre el hombro y sonrió.

Me dijo que no era tan “mierda” como decían por ahí. Pero que la próxima vez, si la hubiera, me mataba a trompadas. Me reí, nos reímos.

Siempre jugué como suplente de Ferro en ese equipo. Me hacían entrar para retener la pelota, cuando los rivales estaban agotados. Me pegaban demasiado. Claro, apenas tenía quince y los de diecisiete, algunos de dieciocho, me levantaban por el aire cuando la pisaba mucho. Más de una vez Ferro saltó para defenderme, aunque venía desde el banco de suplentes.

La única vez que jugamos juntos fue en la final, justo contra el Ward. Salieron muchos lesionados, tuve que entrar obligatoriamente. Ganamos uno a cero con gol de Ferro, tras un pase mío.

Cuando terminó el partido, en medio de los festejos, me levantó en el aire con su abrazo de oso. Me dijo: —Enano hijo de puta, me quedé con las ganas de cagarte a trompadas.

Etiquetas: cuento

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS