LEDA Y EL CISNE

LEDA Y EL CISNE

Jorge Milone

09/02/2021

A los catorce años, todas las noches tenía poluciones nocturnas. Soñaba con las mujeres en ropa interior de las revistas, con las vecinas mayores que dejaban un poco de carne al descubierto, con la profesora Amalia que usaba esos vestidos tan ajustados.

La mayor parte de las veces, mi deporte preferido era acariciarme incansablemente. Recuerdo que terminaba en los bolsillos del pijama. Como si mi abuela no fuera a fijarse en ese lugar.

Cuento esto porque no se me daban los deportes físicos. Tenía un cuatro en Gimnasia. Descollaba en Matemáticas, Historia y Literatura. Pasaba mucho tiempo en las bibliotecas. Al comienzo sólo me dedicaba a la Historia y la ficción. Y, ahí mismo, descubrí al Marqués de Sade. Hasta robé un par de sus libros que me acompañaban en las siestas o las noches más calientes. Un ejemplar de Memorias de una princesa rusa pasó a ser mi libro de cabecera. La historia de Vávara Sofía, hija del príncipe Demetri, hacía temblar las sábanas de mi cama. Seducida a los catorce años por un ayudante de campo de su padre, fue pasando de hombre en hombre, con lujo de detalles.

Una noche la abuela entró en mi cuarto muy despacio, estaba tan entusiasmado acariciándome que no la escuché entrar.

Cuando se sentó en la cama, el corazón se me detuvo. No atiné a guardar lo que ostentaba en mi mano. Ella me sonrió. Con mucha delicadeza sostuvo mi miembro con su mano cálida y arrugada. Y terminó con la tarea. Llevaba en la otra mano un pedazo de papel higiénico, limpió el desastre y, sin dejar de sonreír, se marchó.

En el desayuno pensé que lo había soñado. Ni sus palabras, ni su rostro dejaban lugar a dudas: nada había sucedido.

En otra oportunidad, en medio de una siesta muy caliente, entró en mi habitación y se sentó en la cama. La sábana no podía ocultar mi erección. Me destapó y esta vez fue con su boca sobre mi vergüenza. Jamás sentí nada igual. Se fue como había venido, sin hacer un solo ruido.

Esto se repitió tantas veces, que me pareció una eternidad.

Murió el mismo día que cumplía diecisiete años.

Fue un velatorio muy solitario. Apenas dos o tres familiares y algunos vecinos. Nadie reparó en mi absoluta falta de lágrimas.

Es verdad que ella me había criado. Cuando falleció mi padre, mamá me dejó con la abuela y se fue. Nunca supimos dónde. Sucede que para la abuela todo pasaba por algo. Y era de muy pocas palabras. De escasa, casi nula, demostración de afecto, hasta aquella noche que ya mencioné.

Así que ahí estaba, solo en una casa cómoda. Cocina comedor, un bañito y dos habitaciones. En el comedor había una mesita y tres sillas, el sillón de la abuela y un aparador inmenso. Lleno de copas y platos, que nunca utilizaba.

En su pieza estaba el ropero. Primer lugar que comencé a revisar. Una carta de mi madre, desde Mendoza. Donde relataba que se había vuelto a casar y no volvería nunca más. Estaba fechada catorce años atrás. Un objeto de goma tan grande, que me causó cierta impresión. Tenía la forma de un pene y aunque en algún momento habría sido negro, estaba gris por el uso y abuso. Algunas fotos muy amarillas, mi abuela mucho más joven con vestidos muy escotados y la cara con demasiada pintura. No encontré ninguna foto de mis padres, pero sí muchas de la abu en paños menores. Una cajita musical con una bailarina que giraba alrededor de un cisne. Me gustó mucho el sonido. Nunca había escuchado algo así.

Me pasé muchas horas observando a la bailarina y el cisne, escuchando esa música que me hipnotizaba.

Cuando continué con mi investigación, lo hice con el aparador antiguo. Ahí encontré un tesoro. Utensilios de oro y plata. Y en uno de los cajones más grandes, fajos y más fajos de billetes.

Me sentí millonario.

Aprendí a vender de a poco las cucharas de plata, los tenedores de oro. Y utilizaba el dinero como si no tuviera tanto. Hice algunos cambios en la casita, mi habitación pasó a ser una especie de estudio: un escritorio, máquina de escribir, libros por el suelo y revistas de mujeres desnudas. Y me compré ropa.

Algunas chicas del barrio comenzaron a mirarme de otra forma. Por mi parte, ya le había echado el ojo a una vecinita bastante simpática, Maribel. La única que me sostenía la mirada cuando le relojeaba las piernas. La única que me devolvía el saludo con una sonrisa.

Pasé muchas noches, acompañado por la música de la cajita, acariciándome, pensando en ella.

Maribel tenía una hermanita de unos doce años. Siempre andaba con una pollerita escocesa muy cortita. Se me había pegado como una estampilla. Cuando iba a ver a su hermana en la plaza del barrio, no me dejaba tranquilo hasta que la hamacara hasta el cansancio. Cuando estaba sentado en alguna parecita, venía y se apoyaba entre mis piernas moviéndose hacia adelante y atrás.

Una tarde, mientras hamacaba a la fastidiosa nena, vi como su hermana se besaba con otro chico del barrio. Fue raro. No me afectó tanto como hubiera creído.

Un mediodía de verano, de esos en los que la mayoría de la gente no sale a la calle. Después de haber almorzado fideos con dos huevos fritos y de haber tomado un par de vinos con soda: golpearon mi puerta. Al abrir, me encontré con la nena. Me dijo si podía quedarse en mi casa un rato, porque sus padres y su hermana habían salido. La dejé pasar sin pensarlo.

Fui hasta la habitación grande, que había hecho mía. Prefería dormir más cómodo en la cama de dos plazas. Había vendido el ropero y tenía un placar más moderno. También había pegado algún que otro póster en las paredes. Me tendí en la cama y le mostré a Valeria, la nena, el funcionamiento de la cajita musical. Ella también se tendió en la cama, sobre el vientre, para observar embelesada el movimiento de la bailarina alrededor del cisne. Su vestidito se había subido mucho más allá de la cintura.

Mientras Valeria quedaba absorta con la música de la cajita, yo le miraba la cola redondita y apenas tapada por una bombachita azul. Me vio mirarla y sonrió, pícara y descarada. Mi mano se dirigió en forma lenta, pero segura hacia sus piernas. La acaricié como si estuviera dormida y temiera despertarla. Comencé a traspirar profusamente. Cuando llegué a las nalgas: gimió.

Estuve un buen rato acariciándola por arriba de la bombachita, hasta que no pude más y ensucié el short que llevaba puesto. Ella se dio cuenta, pero se levantó como si nada, me dio un beso en la mejilla y se fue. No sin antes, preguntarme si podía volver para escuchar la cajita musical.

La segunda vez que vino, algunos días después. Ya sabía que la música pertenecía a Mozart, lo había encontrado en la Biblioteca. Quiso ir directamente a la pieza, para escuchar y ver sobre la cama mi cajita mágica.

Esta vez tenía una bombachita rosa. Esta vez mi mano pasó por debajo de la tela. Recorrí despacio, si apuro, sus agujeritos. Ella gemía de placer y aumentaba el mío. Ya tenía el miembro fuera del short, lo tomó con su manita y supo exactamente qué hacer. Hasta me limpió con la sábana, en forma suave y amorosa.

Por supuesto que la tercera vez, le enseñé a pasarle la lengua sin morder. Puse su dedo en mi boca y ella entendió enseguida. Aprendió a masturbarme con sus labios sin dejarme acabar enseguida.

No había penetración, pero nos desnudábamos y nos acariciábamos y nos pasábamos las lenguas por todo el cuerpo, entre las sábanas por mucho tiempo.

Hasta que una tarde me exigió que la penetrara, caso contrario no volvería más. Me vi obligado a comprar profilácticos, vaselina y la esperé impaciente.

Decía que le dolía, pero que también la complacía. Tuve que tirar, quemar en realidad, una sábana manchada de rojo y marrón. Ella requería que llenara todos sus orificios.

Hasta que un día dejó de venir. Me quedé solo escuchando a Mozart.

Salí a caminar por el barrio, para hacer algunas compras. En la panadería me enteré que se había mudado.

Me sentía un cisne sin su bailarina.

En la plaza del barrio comencé a observar otras nenas, llevaba un libro que nunca comencé a leer. Me di cuenta que no podía conseguir lo mismo con otras, de una manera tan sencilla como con ella.

Llegó el invierno y el frío me sosegó, sólo un poco. La musiquita continuaba sonando en mi mente y mi entrepierna se endurecía de deseo.

Una tarde, muy tarde. Me acordé que no tenía vino. Me puse una campera abrigada, con capucha y un gorro de lana. Monté la bicicleta, última adquisición de lujo, para mi modesta forma de vida. A unas treinta cuadras había un kiosco que vendía bebidas alcohólicas, hasta altas horas de la noche.

Entonces la vi. Enfundada en unas calzas muy ajustadas. Caminaba despreocupada con una bolsita en medio de la oscuridad. Tendría la misma edad que Valeria.

Miré bien y no había nadie alrededor. Las persianas de algunas casitas estaban cerradas, la luz era escasa. Y estaba pasando frente a un desolado campito, que parecía una selva.

Todo duró unos pocos minutos. Desde el momento que bajé de la bicicleta, hasta el instante que me vio, llegando al momento que la arrastré hacia los yuyos. Tuve que destrozarle la ropita. La bombachita era blanca y se la metí en la boca, para que no gritara. Sus ojos estaban fijos en los míos. Inmensos y negros. Debí haberme dado cuenta, pero estaba en un estado como jamás me había sucedido. No me pareció extraño que no pataleara. La penetré de frente y de espaldas, por supuesto que con un preservativo. Siempre llevo dos en los bolsillos.

Es posible que ya hubiera pensado en esta posibilidad. Sucede que no se había presentado la oportunidad necesaria.

Cuando terminé en el interior de su colita, guardé los preservativos en una bolsita de plástico. Que pensaba descartar en mi casa. La di vuelta y sus ojos continuaban fijos. No se movía, no respiraba. Le saqué la bombachita de la boca y esta siguió abierta en un gesto de grito perpetuado y silencioso.

Me fui del lugar borrando con una rama las huellas de la bicicleta.

Me dirigí al kiosco, compré el vino y regresé a mi hogar. Claro que tomé otro camino.

La vez siguiente fue más interesante. Ya había estudiado a la presa. Ahora estaba ducho en los elementos necesarios. Había comprado guantes de goma, cinta de embalar, una navaja, bolsas de plástico y algo de soga. Por supuesto llevaba unas toallitas higiénicas para no dejar rastro alguno.

Esta era más grande que las anteriores. Unos catorce años. La vi, por primera vez, en la iglesia. Cuando se agachó para rezar, noté como sus nalgas se marcaban en la mínima pollera.

Vivía sola con su madre y esta trabajaba durante las noches, era enfermera. Las observé durante dos semanas. Hasta estuve en la casa, mientras ellas estaban visitando a un familiar.

Había adquirido la destreza de abrir puertas y ventanas, sin dejar rastros.

Estaba preparado. O eso pensaba.

No contaba con la desesperación y la fuerza de la nena. Logré mi cometido, pero después de violarla, le tuve que cortar la garganta. No sin antes destrozar la mayoría de la casa.

Mientras quemaba en un tacho, en el patio de mi hogar, la ropa manchada de sangre: pensé que debía comportarme de forma más profesional.

Más de veinte nenas después, pude perfeccionarme hasta el punto de desconcertar a periodistas y a la misma policía.

Por largos períodos no atacaba a nadie. Descansaba y me preparaba para la próxima víctima. Cambié la bicicleta por un coche, que compré usado y era muy común para la época. Mis nenas eran de distintos barrios, diferentes distritos.

Mozart continuaba sonando en mi cabeza.

Ya con veinticinco años, me hice amigo de un viejo zapatero. Me gustaban sus historias. Además era como yo, en cierta forma. No tenía amigos, ni familia. Su única felicidad era emborracharse después del trabajo, en soledad. Cuando nos conocimos, según sus dichos, le cambié la vida. Tomábamos juntos y me contaba historias mientras jugábamos al ajedrez, además me revelaba secretos de su profesión. Cuando enfermó, la cirrosis le comía su ya deteriorada vitalidad, me dejó todas las herramientas de su taller.

Convertí la parte de delante de la casa, que fue de mi abuela, en una zapatería. Me hice de una fama considerable en el barrio. No es que precisara trabajar, pero era una forma de conseguirme un buen disfraz ante la gente.

Los años fueron pasando. La cajita de música permanecía, sobre una estantería, entre libros, zapatos y las nenas fueron muchas. Demasiadas.

Cuando la cajita dejó de funcionar, no hubo forma de repararla, compré un viejo tocadiscos y Mozart me hacía compañía, la mayor parte del tiempo.

Cumplí setenta años, rodeado de dos perros, un gato y mis recuerdos más felices. Por supuesto que estos se remitían a las nenas y sus polleritas levantándose.

Diez años habían pasado desde la última.

Ya casi nadie hablaba del violador, asesino y pederasta. Había noticias más importantes. Los presidentes argentinos se cambiaban como calzoncillos. La crisis, otra nueva crisis, afectaba a todos los sectores sociales.

El cartel en mi puerta era: ZAPATERO CONFIABLE, BUENO Y BARATO.

Tenía mucha clientela, era casi imposible comprar zapatos nuevos. La gente recurría a mis arreglos antes que a andar descalzos.

Una tarde alguien golpeó la puerta. Siempre estaba sin llave, así que le pedí que entrara. El sol me impedía ver su rostro, pero la sombra dibujada frente a mí, era gloriosa.

Una nena de pollerita muy corta, con trenzas y una bolsita. Le pedí que cerrara y así la puede apreciar muy bien. Tenía una remerita blanca que le marcaba unos pechitos pequeños y perfectos. Podía notar sus pezones bajo la tela. La pollerita muy por encima de sus rodillas. Unas piernitas bien torneadas, quizá por el deporte. Sentí una extraña sensación. Me pareció conocerla desde antes, aunque nunca la había visto. Mozart sonaba desde el aparato musical.

Comencé a traspirar y sentí que me ahogaba. Disimulé tosiendo un poco. La dejé recorrer el taller como un ratón paseando frente a un gato.

Se agachó para mirar unos zapatos de mujer, tenía una tanguita roja. El corazón me latía con tanta fuerza, que temí pudiera escucharse. Las nalguitas redondas y musculosas. Parecía tan firme como un durazno. Eso era para mí, agua fresca en pleno desierto.

Traía en la bolsita unos zapatos de su madre. Me dijo que su nombre era Raquel. Les hacía falta reforzar los tacos y las punteras. Me preguntó sobre la música, curioseó por todo el lugar, agachándose constantemente. Notó la cajita de música que, aunque ya no sonaba ni la bailarina se movía, estaba en un lugar bien visible del taller. Se la alcancé y le pedí que la mirara sin tocarla demasiado. Que era un recuerdo muy valioso para mí. Me hizo muchas preguntas sobre la bailarina y el cisne. Claro que la entretuve todo lo posible, con historias inventadas y agradables para su edad. Me dijo que tenía trece para catorce y estudiaba danzas.

Al día siguiente, cuando Raquelita regresó a retirar los zapatos de su madre, me preguntó si podía quedarse un rato. Su clase de danzas se había postergado porque la profesora estaba enferma. La dejé vagabundear por el negocio. Ahora tenía una remerita rosa y una faldita azul, la bombachita era celeste y muy pequeña.

Se sentó frente a mí con las piernas bien abiertas. Y me contó historias de su colegio y de sus compañeras de la clase de danzas. Yo traspiraba y volvía a sentir un irrefrenable deseo, mientras la veía acariciar al gato de una forma lasciva. Me levanté en forma muy lenta, no quería espantar al cervatillo. Cerré la puerta y cambié el cartelito dándolo vuelta para que se vea CERRADO. La invité a pasar al interior, donde estaba mi vivienda.

Ya con un vaso de leche y un plato con galletitas, la llevé hasta mi habitación. Había dejado sobre la cama algunas revistas pornográficas. Le llamaron la atención, se acostó sobre su vientre dejando las nalgas visibles y adorables. Comenzó a hojear las revistas como si se tratara de historietas para niños. Tomó un sorbo de leche, que le corrió desde la boquita hasta la barbilla y cayó sobre los pechitos. No podía evitar el temblor de mis manos, aunque en mi entrepierna el miembro se negaba a reaccionar. Apenas con algunos saltos.

La edad no viene sola, pensé.

Me senté en la cama, junto a ella. Como al descuido se arregló la falda, tapando el objeto de mi deseo. Se levantó de un salto y me dijo que ya debería volver a su casa. Si podía regresar al día siguiente y ver más revistas “divertidas”.

Casi no pude dormir esperando que regresara. A la misma hora volvió con sus trencitas y casi la misma ropa. Me preguntó si podía llevar la cajita musical a mi habitación. Se lo permití.

Estaba muy nervioso y anhelante. La llevé yo mismo, mientras ella se encargaba de cerrar. Ahora sí me palpitaba el miembro. Como si hubiera despertado ante tantos recuerdos y este regalito en mi vejez.

Se acostó nuevamente sobre su vientre. La bombachita era mínima y verde. No podía dejar de traspirar viéndola hojear las revistas. Se quedó absorta mirando a una mujer con un pene en la boca. Me miró de reojo, mirándole las nalgas, sonrió. Mi mano se deslizó por sus piernas, cuando llegué a las nalgas, el mundo estalló.

Dolor.

Desperté con un tremendo dolor de cabeza. Algo viscoso me corría desde la frente hacia el ojo derecho, no podía ver más que con el izquierdo. Me di cuenta que estaba atado a una silla y tenía puesta una mordaza.

Paradas frente a mí, había tres mujeres. Una de mi edad, otra más joven y Raquel. Mozart sonaba muy alto.

La mujer mayor me limpió el ojo. Ahora podía verlas muy bien. Eran idénticas, Raquel se había soltado el pelo. Y la mujer mayor, sin duda, demasiado parecida a Maribel. La de menos edad, supuse era la madre de Raquel, idéntica a Valeria.

Pensar que a partir de ella el cisne se hizo tan poderoso. Tan sediento. Y ahora, tan viejo.

El pasado volvía a cobrar su deuda de más de cien nenas bailando a mí alrededor.

Sonreí, a pesar del trapo en mi boca y la cinta de embalaje. Ella también sonrió, pero me dio un escalofrío. La nena sostenía un martillo y unos clavos de los largos.

Se acercaron muy lento, pero con pasos seguros. El primero me lo clavaron en una de mis manos atada a la silla. No contaron con que el corazón de un viejo sea tan débil. Mucho más por el sufrimiento. Sentí una corriente eléctrica. Pasó a través de mi brazo, el estómago y volvió al corazón. Y frío. Mucho frío.

Oscuridad.

Etiquetas: cuento

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