Parecía que las clases no iban a comenzar nunca. Mis padres añadieron a sus discusiones matutinas un nuevo ingrediente: el colegio. Cuando lo nombraban, sentía como a mi madre le subía el monstruo de la rabia por el estómago y le salía fuego por la boca como a un dragón.
Yo me divertía en casa jugando con mis juguetes y, después de que nos dejaran salir (aunque todavía existía el coronavirus), disfrutaba con ir al parque y a la playa. Mi madre me decía que muy pronto empezarían las clases, pero yo no la creía. Siempre estaba contando mentiras, me aseguraba que el ratoncito Pérez se llevaba mis dientes y yo los encontré en una cajita en la cómoda del salón. Es raro que te los quiten y los guarden en una cajita, ¿para qué los quieren los ratones? También se empeñaba en decirme que los Reyes Magos existen; no sé cómo entran en casa, ni cómo saben la talla que llevo de falda, ni por qué envuelven los regalos con el mismo papel que utilizó mi madre para envolver mis regalos de cumpleaños y además están igual de mal empaquetados.
Pero comenzó; mamá tenía razón.
Era una mañana muy calurosa, tuve que madrugar y apenas desayuné. No recordaba dónde estaba el colegio ni a mis compañeros de clase, sólo a Sara. Estaba ansiosa de poder volver a jugar con ella y con Fernando. Caminamos contra corriente, esquivando rostros disfrazados. Yo estaba contenta de enseñarles a mis compañeros mi mascarilla de Lady Bug, era muy original. Ninguna de mis amigas del parque la tenía. En la Calle Principal había poco tráfico, según mi madre, porque hay gente que trabaja en casa y otras han perdido su trabajo, como ella. A mí cuando un juguete me gusta mucho me lo llevo a todos sitios o lo guardo bien para no perderlo. Ella muchas veces se traía trabajo a casa, pero se le caería por el camino, porque lo perdió.
En el trayecto conté cuatro personas que nos pidieron dinero para comer. Mi madre ni siquiera les miró. Creo que les tiene miedo.
Llegamos al colegio, en la entrada había mucha gente. Todo el mundo hablaba y se alegraba de verse. Era como una fiesta; aunque me dijo mi madre que no se permite las reuniones de más de diez personas. No sé si creerla.
Me costó saber en qué fila ponerme. No veía a mi profe José, ni reconocía a mis compañeros por sus ojos. Sara me saludó con la mano y me coloqué detrás de ella.
En la clase Rubén seguía portándose mal como en el curso pasado. El profe no paraba de regañarle (cada media hora como mínimo) porque se bajaba la mascarilla.
Este año Rubén tiene más normas que romper: no nos podemos tocar; así que lo va a tener más difícil para pegarnos. Con la mascarilla no me puede escupir. No podemos sentarnos juntos, así que le resultará difícil robar nuestros lápices y gomas.
José nos dijo que tenemos que traer gel hidroalcohólico y lavarnos las manos cinco veces al día. Espero acordarme. Mi padre me dice que siempre me olvido de todo, que a ver si me hago responsable de mis cosas, que ya tengo ocho años. Yo quiero ser mayor, pero a veces pienso que era mejor seguir teniendo seis años. No me pedían tantas responsabilidades y todavía creía a mi madre.
Nos han dicho que nuestra clase es una burbuja y no podemos jugar con los niños de la otra clase en el patio. No sé qué pasa si se le hace un agujero a la burbuja, no me atrevo a romperla para poder jugar con Fernando. Ni siquiera Rubén se atreve. Fernando está en la otra clase. Nos miramos desde lejos, no podemos salir del recuadro que han dibujado en el suelo. Parece un juego, pero no lo es. Es otra norma.
Sólo podemos bajarnos la mascarilla para comer y la mía después del recreo huele a mantequilla. Me cuesta aprender las tablas de multiplicar con este olor.
Al salir del cole busco a mi madre con la mirada, difícil encontrarla, pero a mí me gusta jugar a “buscando a Wally”. Aún así no la encuentro, ella se acerca a la fila y me sonríe con sus ojos negros. Me abraza y yo la aparto. De camino a casa, regresamos por la Calle Olvidada, las preguntas de mi madre se empujan y no me da tiempo a contestarlas todas. En casa me aferro a su cuello y la abrazo con fuerza. Mi madre me mira y me hace varias veces la misma pregunta: ¿estás contenta en el cole? Yo contesto que sí. La última vez que dije que no me gustaba un regalo, se enfadó mucho. Me dijo: hay que estar siempre contenta.
Así que con mi cara triste, voy contenta al colegio desde hace tres semanas. Mis manos resecas cogen el lápiz para calcular las semanas hasta la llegada de las vacaciones.
Mi madre dice que pronto todo esto pasará. Pero no sé si creerla.
OPINIONES Y COMENTARIOS