El fuego de sus palabras se va expandiendo por la calle Santo Domingo y atrapa a los oyentes que esta tarde de octubre, comen, beben y conversan, ahogados por el sol abrasante de la ciudad. Esta tarde, el encanto del lugar lleno de magia y colorido por las construcciones de arquitectura republicana y colonial que lo circundan, se ve interrumpido por una cuentista venida de la tierra de los indios pampas, de los gauchos, del tango, la milonga y del mate.
Se pasea por la calle contemplando a los turistas y a unos cantantes populares que acompañan sus voces con maracas, guacharaca y guitarra: todos los fines de semana recorren los principales lugares de la vieja ciudad para cantar a los visitantes, boleros, sones habaneros y otros ritmos tropicales.
—¿Vos podés tocar con la guitarra una milonga para mí? —les dice con acento rioplatense.
Con una estrafalaria bata adornada con los violentos colores del exuberante trópico, baila enloquecida de un lugar a otro, mientras la gente se va agolpando a su alrededor; ella, emocionada por el embrujo de la brisa caribeña que juega entre sus piernas , no se percata que la música ha cesado y sigue danzando ebria por los aplausos del público.
Llega empapada de sudor ante la mesa donde estoy ubicada observándola con un batido de frutas tropicales, entre mis manos.
—¿A vos te ha gustado mi presentación? —me interroga explayando sus hermosos ojos del color verde oscuro del ombú.
—¡Un pedazo de la Argentina ha caído en la plaza! —le respondo mientras aspiro fuertemente el olor a mar que se cuela por el estrecho callejón De los Estribos
La primera vez que nos encontramos fue a través de la palabra escrita cuando un día cualquiera de agosto del 2014, coincidimos en un grupo virtual literario y quedamos enseguida enganchadas como amigas: algo parecido como ocurre con el primer amor. Se convirtió en mi primera amiga virtual y se estableció una relación que no nació de la cercanía de los cuerpos, sino del alma y de las letras.
La noche envuelve el ambiente y ella la convierte en prosa cuando salta al centro de la Plaza Santo Domingo y bajo las suaves notas de una guitarra que la acompaña, empieza a narrar oralmente, ante una muchedumbre que escucha embebida uno de sus cuentos: es una historia que ella supo entretejer recogiendo del cotidiano trajinar de su pueblo, vivencias populares con olor a río, a mate, a chinchulín, a carbón, a leña, a vino Torrentés y a yerba de la pampa.
En su cuerpo se refleja la experiencia de una curtida cuentista y en el lenguaje de sus manos la fuerza de la historia. Los matices de su voz realzan cada mensaje, mientras el público absorbe las palabras libres de imágenes que no dan espacio para comprometer la presentación. Sus únicas herramientas: sus manos, su voz y su cuerpo.
Cuando ella narraba, las cosas se ponían de pie, tal como los narradores indígenas de la tribu de los Náhualt, llamados los tlaquetzqui que significa “aquel que al hablar hace ponerse de pie las cosas…”
Con ella también se sentía ese “fueguito” que decía Eduardo Galeano se percibe cuando alguien cuenta bien una historia.
Llegó un 15 de abril para reclamar lo que no es eterno: el cielo se rasgó dibujando un círculo de cenizas. La calle fue invadida por cristales de muerte y se llevó un alma buena.¡Duele!
¡Lloro desconsoladamente!
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