Servicios ocultos

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Arúgula Crispada

10/01/2021

‒Es la quincena de Navidad ‒protestó Juan desde la puerta. El ingeniero le respondió del otro lado del escritorio. Había apoyado el brazo encima de los sobres.

‒Consíguete otro, sin cubrebocas no entras.

Ni para qué insistir. Se estaba vengando por el chiste del Güero, pensó Juan. Buscó al Ray, que ya había cobrado, y le pidió prestado el suyo.

*

La camioneta de la empresa los había recogido a las seis, y los trajo sacudiéndose en la intemperie hombro contra hombro. Con el sol todavía dormido, la neblina se les metía por el cuello de la chamarra como un gatito buscando refugio. Los cuatro hombres y el niño iban sentados en la caja con las piernas encogidas, la chamarra abrazada contra el pecho y la gorra hasta las orejas.

Juan consiguió la chamba gracias a su cuñado el Ray. El Ray limpió vidrios colgado en un andamio, repartió pizzas, hizo chapa y pintura de autos, en un tiempo hasta faenó cerdos. El dato de la cuadrilla se lo había pasado un amigo que después murió, y entonces el Ray lo llamó a él. La mayoría no aguantaba más que un par de quincenas. El Ray lleva dos meses.

El Güero va sentado con la espalda contra el vidrio de la cabina. Platicando, como siempre. Tiene una novia con la que hace el amor de cuarenta y siete formas distintas, dice, y la va dibujando con las manos contra el aire frío de la camioneta. Tiene otra que es hija del dueño de una ferretería, pero esa va en serio, y solo la ve los fines de semana. Con esa lo que importa es ganarse al padre. Cuando los empleados se le retoben se va a dar cuenta de que me necesita, dice. Ya se ve dirigiendo el negocio detrás del mostrador. No vale la pena prestarle atención. Es mejor su cháchara que el ruido del motor, y les deja la boca libre para la torta de desayuno.

Además del Ray y el Güero, hubo uno con el que Juan coincidió nomás un par de días, y en su reemplazo entró Pueblito, que hoy llegó con su chavo. A la mujer de Pueblito los patrones le dijeron que en estos meses la querían fija, dizque para que no ande viajando, y como a su hermana la tuvieron que internar ya no le pudo dejar al chico, así que se lo trajo. El chavo de Pueblito tiene doce años y venía haciéndose el dormido, porque cuando el Güero empezó con sus historias puso el cuello tan duro que ya ni le bailaba la cabeza con el traqueteo del empedrado. Vaya a saber qué ideas se iba haciendo. Juan sacó su coca y su torta, y mientras los otros se reían se calentó un poco la panza.

Antes de las siete ya habían llegado a su calle. Puras casotas con jardín. Con la cuarentena los dueños están todo el día adentro. Cada tanto Juan tiene que pedirles que muevan algún carro que estorba. Se asoman en bermudas y contestan desde lejos mientras atajan a sus perros. Esta mañana vio a una mujer y su hija trepadas a una escalera colgando lucecitas en el frente de su casa. Cuando trató de ayudarlas lo pararon en seco. Que gracias, que ellas podían solas, le dijeron antes de que se les acercara demasiado.

Hoy tienen que abrir la zanja del 702 al 1300. Después vienen los de la comisión y meten sus cables, y entonces ellos tapan todo de vuelta. Ya enterraron diecisiete kilómetros de cables, y no es ni la tercera parte. Al final del día el ingeniero checa que hayan cumplido con su cuota. El Güero dice que los están explotando, que no los pueden hacer trabajar más de siete horas, y que con lo de la pandemia tendrían que pagarles extra. Parece empeñado en mandarlos a hacer escándalo, pero va a tener que insistir más si quiere convencerlos.

Al mediodía se sentaron bajo un arbolito a echarse unos tacos, y el Güero aprovechó cuando el ingeniero pasaba frente a ellos a la vuelta de su ronda:

‒¡Eh, inge! ¿Qué tenemos que contestar si alguien llama a los inspectores? ‒le gritó adelante de todos. Juan le estaba pasando una tortilla al hijo de Pueblito, y tenía la sonrisa todavía colgada en la cara cuando el otro se dio vuelta y sus miradas se cruzaron.

*

La tierra de esa colonia es dura, como si tuviera miedo de abrirse. Cuesta cavar las zanjas. Allá en el pueblo, en cambio, es pura tierra suelta. Cuando le envenenaron al Negro apenas si le tomó media hora, y eso que era un perro grande. Ahí la tierra se abre fácil y se cubre rápido. Si alguien busca la tumba del Negro ya ni se ve dónde quedó.

Acá en cambio es tierra dura, pero el Ray y él hacen buen par. El Ray va abriendo con el pico y él levanta con la pala. Cavan hasta metro ochenta, y van echando la tierra en los bordes de la fosa para que Pueblito se la lleve con la carretilla. Hoy no, porque al Ray le dio fiebre, y entonces Pueblito puso a su chavo a ocuparse de la carretilla y agarró el pico para que el Ray descanse un rato. Lograron acabar los últimos metros de su cuota justo antes de pasar a cobrar.

Cuando subieron a la camioneta de regreso no les quedaban ganas ni para la cháchara del Güero. Igual hoy dizque el ingeniero lo llamó para platicar unos asuntos, y ya no volvió con ellos. Juan aprovechó para estirar las piernas, con cuidado, para que no se le escapara el sobre del bolsillo, y dejó que el aire de la tarde le acariciara las mejillas. Igualito que los lengüetazos del Negro, como si otra vez estuviera dándole la bienvenida a casa.

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