La calle de ayer

La calle de ayer

María Jesús

08/01/2021

No he vuelto a pisar la calle Palomarico, donde viví con mis compañeras en un piso de estudiantes hace mil años. Hablo, por tanto, desde el recuerdo, donde permanece idéntica junto a sus protagonistas, aunque en realidad ya no vivan allí, o hayan muerto incluso; pero no lo sé y los rememoro como fueron.

La calle se extendía frente a la estación de autobuses, con edificios de ladrillo caravista sin pretensiones, recorridos por los cables gordos y retorcidos de tendido eléctrico y del teléfono, imprescindible en esa época sin móviles. Estaba enclavada en un barrio payo y gitano de vendedores ambulantes, trabajadores de taller, artistas, estudiantes y parados de diversa duración. En general, eran personas buenas, gritonas y respetuosas de la convivencia. El foro común, aparte de la acera pública, se repartía entre el bar restaurante, especializado en comidas caseras, partidas de dominó y fútbol televisivo, y la tienda de ultramarinos, que a pesar del nombre se abastecía con productos de supermercados colindantes, y cuya dueña era la pregonera del vecindario. Ella nos pasó la dirección de la Rosa, que necesitaba quien le cuidara al hijo por las noches.

-La criatura no llega al año, y a la muchacha le ha salido trabajo en una cafetería de lujo.

La cafetería de lujo no era sino un club de alterne situado a dos manzanas, e imaginamos, con algo de compasión y bastante curiosidad, cómo sería esa mujer que no iba a trabajar estrictamente de camarera.

Rosa carecía del aura de femme fatale que le habíamos supuesto; más bien parecía una simple mujer disfrazada de fiesta. Su piso era aún más sórdido que el nuestro, y no he olvidado su olor agrio y dulzón. Al niño, sin embargo, apenas lo recuerdo como un rebujo dentro de la cuna en una habitación en penumbra, solo iluminada por la luz del pasillo, desde donde comprobaba que seguía dormido.

Ese curso yo andaba con un estudiante de Filosofía, ocurrente y guapo. Se parecía a Antonio Vega, pero prefería tocar con su guitarra canciones de Bruce Springsteen antes que La chica de ayer.
Había llegado nuevo al barrio y, tras tirarme la caña durante un mes, piqué con gusto el anzuelo, porque me gustaba muchísimo. Algunas veces se venía conmigo al piso de Rosa y gastábamos el tiempo en conversar y en otras actividades nada dialécticas. Con frecuencia nos daban las tantas hasta que Rosa volvía, normalmente acompañada, y nos íbamos abrazados entre risas y besos hasta una cafetería que abría antes del alba, donde servían carajillo igual a obreros madrugadores que a noctámbulos.

Una noche que estaba sola, me dirigí al baño por el pasillo, cuando ante mis pies pasó corriendo un ratón y se coló en el dormitorio donde estaba la cuna. Tras chillar y saltar irracionalmente, imaginé al roedor paseándose por la carita del bebé, quién sabe si mordisqueándolo, y asumí mi deber. Cogí una escoba, entré en el cuarto y encendí la pobre luz de una bombilla colgante que, como estrella de Belén, iluminó la triste realidad del cuarto, con su niño dormido entre mantas viejas. Revisé la cama deshecha, arriba y abajo, y la cómoda cubierta de trastos en desorden. ¡Allí estaba el ratón, semioculto tras una caja! Lancé un escobazo que se llevó por delante al animal, la caja y un espejo. Todo se estampó contra el suelo con un estrépito de metal y vidrios. Increíblemente, el niño no se despertó; se limitó a removerse un poco y a suspirar. Mientras la víctima agonizaba en un rincón, yo recobré la calma sentada en la cama.

Desde ahí curioseé el contenido desparramado de la caja, porque, aparte de bisutería barata, había un batiburrillo de cosas más propias de hombres, como un alfiler de corbata o un llavero con el logo de un taller. Me arrodillé al reconocer el mechero de oro falso con el que me había dado fuego más de una vez mi vecino José, felizmente casado y padre de cuatro hijos. Un pequeño peine me evocó a Aurelio, un hombre piropeador de pelo engominado y poco cuerpo. Imaginé que todo aquello no eran sino involuntarios souvenirs de los tratos carnales de Rosa, pertenencias desprendidas de los clientes al quitarse alegremente la ropa, y que ella guardaba cuidadosamente por si volvían. Al barrer los cristales del espejo, distinguí un pequeño objeto triangular y blanco que brillaba en el suelo con la figura del Boss pintada en negro. ¿Pero qué c… hacía ahí la púa que le había regalado a mi chico? Quise pensar que la prueba del delito podría habérsele caído en el salón al sacarse los pantalones conmigo cualquier noche, pero en mi cabeza ganó espacio la sospecha de haberme enamorado de un golfo, y me sentí muy perdida. Limpié la escena del crimen, y cuando llegó la pérfida Rosa le conté el incidente sin mencionarle la caja.

Repetí mis visitas al dormitorio, poseída por la morbosa necesidad de revisar el inventario de objetos perdidos, entre los que seguía contándose la púa. Me volví secretamente rencorosa y abiertamente desagradable; pero estaba tan colgada de él, que no osaba preguntarle, y así pasaron dos semanas, hasta que un domingo estallé, sin venir a cuento, en el bar repleto a la hora del partido.

-¿A ti te gusta ir de putas?

Debí decirlo en voz alta, porque se congelaron las conversaciones a nuestro alrededor y más de uno nos miró de reojo.

-¿Te acuerdas de la púa que te regalé? Está en el dormitorio de Rosa. Pásate y la coges.

Enrojeció, sin acertar a contestar, pero me siguió a la calle para gritarme que le hacía quedar de gilipollas. «Respóndeme», le reté, con mis pupilas fijas en las suyas. Se marchó sin molestarse en replicar, porque sabía que nada podría arreglar ese desastre.

Han pasado mil años y no he vuelto a la calle Palomarico, pero él sigue paseándose por las aceras de mi imaginación, avanza hacia mí por la acuarela del barrio, me sonríe y yo corro a sus brazos.

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