Pocas veces pensamos que algún suceso tan repentino pueda cambiarnos la vida como lo que ahora ya conocemos, de manera general, como la pandemia.
La comunicación globalizada, nos puso al tanto, en segundos, de lo que venía sucediendo al otro lado del mundo y que, se preveía, llegaría a América inevitablemente.
Antes que el exceso de información, o la desinformación, distorsionaran las cosas, reuní a la familia y platicamos del tema, principalmente para dejar claro que lo que se venía era un hecho y había que tomarlo con seriedad, ser precavidos y adoptar medidas. A muy poco de esto, los cambios comenzaron a darse.
Normalmente viajo en autobús para ir a la oficina. Hago, inicialmente, una caminata de 15 minutos hasta el paradero. Ahí, espero otro tanto para abordar. El recorrido es por una de las zonas residenciales y de oficinas de la ciudad. Es muy transitada a cualquier hora del día.
Mi rutina hasta ese entonces, fue: Salir de casa a las 5:45 a.m. para llegar a una cuadra del trabajo a las 7:00 ó 7:15. Camino sobre una calle conocida como Av. De la Reforma. A esta hora está llena de vida por personas que se dirigen a sus distintas actividades. Hay muchos puestos de comida y la gente hace fila para llevar algo para desayunar.
De la misma manera, me hago, quizá, de una torta o tamales y luego llego a un café para leer el libro en turno. Entro a la oficina a las 8:45. Todo son saludos, apretones de mano, uno que otro abrazo, una nueva taza con café, comentarios en grupos muy cercanos. La cercanía entre las personas es el factor común. En este momento, esa es la diferencia.
Antes del confinamiento, la rutina comenzó a cambiar. Viajar en el autobús se volvió un acto de desconfianza por estar rodeado de tanta gente y, peor aún, de muchos sin cubreboca. Al abordar o descender del autobús se convirtió en hábito el uso de gel antibacterial. Ya no compré en los puestos de comida en la calle, ni visité el café. En la oficina se prohibieron las reuniones en el comedor o reuniones de trabajo de más de 4 personas, los saludos de mano y los abrazos. Debíamos estar a toda hora con cubreboca y gel, más gel. Las caminatas para después de comer se redujeron a nada.
Trabajar en casa llegó más pronto de lo imaginado.
El escritorio se convirtió en la mesa del comedor. Las reuniones son en videollamada. El trabajo por acceso remoto. Contacto con las personas, cero.
Y, ¿La rutina? Transmutó.
Entre 7:00 y 9:00 a.m. pongo ropa en la lavadora, hago el desayuno para la familia, lavo los trastes, tiendo camas y acomodo lo poco o mucho que haya fuera de su lugar.
Entre videollamadas, atención a requerimientos y trabajos de programación, intercalo, secar y doblar ropa, dar de comer a los animales y limpiar sus heces. Estirar las piernas unos minutos caminando en el jardín, hacer llamadas telefónicas. Algunas veces puede haber alguna que otra variante, pero ya no tiene nada que ver con lo que se vivía antes de febrero del año pasado, aunado a los trastornos en la economía, la vida en la calle, en la familia y la pérdida de vidas humanas.
Pero, ¿Cómo es que hemos tenido tal paciencia para sobrellevar el encierro?
Me recuerda un libro, El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl. Él se preguntaba qué hacía que la gente sobreviviera a las atrocidades y encontró precisamente que era el sentido que encontraban en la experiencia por la que estaban pasando. Reencontrar a un familiar, volver a casa, visitar una vez más algún lugar, y muchas cosas más.
Escucho a la gente actualmente y todos tienen un algo de eso.
– Cuando pueda salir voy a ir a mi restaurante favorito.
– En cuanto esto termine organizaré una reunión con familiares y amigos.
– Aprovecharé la reservación al viaje que dejé pendiente.
Y, así va a ser, cuando esto termine.
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