Los días  en aislamiento son demasiados, ya  comienzo a sentir los estragos de una cuarentena que no se le ve su fin, esta cruel pandemia  va sacando de uno los ángeles o demonios que a lo largo de nuestra formación  hemos ido cultivando… Un  amigo en una ocasión   me comentó  que la vida hay que disfrutarla, porque: – No todo es trabajo. Ahora,  me encuentro sin nada que hacer, me paso el día mirando por el barcón mientras saboreo una deliciosa taza de café.

En ese momento de relax pienso en los riesgos que puede tener uno si sale a la calle a compartir nuevamente con los amigos, es exponerse a contraer esta peligrosa enfermedad que azota al mundo. Tengo entendido que la misma, ataca mortalmente a las personas de la tercera edad, por ello, no le doy mucha importancia, debido a que aún soy joven. Ahora pienso que esa actitud es egoísta porque debo cuidar a mi familia y sobre todo mis ancianos padres. Las limitaciones para salir a la calle son físicas, salgo únicamente con fines de comprar los alimentos que necesitamos  y eso tomando todas las medidas sanitarias recomendada por las autoridades competentes.

En el mercado cuando no veo a los vendedores que conozco, le pregunto a otros compradores por éstos, sus respuestas suenan dudosas, incierto su estado de salud y por ello su ausencia en el lugar, me hace suponer que están  contagiados de COVID- 19. Los  medios locales  indican que se ha desprendido un brote de CORONAVIRUS en el sector. Estos comentarios me hacen acobardar agilizando las compras para buscar la seguridad del hogar. Realmente creer esto es una tontería, ya que este virus es un enemigo silencioso que no sabemos cuándo y dónde puede atacar.

En  mi hogar, recordé al señor Héctor uno de los vendedores por cual pregunté en el mercado, por el tiempo dedicado a las compras he llegado a conocerlo un poco,  y lo considero un hombre íntegro que cada vez que nos veíamos intercambiábamos opiniones con una amena conversación. Algunas veces cuando mi esposa  me acompañaba al mercado, esta se enojaba porque decía: – Que  tanto le averiguas la vida a ese señor? No era averiguación era un estudio cultural que me gustaba hacer como desarrollo social. El sr. Héctor en una ocasión me mostró las cicatrices que tenía de su cuerpo, era como un marinero que cada vez que llega de altar mar mostraba sus tatuajes. Exponía orgulloso sus cicatrices porque según  él se la había ganado sobreviviendo a la exigencia de la calle.

Eso me llevo a pensar que así como Héctor, todos nosotros que nos encontramos en la calle tenemos nuestras propias cicatrices. Estas  cicatrices que  poseemos, la  calle    la conocen,  y se esfuerza en darla a conocer pero  no somos capaces de escuchar mucho menos de entender. Es en  las calles donde se te revelan tus cicatrices en forma de ángeles y demonios. Esta pandemia que nos ha aislado, debería de generar el florecer de una mejor actitud humana, social y  espiritual. Pero  lamentablemente esas condiciones dejaron de existir para nosotros.

Es importante señalar que las cicatrices que hago referencia no están marcada en el cuerpo,  si no en la mismísima ¨ALMA¨. Las diferencias humanas existentes no son para debilitarnos sino para fortalecemos. Quizás vivimos sin darle importancia a las condiciones del prójimos en estos terribles tiempos de pandemia, buscamos nuestra comedida sin interesarnos que estamos incomodando a otros. Nos enseñaron que debemos amarnos los unos a los otros y realmente nos estamos maltratando. Vivimos en el mundo que es una jungla donde el más fuerte sobrevive. La calle es una escuela donde se aprenden las cosas buenas y las cosas malas, queda de parte de nosotros asimilar esa enseñanza de la mejor manera,  y es ahí donde aprendemos a escuchar lo que la calle nos quiere decir con sus propias cicatrices.

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