Córdoba, 1936.- Argentina
—Bueno Fernando, serás el nuevo camarero y tu turno termina a las 15h. Suerte en tu primer día—, se despidió el encargado. El recién llegado suspiró. Había tenido mucha suerte de haber conocido al Dr. Aguirre Cámara, gran político y abogado, ya que le consiguió un puesto nada menos que en Jockey Club, lo más selecto de la sociedad de la “Docta”. Cuando entró a la cocina a llevar el pedido se encontró con Ana, la gorda cocinera, llorando.
—¿Qué sucedió? —, preguntó el joven santafesino asustado. —Es que el Carmelo me ha dicho que con este delantal y lo gorda que estoy parezco una cocina doble—, y se secó las lágrimas con las manos.
—¡Qué grosero decirle tal bajeza a una dama! Nada que ver, mi reina, si ver tu porte distintivo lleno de gracia y majestad, me recuerda a aquellas soberanas que con su sola aparición obtenían la admiración del sol, las flores y las mariposas, dijo haciéndole una reverencia. La gorda sonrió muy a su pesar y le dijo en un tono suave: —pero mírenlo al mocito, si pareces un Jardín Florido de piropos. Gracias, se que no es verdad; pero se siente bien oír cosas lindas de una. Y ahora, ve a llevar esos menús.
Contento con su buena acción, salió silbando bajito y se fue a su pensión, cerca de allí.
Al otro día, cuando entró en la cocina, Ana le daba un obsequio. Lo abrió emocionado: un libro del barroco con la historia de los piropos. —Toma y aprende. Eres bueno Fer. Y podrás hacer feliz a muchas mujeres que, como yo, nadie nos dice cosas lindas; sólo burlas y groserías. Y también a las lindas, jajaja.
Cuando llegó la hora de retirarse, se fue al café a leer. En un párrafo decía:
“El piropo es un concierto de alabanzas realizado sobre todo a base de metáforas y símiles. En El Cantar de los Cantares, la Sulamita abre el poema deseando besos de su amante, y para ello recurre a imágenes en las que la sensualidad se vuelve tangible: “Mejores son tus amores que el vino”, “tu nombre es como ungüento derramado” …
Los cortesanos de los siglos XII y XIII se convirtieron en unos expertos en el arte de piropear a la mujer. Era la época en la que se desarrollaba la cultura de los trovadores. A principios del siglo XVII el piropo se usó con frecuencia en tratados y poesía. En sentido literario, era sinónimo de chispazo, fogonazo de ingenio, la palabra encendida.
El piropo ha pasado a ser callejero, improvisado, ocasional, una costumbre oral y popular. Pero también puede ser algo más que una frase ingeniosa. A menudo fue un gesto. Los hidalgos españoles arrojaban las capas al paso de la dama deseada…” y así continuó leyendo hasta la noche.
Al otro día, a las 15h, al terminar su turno, vestido de frac, camisa blanca y galera con elegantes zapatos negros, fue Fernando Albiero Bertapelle, alias Jardín Florido, con un nutrido poemario para las jóvenes. Fue la esquina más concurrida, a sólo dos cuadras de su trabajo, más precisamente a 9 de Julio esquina Rivera Indarte. Y allí, comenzó su verdadero trabajo: el del piropeador más conocido de la ciudad.
—“¿Pero ¿qué pasó en el cielo, que ahora los ángeles caminan con una cara preciosa, llena de dulzura y femineidad?”
—“¿Qué ha pasado en el Olimpo, para que Afrodita se escapara y viniera a pasear por estos lares, con los cabellos encendidos de estrellas y vestida radiante como la primavera?”
—“¿Y ese conjunto de musas, bellas y virginales, han salido a pasear como un ramillete de flores fragantes, de coloridos vestidos, para deleite de los mortales?”
Y así continuó día tras día. Leía y aprendía poemas refinados, no con la intención de cosificar a la mujer (no existían las feministas extremas en ese momento, o lo hubieran hecho llevar preso por acosador y delitos de instancia privada a don Fernando). Muy por el contrario, para él era una forma de halagar y resaltar la belleza femenina. Día tras día nuestro Jardín Florido fue regando de poemas y versos ingeniosos a las damas cordobesas, las que divertidas le devolvían una sonrisa.
UN sábado a la tarde, vio una joven muy bella, luciendo un vestido acampanado a cuadritos negro y blanco, con un cinturón ancho de cuero negro. Llevaba una corta melena oscura, y una vincha del mismo color. Usaba tacones y cartera pequeña. Sus ojos negros se cruzaron con los del lisonjero, y no fue capaz de articular palabra. La joven se detuvo esperando su piropo, pero sólo atinó a sacarse el clavel blanco del ojal de su saco, besarlo y entregárselo, mientras decía emocionado: —Esta humilde flor sólo puede empalidecer ante su belleza.
Y sin más, se la dio. La joven le respondió: me llamo Carmen. Y se fue riendo. Su corazón acelerado, su pulso rápido: ¡se había enamorado!
El sábado siguiente, a la misma hora volvió a su esquina, y allí, volvió a ver a Carmen. Otra vez le dio la flor, la joven sonrió con dulzura, le dejó un pañuelito y se fue. Lo abrió emocionado y allí había una notita con su teléfono. Le habló esa misma noche. Hablaron todos los días. Iban a salir al cine. El la esperaba puntual en la avenida General Paz. La vio hermosa en un trajecito celeste, le hizo señas, ella corrió a su encuentro, pero un colectivo justo dobló a gran velocidad y atropello a la joven. Murió en los brazos de su Jardín Florido, no sin antes hacerle prometer que seguiría piropeando a las mujeres, llenándolas de alegría.
Y así pasaron los años, y él paradito siempre en su esquina. Nunca más dio una flor, sólo eran para la tumba de su amada. Murió en su esquina, a los 88 años el 9 de julio de 1968. Hay una placa en su honor. “Murió Jardín Florido, Caballero de Ley”. _
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