El mendigo lector

El mendigo lector

Jimmy

22/12/2020

¡Cling!…¡clang! Me asusté. Yo iba a pagar el ticket y tú metiste el dedo en el parquímetro, por encontrar alguna moneda descuidada. Lo recuerdo bien. El día que alquilas el piso donde te vas a refugiar después de una separación se recuerda muy bien. Un ático en las Vistillas, sin pretensiones, pero un ático al fin y al cabo. Un sitio donde subir una maleta de ropa, dos trajes y cuatro cajas de libros salvadas del naufragio. Una cueva para despedir cada atardecer escuchando jazz con Julio Cortázar. Pero, de pronto, apareciste con tus greñas, esa barba hirsuta y tus ojos de Van Gogh fijos en un libro, rebañando los parquímetros. Al principio me diste miedo, luego necesité ayudarte.

Me compré una cámara de fotos, una pequeña mochila negra y, por ahuyentar la soledad, un perro, Pipo, ya lo conoces. Me acostumbré a bajarle temprano, para que hiciera sus cosas. Perdona que te diga, en estas circunstancias, que también te veíamos haciendo tus cosas, apoyado en los ladrillos ásperos de la tapia del Seminario, sin soltar el libro de las manos.

Luego subías a la fuente del parquecillo e intentabas domar las greñas con el peine que te regaló Lucía. Seguro que no recuerdas el día en que la conocí. Aquella mañana metí en la mochila negra una vieja camisa y un par de libros que despisté de alguna de las cajas, y bajé con Pipo a buscarte. Te encontramos debajo del Viaducto, retirando los cartones sobre los que habías dormido. Ni miraste la camisa, pero te lanzaste sin pensar sobre los libros. Hojeaste el de Benedetti y lo aceptaste. El otro, casi me lo tiras a la cara.

Lucía llegó, a tiempo de ver el gesto, con su equipo de chaquetas azules, de los servicios sociales del ayuntamiento. Sin mediar palabra, hojeó también los libros. Sonrió, torciendo un poco la boca. Luego, con dos dedos, tomó la camisa por el cuello y la estiró, como comprobando la talla.

—Señor ¿tiene Ud. profesión? —me preguntó a modo de introducción.

—Arquitecto, soy arquitecto —le dije, dudando si acertaría con la respuesta.

—Tenés suerte, como trabajador social le falta mucho que aprender. Carlos no tiene gafas para leer la pequeña letra de ese libro. Y cuando le traigás los gemelos se pondrá la camisa para el baile de Palacio —ironizó, como solo ella sabe hacer.

    Aquel día me enteré de que tu nombre era Carlos, como el mío, y de que la irónica Lucía era uruguaya, como Benedetti.

    Llegó marzo. Pipo y yo escapábamos del confinamiento y bajábamos a cuidarte un poco. Eso creía yo. Lucía apareció un día, como disfrazada de astronauta. Empezó con su sarcasmo:

    —Señor arquitecto, le denunciaré por intrusismo profesional.

    —Es curioso, Lucía, a tu espalda tienes el escudo más antiguo de Madrid. Perteneció a la Casa del Pastor. En ella vivía un hombre piadoso que cuidaba de los enfermos, hasta que murió contagiado de cólera. La primera persona que entrara en la ciudad al día siguiente de su muerte heredaría la casa. Y fue un pastor.

    —¿Pretendés impresionarme con tus historias medievales? Soy más mitómana de películas. Pero si te inquieta quién cuida al cuidador, somos profesionales, tenemos coraza.

    El día que te dieron la paliza, me asustaron las sirenas. Corrí con Pipo hasta la calle donde entró la ambulancia, con un mal presentimiento. La furgoneta azul del Samur Social también estaba allí. Lucía hablaba con los policías municipales y los sanitarios de urgencias.

    —Hola —me sonrió con tristeza—, unos pibes agredieron a Carlos.

    —¿Cómo está? ¿Puedo hacer algo?

    —Necesitan hacerle una placa, en el hospital. Es curioso, Carlos ¿vos viste Chevrolet, la peli? Era en esta misma calle.

    —Me suena —mentí.

    —Tenés que descender de vuestro ático, empaparte de calle, de barrio.

    Estuviste más de un mes en el hospital. Pipo y yo no parábamos de dar vueltas, por saber de ti, por saber de ella. Te cortaron el pelo y te dieron bien de comer. Pero volviste tocado.

    Lucía me contó que en tu expediente figuraba Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, tal vez por eso tu querencia a refugiarte bajo un puente.

    —Carlos, no somos tan distintos a tu tocayo. Basta que nos fallen un par de apoyos en la vida y… —fue el día que escuché más seria a Lucía—. ¿Pillaste la metáfora del Viaducto? Fijate en quién transita por arriba. Ya conocés a los que duermen abajo.

    Ayer, mientras Pipo correteaba por las cuestas que bordean la escalera grande, la furgoneta azul aparcó en la calle de arriba. Lucía salió. Miró al cielo y se abrochó el anorak azul hasta casi tapar la mascarilla. Bajó cada escalón resbaladizo, sin mirarme. Cambió su agilidad habitual por un torpe descender ralentizado. Sus brazos colgaban inertes apenas asomando las manos por las mangas. En una de ellas se adivinaba un libro.

    —Lo leí en el liceo, bo. Está rebueno —me dijo, dilatando la noticia que me traía con el libro—. Escuchá, se acabó, Carlos. Lo encontramos sobre un banco de Madrid Río, con tu libro sobre la cara. Llevaba muerto más de veinticuatro horas. Nadie lo vio, nadie avisó.

    —Lucía ¿cómo soportáis esto? —pregunté, sin esperar una respuesta.

    —Recordás, somos profesionales, tenemos coraza.

    Aquí estoy yo, sin nadie más en esta sala del tanatorio, como un loco contándote en voz alta, como Lola Herrera con su Mario. Espero que te gustara el último libro que te dejé. Es una bonita historia de amistad entre personas que nunca se vieron, separados durante décadas por un océano. ¿Pillaste la indirecta?

    —Seguro que sí. Los Carlos sois pibes relistos.

    —Lucía ¿qué haces aquí? No me dijiste donde iba a ser el velatorio.

    —Tal vez era una prueba, de inteligencia.

    ¿Qué tienes en los ojos, nena? ¿Dónde dejaste la coraza?

    —Sabés, ya se lo dijeron a Jack Lemmon, nadie es perfecto.

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