Uno de los días, durante esta pandemia, en los que en televisión se veían las terribles colas del hambre, me vino a la cabeza, nítidamente, un recuerdo de mi infancia.

Toda la familia, con todos sus enseres, estaba instalada en la acera, junto al portal de la casa de la que acababan de desahuciarles. Era un día soleado de julio de 1961 y, gracias a eso, pudieron resistir varios días a la intemperie. “El Poeta”, como llamaban al padre, tenia mujer y cinco hijos entre los 9 años y 6 meses. Tenia mucha familia y poco dinero. En el seno de un barrio obrero, todos les considerábamos pobres y su situación de entonces, lo hacia patente. Para muchos niños del barrio ver cómo se desarrollaba la vida de una familia en la calle era una gran atracción. No puedo contar detalles porque en esos momentos no me fijé en ellos. Yo no pensaba de dónde sacaban el agua para lavar a los niños, ni qué hacían para lavar los platos, para ir al cuarto de baño, ni si lavaron la ropa, ni cómo durmieron esas noches. Solo veíamos a la madre cocinar en un pequeño artilugio de butano y a los niños jugar alrededor con nosotros que, ocasionalmente, nos uníamos. A mí, casi, me apetecía comer con ellos y sentarme con todos en la acera.

No me acuerdo de cuántos días duró, ni sé qué fue de la familia. Al “poeta” no le vimos en ningún momento, supongo que su vergüenza era superior a su sentimiento paternal. Tampoco pensé entonces en que las personas mayores que pasaban por allí parecía que ni miraban. No sé si alguien les ofreció algún tipo de ayuda.

Pero lo que más claro me quedó de aquella situación es el poder evocador de las palabras. “Poeta”, evocadora, para siempre, de sufrimiento y vergüenza, pero no de forma lírica y espiritual, sino prosaica y dolorosa.

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