Son las cinco de la mañana y el sol no se alza tras la montaña, las aves en sus nidos se resguardan, el viento no danza sobre las calles de mi barrio; calles de polvo y piedras preciosas.
¿Pero qué ha pasado?
» Calle Austria y Lorenzana»
Un tropel avanza con cautela por las calles de mi barrio, una llamada alerta a los azules que el peligro acecha en el silencio del amanecer.
Armados hasta los dientes inspirados por «la justicia» con sus botas de lustre alzan el paso entre baches y piedras que desgastan su calzado.
Los acompañan sus corceles, forjados con hierro fino que a pesar del camino avanzan a toda prisa.
Mientras que, al final de la calle, entre los matorrales que pintan ya el caluroso verano; un par de veinteañeros entre risas de dolor y a causa del humo de hierbas cannabis, con disimulo tratan de olvidar las heridas causadas por los golpes de la vida.
Y es que todo cambió en un pestañear de ojos, esos ojos que brillaban al alzar el vuelo de los cometas, esos cometas que se hacían con varitas de castilla y bolsas del supermercado que nuestras madres traían con frutas y verduras. Y el cielo los lucía danzando entre sus flecos malhechos que los hacían mantener el vuelo entre las nubes ya casi dispersas.
Por las calles de mi barrio decían «trompo avisa, saca sangre y no hay justicia» mientras con fuerzas tiraban del cordel que hacían sus trompos girar.
Sin darse cuenta cambiaron las canicas, esas que valían doble si eran de colores y no se aceptaban si les faltare una parte. Jugaban de una en una y hasta de cien en cien y todo era risas y diversión entre amigos.
Pero al doblar la esquina empezaron los amores y con ellas los licores para olvidar sus penas.
En las fiestas lucían sus bailes que eran motivados por la ebriedad que junto a ella surgían las peleas y las enemistades.
«Las calles de mi barrio empezaban a cambiar.»
Y llegaron los Pitbulls y Swagers, que no eran más que grupos de jóvenes que bailaban al Break Dance y Ar en las discos que con sus estruendos estremecían las puertas y ventanas casi que oxidadas de las casas de mi barrio.
Pero con ellos llegaron las peleas callejeras que entre puño y puño maquillaban sus rostros con desencanto y masoquismo, y los puños se volvieron sedientos, sedientos a venganza y se convirtieron en palos y cuchillos que con sus filos cortaban la piel de aquellos veinteañeros y las calles de mi barrio comenzaban a teñirse de rojo.
El tiempo vuela como una estrella fugaz y así se fueron dos o tres primaveras que en aquellos veinteañeros marcaron sus cuerpos con tintes de colores que duran toda la vida.
Y las calles de mi barrio se tornaron oscuras, en sus paredes de ladrillo rojizo se alzaban los murales que, entre asombro de ojos escurridizos, aquellos veinteañeros imponían temor y barrio.
Hospital, cárcel o muerte, la primera con fortuna; eran las únicas salidas que había en la pandilla.
Y no había marcha atrás para aquellos veinteañeros que entre salidas de amigos y bailes escurridizos entraron al mundo de la perdición.
Las miradas se alzan por las ventas con miedo y asombro, el tropel de azules avanza a toda prisa, casi que al final de la calle todo se paraliza.
Pum, pum, pum.
Fue lo último que escucharon nuestros veinteañeros.
Y los matorrales resecos se inundaron con su sangre. Con sus últimos suspiros pedían a Dios misericordia.
A pocos metros sus madres lloran desconsoladamente y sus corazones desgarrados están. El fruto de sus vientre emprenden ya su último viaje hacia lo desconocido.
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