Me encanta pasear por calles estrechas y solitarias, sobre todo en días tristes y nublados donde las farolas encendidas le dan un aspecto tétrico a sus sórdidas casas de fachadas de piedra. Me gusta su belleza añeja que alberga tantas historias. Esas viejas calles están llenas de energía y diversidad que me inundan de melancolía, como si mi alma recordara alguna de sus vidas anteriores en las que pasó por aquí. Es una mezcla de felicidad y añoranza que no se muy bien como explicar. Supongo que a mi alma nostálgica le habría gustado vivir en alguna de estas calles durante la pandemia pero pasé la cuarentena en Arroyomolinos, un municipio al suroeste de Madrid. También tiene su encanto ver el campo y las casas bajitas desde mi ventana y ver como el cielo se incendia en cada puesta de sol.
Recuerdo cuando el mundo se paró para sanarse. La naturaleza y los animales lo agradecieron, todo pareció volverse mas verde y puro. Nosotros también tuvimos que parar y encontrarnos con nosotros mismos. A veces da más miedo mirar hacia dentro que hacia fuera, pero como no había muchas opciones tuve que conectar conmigo misma, con mi niña interior, a la que tenía un poco abandonada. Al principio me costó pero poco a poco volví a disfrutar de la creatividad: dibujé, leí muchos libros, hice pulseras y manualidades, escribí mientras disfrutaba escuchando jazz, visité museos de manera virtual, canté, bailé, cociné, hice fotos, aprendí cosas nuevas y disfruté mucho de las citas conmigo misma. Y descubrí que al igual que es importante asomarnos al exterior, de vez en cuando es necesario mirar a través de nuestra ventana interior para volvernos a conectar.
Patricia Montero Callealta
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