En el centro de Santiago de Chile dos calles secretas, esplendidas y decadentes, se destacan del resto de la ciudad, ajenas a su barullo. Se trata de las calles París y Londres. El destino y la historia les han conferido casi una vida propia y una personalidad bipolar. ¿Bipolar? De día, un perfume de elegancia emana de ellas, como una vaga evocación del Viejo Continente. Pero de noche, ambas calles revisten un aspecto más inquietante. La Parisina sofisticada daba paso a una mujer sórdida e indomable, como aquellas mujeres fatales que Baudelaire ensalza en sus poemas.

Sebastian siempre sintió una fuerte atracción por la apariencia bohemia de su barrio, siendo la noche su momento preferido para dar largos paseos por él. Sus atrevidas salidas nocturnas embriagaban su timidez y alimentaban su búsqueda incesante de inspiración. Estaba convencido que en una simple calle todo tipo de existencias y de experiencias podían cohabitar con fuerza. ¿Para qué hacer largos y tediosos viajes que solo terminan por defraudar y agotar de forma inútil? —La vida entera en una calle y una calle en nuestra vida — se repetía. En efecto, su calle, París, se había apoderado de su alma. Por las noches, su sensibilidad de artista se detenía en cada pareja que encubría sus amores ilícitos y efímeros bajo la luz tenue y sórdida de los faroles. Gracias a ellos, su imaginación desbordante de novelista forjaba dramas familiares y desentrañaba todas las frustraciones de aquellos encuentros fugaces. De igual manera, espiaba a aquellos hombres de clase alta que entraban a los lupanares de lujo en busca de un precario consuelo concedido por prostitutas acostumbradas a los predecibles pesares de sus clientes. 

En sus escasas salidas diurnas, Sebastian observaba con una mezcla de ternura y de envidia a aquellos padres que acompañaban a sus hijos a la escuela, lo que lo remitía con crueldad a su condición de huérfano. A la vez, su olfato se impregnaba de los aromas de pan y de pasteles recién horneados que emanaban de la única panadería aledaña. Todas aquellas experiencias las vivía en el reducido espacio de su calle, absorto en su mundo y en sus ideales. El resto de la ciudad le parecía un gran océano desconocido y atemorizante. ¿Pero ahora? El encierro impuesto por la pandemia puso fin a sus recorridos surrealistas. Todo se había vuelto silencio.

A medida que las semanas de confinamiento transcurrían, Sebastian sentía que la angustia y el aburrimiento marchitaban su inspiración. Le resultaba imposible en esas condiciones tan adversas encontrar algo que lo motivara a escribir. Por las noches, incapaz de conciliar el sueño, se asomaba a la ventana de su departamento situado en un cuarto piso, intentando captar en medio del silencio una fuente de vida. Pero la noche profunda y angustiante solo aumentaba su aflicción.

Durante una nueva crisis de insomnio su atención se centró en una casa con un vago aspecto gótico que siempre había conocido abandonada. Situada casi en la esquina de las calles París y Londres, nunca le había prestado mayor importancia, sintiendo un rechazo casi visceral frente a su vetustez y a las centenas de gatos pulguientos que siempre salían de ella. Sin embargo, ahora, su silueta enigmática parecía cobrar vida en medio de tanta soledad. Extraños ruidos comenzaron a poblar la noche. Sebastian estaba seguro que estos provenían de la casa abandonada. Eran como leves lamentos entremezclados con desgarradores suspiros. No faltaba más para que la imaginación de Sebastian recobrara vida. ¡Fantasmas! ¡Qué mejor que espíritus errantes para su próximo cuento! ¿Por qué esa morada en un estado aún decente se hallaba sin habitantes desde hace tanto tiempo? ¿Cuál era su historia? De inmediato se puso a buscar información en Internet. Tras una ardua búsqueda y tras confrontar diferentes fuentes, su sorpresa fue inmensa. Aquella casa recelaba otro tipo de fantasmas.

La tragedia actual interactuaba con tragedias pasadas, como si en medio del silencio engendrado por una crisis sanitaria mundial, otros silencios recobrasen vida. Sebastian descubrió atónito que aquella mansión había servido de lugar de tortura durante los años más oscuros de la dictadura. Al corroborar la información, comprendió de pronto su abandono obstinado y el rechazo que esta le producía. Sintió vergüenza frente al mutismo de los residentes de la burguesa calle París. Algo tan grave debía ser conocido por todos y ser inclusive transmitido de generación en generación. Recordó de pronto que había oído comentarios al respecto, pero aun demasiado joven en aquel entonces, la información no se había aferrado a su espíritu. Ahora la culpabilidad lo embargaba, no solo frente a esos hechos pasados. El presente le golpeaba el rostro, y el conteo frío y monótono de muertes provocados por la pandemia que los medios de comunicación repetían día tras día se le hacía de pronto tangible. Su egoísmo le pareció monstruoso.

El escalofriante descubrimiento de los hechos acaecidos en la casa abandonada le quitaron peso y dramatismo a su situación presente. Sus vicisitudes le parecieron vanas. Su confortable y relativo encierro no era más que una simple y llana ofensa frente al sufrimiento que la pandemia engendraba y frente a aquellos seres humanos que habían perecido en esa casa víctimas de sus convicciones en un aislamiento mucho más aterrador. Los lamentos reales o imaginados que oía durante sus noches de insomnio le hicieron ver que no tan solo los seres humanos son insondables, sino que también aquellas calles que creemos conocer y de cuyas moradas emanan misterios y dramas que tan solo son descifrables al que sabe y desea escuchar. Relativizar su propio sufrimiento le permitió acceder a la plenitud de su arte.

Sebastian había encontrado su historia.

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